InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: Papas

29.11.10

Merry del Val, Pío X y el modernismo (y II)

LA FIRME REACCIÓN DE LA SANTA SEDE ANTE LA CRISIS MODERNISTA

Otro de los más conocidos representantes del modernismo, Friedrich von Hügel (1852-1925) estuvo ligado con todos los protagonistas del movimiento por una amistad íntima. Su origen -su padre era austríaco y su madre escocesa-, su dominio de varias lenguas y, sobre todo, su vivísima inteligencia y su sensibilidad para todos los problemas de la época le convirtieron en un insustituible anillo de unión entre los diversos círculos nacionales, hasta el punto de que se le llamaba “el obispo laico del siglo XX”. Escribió diversos opúsculos y sobre todo animó y ayudó en muchas ocasiones a los amigos italianos, franceses e ingleses. Típicamente modernista era su intento de conjugar una fidelidad total y, sobre todo, interior, a la Iglesia con la hostilidad a lo que él llamaba absolutismo curial

En Italia no tuvo el movimiento modernista gran resonancia en el público medio, pero formó un grupo reducido entre algunos intelectuales-herederos o, por 1o menos, ligados idealmente al liberalismo católico del siglo XIX y algunos sacerdotes. Entre ellos podemos recordar a Tommaso Gallarati Scotti, Stefano Jacini y Alessandro Casati, agrupados en torno a la revista milanesa “Il Rinnovamento”. Iniciada en enero de 1907, ya en mayo fue objeto de una amonestación por parte del cardenal prefecto de la Congregación del Indice. El cardenal Ferrari comunicó la amonestación a los interesados y los redactores se declararon plenamente sumisos a la autoridad eclesiástica, pero simultáneamente apelaron a los derechos y deberes de conciencia y creyeron un derecho suyo no renunciar a su iniciativa.

Expresión típica de la mentalidad de la época es la novela de Fogazzaro “Il santo: Benedetto Maironi, tras haber vivido algún tiempo como huésped laico en el convento de Santa Escolástica de Subiaco, ejerce un apostolado taumatúrgico en el pueblecito de Jenne y se acerca a Roma, donde se atrae la admiración de cuantos sienten repugnancia hacia el catolicismo oficial, sofocado por los dogmas y por las leyes. El mismo Papa, al que se aparece Benedetto en modo muy extraño, admite, por lo menos hasta cierto punto, sus consejos y le confía que él mismo tiene que superar muchas dificultades dentro de la propia Curia. Entre tanto, se las apañan los intransigentes para arrancar al gobierno la orden de expulsión para Benedetto. Pero antes de la ejecución de la orden muere Benedetto. En casa de su amigo de Subiaco, Giovanni Selva, se discute un programa de reforma que recoge los temas tantas veces escuchados por el autor en las reuniones con el P. Genocchi, F. X. Kraus y otros. La novela carece de valor estético, pero motivó fuertes polémicas. Fogazzaro se sometió a la condena del Indice (4 de abril de 1906), pero siguió sosteniendo las mismas ideas en algunas conferencias pronunciadas en París algunos meses después, vinculándose al catolicismo liberal y a Rosmini.

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25.11.10

La crisis modernista y el pontificado de San Pío X (I)

LOS ORÍGENES DE LA CRISIS

Explican los historiadores que la aspiración a una reforma de la Iglesia, presente siempre en todas las épocas, y que se había agudizado hacia la mitad del siglo XIX lo mismo en Italia que en Francia y Alemania (y que en cierto modo se había mezclado con la Cuestión Romana y con el risorgimento italiano), no había desaparecido, ni mucho menos, en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del XX. En los ambientes conciliadores italianos, en torno a ciertos prelados abiertos y quizás sensibles a los signos de los tiempos, como el obispo de Cremona Mons. Bonomelli, el de Piacenza, el Beato Mons. Giovanni Battista Scalabrini (en la foto) y el cardenal oratoriano Capecelatro, arzobispo de Capua, reflorecían algunas actitudes reformistas típicas del catolicismo liberal italiano: el primado de conciencia, la conciliación entre autoridad y libertad, la autonomía de la ciencia, la liberación de las estructuras eclesiásticas superfluas, la renovación del culto y el distanciamiento de la política.

Ante la crisis del positivismo y un renacido interés por los problemas religiosos, sacerdotes inteligentes y sinceramente celosos estaban persuadidos, sin duda con buena voluntad, de que podía ser necesario apostar por un catolicismo menos ligado a los esquemas tradicionales, que suscitaban una insuperable desconfianza en la mentalidad moderna. Estas mismas tendencias afloraban en los países alemanes, donde Franz Xaver Kraus desde el “Allgemeine Zeitung” se alzaba contra la centralización romana, Hermann Schell en Würzburgo subrayaba la urgencia de una mayor participación de todos los católicos en la vida de la Iglesia, Joseph Müller en el Reformkatholizismus (1899) y Albert Ehrard (“El catolicismo y el siglo XX a la luz del desarrollo eclesiástico del tiempo presente”, 1901), representaban las pretensiones reformistas.

Junto a este reformismo genérico, que los historiadores han denominado rosminiano, se dibujaba otra exigencia: la de un programa de acción social más neto, que superase los límites en los que había enmarcado León XIII a la democracia cristiana, designada en la encíclica Graves de communi (1901) como “benéfica acción cristiana en favor del pueblo”. Y todavía más profundas eran las exigencias de algunos hombres más dados al estudio que a la acción, conscientes de las lagunas que presentaba la cultura eclesiástica italiana y extranjera a finales lo XIX en el terreno de los estudios positivos. La historiografía reciente (Aubert, Scoppola…) ha subrayado estas lagunas. En filosofía se abusaba fácilmente del argumento de autoridad, los ores modernos eran poco conocidos y el sentido histórico más bien limitado. La historia eclesiástica había sido introducida en los programas demasiado tarde como para que hubiese maestros bien preparados y textos científicamente aceptables 3. En teología se llevaba la palma el método especulativo; basta con pensar en Billot, excelente en la especulación pero bastante pobre en la parte positiva. En general, la Cuestión Romana, el “non expedit”, la intransigencia corriente en los ambientes católicos hacían que mirase con reservas a todo lo que viniese de ámbitos no ligados estrechamente a Roma.

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2.11.10

Juana, la Papisa

UNA DE LAS MUCHAS LEYENDAS QUE A ALGUNOS INTERESA CREER COMO VERDADERA

La novela “Pope Joan” de la conocida escritora feminista americana Donna Woolfolk Cross, puso hace unos años de moda la figura legendaria de la Papisa Juana, dando lugar en 1909 a una película, “Die Päpstin”, producida por los mismos que en su día produjeron “El nombre de la Rosa” o “El Perfume” y que ha tenido un discreto éxito, sin duda menor del de las otras películas mencionadas, a pesar de ser una coproducción alemana, inglesa, italiana y española.

La novela de Donna Woolfolk, que presenta todo como una ficción pero no deja de tener pretensiones de veracidad histórica (pues añade un apéndice de 11 páginas para probar la existencia de la papisa), gira en torno a la figura legendaria de Juana de Ingelheim, que habría nacido hacia 822 en la localidad de Ingleheim am Rhein, cerca de Maguncia, una mujer nada común. Según la leyenda era hija de un monje, Gerbert, y desde pequeña mostró gran interés por la ciencia, de hecho hizo estudios de medicina, Inteligente como era, sabía que en la sociedad de su tiempo tenía poco que hacer, esto es al menos lo que dice la leyenda, que parece ser desconoce la buena cantidad de mujeres medievales que destacaron y hoy son recordadas por su erudición en los diversos campos del saber. Sin embargo, cierto es que no tenían las cosas fáciles, por lo que Juana habría decidido vestirse de varón y entrar en religión en la abadía benedictina de Fulda, en la que fue conocido como “Juan el médico”.

Como monje pudo profundizar en la ciencia médica que ya conocía, consultar las mejores bibliotecas de la época y recorrer el mundo (la clausura monacal de entonces no era lo de ahora) y habría llegado hasta Constantinopla, donde habría conocido a la Emperatriz Teodora. Todo ello le ayudó a su carrera eclesiástica, que la había llevado hasta Roma. Algunos sin embargo presentan su marcha a Roma como fruto de aventuras rocambolescas, todavía más fantasiosas.

El caso es que, una vez llegada a Roma, su fama de médico llegó hasta el mismo Papa Sergio II, que la llamó (o podríamos decir “le” llamó) a ser su médico personal y al cual Juana habría curado de la gota. Grande sería la fama de dicho galeno cuando, a la muerte del Pontífice, en vez de ser sucedido por el benedictino León IV, como realmente ocurrió, habría sido sucedido por otro “benedictino”, esto es por la susodicha Juana. Otra tradición más difundida habla sin embargo de ella como médico de León IV y su sucesora, por lo que en realidad no habría sido el nuevo Papa Benedicto III (como realmente fue) sino nuestro monje galeno travestido que habría tomado el nombre de Juan VIII.

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26.10.10

Pablo VI y una carta de 1970: Parece que fue ayer

LA PREOCUPACIÓN DEL PAPA MONTINI POR LA IGLESIA HOLANDESA Y EL CELIBATO

Se han cumplido en este año que va llegando a su fin 40 años de una carta histórica de Pablo VI, una documento lleno de preocupación. Nada extraño, pues de Pablo VI por aquellos años tenemos abundantes escritos llenos de preocupación (de algunos hemos hablado ya en las “historias del postconcilio” publicadas en este blog), y no era para menos, ya que le tocó vivir los años borrascosos del postconcilio en los que tuvo muchas más penas que alegrías. Por supuesto que dichas penas no le vinieron del Concilio en sí, que todos saben que fue un momento de gracia para la Iglesia, animado por el Espíritu Santo, sino por todos aquellos que tomaron el Concilio como excusa para hacer de su capa un sayo dejando de lado las normas eclesiásticas, la sana tradición y a veces hasta el mínimo sentido común.

Todo esto amargó mucho a Pablo VI, que en ambientes curiales fue llamado “el Hamlet del Vaticano”, por la desazón que en muchas ocasiones transmitía su apariencia. Sin duda era un hombre de gran fe y no perdía la esperanza en la ayuda de Dios, pero humanamente el postconcilio le hizo sufrir mucho. Como tenían que estar las cosas -yo no lo sé, acababa de nacer- para que, en la famosa audiencia general del 15 de noviembre de 1972, volviendo sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro (cuando dijo aquello famoso que parecía que por las grietas de la Iglesia se había introducido el humo de Satanás), dijera refiriéndose a la situación de la Iglesia: “¿Cómo se ha podido llegar a esta situación?” (…) “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre.”

La respuesta de Pablo VI en aquel momento fue clara y neta: “Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?”. Y el Papa precisa: “Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción”.

Estas palabras son el fruto de varios años del Papa luchando en diversos frentes abiertos en distintas partes de la Iglesia, entre los cuales destacaba -tristemente, todo hay que decirlo- la patata caliente que tenía en Holanda. Dicho país, ejemplo de catolicidad antes del Concilio, experimentó la debacle postconciliar como pocos lugares en la Iglesia: Tierra de intelectuales, se empezó por la doctrina, se siguió por la liturgia, se continuó por la vida espiritual, las vocaciones, y el resultado final fue una Iglesia por la que parecía que hubiese pasado arrasando Atila con los Hunos.

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20.09.10

Marozia y el papado en manos de una familia

CUANDO UNA MUJER Y SU FAMILIA DECIDÍAN LA ELECCIÓN DE LOS OBISPOS DE ROMA

RODOLFO VARGAS RUBIO

Con el nombre de Formoso (891-896) se abre el período más negro de la historia de la Iglesia; pero no por la actuación de este Papa -más bien en la línea enérgica de Nicolás I-, sino por la ignominia de que fue objeto post mortem -el concilio cadavérico- y que queda relatada en páginas anteriores. Adriano III había dispuesto que después de Carlos el Gordo -que no tenía descendencia- la corona de Carlomagno fuera dada a un príncipe italiano. Depuesto aquél en 887, se la disputaron Arnulfo de Carintia y Guido de Espoleto, ambos de estirpe carolingia. El papa Esteban V se vio obligado a coronar a este último y lo mismo hubo de hacer Formoso con su hijo Lamberto. Pero el Papa, temiendo su prepotencia y la de su madre Angeltrudis, decidió apoyar a Arnulfo y lo coronó en San Pedro en 896. Ya hemos visto las consecuencias que este acto tuvo para Formoso. Muertos Lamberto y Arnulfo, esta vez los contendientes fueron Ludovico de Provenza y Berengario de Friul. En medio de estas disputas, la que salió favorecida fue la nobleza romana, que se convirtió en árbitro de la situación, dando su apoyo a uno u otro partido según la conveniencia. Las elecciones papales reflejan la influencia del partido dominante en cada momento.

Por esta época destacaban en Roma un joven de la más rancia aristocracia llamado Teofilacto y su esposa Teodora, mujer célebre por su rara belleza. Probablemente nacido en la década de 870, Teofilacto pertenecía a la familia de los señores «de Via Lata», que tomaba el nombre de sus posesiones ubicadas en dicha calle, la más larga y espléndida de la Urbe. En la topografía de Roma, la vía Lata -llamada en la Antigüedad vía Flaminia en honor del cónsul Flaminio y actualmente conocida como vía del Corso- ha constituido siempre la zona más exclusiva y de mayor abolengo. Muestra de ello son aún hoy los palacios Bonaparte, Doria-Pamphilij, Chigi, Colonna, Ruspoli, que se alinean a lo largo de aquélla. La casa solariega de Teofilacto se ubicaba en el emplazamiento de la actual iglesia de Santa María in Via Lata, adyacente al palacio Doria-Pamphilij. La imagen de la Virgen que se venera en el altar mayor, de clara inspiración bizantina -de acuerdo con el gusto de la época-, pertenecía probablemente al oratorio familiar.

Los señores de Via Lata habían dado a la Iglesia al menos cuatro Pontífices: Adriano I (772-795), Valentín (827), san Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). El primero de ellos inauguró la práctica del nepotismo, llamando a sus parientes a ocupar los puestos de confianza en el gobierno papal. Ello explica la posición eminente, a caballo entre los siglos IX y X, de Teofilacto, que era descendiente de un tío de Adriano I llamado Teodato. Algún autor ha creído en el origen bizantino de la famosa pareja que nos ocupa debido a sus nombres griegos. En cuanto a Teofilacto, no puede negarse su filiación romana, y su nombre sólo es testimonio de la moda helénica difundida por esa época entre el patriciado, como signo de su reconocimiento del basileus de Constantinopla en tanto único emperador contra las pretensiones de los carolingios. Lo que sí parece cierto es la condición de Teodora como princesa bizantina. El matrimonio tenía un hijo y dos hijas: la celebérrima Marozia y Teodora la Joven, ambas cabezas de las dos familias que van a dominar el pontificado y disponer de él como de una hacienda particular.

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