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5.07.18

Gloria a Dios en el cielo - I (Respuestas VII)

  El nuevo día amanece y todo lo ilumina. La Iglesia canta la alabanza del Señor y glorifica la resurrección de Cristo cada mañana, en un oficio matutino de alabanza. Así nació, en Oriente, un himno que ha alcanzado una inmensa divulgación: “Gloria a Dios en el cielo”.

    Es tan bello, fue tan inmensamente popular, contiene una alabanza fuertemente teológica y muy literaria, que se extendió desde Oriente a las Iglesias de Occidente que lo recibieron y emplearon en su liturgia.

   Por ejemplo, en nuestro rito hispano-mozárabe, tan oriental y con tantos contactos con las liturgias orientales, lo introdujo en la celebración de la Misa. Así el sacerdote, durante el canto inicial (praelegendum, se llama) reza inclinado al pie del altar, sube a besarlo, y se dirige a la sede-chorus (que no es exactamente la sede presidencial romana, situada en el ábside según la tradición, sino más bien en el crucero de la iglesia) y se entona directamente el Gloria.

   Tras el Gloria, el sacerdote recita una oración llamada “post-gloriam” (sin decir “Oremos”, sino como si fuera una continuación del himno) que suele glosar o desarrollar algunas frases del himno que se acaba de entonar. Por ejemplo, la oración post-gloriam de la solemnidad de Santa María, el 18 de diciembre, es una resonancia del Gloria:

Se te debe, Señor, la gloria en los cielos,

la paz honra a los hombres de buena voluntad;

eres ciertamente glorificado por el incesante canto concertado,

pero desde el cielo te complaces también con las alabanzas de los hombres.

Haz, pues, que en la tierra,

nuestros deseos de alabarte

alcancen los méritos celestiales,

de forma que los que emulamos a las potestades

del cielo en su eterna proclamación,

alcancemos el perdón de los pecados

y participemos de la suerte de los santos ángeles

por la reconciliación en la paz del mediador.

    O la del domingo IX de cotidiano (equivalente a nuestro tiempo ordinario o per annum):

 A ti, Señor, te alaban en el cielo los ángeles y las virtudes,

a ti, desde la tierra, tributa su alabanza toda la creación;

acepta con benevolencia los obsequios de la tierra,

como te complaces en la gloria

que te rinden en el cielo.

   En Roma distinto fue el proceso. Las palabras iniciales del himno “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz”, al ser la de los ángeles en el Nacimiento del Salvador, indujeron a cantar este himno en la Misa de Navidad presidida por el Papa. Estamos en el siglo IV aproximadamente.

   De ahí, por imitación de la liturgia de Roma, pasó a las Misas episcopales en las solemnidades presididas por el obispo en las grandes fiestas. Lo vemos ya en los siglos V-VI, probablemente a causa del papa Símaco, hacia el año 500, hasta terminar también extendiéndose a las Misas presbiterales, la del sacerdote en su parroquia, en Pascua o en alguna celebración especialmente solemne, sobre el siglo VII. Luego, después de cantarse al principio sólo en Pascua, en las demás Misas solemnes, generalizándose en los siglos X-XI por influjo de los libros litúrgicos franco-germánicos y también por los usos monásticos.

   En el Ordo romano I, papal, del siglo VIII, leemos cómo se entona después del Kyrie: “Llegado (el Kyrie eleison) a su final, el pontífice, girándose de cara al pueblo empieza el Gloria in excelsis Deo, según sea propio o no del tiempo litúrgico. Se gira después de nuevo hacia oriente hasta el final del Gloria. Luego, se gira de nuevo hacia el pueblo y dice: La paz esté con vosotros y volviéndose de nuevo hacia oriente, dice Oremus y recita la oración. Una vez la ha concluido, se sienta. Asimismo, los obispos y los presbíteros se sientan” (n. 53).

   Por tanto, en el ámbito del rito romano primero fue un canto excepcional, para la Navidad, y de ahí se extendió su uso para más solemnidades en la Misa episcopal, y, por último, también para la Misa presbiteral en Pascua, solemnidades y domingos.

   El contenido del Gloria es el de un himno bien articulado, que goza del sabor de la Tradición eclesial, cantado por muchas generaciones en la liturgia tanto de Oriente como de Occidente. Une la alabanza, la petición y la glorificación de Dios (que se llama doxología).

  Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis!

    Arranca el himno en tono sumamente festivo con las mismas palabras que los ángeles cantaron la noche del nacimiento del Salvador. Así dispone el alma con júbilo y estupor ante la bondad de Dios y su misericordia.

    ¡Gloria a Dios! Glorificar a Dios es reconocerle como Dios único y alabarlo, es proclamar y cantar sus maravillas renunciando el hombre a buscar su propia gloria o enaltecimiento, sin idolatrarse ni idolatrar a nada ni a nadie.

    “Al Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a Él darás culto” (Dt 6,13). Al pueblo de Israel, y hoy a la Iglesia, se le dice: “¡dad gloria a nuestro Dios!” (Dt 32,3). Los salmos son un continuo canto, dichoso y feliz, de la gloria de Dios: “los cielos proclaman la gloria de Dios” (Sal 18A), “glorifica al Señor, Jerusalén” (Sal 147). Todos están invitados: “Aclamad la gloria y el poder del Señor” (Sal 28), porque “grande es el Señor, merece toda alabanza” (Sal 144), “grande es el Señor y muy digno de alabanza” (Sal 47). “Glorificadlo” (Sal 21).

     La vida cristiana es una continua alabanza y glorificación de Dios. Nuestras buenas obras deben ser causa para que otros “den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,16) mientras que glorificamos a Cristo Señor en nuestros corazones (cf. 1P 3,15) de forma que todo, absolutamente todo lo que hagamos, es “para gloria de Dios” (1Co 10,31). Vivimos así como canta el salmo 113B: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria”.