Lo «católico» y «mi» comunidad: ¡la liturgia!

Celebración en San Pedro

Las dimensiones de la Iglesia son universales: es católica porque está difundida por todo el orbe, por todas las naciones, y es católica cualitativamente, integrando a todos, hombres y naciones, de diferentes culturas, razas y lenguas. “En la celebración litúrgica la Iglesia expresa su catolicidad, ya que en ella el Espíritu del Señor congrega a los hombres de todas las lenguas en la profesión de la misma fe, y desde Oriente a Occidente ella presenta a Dios Padre el sacrificio de Cristo y se ofrece a si misma junto con él” (Juan Pablo II, Vicesimus quintus annus, n. 9).

Es Católica desde su mismo nacimiento –así la llaman los Padres, así la califica S. Ignacio de Antioquía el primero-, nada amiga de barreras, divisiones, separaciones o grupúsculos aislados y autosatisfechos de sí mismos, que se considerasen “perfectos cristianos” -¿no fue eso lo que ocurrió con cátaros y valdenses despreciando a los demás?-.

Es Católica, y no sectaria, porque es la Iglesia del Señor; es Católica, y no la suma de comunidades, siendo Una desde su origen. La comprensión correcta de su catolicidad repercutirá en el modelo pastoral, en la vida cotidiana y en la celebración misma de la liturgia.

Con palabras de Ratzinger explicando la grandeza del Misterio de la Iglesia:

“La Iglesia es el incluirse de la humanidad en la forma de vida del Dios trinitario. Por ello no es cosa de un grupo, de un círculo unido por relaciones de amistad; por ello no puede ser Iglesia nacional ni identificarse con una raza o una clase; si las cosas son como hemos dicho, entonces la Iglesia tiene que ser católica…

Hacerse cristiano es unirse: hay que recomponer la imagen de Adán, rota en añicos. Ser cristiano no es autoafirmación, sino rotura seguida de eclosión hacia la gran unidad que abarca a la humanidad de todos los lugares y tiempos. No se apaga la llama del anhelo infinito, sino que se la aviva de modo que se una con el fuego del Espíritu Santo. Por ello, la Iglesia no comienza como un club, sino que comienza católicamente: habla en su primer día en todos los idiomas, en los idiomas del orbe terráqueo. Fue universal antes de suscitar las Iglesias locales. La Iglesia universal no es una federación de Iglesias locales, sino su madre. La Iglesia total dio a luz a las Iglesias particulares, y estas solo pueden seguir siendo Iglesia si se desligan constantemente de su particularidad y dan el paso hacia adelante que las inscribe en el todo”[1]

¡Cómo ensancha el alma esta catolicidad! ¡Qué amplitud católica, qué horizonte más dilatado! La Iglesia es lo contrario a cerrazón y límite, a grupúsculo. No es club, no se exige más que la fe y el bautismo.

Es católica en su origen y en su naturaleza. No es una federación de Iglesias locales ni, por tanto, una suma de comunidad de comunidades atomizadas -¿dónde viene tal afirmación en el Vaticano II?-, con vida propia e independiente. No es la parcialización, sino la totalidad; no es exaltar la particularidad, sino integrar en la Comunión. “La comunión es esencial: a veces puede ser mejor renunciar a vivir en todos los detalles lo que vuestro itinerario exigiría a fin de garantizar la unidad entre los hermanos que forman la única comunidad eclesial, de la que siempre tenéis que sentiros parte”, decía el papa Francisco en un discurso[2]: ¡renunciar a lo particular, a los propios signos particulares e identificativos, sin imponerse, para vivir en comunión!

No es el comunitarismo, sino integrarse en la catolicidad y reflejar lo católico en todo, en cada Iglesia local, en cada parroquia, en su vida, espiritualidad y liturgia. La catolicidad brilla en todo sin que nada le haga sombra ni se disimule exaltando lo peculiar, la opinión, el gusto, de cada cual o de cada comunidad, asociación o Movimiento.

¡Catolicidad en el alma, en la mente, en el lenguaje, en la pastoral, en la misión, en la liturgia!, ¡catolicidad en los métodos, en las propuestas, en la vida concreta de las comunidades y parroquias, sin sectarismo ni cerrazón, ni recrear un cristianismo adaptado a sus gustos, modas, sensibilidades u opciones!

La catolicidad es una nota definitoria, es también una impronta, un estilo profundamente eclesial:

“Forma parte de la constitución de la Iglesia, por un lado, el principio de la catolicidad: nadie actúa meramente por propia voluntad y desde su propia genialidad; cada uno debe actuar, hablar, pensar desde el elemento común del nosotros de la Iglesia, un elemento que está en una relación de intercambio con el nosotros del Dios uno y trino…

El hablar y el actuar cristianos tienen lugar de este modo: nunca ser solo yo mismo. Hacerse cristiano significa: acoger en sí la Iglesia entera o, más bien, dejarse acoger desde dentro en ella. Cuando hablo, pienso, actúo, lo hago como cristiano siempre en todo y desde el todo: así se expresa el Espíritu, y así convergen los hombres”[3].

Esta catolicidad deja su impronta en la vida litúrgica: se recibe la liturgia de la Iglesia, se acogen fielmente sus libros litúrgicos, se siguen sus normas, se vive con su mismo espíritu, se le guarda fidelidad. Con palabras del Vaticano II: “Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia… Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan” (SC 26).

Hay que asumir y ajustarse a este principio:

“La Liturgia pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia. Por esto no está permitido a nadie, ni siquiera al sacerdote, ni a grupo alguno, añadir, quitar o cambiar algo, llevado de su propio arbitrio. La fidelidad a los ritos y a los textos auténticos de la Liturgia es una exigencia de la «lex orandi», que debe estar siempre en armonía con la «lex credendi»” (Juan Pablo II, Vicesimus quintus annus, n. 10).

No se manipula la liturgia, ni se cambia, ni se inventa o transforma a gusto de cada cual, o se convierte en un producto particular al estilo de unos y de otros, algo humano, de grupo, de comunidad, distinta en cada sitio.

Más bien la catolicidad empapa la vida litúrgica, y permite que cualquiera y en cualquier templo pueda insertarse y reconocer una misma liturgia y formar parte de ella como miembro de la Iglesia por su bautismo. Se siente uno más, aunque sea un desconocido, huésped o forastero, y no conozca personalmente a nadie. Pero sabe que entra en su Hogar, reconoce como suyos aquellos ritos litúrgicos, sus formas exteriores, su sacralidad, incluso aunque desconozca la lengua, porque es la misma liturgia en una parroquia y otra, en una diócesis y otra, en una nación y otra.

Y lo católico me permite entrar en cualquier parte y saber forma parte, reconocerme católico en aquella liturgia, y no un observador desconcertado, fuera de lugar, asistiendo a un espectáculo poco católico, incapaz de participar y sentirlo como propio.



[1] RATZINGER, J., “El Espíritu Santo y la Iglesia”, en OC VIII/1, p. 478.

[2] Discurso a los representantes del Camino Neocatecumenal, 1-febrero-2014.

[3] RATZINGER, “El Espíritu Santo y la Iglesia”, p. 479.

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