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12.04.19

Señor, no soy digno (I - Respuestas XL)

1. Es usual y dato común en todas las liturgias, ya sean orientales, ya sean occidentales, que inmediatamente antes de distribuir la comunión eucarística, el sacerdote se dirija al pueblo y lo invite a acercarse a comulgar con disposiciones de fe, humildad, santo temor de Dios y, por tanto, en gracia y no en pecado mortal. No es un acceso indiscriminado a todos, sino que se ha de estar preparado y en estado de gracia.

  El Catecismo lo recuerda afirmando que “para responder a esta invitación debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia… Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CAT 1385).

También, muy claramente, Juan Pablo II escribía:

“el juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que ‘obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave’ (cn. 915)” (Ecclesia de Eucharistia, 37).

     2. Por eso, recordando la santidad de la Eucaristía misma y la necesaria disposición de los fieles, la liturgia introdujo una invitación sacerdotal que es una admonición, una advertencia para todos. La más difundida y corriente es “Sancta sanctis”, es decir, “lo Santo (o las cosas santas) para los santos”. Los fieles todos aclaman y responden con humildad: “sólo Tú eres santo”, reconociendo que, aunque puedan comulgar y están en gracia, son pequeños comparados con la santidad absoluta de Jesucristo.

    ¿Testimonios? El primero que se puede aducir lo hallamos en las catequesis de S. Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV:

    “Después de estas cosas, dice el sacerdote: ‘las cosas santas para los santos’. Santas son las cosas que están delante, que han recibido la venida del Espíritu Santo. Las cosas santas convienen, pues, a los santos. Después vosotros decís: ‘Uno es el santo, uno el Señor: Jesucristo’. En verdad uno es el santo, santo por naturaleza. Nosotros también somos santos, pero no por naturaleza, sino por participación y por ejercicio y oración” (Cat. Mist. V, 18).

 El Crisóstomo también alude a esa admonición sacerdotal:

  “Por esto mismo clama entonces el sacerdote llamando a los santos, y requiriendo a todos con esta voz para que ninguno se acerque sin la debida preparación. De la misma manera que en un rebaño en el que hay muchas ovejas sanas y muchas llenas también de sarna es necesario separar éstas de las sanas; así también en la Iglesia, ya que en ella hay ovejas sanas y ovejas enfermas, mediante esta voz separa las unas de las otras, recorriendo el sacerdote por todas partes por medio de este clamor terribilísimo, y va llamando y atrayendo a los santos” (S. Juan Crisóstomo, In Heb., 17,4).

   Un tercer elemento en la Tradición es el desarrollo ritual que nos describen las Constituciones Apostólicas del s. IV:

   “Después de que todos digan ‘Amén’, diga el diácono: ‘Prestad atención’. El obispo dirija la palabra al pueblo de esta manera: ‘Las cosas santas para los santos’.

       Responda el pueblo: ‘Un solo santo, un solo Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre en el Espíritu Santo. Eres bendito por los siglos. Amén. Gloria en las alturas a Dios, paz en la tierra y beneplácito (de Dios) entre los hombres. Hosanna al Hijo de David, bendito el Señor Dios que viene en nombre del Señor y se ha manifestado entre nosotros, hosanna en las alturas’.

       Después de esto comulgue el obispo, luego los presbíteros, los diáconos…” (VIII,11-14).

   Actualmente, así se sigue realizando en muchas liturgias. La liturgia de Antioquía, celebrada en el Líbano con la anáfora de los doce apóstoles, realiza este antiquísimo diálogo:

 “Las cosas santas para los santos y los puros”.

 R/: “Un solo Padre santo, un solo Hijo santo, un solo Espíritu vivo y santo. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo vivificador: ahora y hasta el fin de los siglos”.

    La Divina Liturgia de S. Juan Crisóstomo, el rito bizantino, realiza esta admonición elevando los dones, antes de una ulterior fracción y otros ritos simbólicos. El diácono avisa: “Estemos atentos”. El sacerdote eleva el sagrado Pan, diciendo en voz alta: “Lo Santo a los santos”. Y los fieles aclaman: “Uno solo es Santo, uno solo es Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre. Amén”.

    Lo mismo se realiza en nuestro rito hispano-mozárabe. El sacerdote sale al pie del altar y elevando la patena y el cáliz, aclama: “Lo santo para los santos”, aunque el actual Ordinario de la Misa, extrañamente, no pone ninguna respuesta en boca de los fieles, como es lo habitual en la tradición litúrgica.

 

4.04.19

Cordero de Dios (y II - Respuestas XXXIX)

3. Al ser un rito que duraba tiempo, como hemos visto, pronto apareció un canto que lo acompañase, apropiado para ese rito eucarístico tan entrañable.

   Por ejemplo, en el rito hispano-mozárabe, el pan se parte (y luego se colocan 9 trozos en forma de cruz sobre la patena evocando cada misterio de Cristo) mientras se canta la “antífona ad confractionem”, la antífona para la fracción. El Ordinario ofrece varias:

 “Cristo, acuérdate de nosotros en tu reino, y haznos dignos de tu resurrección”.

  “Acepta, Señor, en tu presencia nuestro sacrificio, y sea de tu agrado”.

  “Danos, Señor, la comida a su tiempo, abre tu mano, y sacia nuestras almas con tus bendiciones”.

   “Descienda sobre nosotros, Señor, tu misericordia, como la esperamos de ti”.

   Y en el santo tiempo pascual: “Venció el león de la tribu de Judá, la raíz de David, aleluya”.

   El rito romano introdujo a finales del siglo VII una letanía de origen griego: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”. Según el Liber pontificalis, un Papa de origen griego, Sergio I (687-701) fue quien introdujo esta letanía.

  4. La letanía del Agnus Dei comienza con la invocación “Cordero de Dios que quitas el pecado el mundo”, tomando las palabras con que Juan el Bautista señaló al Redentor y lo proclamó ante todos (cf. Jn 1,29).

  Son palabras que evocan al Cordero que fue llevado al matadero sin abrir la boca (Is 53) sufriendo por los pecados, el Siervo de Dios. Su sacrificio fue redentor para todos. Palabras que evocan también al cordero pascual que se inmolaba y era comido como memorial de la salvación de Dios.

  No es de extrañar, con estas figuras o tipos del Antiguo Testamento, que a Jesucristo se le llame el Cordero de Dios, el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. No sólo fue el Precursor quien lo calificó así; san Pedro afirma: “Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1P 1,18).

  Que Cristo sea el Cordero verdadero e inmolado, lo vemos igualmente en el Apocalipsis: un cordero en pie, en el trono, que se notaba que lo habían degollado y al que todos adoran postrándose y diciendo: “Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría…” (Ap 5,12). Aguardamos y esperamos las bodas del Cordero con su Esposa, la Iglesia engalanada (cf. Ap 19,7). La categoría de “cordero” es una nota propia de la cristología del Apocalipsis, y aparece casi 30 veces. Es una construcción simbólica en la que el cordero es Cristo, preparado por el AT en la doble línea del Éxodo y del Siervo de Yahvé en Isaías; justamente muerto y resucitado, con todo el poder mesiánico.

    Al cantar la letanía del Agnus Dei, y su respuesta “ten piedad de nosotros” y finalmente “danos la paz”, reconocemos también en el rito de la fracción el sacrificio mismo de Cristo, su inmolación y entrega en la cruz, dándose por nosotros. Sólo inmolándose alcanzó la redención de los pecados de la humanidad. Es el rito de la fracción un signo sacramental claro de la Pasión del Salvador. “En el pan partido el Señor se reparte a sí mismo. El gesto de partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte” (Benedicto XVI, Hom., 9-abril-2009). Cristo, entregándose en la Eucaristía, le da a la Iglesia su propia vida, ¡su propio Cuerpo!

  Sólo queda resaltar cómo, la última vez, todos cantan en la letanía “danos la paz”. Se engarza así con el rito anterior, el beso santo de la paz, y se subraya cómo toda paz verdadera viene de Cristo que es nuestra paz, no una paz horizontal, basada en componendas humanas y pactos, sino de Él y de su Reino.

 

28.03.19

Cordero de Dios (I - Respuestas XXXVIII)

1. La solemne, y se supone que amplia, fracción del pan consagrado va acompañada de un canto en forma de letanía: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”, canto que debe durar tanto como dure la misma fracción y que jamás se omite ni se sustituye por otro canto “de paz” (en el rito romano no existe ese canto de paz, porque el rito de la paz es muy breve y sobrio), como recuerda el mismo Misal (cf. IGMR 366).

  Se parte el pan consagrado y se fracciona para distribuirlo en la sagrada comunión una vez que todos se han dado la paz brevemente, sin empezar a partirlo cuando los fieles están aún dándose el abrazo santo de paz: “La fracción comienza después de haberse dado la paz” (IGMR 83). Entonces se canta la letanía “Cordero de Dios” y el sacerdote va partiendo todo el pan consagrado.

  Atendamos a las rúbricas del Misal:

 “La súplica Cordero de Dios se canta según la costumbre, bien sea por los cantores, o por el cantor seguido de la respuesta del pueblo el pueblo, o por lo menos se dice en voz alta. La invocación acompaña la fracción del pan, por lo que puede repetirse cuantas veces sea necesario hasta cuando haya terminado el rito. La última vez se concluye con las palabras danos la paz” (IGMR 83).

   El sentido del partir el pan –nombre con que se llamó siempre a la Santa Misa en la antigüedad- nos lo da el Catecismo; y, lo lógico, sería realzarlo al celebrar la Eucaristía:

 “Este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co 10,16-17)” (CAT 1329).

    Pensemos que tanto la tradición griega como la latina consagraban pan fermentado, realmente pan, y que había que partir todos los panes que se consagraban para distribuirlo al pueblo santo en la comunión. Sólo la Iglesia latina, ya en el siglo XI, pasó del pan fermentado al pan ácimo (sin levadura) y de ahí a estilizarlo en forma de obleas, muy blancas, para representar la pureza y santidad del Sacramento.

    2. Si leemos el Ordo Romano I, del siglo VII-VIII, comprobaremos lo complicada y larga que era esta fracción del pan en la solemne misa papal, a la vez que es una lectura muy ilustrativa de la tradición romana:

  (El pontífice) vuelve a la sede. Acto seguido el primicerio, el secundicerio, el primero de los defensores, con todos los regionarios y con los notarios, se dirigen hacia el altar y se colocan a la derecha y a la izquierda del mismo.

   El “nomincolator” y el “sacellario”, el notario y el “vicedominus” cuando se dice el Agnus Dei, se acercan ante el pontífice, para que éste les indique que escriban los nombres de los que deben ser invitados o bien a la mesa del pontífice (cosa que hará el “nomincolator”) o bien a la del “vicedominus” (lo cual hará el notario). Cuando la lista de los nombres ha quedado completa, descienden para comunicar la invitación.

   El archidiácono toma el cáliz de sobre el altar y lo entrega al subdiácono de la región. Éste lo sostiene en el extremo derecho del altar hasta que se haya hecho la fracción de las oblaciones.

  Los subdiáconos segundos se acercan entonces, juntamente con los acólitos que llevan las bolsas, y se sitúan a la derecha y a la izquierda del altar. Los acólitos extienden sus brazos, como gesto de presentación de las bolsas que llevan. Los subdiáconos segundos están delante de ellos para ayudar a la abertura de las bolsas, de manera que el archidiácono pueda poner en ellas las oblaciones, primero en las de la parte derecha y luego en las de la izquierda.

 Entonces algunos acólitos, se dirigen por la derecha y por la izquierda a los obispos que rodean el altar. Los demás descienden allí donde están los presbíteros para que éstos hagan la fracción de las hostias.

  Una patena, llevada por dos subdiáconos de la región, es acercada a la sede para que los diáconos que están allí hagan la fracción.

   Estos diáconos se fijan en la mirada del pontífice para que les indique cuando pueden empezar la fracción. Cuando él se lo indica, ellos, después de una nueva inclinación al pontífice, empiezan la fracción.

  El archidiácono, una vez las oblaciones ya no se encuentran sobre el altar, dirige su mirada a la schola y les indica que canten el Agnus Dei y se dirige allí donde se encuentra la patena y los demás diáconos haciendo la fracción.

   Acabada la fracción, el diácono más joven, coge la patena que sostenía el subdiácono y la lleva a la sede para que comulgue el pontífice (nn. 98-106).

   Era algo más, mucho más, que partir una fina oblea de pocos centímetros en dos partes. El actual Misal romano quiere que se potencia este rito sin excesos y con cuidado: “La fracción comienza después de haberse dado la paz y se lleva a cabo con la debida reverencia, pero no se debe prolongar innecesariamente, ni se le considere de excesiva importancia. Este rito está reservado al sacerdote y al diácono” (IGMR 83). Por su parte, la Instrucción Redemptionis sacramentum, corrigiendo abusos, advierte: “se debe realizar el rito con gran respeto. Sin embargo, debe ser breve. El abuso, extendido en algunos lugares, de prolongar sin necesidad este rito, incluso con la ayuda de laicos, contrariamente a las normas, o de atribuirle una importancia exagerada, debe ser corregido con gran urgencia” (n. 73).

    Para facilitar la verdad del rito de la fracción, se pueden emplear hostias de mayor tamaño o también varias hostias. Referente a la materia del pan para el sacrificio eucarístico, el Misal establece:

“La naturaleza del signo exige que la materia de la celebración eucarística aparezca verdaderamente como alimento. Conviene, pues, que el pan eucarístico, aunque sea ácimo y elaborado en la forma tradicional, se haga de tal forma, que el sacerdote en la Misa celebrada con pueblo, pueda realmente partir la Hostia en varias partes y distribuirlas, por lo menos a algunos fieles. Sin embargo, de ningún modo se excluyen las hostias pequeñas, cuando lo exija el número de los que van a recibir la Sagrada Comunión y otras razones pastorales. Pero el gesto de la fracción del pan, con el cual sencillamente se designaba la Eucaristía en los tiempos apostólicos, manifestará claramente la fuerza y la importancia de signo: de unidad de todos en un único pan y de caridad por el hecho de que se distribuye un único pan entre hermanos” (IGMR 321).

  Y la instrucción Redemptionis sacramentum, a su vez, dice: “Conviene, en razón del signo, que algunas partes del pan eucarístico que resultan de la fracción del pan, se distribuyan al menos a algunos fieles, en la Comunión. «No obstante, de ningún modo se excluyen las hostias pequeñas, cuando lo requiere el número de los que van a recibir la sagrada Comunión, u otras razones pastorales lo exijan»; más bien, según la costumbre, sean usadas sobretodo formas pequeñas, que no necesitan una fracción ulterior” (n. 49).

  Por tanto, es un rito importante que ni debe ser insignificante y raudo, ni tampoco excesivamente prolongado… mientras todos cantan la letanía “Cordero de Dios”.

 

21.03.19

"Tuyo es el reino" (Respuestas XXXVII)

6. La Oración dominical concluye con un embolismo, es decir, una oración que desarrolla la última petición “líbranos del mal”.

 Dice la IGMR:

“El sacerdote solo añade el embolismo, que el pueblo concluye con la doxología. El embolismo que desarrolla la última petición de la Oración del Señor pide con ardor, para toda la comunidad de los fieles, la liberación del poder del mal” (IGMR 81).

 Este embolismo es un desarrollo del Padrenuestro “estrechamente ligado a él. Con el embolismo se vuelve a la plegaria presidencial. El celebrante en nombre de todos lo hace en él más explícito y desarrolla la petición ya contenida al final de la oración del Señor”[1].

  En el rito romano, el embolismo suplica no caer en la tentación y ser protegidos de todo mal, subrayando la liberación última, plena y verdadera, que ni es sociológica ni política, sino la Venida gloriosa y definitiva de Jesucristo, la escatología y el establecimiento de su reinado. Se pide, en un primer momento, una preservación de todos los males y del pecado, de todo lo que pueda perturbarnos; después, pide la paz y la misericordia divina, o sea, su gracia, que es fuente de libertad verdadera; por último, el plano escatológico: se afirma la esperanza cristiana y se confiesa aquello que esperamos, que no es sino la venida gloriosa y última de Cristo Señor.

  Se reza: “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que ayudados por tu misericordia vivamos siempre libres de pecado, y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.

  El rito hispano-mozárabe posee también su embolismo similar al romano, desarrollando la petición sobre la tentación y el mal:

 Libres del mal, confirmados siempre en el bien,

podamos servirte, Señor y Dios nuestro.

Pon término, Señor, a nuestros pecados,

alegra a los afligidos,

sana a los enfermos,

y da el descanso a los difuntos.

Concede paz y seguridad a nuestros días,

quebranta la audacia de nuestros enemigos

y escucha, oh Dios, las oraciones de tus siervos,

de todos los fieles cristianos,

en este día y en todo tiempo.

    El rito romano concluye su embolismo con una pequeña doxología o alabanza dirigida a Dios, muy similar a las alabanzas que resuenan en el cielo según revela el Apocalipsis: “Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor”. Palabras, pues, muy semejantes a las que se entonan en la liturgia celestial: “Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap 4,11), “ahora se estableció la saludo y el poderío y el reinado de nuestro Dios” (Ap 12,10), etc. Esta alabanza es confesión de fe, llena de esperanza, en Dios, único Señor y Salvador a quien todo pertenece desde siempre y por siempre.

  Esta alabanza (“tuyo es el reino, tuyo el poder”) es muy antigua en la tradición eclesial. “Esta fórmula se encontraba añadida al texto de Mt 6,13 del Paternóster en algunos manuscritos antiguos del Evangelio”[2]. Ya aparece, asimismo, en la Didajé, unida al Padrenuestro, como si fuera su conclusión final, llena de esperanza: “no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos” (VIII,2). ¡La esperanza nos sostiene hasta la victoria final de Cristo Señor!

 El Catecismo explica el sentido de esta aclamación con la que concluimos el Padrenuestro:

  “Vuelve a tomar, implícitamente, las tres primeras peticiones del Padrenuestro: la glorificación de su nombre, la venida de su Reino y el poder de su voluntad salvífica. Pero esta repetición se hace en forma de adoración y de acción de gracias, como en la liturgia celestial. El príncipe de este mundo se había atribuido con mentira estos tres títulos de realeza, poder y gloria. Cristo, el Señor, los restituye a su Padre  y nuestro Padre, hasta que se le entregue el Reino cuando sea consumado definitivamente el Misterio de la salvación y Dios sea todo en todos” (CAT 2855).

   Esta alabanza o doxología “se vincula con la invocación ‘Venga a nosotros tu reino” del Pater y con el final del embolismo ‘la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’. Es una profesión de fe en la soberanía absoluta de Dios”[3].

   El Misal romano actual ha recuperado, así pues, un elemento de tradición antiquísima que sí se había mantenido en otras liturgias orientales.

  Esta misma aclamación se mantiene en la Divina Liturgia de S. Juan Crisóstomo. Todos rezan juntos el Padrenuestro y añade el sacerdote solo: “Porque tuyos son el reino, el poder y la gloria, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. R/ Amén”.

   También la posee el rito ambrosiano, muy similar al romano. Dice el sacerdote: “Líbranos, Señor, de todos los males, concede la paz a nuestros días, y con la ayuda de tu misericordia viviremos siempre libres del pecado y seguros de toda perturbación, en la espera que se cumpla la feliz esperanza y venga nuestro salvador Jesucristo”. Entonces todos aclaman: “Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por los siglos”.



[1] RAFFA, Mistagogia, 448.

[2] RAFFA, Mistagogia, 448.

[3] RAFFA, Mistagogia, 449.

14.03.19

Padrenuestro (IV - Respuestas XXXVI)

7. La oración predilecta y más amada, entregada por Cristo, es el Padrenuestro. Es el “compendio de todo el evangelio” (Tertuliano, De orat., 6). Toda oración para ser cristiana deberá concordar con el Padrenuestro porque sólo así se orará en el Espíritu, como conviene:

 “Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente. Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual” (S. Agustín, Ep. a Proba, 130,12,22).

  Con la oración dominical, confesamos admirados que Dios, por el bautismo, nos ha hecho hijos suyos, dándonos el espíritu de adopción y pudiendo llamar a Dios Padre y compartir la heredad del Hijo único y amado:

 “Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo él: ‘Abbá’, padre, papá. En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre. Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con él, estar en silencio con él, escucharlo, obrar y sufrir con él. El cristiano redescubre su verdadera identidad en Cristo, ‘primogénito de toda criatura’, en quien residen todas las cosas. Al identificarme con él, al ser una sola cosa con él, redescubro mi identidad personal, la de hijo auténtico que mira a Dios como un Padre lleno de amor” (Benedicto XVI, Audiencia general, 3-octubre-2012).

 Es importante, o sugerente, entender que en la oración, especialmente la oración litúrgica, aunque sea personal, ni es privada ni está aislada de los demás; es profundamente personal e interiorizada pero supera el “propio yo” para entrar en un “yo” más grande: ¡la Iglesia!, “el nosotros”. Así también somos educados para orar eclesialmente y alcanzar un alma eclesial. Las catequéticas palabras del siempre claro y luminoso Benedicto XVI ahondan en este aspecto:

 “Mirando el modelo que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, vemos que la primera palabra es ‘Padre’ y la segunda es ‘nuestro’. La respuesta, por lo tanto, es clara: aprendo a rezar, alimento mi oración, dirigiéndome a Dios como Padre y orando con otros, orando con la Iglesia, aceptando el don de sus palabras, que poco a poco llegan a ser para mí familiares y ricas de sentido. El diálogo que Dios establece en la oración con cada uno de nosotros, y nosotros con él, incluye siempre un ‘con’; no se puede rezar a Dios de modo individualista. En la oración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía, y -formados por la liturgia- en toda oración, no hablamos solo como personas individuales, sino que entramos en el ‘nosotros’ de la Iglesia que ora. Debemos transformar nuestro ‘yo’ entrando en este ‘nosotros’” (Benedicto XVI, Audiencia general, 3-octubre-2012).

 Es la oración de la unidad y la concordia, que nunca se reza en singular aunque uno esté solo, sino siempre en plural, como miembro de la Iglesia y en nombre de todos. Son las conocidas palabras de S. Cipriano las que destacan claramente este punto:

 “Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo. El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que Él incluyó a todos los hombres en su persona” (De dom. orat., 8).

    8. El Padrenuestro comienza con una invocación (“Padre nuestro que estás en el cielo”) y prosigue con siete peticiones.

 Tras invocar a Dios como Padre, las tres primeras peticiones nos llevan hasta Él: ¡tu nombre, tu reino, tu voluntad! Hermosa explicación presenta el Catecismo:

 “Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. En cada una de estas tres peticiones, nosotros no nos nombramos, sino que lo que nos mueve es el deseo ardiente, el ansia del Hijo amado por la Gloria de su Padre: Santificado sea… venga… hágase…; estas tres súplicas han sido escuchadas en el Sacrificio de Cristo Salvador, pero ahora están orientadas, en la esperanza, hacia su cumplimiento final mientras Dios no sea todavía todo en todos” (CAT 2804).

 Después cuatro peticiones referidas a nuestra condición actual frágil y necesitada: danos… perdónanos… no nos dejes… líbranos…:

 “La cuarta y quinta peticiones se refieren a nuestra vida como tal, sea para alimentarla, sea para sanarla del pecado; las dos últimas se refieren a nuestro combate por la victoria de la Vida, el combate mismo de la oración” (CAT 2805).