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14.06.18

Yo confieso (Respuestas IV)

  Plegaria de origen devocional, de tipo privado, y sin embargo de buena factura en su contenido, entró en la liturgia.

  El “Yo confieso” o “Confiteor” (como comienza en latín) formaba parte de la preparación privada del sacerdote antes de celebrar el sacrificio de la Misa. Es bueno salir al altar a celebrar la Eucaristía con disposiciones interiores, con recogimiento, con el alma bien templada y consciente de la grandeza del Sacramento… mientras que es malo omitir la preparación, unos momentos previos de silencio, una plegaria, y salir el sacerdote al altar nervioso o apresurado.

  La preparación privada del sacerdote en la sacristía se fue ampliando poco a poco y se fue extendiendo hasta llegar a realizarla con las preces al pie del altar junto con el acólito (el único que le respondía representando a todos los fieles).

  Su origen más remoto parece ser en la adoración callada que hacía el Papa en la misa estacional, al llegar a la basílica y detenerse ante el altar. En la época carolingia, el sacerdote lo iba recitando mientras caminaba hacia el altar… hasta que se incorporó, de modo fijo, a las preces al pie del altar. También servía, y estuvo muy difundido, para la confesión sacramental, a partir del siglo IX, con amplio desarrollo en los pecados enumerados. Son varias las redacciones que encontramos del “Confiteor” con sus variantes.

     El “Yo confieso” incluye también el gesto exterior, humilde y penitencial, que acompaña a las palabras. “Por lo que se refiere al rito exterior, desde el principio encontramos la profunda inclinación como actitud corporal mientras se rezaba el Confiteor. Pero también la de estar de rodillas debió ser muy común. En tiempos muy antiguos se menciona la costumbre de darse golpes de pecho al pronunciar las palabras mea culpa. Esta ceremonia, como recuerdo del ejemplo evangélico del publicano (Lc 18,13), era tan familiar a los oyentes de san Agustín que éste tuvo que enseñarles que no era necesario darse golpes de pecho cada vez que se decía la palabra Confiteor[1].

    Con la reforma del Ordinario de la Misa, en el actual Misal romano vigente desde 1970, se introdujo no ya para el sacerdote sino para todos, un acto penitencial de preparación y purificación, una vez comenzada la Misa. De este modo, el “Yo confieso” pasó a ser plegaria de todos los fieles. También en la celebración comunitaria del sacramento de la Penitencia, en su forma B (con confesión y absolución individual), el “Yo confieso” es llamado “confesión general” que rezan todos de rodillas según la oportunidad (RP 27) antes de dirigirse a los sacerdotes para manifestar sus pecados y recibir la absolución. Igualmente aparece en el rito de la Unción de enfermos como preparación para el Sacramento o en el rito de la comunión a los enfermos. Finalmente, en el rezo de Completas, al finalizar el día, antes del descanso nocturno, el “Confiteor” es una de las fórmulas que se emplean tras el examen de conciencia en silencio.

    En la Misa, después del saludo del sacerdote, ordinariamente viene el acto penitencial. El sacerdote lo introduce con una breve monición tras lo cual se dejan unos momentos de silencio y juntos, a una voz o de forma dialogada, piden perdón a Dios con uno de los tres formularios que ofrece el Misal, el primero de los cuales es el rezo común del “Yo confieso”.

  La introducción del sacerdote motiva y orienta el tono interior y el fin con el que se reza. Una primera monición dice: “Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados”. La humildad de reconocer lo que somos, la fragilidad, la debilidad y los pecados concretos es un modo adecuado de acercarnos al altar del Señor dignamente, con un corazón humilde y purificado ante la santidad del sacramento eucarístico.

  Otra monición situará a los fieles ante la celebración eucarística –liturgia de la Palabra y rito eucarístico- recordando que Cristo llamó y sigue llamando a la conversión: “El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, nos llama ahora a la conversión. Reconozcamos, pues, que somos pecadores e invoquemos con esperanza la misericordia de Dios”.

  El ritual de la Penitencia, por su parte, en la celebración comunitaria con confesión y absolución individual (llamada forma B) después de la homilía y del silencio del examen de conciencia, comienza el rito de reconciliación con una “confesión general de los pecados” (RP 130) consistente en la oración común del “Confiteor”, preces o letanías, el Padrenuestro y una oración final. La rúbrica lo describe: “A invitación del diácono o de otro ministro los asistentes se arrodillan o se inclinan, y recitan la confesión general (el “Yo pecador”, por ejemplo). Luego de pie, si se juzga oportuno se hace alguna oración titánica o se entona un cántico. Al final, se acaba con la oración dominical que nunca deberá omitirse” (RP 27; 130).

    El sacerdote invita a iniciar el rito de reconciliación con una monición inspirada en la carta de Santiago (5,16): “Hermanos: confesad vuestros pecados y orad unos por otros, para que os salvéis” (RP 131). O también: “Recordando, hermanos, la bondad de Dios, nuestro Padre, confesemos nuestros pecados, para alcanzar así misericordia” (RP 132). Así, juntos, los fieles de rodillas o inclinados, rezarán el “Yo confieso” reconociendo sus pecados, confiando en alcanzar misericordia.

   El contenido del “Confiteor” es una acusación clara y pública (aunque genérica, como es natural) de los propios pecados y una petición sencilla para que, por la comunión de los santos, todos pidan a Dios por quien se reconoce pecador. La oración está en singular y no en plural: es uno mismo quien debe reconocerse pecador, sin escudarse o justificarse en los demás, ni en los pecados de los demás, ni disminuir la gravedad de los propios pecados como simples defectos o errores. El texto es claro. Cada uno reza en singular, y se dirige humildemente a los demás miembros de la Iglesia, aunque todos la recen en común, a una sola voz.

    “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos”. Confesar los pecados es descubrir la verdad de uno mismo, iniciar la conversión y pedir perdón a Dios; sin reconocimiento de los pecados y arrepentimiento, no hay posibilidad de redención: ¡el corazón está endurecido! La verdad es que somos pecadores… “Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1Jn 1,10). Nuestra confianza radica en su misericordia ya que “si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia” (1Jn 1,9).

   “Yo confieso ante Dios…” Es un lenguaje similar al de tantos salmos penitenciales, inspirado en estos mismos salmos. El pecado va matando por dentro, mientras la conciencia clama interiormente: “mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí” (Sal 31). La única solución es reconocer el pecado arrepentido: “había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: ‘Confesaré al Señor mi culpa’, y tú perdonaste mi culpa y m pecado” (Sal 31). Es llegar al momento de decir con el corazón: “contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50).

   Este reconocimiento se hace “ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos” porque el pecado repercute en la santidad de la Iglesia, la deja herida, hace daño a los hermanos, debilita o destruye por completo la caridad. El pecado tiene así una dimensión social en la comunión de los santos. Por tanto, no sólo ante Dios, sino también ante la Iglesia, “ante vosotros hermanos”, reconoce uno su maldad.

    La confesión es clara y directa: “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Todo aquello que es humano: el pensamiento y la acción con las palabras o las obras, ha pecado; también omitiendo el bien que se podría haber realizado y voluntariamente no se ha querido hacer. Definitivamente, hemos pecado en todo aquello que podíamos pecar, ya sea activamente, ya sea pasivamente por omisión. El pensamiento por cuanto juzga condenando o se recrea en lo sensitivo (“el que mira a una mujer deseándola y ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”, Mt 5,28); la palabra porque es crítica (St 3,1-12) y juicio, o insulto incluso: “malas palabras no salgan de vuestra boca” (Ef 5,29); de obra, de mil maneras distintas, haciendo el mal: “comilonas y borracheras, lujuria y desenfreno, riñas y envidias” (cf. Rm 13,13), “fornicación, impureza, indecencia o afán de dinero” (cf. Ef 5,3). También de omisión, dejando de hacer el bien, las obras de misericordia (cf. Mt 25,35-45): no dando de comer ni de beber, no acogiendo, no visitando al enfermo, etc…

   “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Acusación clara y directa; es la propia culpa, que se sabe grande, expresada ante Dios con arrepentimiento. “Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50). Estas palabras en el Misal anterior, de Juan XXIII en 1962 se acompañaban golpeándose el pecho tres veces mientras se pronunciaban. Ahora, en el Misal actual, la rúbrica sólo señala lo siguiente: “golpeándose el pecho, dicen…”, sin más especificación.

   “Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles…” Concluye la confesión renovando el sentido de la comunión de los santos. Si ante los hermanos presentes (“ante vosotros hermanos”) se reconocía uno pecador y culpable, ahora a esos mismos hermanos presentes y también a la Virgen María, a los ángeles y a los santos, que forman la Iglesia celestial, se recurre suplicando la intercesión fraterna. Todos orando por todos, todos suplicando por todos. La comunión de los santos es real y eficaz.

    El valor tanto teológico y espiritual del “Confiteor”, en resumidas cuentas, lo expuso hace años el cardenal Ratzinger en un párrafo que puede muy bien servir de conclusión:

  “La Iglesia siempre ha encontrado en estas parábolas su realidad, defendiéndose también de la pretensión de una Iglesia sólo santa. La Iglesia del Señor que ha venido a buscar a los pecadores y ha comido voluntariamente en la mesa junto a ellos no puede ser una Iglesia ajena a la realidad del pecado, sino una Iglesia en la que están presentes la cizaña y el grano y los peces de todo tipo. Para resumir esta primera figura, diría que son importantes tres cosas: el sujeto de la confesión es el yo –yo no confieso los pecados de los demás, sino los míos-. Pero, en segundo lugar, yo confieso mis pecados en comunión con los demás, ante ellos y ante Dios. Y finalmente pido a Dios el perdón, pues sólo Él puede otorgármelo. Pero ruego a los hermanos y a las hermanas que recen por mí, es decir, busco en el perdón de Dios también la reconciliación con los hermanos y las hermanas”[2].

 



[1] JUNGMANN, J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid 1959, 392-393.

[2] RATZINGER, J., Convocados en el camino de la fe, Madrid  2004, 285-286.

31.05.18

Y con tu espíritu - III (Respuestas III)

    Cuatro son los saludos fundamentales en el actual Ordinario de la Misa, y los cuatro destacan la presencia del Señor Jesucristo así como la oración de los fieles para que el Señor asista en su espíritu sacerdotal al ministro ordenado (obispo, presbítero o diácono) que realiza la acción litúrgica.

   El primer saludo, al inicio de la celebración eucarística, hace consciente a la asamblea de no ser una reunión más, algo social, humano, grupal, sino el pueblo santo de Dios y su Cuerpo eclesial, que reconoce al Señor en medio de ellos.

  El segundo saludo lo dirige al diácono antes de la proclamación de la lectura evangélica, con las manos juntas. Así se recuerda a todos que es el Señor mismo quien va a leer el Evangelio por medio del diácono (si no lo hay, por medio del sacerdote) y se ruega que el Señor asista al lector ordenado para hacerlo dignamente.

    El tercer saludo comienza la plegaria eucarística, plegaria de acción de gracias y consagración, recordando el sacerdote a los fieles hasta qué punto el Señor se va a hacer presente que el pan y el vino, elementos comunes que diría san Ireneo, se van a transformar en su Cuerpo y Sangre. Los fieles ruegan, “y con tu espíritu”, que el Espíritu Santo asista al espíritu del sacerdote para desempeñar su función sacerdotal y pronunciar la gran plegaria eucarística y consagrar santamente los dones.

   El cuarto saludo y la respuesta de los fieles están situados al final, antes de la bendición con la que concluyen los ritos litúrgicos. Se recuerda que es el Señor quien bendice a su pueblo y lo despide.

   Son éstas las presencias que el saludo recuerda e invita a reconocer y acoger: “para esta reunión local de la santa Iglesia vale eminentemente la promesa de Cristo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Pues en la celebración de la Misa, en la cual se perpetúa el sacrificio de la cruz, Cristo está realmente presente en la misma asamblea congregada en su nombre, en la persona del ministro, en su palabra y, más aún, de manera sustancial y permanente en las especies eucarísticas” (IGMR 27).

   Pero, además, y no puede olvidarse, los saludos y sus respuestas, los diferentes diálogos y aclamaciones de los fieles con el sacerdote, son medios reales de participación litúrgica, de tomar parte en la santa liturgia

 “Ya que por su naturaleza la celebración de la Misa tiene carácter “comunitario”, los diálogos entre el celebrante y los fieles congregados, así como las aclamaciones, tienen una gran importancia, puesto que no son sólo señales exteriores de una celebración común, sino que fomentan y realizan la comunión entre el sacerdote y el pueblo.

 Las aclamaciones y las respuestas de los fieles a los saludos del sacerdote y a las oraciones constituyen el grado de participación activa que deben observar los fieles congregados en cualquier forma de Misa, para que se exprese claramente y se promueva como acción de toda la comunidad” (IGMR 34-35).

  Al comenzar la Misa, cuando el sacerdote ha besado el altar y sube a la sede, se dirige a todos los fieles y los saluda con un saludo litúrgico. Con él, aparecen los fieles y el sacerdote que los preside como la misma Iglesia congregada y convocada por el Señor: “por medio del saludo, expresa a la comunidad reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada” (IGMR 50).

  “Vuelto hacia el pueblo y extendiendo las manos, el sacerdote lo saluda usando una de las fórmulas propuestas” (IGMR 124). Las fórmulas del Misal, en la edición castellana, son variadas y algunas, además, reservadas a cada tiempo litúrgico.

   Junto a la clásica, “el Señor esté con vosotros”, están otras tomadas o inspiradas de los saludos paulinos:

  • “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros”
  • “La gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor, esté con todos vosotros”
  • “El Señor, que dirige nuestros corazones para que amemos a Dios, esté con todos vosotros”
  • “La paz, la caridad y la fe, de parte de Dios Padre, y de Jesucristo, el Señor, estén con todos vosotros”
  • “El Dios de la esperanza, que por la acción del Espíritu Santo nos colma con su alegría y con su paz, permanezca siempre con todos vosotros”.

  Pero con un matiz particular, se ofrece una fórmula para cada tiempo litúrgico, que repetida cada día, marca una tonalidad espiritual para los fieles.

  • En Adviento: “El Señor, que viene a salvarnos, esté con vosotros”.
  • En Navidad: “La paz y el amor de Dios, nuestro Padre, que se ha manifestado en Cristo, nacido para nuestra salvación, estén con vosotros”.
  • En Cuaresma: “La gracia y el amor de Jesucristo, que nos llama a la conversión, estén con todos vosotros”.
  • Por último, en la cincuentena pascual: “El Dios de la vida, que ha resucitado a Jesucristo, rompiendo las ataduras de la muerte, esté con todos vosotros”

    El segundo saludo en la Misa lo realizará el diácono cuando ha llegado en procesión al ambón para leer el Evangelio (o el sacerdote, si no hay diácono). Forma parte de los elementos con los que se reconoce y profesa la presencia de Cristo que habla a la Iglesia (cf. IGMR 60). “Ya en el ambón, el sacerdote abre el libro y, con las manos juntas, dice: El Señor esté con vosotros; y el pueblo responde: Y con tu espíritu” (IGMR 134).

  La gran plegaria eucarística es momento culminante del rito eucarístico. Comienza con un diálogo entre sacerdote y fieles (El Señor esté con vosotros – Levantemos el corazón – Demos gracias al Señor nuestro Dios) y prosigue enumerando la acción de gracias a Dios hasta llegar, después de la consagración, a la oblación del Cuerpo y Sangre de Cristo al Padre: “Por Cristo, con él y en él…” La recita solo el sacerdote y “el pueblo se asocia al sacerdote en la fe y por medio del silencio, con las intervenciones determinadas en el curso de la Plegaria Eucarística, que son las respuestas en el diálogo del Prefacio…” (IGMR 147). Así, “al iniciar la Plegaria Eucarística, el sacerdote extiende las manos y canta o dice: El Señor esté con vosotros; el pueblo responde: Y con tu espíritu” (IGMR 148).

 Por último, después de la oración de postcomunión, “el sacerdote, extiende las manos y saluda al pueblo, diciendo: El Señor esté con vosotros, a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu” (IGMR 167) e imparte la bendición final. Cristo que bendecía a los niños, que bendijo a los apóstoles mientras ascendía a los cielos, sigue bendición a los suyos en la liturgia por las manos del sacerdote. Realmente, el Señor está con nosotros en la liturgia.

    El mismo sentido tiene el saludo y la respuesta en los demás sacramentos y celebraciones litúrgicas de la Iglesia. Recordemos, por ejemplo, cómo para las grandes plegarias de la Iglesia, antes de la reforma, el obispo saludaba y recibía la respuesta “y con tu espíritu” de los fieles antes de pronunciarlas, por ejemplo, la consagración del crisma o la consagración de las aguas bautismales.

   Hoy perdura este saludo en el pregón pascual que lo entona el diácono y, por el contexto, la respuesta “y con tu espíritu” marca el deseo y oración de todos para que el Espíritu Santo asista al diácono en su espíritu a fin de cantar dignamente la alabanza del cirio: “invocad conmigo la misericordia de Dios omnipotente, para que aquel que, sin mérito mío, me agregó al número de los diáconos, complete mi alabanza a este cirio, infundiendo el resplandor de su luz”.

   Sin embargo, si no es un diácono (o un sacerdote) quien cante el pregón pascual, sino un cantor, éste omitirá el saludo. Vemos de nuevo cómo “y con tu espíritu” es algo más que decir “y contigo”, porque alude al “espíritu sacerdotal” recibido en el Sacramento del Orden.

  Las celebraciones que pueden ser dirigidas por laicos carecen de este saludo litúrgico. En el Bendicional, hay muchas de ellas que indican en las rúbricas que pueden ser dirigidas por laicos y cambian en los saludos, en la forma de leer el Evangelio y en la despedida final, para evitar el saludo litúrgico y la respuesta “y con tu espíritu”. Veamos algunos ejemplos sobre el saludo inicial. En la bendición de una familia, si el ministro es laico saluda a los presentes diciendo: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos nosotros” y se responde “Amén” (Bend 48); la bendición de un niño: “Hermanos, alabemos y demos gracias al Señor, que abrazaba a los niños y los bendecía”, y responde: “Bendito seas por siempre, Señor”, o bien: “Amén” (Bend 142). La bendición de los que van a emprender un viaje ofrece el siguiente saludo si dirige un laico: “El Señor vuelva su rostro hacia nosotros y guíe nuestros pasos por el camino de la paz”, “Amén” (Bend 494)… O la bendición más común, la del belén navideño, comienza con este saludo: “Alabemos y demos gracias al Señor, que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo”, respondiendo todos: “Bendito seas por siempre, Señor” (Bend 1246).

    Varía la forma de leer el Evangelio en estos sacramentales si lo realiza un laico. En lugar del saludo y la respuesta “y con tu espíritu”, dirá: “Escuchad ahora, hermanos, las palabras del santo Evangelio según san…” (cf. Bend 1248; 1257). Como varía, lógicamente, el rito final, ya que ni hay saludo ni se imparte la bendición, sino que se implora que Dios bendiga a los presentes: “Jesús, el Señor, que vivió en el hogar de Nazaret, permanezca siempre con vuestra familia, la guarde de todo mal y os conceda que tengáis un mismo pensar y un mismo sentir”, “Amén” (Bend 60), o en la bendición de los niños: “Jesús, el Señor, que amó a los niños, nos bendiga y nos guarde en su amor”, “Amén” (Bend 156).

24.05.18

Y con tu espíritu - II (Respuestas II)

   Abundan los testimonios de la liturgia sobre el empleo del saludo y la respuesta.

   La celebración eucarística comenzaba directamente por el saludo del obispo (o del sacerdote) desde la sede y la respuesta “y con tu espíritu” de los fieles para comenzar por la liturgia de la Palabra:

  “Nos dirigimos al pueblo. Estaba la iglesia de bote en bote. Resonaban las voces de júbilo y solamente se oían de aquí y de allí estas palabras: “¡Gracias a Dios! ¡Bendito sea Dios!” Saludé al pueblo y se oyó un nuevo clamor aún más ferviente. Por fin, ya en silencio, se leyeron las lecturas de la divina Escritura” (S. Agustín, De civ. Dei, XXII,8,22).

   “La iglesia es la casa de todos. Cuando vosotros nos habéis precedido en ella, entramos nosotros mismos… y cuando digo: “Paz a todos”, respondéis: “Y a tu espíritu”” (S. Juan Crisóstomo, In Mat., hom. 12,6).

   Este saludo inicial es universal. Ya trata de él el II Concilio de Braga (536), y hemos leído testimonios de S. Agustín en el África romana y de S. Juan Crisóstomo en Antioquía. También hallamos sus huellas en Teodoreto de Ciro, por la zona de Siria (“éste es el inicio de la mística liturgia en todas las iglesias”, Ep. 146), o asimismo en S. Cirilo de Alejandría (In Ioh. 20,19).

  Las Constituciones apostólicas (del siglo IV) describen el saludo del obispo antes del beso de paz de los fieles: “Y el obispo salude a la Iglesia y diga: La paz de Dios con todos vosotros; y el pueblo responda: y con tu espíritu” (L. 8, c. 12, n. 7; c. 13, n.1).

   El inicio de la gran plegaria eucarística, tanto en Oriente como en Occidente, se inicia con el saludo del sacerdote y la respuesta “y con tu espíritu”, por ejemplo, en la Tradición Apostólica de Hipólito: “y él [el obispo] imponiendo las manos sobre ella [la oblación de pan y vino] con todos los presbíteros, dando gracias diga: El Señor con vosotros. Y todos digan: Y con tu espíritu” (c. 4).

   El saludo y la respuesta también son comentados por san Agustín; este dato nos muestra cómo era práctica habitual y muy antigua en el África romana, así como en todas las demás Iglesias. Lo explica al comentar cómo se inicia la gran plegaria eucarística:

   “Y lo que oísteis junto a la mesa del Señor: El Señor sea con vosotros, eso mismo solemos decir cuando saludamos desde el ábside [en la sede, al inicio de la Misa] y siempre que oramos: porque esto nos conviene, que el Señor esté siempre con nosotros, porque sin Él nada somos. Y esto es lo que sonó en vuestros oídos; ved qué es lo que decís junto al altar de Dios” (S. Agustín, Serm. 229A, 3).

    Según las distintas familias litúrgicas, de Oriente y Occidente, hay cierta variedad en los saludos con los que se comienza la liturgia y la respuesta es invariable, siempre se dice: “y con tu espíritu”. En Roma (la liturgia romana que marca Occidente) y Egipto, el saludo es conciso: “El Señor con vosotros”, “Dominus vobiscum”, sin verbo siquiera. El rito hispano-mozárabe lo amplía, siempre más desarrollado en su estilo: “El Señor esté siempre con vosotros”, “Dominus sit semper vobiscum”. En Antioquía y Constantinopla, el Oriente cristiano, el saludo era “Paz a vosotros”.

    En el rito romano hubo una evolución que hoy se mantiene, y que es una característica peculiar de nuestra liturgia. El sacerdote saluda diciendo: “El Señor esté con vosotros” pero el obispo saluda de modo distinto: “La paz esté con vosotros”. Aún hoy lo vemos… y jamás un sacerdote comienza así, porque es un saludo reservado exclusivamente al obispo.

    ¿De dónde viene esta costumbre para la liturgia episcopal en el rito romano? A lo largo del siglo IX el himno “Gloria in excelsis Deo” se introdujo en la Misa episcopal y luego venía el saludo, por lo que el obispo comenzó a decir “Pax vobis” más en consonancia literaria con las primeras frases del himno.

   Aun cuando en la misa presbiteral, la celebrada por un sacerdote, acabó cantándose también el Gloria, sin embargo el saludo “la paz con vosotros” fue y sigue siendo exclusivo del obispo. Lo recuerda así el papa Inocencia III y argumenta diciendo que “porque son los vicarios de Cristo” (De sacro alt. myst., II,24), como el mismo Señor saludó así a los apóstoles (Jn 20,19.26), el obispo saluda a los fieles.

   Para el inicio del prefacio, en el bellísimo y tradicional diálogo del sacerdote con los fieles antes de dar gracias a Dios y proceder a la consagración, el saludo común será: “El Señor esté con vosotros” o en algunas partes: “El Señor esté con todos vosotros”, en el ámbito de las Iglesias occidentales y de influencia alejandrina (es decir, de la zona de Egipto). Pero en el Oriente cristiano, en la zona antioquena, el saludo es una adaptación del saludo paulino de 2Co 13,13: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros”.

    Tanto el saludo del sacerdote como la respuesta de los fieles, repetidos en distintos momentos de la liturgia, facilitan la acción común, la participación de todos en la liturgia porque “les da ocasión a los fieles a que intervengan en el proceso de la acción sagrada, con lo cual se sienten como miembros activos y disponen de un medio eficaz de afirmarse como verdadera comunidad. Finalmente, las palabras mismas del saludo, cargadas de tan veneranda tradición, contribuyen no poco a intensificar la atmósfera sacral de la unión de todos con Dios, que es el ambiente propio de la liturgia”[1].

 



[1] JUNGMANN, J. A., El sacrificio de la Misa, Madrid 1959, 465-466.

10.05.18

Y con tu espíritu - I (Respuestas - I)

  En la liturgia, el saludo litúrgico del ministro ordenado (obispo, sacerdote o diácono) se responde con una fórmula antigua, clásica, venerable, con origen en las Escrituras y en las costumbres semíticas: “El Señor esté con vosotros – Y con tu espíritu”.

  Este saludo expresa una especial asistencia de Dios, una elección amorosa, una protección para quien va a ser enviado a una misión particular y nada debe temer porque no se ampara en sus propias fuerzas, recursos, compromisos o capacidades. Inspira, por tanto, seguridad en la continua asistencia divina.

  Su origen es muy antiguo, inmemorial. Es el modo en que Booz saluda a los segadores: “El Señor con vosotros” (Rt 2,4), o sea, “Dominus vobiscum” en latín., y es el modo en que Dios se comunica a sus elegidos. “No temas… estoy contigo”, como en el caso de Abrahán (Gn 26,3.23), Moisés (Ex 3,12) o Jeremías (1,6-8). A Josué le dice el Señor con cálidas palabras: “como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré” (Jos 1,5), y a Gedeón de esta forma: “El Señor esté contigo, valiente guerrero” (Jue 6,12).

  Esta presencia divina es garantía para el elegido, confianza en la acción de Dios. ¡No digamos nada al iniciarse la plenitud de los tiempos! El ángel Gabriel se dirige a la Virgen María: “El Señor es contigo… No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás…” (Lc 1,28-30). No estará sola, ni desempeñará su especialísima vocación sola y por su propio esfuerzo y voluntarismo: el Señor estará con María Virgen dando siempre gracia suficiente.

  Jesucristo conforta a sus apóstoles ante su ausencia visible, por la Ascensión, prometiéndoles su presencia invisible aunque real: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Garantizó que la Iglesia reunida para orar y celebrar la liturgia santa en su nombre, contaría siempre con su presencia: “donde dos o tres se reúnen en mi nombre… allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).

  Las cartas paulinas muestran el uso litúrgico del saludo, sin poder diferenciar muy bien si fueron estos saludos paulinos los que pasaron a la liturgia o si san Pablo asumió un uso ya extendido en la liturgia apostólica. El Apóstol se dirige a las distintas Iglesias deseándoles esa Presencia viva de Jesucristo, su gracia, su paz y su misericordia. Leámoslos todos:

 “Gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm 1,7).

 “A vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (1Co 1,3; 2Co 1,2; Ef 1,2; Flp 1,2).

 “La gracia del Señor Jesús con vosotros” (1Co 16,23).

 “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros” (2Co 13,13).

 “La gracia esté con vosotros” (Col 4,18).

 “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros” (1Ts 5,28).

 “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (2Ts 3,18).

 “Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro” (2Tm 1,2).

  Tres saludos del Apóstol de las gentes incluyen la terminación “con vuestro espíritu” y una, muy especialmente, a Timoteo, el joven obispo, se le dirige “con tu espíritu”:

 “La gracia del Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu” (Flp 4,23).

 “La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos” (Gal 6,18).

 “El Señor esté con tu espíritu” (2Tm 4,22).

   “Sea con vuestro espíritu” (Gal 6,18) se puede interpretar, sin duda, de muy distintas maneras. Expresa lo más profundo del ser humano, allí donde el Espíritu Santo se une a nuestro propio espíritu dando testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8,15); hace referencia al hombre formado por cuerpo, alma y espíritu (1Ts 5,23) consagrado a Jesucristo. A esto alude, por ejemplo y siguiendo el texto paulino, la oración de bendición de óleo de los enfermos que reza el obispo en el original latino: “sientan en el cuerpo, en el alma y en el espíritu tu divina protección” (aunque en la traducción castellana se ha omitido “espíritu”).

   Pero también la tradición eclesial ha interpretado “espíritu” restringido al carisma ministerial, a la gracia única y específica del Espíritu Santo por la imposición de manos: “el don que hay en ti, que te fue dado por intervención profética con la imposición de manos del presbiterio” (1Tm 4,14), “el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2Tm 1,6), “el Señor esté con tu espíritu” (2Tm 4,22).

   La respuesta en la liturgia, “y con tu espíritu”, es más expresa y llena de contenido que decir “y contigo”, como lo haría una traducción más coloquial y más pobre a su vez. Alude al espíritu sacerdotal, al Espíritu que obra mediante el sacerdote, a la gracia propia del sacramento del Orden.

   La Tradición, desde luego, lo interpretó así. Veamos suficientes testimonios. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo, el patriarca de Constantinopla:

   “El Señor Jesucristo con tu espíritu… No dice: contigo, sino: con tu espíritu. Doble ayuda: de la gracia del Espíritu y del auxilio de Dios. Y es que Dios no puede estar con nosotros de otra manera que con su gracia espiritual” (Hom. sobre 2Tm, n. 10).

   “Ya veis que esto también lo hace el Espíritu… Si el Espíritu no estuviera en nuestro común padre y doctor [se refiere al obispo Flaviano], cuando hace poco ha subido a su sede y os ha saludado a todos, no hubiéramos respondido: y con tu Espíritu… Y no sólo cuando os habla, o cuando ora por vosotros, le respondéis con estas palabras, sino cuando asiste a esta santa mesa y ofrece el tremendo sacrificio… Cuando le respondéis: y con tu Espíritu, con esta respuesta estáis recordando que no es la persona ni los méritos humanos los que realizan esta obra, sino la gracia del Espíritu la que realiza este sacrificio sacramental… Si no estuviera presente el Espíritu no existiría la Iglesia” (Hom. Pentecostés, PG 50,458-459).

   Al responder “y con tu espíritu” al saludo sacerdotal, el pueblo santo se une a la acción litúrgica más plenamente, se une a la oración común, dando su asentimiento al sacerdote para que obre y deseando que el Espíritu Santo actúe sobre el espíritu sacerdotal:

   “Advierte cuán era la fuerza de la asamblea… Ahora a todos se propone un mismo cuerpo y una misma bebida. Y puede uno ver también cómo el pueblo toma mucha parte activa en las súplicas. Y así hay oraciones comunes de los sacerdotes y del pueblo… Ya en los tremendos misterios el sacerdote ora por el pueblo, y éste por el sacerdote; pues estas palabras: “con tu espíritu”, no significan otra cosa” (S. Juan Crisóstomo, In 2Cor, hom. 18,3).

  Igualmente, de la Iglesia siríaca, nos llega esta explicación tan concreta y clara:

 “…llama “espíritu” no al alma que está en el sacerdote, sino al Espíritu que éste ha recibido por la imposición de manos” (Narsay de Nísibe, Hom. XVII).

   Por eso, ayer y hoy, la respuesta “y con tu espíritu” sólo se da al ministro ordenado, aludiendo al “espíritu” que recibió en el sacramento del Orden: “ésta es la razón también por la que la Iglesia permite sólo a los que tienen las órdenes mayores usar el Dominus vobiscum, o sea al obispo, sacerdote y diácono”[1].

 



[1] JUNGMANN, J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid 1959, 466.

8.03.18

Participación, liturgia y vida, 1ª parte (XVII)

La liturgia de la vida se va transformando en una liturgia de lo cotidiano, en un culto vivo y real de las cosas cotidianas, lo ordinario de la vida. Aquello que vivimos en el mundo, en la sociedad, el ámbito familiar y de amistad, el oficio o profesión, el apostolado, la vida social, etc., son la materia y el lugar donde cada uno de los fieles darán culto a Dios, sirviendo a Cristo Señor y santificándose en él.

  La liturgia de la Iglesia tiene una incidencia real en los creyentes, santificándolos, y de ese modo recibe una prolongación en la liturgia existencial de cada bautizado en el mundo. Curiosamente, más que preocuparnos de la acción divina en la liturgia y la transformación interior, se incide más en un tipo de participación externo, lleno de activismo; sin embargo, se ha de tener en cuenta, de manera concreta, que los fieles se impregnen bien de aquello que celebran y en lo que participan para que sus vidas sean vidas santas en el mundo. Es decir, lo que hay que buscar e incrementar es esa participación interior de todos los fieles, para que vivan la liturgia y asuman sus riquezas, de manera que luego salgan de la liturgia transformados para vivir santamente.

   Por tanto, a la hora de fomentar e incrementar la “participación” o “una Misa participativa”, hemos de tener en mente la verdadera participación interior, que busca entrar en el Misterio, y su prolongación en la vida, y no reducir la participación a las intervenciones y la creatividad del grupo inventando ofrendas, moniciones, manifiestos y acción de gracias.

 

            1. El culto espiritual

 Lo nuestro es un culto a Dios en espíritu y verdad que se desarrolla no sólo en el templo, sino allí donde vivimos, luchamos y trabajamos. Es el culto litúrgico de nuestra vida diaria. “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1Co 10, 31); también dirá el Apóstol: “Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor… Servid a Cristo Señor” (Col 3, 23s.) y así cualquier cosa que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Col 3,17).

  La participación interior en la liturgia nos cualifica después para vivir en el Señor, para hacerlo todo en el nombre del Señor. Nada hay ajeno a Cristo, que es la medida de todas las cosas; por tanto, si se participa en la liturgia, se va adquiriendo la forma de Cristo para vivir luego de un modo distinto y santo, como Cristo, en la liturgia de la vida. Esos son los sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios en el altar del corazón: “Tam­bién vosotros, como piedras vivas, entráis en la construc­ción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1P 2,5).

  El bautizado vive su existencia santamente, como un sacrificio litúrgico (cf. Flp 2,12), una liturgia viva, ofreciendo sacrificios espirituales y glorificando a Dios:

 “Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15)” (LG 10).

  Por eso pedimos en la liturgia: “Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio, haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales agradables a Dios”[1].

  Esto es posible por una prolongación real de la participación en la liturgia, especialmente eucarística; entonces esa participación interior de los fieles los sitúa en medio del mundo:

 “Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (LG 10).

 Lo específicamente cristiano es ese culto en espíritu y verdad que se prolonga, se realiza y se verifica en lo cotidiano de la vida; ya no es una ceremonia religiosa, restringida al ámbito del templo y de lo sagrado, sino el influjo santificador que llega hasta los momentos diarios de nuestro vivir.

  En ese sentido, será san Pablo en la carta a los Romanos, quien señalará cómo vivir un culto existencial y una liturgia viva: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rm 12,1). Ya el sacrificio no es una víctima con derramamiento de sangre, sino viva, es decir, el corazón del bautizado que recibe una vida nueva por el sacrificio único de Cristo.

  Ese sacrificio del cristiano es él mismo. San Pablo “califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero —"vivo"— expresa una vitalidad. El segundo —"santo"— recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero —"agradable a Dios"— recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio “de suave olor” (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.)”[2].

  Con Jesucristo y en Él, nuestros sacrificios espirituales, racionales, se han integrado en su ofrenda y reciben un nuevo valor santificador y redentor. “Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el “culto verdadero"”[3].

 La Eucaristía especialmente, pero toda la liturgia, es un “misterio que se ha de vivir” ya que se reciba una “forma eucarística de la vida cristiana”, tal como reza el título de la III parte de la exhortación “Sacramentum caritatis”. La fe se no reduce al templo ni a los momentos de culto litúrgico, arrinconada según la praxis secularista al ámbito privado, sino que la fe, sostenida, alimentada, confirmada, por la vida litúrgica y la Eucaristía conforman un nuevo modo de vivir, de ser y de estar en el mundo. Escribe Benedicto XVI:

 “Resulta significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, mencione al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y pensar: «Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). De esta manera, el Apóstol de los gentiles subraya la relación entre el verdadero culto espiritual y la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida cristiana, «para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina» (Ef 4,14)” (Sacramentum caritatis, n. 77).

  La liturgia da forma a la vida cristiana, una forma eucarística como cumbre, es decir, adquirir la misma forma Christi.

 

            2. El culto para la vida

 Cuando participamos en la liturgia, todos, los fieles, recibimos la impronta del Espíritu Santo que, haciéndonos tomar la forma de Cristo, nos sitúa en el mundo para vivir una liturgia santa, encarnada en lo concreto de nuestra vida. ¿Cómo? Las oraciones, especialmente la oración de postcomunión, apuntan en esa dirección y entonces se ve el fruto real de la participación de los fieles en la liturgia, así como muchas preces en Laudes. O dicho de otra forma, la participación interior de los fieles nos conduce a un modo de vivir santo en el mundo.

            a) Modelada según la liturgia

  Aquello que hemos visto y oído, lo que nuestras manos han tocado, la Palabra de la Vida en la misma liturgia, dan forma a nuestra vida. Lo celebrado no es un paréntesis ritual, sino una transformación: “te suplicamos, Señor, que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento”[4], prolongando eucarísticamente en lo cotidiano lo vivido en los sacramentos: “concede a cuantos celebramos los misterios de la pasión del Señor manifestar fielmente en nuestras vidas lo que celebramos en la eucaristía”[5].

 Esta acción de la liturgia no es espontánea, ni para un momento, sino que su acción se despliega de un modo permanente por gracia, hasta ir alcanzando todas las fibras de nuestro ser y nuestro obrar: “concédenos, Dios todopoderoso, que la fuerza del sacramento pascual, que hemos recibido, persevere siempre en nosotros”[6], y otra oración muy semejante suplicará: “el fruto de este santo sacrificio persevere en nosotros y se manifieste siempre en nuestras obras”[7]. La gracia de la vida litúrgica posee una nota de continuidad: “su fruto se haga realidad permanente en nuestra vida”[8].

  La vida litúrgica es fuente de santidad: “te rogamos, Señor, que esta eucaristía nos ayude a vivir más santamente”[9], “la participación en los santos misterios aumente, Señor, nuestra santidad”[10].

  La liturgia es escuela del más puro espíritu cristiano, robusteciendo lo que somos por el bautismo: “por la eficacia de estos santos misterios fortalece, Señor, cada vez más nuestra vida cristiana”[11], “acreciente nuestra vida cristiana”[12]. Orienta para la unidad de vida, la coherencia entre lo celebrado y lo que luego se vive, entre las palabras y las obras: “haz que, confesando tu nombre no sólo de palabra y con los labios, sino con las obras y el corazón, merezcamos entrar en el reino de los cielos”[13], “nos otorgue nuevas fuerzas y nos ayude a vivir como cristianos de palabra y de obra”[14].

  No son los sentimientos tan pasajeros, las exaltaciones afectivas, los que deben mover y dirigir la vida, sino la gracia de Cristo que realiza su tarea de dirección en nosotros. Así brota un modo nuevo de estar ante los demás y en el mundo: “la acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida”[15].

 

            b) Unión profunda con Cristo

  Sin lugar a dudas, la mejor participación interior y fructuosa es la comunión con Cristo, esto es, una unión profunda, vital y constante con el Señor. Se vive en el Señor, en unión con Él, permaneciendo en Él, en su amor. La unión con Cristo que se vive en la liturgia, mística y sacramental, se prosigue luego en la vida cotidiana. ¡Todo en el Señor!, sirviendo a Cristo Señor. “El sacrificio que te hemos ofrecido y la víctima santa que hemos comulgado llenen de vida a tus sacerdotes y a tus fieles, para que, unidos a ti por un amor constante, puedan servirte dignamente”[16]. El amor de Cristo es nosotros nos vincula a Él por completo y, con el vínculo del amor a Cristo y del amor de Cristo, le serviremos dignamente en el orden de lo cotidiano.

  Esta unión con Cristo nos hace partícipes de su obra redentora, asumiendo y completando en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24): “haz que, por el trabajo del hombre que ahora te ofrecemos, merezcamos asociarnos a la obra redentora de Cristo”[17]; también, glosando el versículo paulino, se pide que “completemos en nosotros, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo”[18]. La vida de Jesús se manifiesta en nosotros si llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús (cf. 2Co 4,10), se prolonga este misterio en nosotros y de esa forma estamos más unidos a Cristo: “llevemos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo y nuestra vida sea un esfuerzo continuo por unirnos cada vez más a ti”[19].

  Esa unión con Cristo –y por tanto, y por extensión, unidad trinitaria- permite que demos frutos verdaderos. Sin Él no podemos hacer nada; pero con Él todo lo podemos. La vid que es Cristo permite a los sarmientos dar frutos que siempre permanezcan, la condición de conservar y guardar esa unión: “Oh Cristo, vid verdadera de la que nosotros somos sarmientos, haz que permanezcamos en ti y demos fruto abundante, para que con ello reciba gloria Dios Padre”[20].

  La liturgia participada –en lo interior- acrecienta la unión y realiza en nosotros la obra de dar frutos permanentes, frutos buenos, para glorificar al Padre: “unidos a ti en caridad perpetua, demos frutos que siempre permanezcan”[21], para que viendo nuestras buenas obras glorifiquen al Padre: “haz, Señor, que el ejemplo de nuestra vida resplandezca como una luz ante los hombres, para que todos den gloria al Padre que está en los cielos”[22], “que en todas nuestras palabras y acciones seamos hoy luz del mundo y sal de la tierra para cuantos nos contemplen”[23].

  Y nuestra vida dará gloria a Dios si está unida a Cristo; entonces seremos alabanza de su gloria: “Señor, Padre de todos, que nos has hecho llegar al comienzo de este día, haz que toda nuestra vida, unida a la de Cristo, sea alabanza de tu gloria”[24], porque para eso hemos sido elegidos antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,3-15).

Esos frutos se entregan y se ofrecen a los demás, buscando su salvación, la salvación del mundo: “concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo”[25], “concédenos, ahora, fortalecidos por este sacrificio, permanecer siempre unidos a Cristo por la fe y trabajar en la Iglesia por la salvación de todos los hombres”[26]. Cuanto hacemos y vivimos, lo que trabajamos y las obras santas, pero también la oración personal y comunitaria, la plegaria, se ensanchan con corazón católico deseando que la salvación sea eficaz en todos los hombres: “Te pedimos, Señor, que extiendas los beneficios de tu redención a todos los hombres”[27].

 

             c) Somos presencia de Cristo

  La participación en la liturgia nos cristifica, nos une de tal modo con Cristo, que nos vamos transformando en Él, y así nuestra presencia es una memoria de Cristo para todos, un testimonio real que apunta al Señor y lo señala ante los hombres. Ante ellos, difundimos el buen olor de Cristo: “concédenos, Dios todopoderoso, que quienes han participado en tus sacramentos, sean en el mundo buen olor de Cristo”[28]. El bonus odor Christi es el perfume de una vida santa, bella; “somos el buen olor de Cristo” (2Co 2,15).

  Hasta tal punto es transformante la participación interior en la liturgia, que llegamos a parecernos al mismo Señor, teniendo la mente de Cristo, los sentimientos de Cristo: “te pedimos, Dios nuestro, la gracia de parecernos a Cristo en la tierra”[29], “transformados en la tierra a su imagen”[30], “los celestes alimentos que hemos recibido, Señor, nos transformen en imagen de tu Hijo”[31].

  Somos situados en el mundo a imagen de Cristo, el Hombre nuevo, y recreados en Él en santidad y justicia. Nos despojamos de nuestro hombre viejo para revestirnos de Cristo: “la participación en los sacramentos de tu Hijo nos libre de nuestros antiguos pecados y nos transforme en hombres nuevos”[32]. La liturgia nos transforma en lo más profundo de nuestro ser: “siempre caminemos como hombres nuevos en una vida nueva”[33].

 Al participar en la liturgia interiormente “libres de la decrepitud del hombre viejo, recomencemos una nueva vida en continuo progreso espiritual”[34], y esperamos cada día vivir con la novedad de Cristo en nuestra existencia: “Tú que nos dado la luz del nuevo día, concédenos también caminar por sendas de vida nueva”[35].

 

 



[1] Preces Laudes, Lunes II del Salterio.

[2] Benedicto XVI, Audiencia general, 7-enero-2009.

[3] Ibíd.

[4] OP (: Oración de postcomunión), III Dom. Cuar.

[5] OF, San Juan de la Cruz, 14 de diciembre.

[6] OF, II Dom. Pasc.

[7] OP, Jueves II Cuar.

[8] OF, Viernes II Cuar.

[9] OP, Martes II Cuar.

[10] OP, Miérc. VII Pasc.

[11] OP, 29 de diciembre.

[12] OP, Martes III Cuar.

[13] OP, IX Dom. T. Ord.

[14] OP, S. Ignacio de Antioquía, 17 de octubre.

[15] OP, XXIV Dom. T. Ord.

[16] OP, Por los sacerdotes.

[17] OF, Por la santificación del trabajo, B.

[18] OP, Virgen de los Dolores, 15 de septiembre.

[19] OP, Común de vírgenes, 1.

[20] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[21] OP, Jesucristo sumo y eterno sacerdote.

[22] Preces Laudes, Martes II del Salterio.

[23] Preces Laudes, Miérc. II del Salterio.

[24] Preces Laudes, Sábado IV del Salterio.

[25] OP, V Dom. T. Ord.

[26] OP, San Juan de la Cruz, 14 de diciembre.

[27] Preces Laudes, Sábado II del Salterio.

[28] OP, Misa crismal.

[29] OP, Votiva Sgdo. Corazón.

[30] OP, XX Dom. T. Ord.

[31] OP, Transfiguración del Señor, 6 de agosto.

[32] OP, Miérc. Octava Pasc.

[33] OP, Común de varios mártires, en tiempo pascual, 9.

[34] OF, Común de vírgenes, 2.

[35] Preces Laudes, Viernes II del Salterio.