6.06.19

El inimitable Wodehouse: un día soleado y alegre

Ilustración de Herbert Fell Sharp (1880-1972), que bien podría representar una reunión del “Club de los zánganos".

  

  

“Voy a hablaros del caso de mi criado Jeeves. Mucha gente cree que estoy esclavizado por él. Mi tía Agatha ha llegado a decir que es mi carcelero. Bien; a todo esto respondo: ¿por qué no? Jeeves es un genio; un ser único.”

P. G. Wodehouse. Adelante, Jeeves.

 



“Para el Sr. Wodehouse no ha habido ninguna caída del hombre; ningún pecado original. Sus personajes nunca han probado el fruto prohibido. Todavía están en el Edén. Los jardines del Castillo de Blandings son ese jardín original del que todos estamos exiliados”.

Evelyn Waugh

  

  

Hoy voy a hablarles de nuevo de humor. De un humor más maduro que el de la última entrada, sin duda, aunque no menos inocente. De un humor del que me resultaría muy difícil prescindir y del que, además, no tengo intención de privarme. Hoy voy a hablarles de Wodehouse. Pelham Grenville Wodehouse (1881-1975), conocido como “Plum” por su familia y amigos, fue uno de los más prolíficos y longevos escritores del siglo pasado (escribió su primer relato a los 19 años y continuó escribiendo hasta el mismo día de su muerte, a los 93). Pero sobre todo, es el escritor con el que más y mejor me he reído… a veces, incluso a plena carcajada.

Mi acercamiento a Wodehouse es parte de la herencia familiar. Parte de las costumbres de lecturas que, desde la mas tierna infancia, se adhieren a la piel de uno y a las que uno vuelve una y otra vez. Mi padre fue ––y es todavía–– lector de Wodehouse, al igual que sus hermanos, y el entusiasmo casi infantil que dejan entrever sus paginas hilarantes y jocosas nos contagió también a mí, a mis hermanos y a mis primos. Lo mismo ha pasado con mis hijas y mis sobrinos, que devoran sus historias con fruición. 

Puede que algún lector de este blog califique sus libros como chuches. Yo no lo creo. Oigan sino a John Le Carre, cuando le preguntaron por aquellos libros que más amaba y consideraba: “Ninguna biblioteca, por humilde que sea, está completa sin un ejemplar de “De acuerdo, Jeeves”, de P.G. Wodehouse, con la inmortal escena de Gussie Fink-Nottle, borracho hasta los tuétanos, entregando premios a los encantados eruditos de la Escuela Secundaria Market Snodsbury, construida alrededor de 1416. A partir de ahí, amplíe el cupo a las dos grandes obras maestras del golf de Wodehouse: “El corazón de un tonto” y “El éxito de Cuthbert”. Eso es sólo para recordarte a ti mismo lo divertida que es la lectura”.

Y es que Wodehouse puede que sea diversión y evasión, pero como dijo alguien “encontró con sus escritos un algo que vale más que lo que las palabras pueden decir: una pequeña isla de felicidad que se mantenía brillante en un mundo que parecía oscurecerse a su alrededor”. Así que su obra no es solo trivialidad, también es, y en mayor medida, felicidad. Algunos de sus colegas más renombrados así lo reconocieron, como Evelyn Waugh, cuando en un programa de la BBC observó que “el mundo idílico del Sr. Wodehouse nunca puede estar pasado de moda. Él continuará liberando a las generaciones futuras de una cautividad que puede ser más fastidiosa que la que padecemos hoy. Ha creado un mundo propio para que vivamos y nos deleitemos en él”. Y no crean que Waugh está en esto solo: también fueron sus admiradores, Hilaire Belloc, Rudyard Kipling, Arnold Bennett, A. E. Housman, Aldous Huxley, Ludwig Wittgenstein, Sinclair Lewis, Edgar Wallace, Martin Amis, John Updike o Agatha Christie (que dijo de él que sus libros e historias le habían iluminado la vida durante muchos años). 

Y no pensemos equivocadamente que se trata de un autor clasista y retrógrado. No voy a negar que hay sesudos eruditos que dicen que sus novelas solo se ocupan de las clases ociosas e ignoran los problemas de los pobres, los desamparados y los desempleados. Pero… ¿Por qué estropear una cosa buena? Después de todo, Wodehouse opinaba que la escritura debía disfrutarse, no analizarse, y a lo largo de su vida de escritor dedicó todo su esfuerzo a arrancar cuantas sonrisas pudiera. No es un Dickens o un Dostoievski. No, Wodehouse es simplemente divertido. Y eso es suficiente. Ya lo creo que sí.

Jeeves y Bertie rodeados de algunos otros entrañables conocidos: Psmith, Bingo, Ukridge, tía Agatha y Lord Emsworth (dibujos de Arthur Wallis Mills  (1878-1940), T. D. Skidmore (1884-1956), Alfred Leete (1882–1933) y May Wilson Preston (1873 – 1949)).

 

Una característica de sus historias es que son intemporales, y no solo por la curiosa perdurabilidad del interés que despierta generación tras generación, sino también porque sus libros no conocen el paso del tiempo, con tramas reunidas alrededor de un período de unos treinta años (que se corresponde aproximadamente con el reinado de Eduardo VII, pero que en realidad se prolonga a través de los años 20 o incluso los 30) y con personajes que tampoco envejecen en absoluto. En palabras de Kingsley Adams, “los libros de Wodehouse persisten en su camino único, invulnerables al paso del tiempo”. Y Evelyn Waugh de nuevo se pronuncia con palabras elogiosas: “Lo primero que hay que destacar del arte de Wodehouse es su universalidad, única en este siglo. A excepción de las palabrerías políticas, pocas formas de escritura son tan efímeras como la comedia. Tres generaciones enteras se han deleitado con él. Cuando era joven, alivió las preocupaciones del Primer Ministro Asquith, después las mías y ahora veo a mis hijos convulsionados de risa por los mismos libros. Satisface el gusto más sofisticado y el más simple. Belloc, para consternación de Hugh Walpole, lo declaró abiertamente el mejor escritor de prosa de la época; Ronald Knox, el más meticuloso de los eruditos y estilistas, se regocijó con él. Al mismo tiempo sus traducciones son enormemente populares entre los noruegos…”. Poco más puede decirse. 

Además, está la importante cuestión de cómo aborda el humor. Estamos demasiado acostumbrados a que la risa esté asociada a la malicia, a la grosería irredenta y a la distancia intelectual. En el caso de Wodehouse no es así: sus ficciones son resultado y forma de un espíritu de bondad y sus personajes son deliciosamente frágiles y difícilmente separables de eso que llamamos compasión y gentileza, cualidades a las que permanecen pegados casi como con un engrudo.

Y para acabar, una advertencia: es opinión muy extendida la que tiene al mundo wodehousiano por una droga muy potente que genera dependencia, pero no teman, se trata solo de un bálsamo cuyos únicos efectos secundarios se reducen a una adicción benevolente. Como le digo siempre a mis hijas: “si tenéis un mal día, arregladlo con Wodehouse: os transportará a un mundo idílico donde todo es soleado y alegre, y tras la lectura os sentiréis renovadas y como nuevas; vuestro ánimo renacerá como un ave fénix”. Con sus hijos sucederá lo mismo, se lo aseguro. 

 

  

                          Algunas de las múltiples ediciones de Wodehouse en español.

   

P.D. El mundo de Wodehouse es, afortunadamente, inmenso (si solo contáramos las novelas, nos iríamos a la asombrosa cifra de 71 libros). Por ello resulta difícil destacar a algunos personajes de entre todos aquellos a los que dio vida, pero si me viera obligado a hacerlo, creo que elegiría, cómo no, la serie del incomparable ayuda de cámara Jeeves y su afortunado objeto de cuidados, Bertie Wooster (escoltado por los demás miembros del exclusivo y nada agotador Club de los zánganos: Freddy Widgeon, Bingo Little y Gussie Fink-Nottle). También añadiría las historias que se desarrolla en el castillo de Blandings, donde disfrutaremos del fantástico Psmith, del estrafalario tío Fred y su taciturno sobrino Pongo y del extravagante y distraído Lord Emsworth y su afición porcina. A continuación, paso a relatar una guía de lectura de ambas series (limitada a aquello que se encuentra traducido al español, que lamentablemente no es todo y sujeta a corrección por los wodehausianos, que sé que los hay y muchos).

 

 

Jeeves y Bertie Wooster. Lista de Lectura

 

El Inimitable Jeeves (1923) Anagrama, Lauro ediciones, José Janés, Plaza y Janés, Anagrama ––Ómnibus Jeeves I–– y Círculo de lectores.

 

Adelante, Jeeves (1925) Plaza y Janés, José Janés, Lauro ediciones, Anagrama ––Ómnibus Jeeves II––.

 

Muy bien, Jeeves (1930) Ediciones Versal, José Janés, Plaza y Janés, Lauro ediciones y Círculo de lectores.

 

De acuerdo, Jeeves (1934) Anagrama, Anagrama ––Ómnibus Jeeves II––, José Janés, Lauro ediciones y Círculo de lectores.

 

Gracias, Jeeves (1934) Ediciones Versal, Anagrama ––Ómnibus Jeeves I––, Plaza y Janés, José Janés, Lauro ediciones y Círculo de lectores.

 

El Código de los Woosters (1938) Ediciones Versal, Anagrama ––Ómnibus Jeeves I––, José Janés y Lauro ediciones.

 

Júbilo matinal (1946) Anagrama, José Janés, Anagrama ––Ómnibus Jeeves II––.

 

Llamen a Jeeves (1953), ––Jeeves sin Bertie Wooster–– Ediciones Versal.

 

Jeeves y el espíritu Feudal (1955) Anagrama y Ediciones Versal.

 

Ya viene Jeeves (1960) Ediciones Versal y Plaza y Janés ––como Jeeves está de vacaciones––.

 

Jeeves, tú eres mi hombre (recolección de varios relatos de Muy bien, Jeeves, Gracias, Jeeves, Adelante, Jeeves, De acuerdo, Jeeves, El inimitable Jeeves y El código de los Wooster). Editado por José Janés en 1947. 

     

 

Blandings. Lista de Lectura

 

Algo fresco (1915) José Janés y Plaza y Janés.

 

Dejádselo a Psmith (1923) Anagrama y José Janés.

 

Mal tiempo (1933) Anagrama, Bruguera y José Janés.

 

El Castillo de Blandings (1935) Ediciones Versal y Ánfora ediciones.

 

Ola de crímenes en el castillo de Blandings (1937) Anagrama.

 

Tío Fred en primavera (1939) Anagrama, Ediciones Versal, José Janés y Ánfora ediciones. 

 

Luna llena (1947) Anagramay José Janés.

  

27.05.19

El humor y las risas en la literatura infantil

                               El truco, óleo de John George Brown (1831-1913).

 

 

“¿Merece la pena que un niño aprenda llorando lo que puede aprender riendo?”

Gianni Rodari

 

“El humor es la dicha que ha embargado al mundo.”

Søren Kierkegaard

 

“El secreto de la vida está en la risa y la humildad.” 

G. K. Chesterton

 

     

Al parecer, los sesudos Kant y Schopenhauer sostenían que el humor surge de la repentina transformación de una expectativa tensa en la nada. Según el malhumorado Thomas Hobbes, la risa sería la expresión de nuestros sentimientos de superioridad sobre los demás. Más recientemente, para el atormentado Freud, el humor tendría la función de mantenernos alejados de las pruebas y tribulaciones de la vida.

Qué quieren que les diga. A mi modesto entender, ninguna de estas tres teorías ––ni tampoco cualquier otra––, captan con plenitud aquello que son el humor y su más propia expresión, la risa. ¿Y si nos quedáramos entonces en el misterio? Porque lo cierto es que ambos están lejos de ser explicados. Lo que más se acerca a una explicación es probablemente verlos como un relámpago de eternidad. La visión fugaz del destino que se nos tiene reservado. 

 

“Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.”

Lucas, 6, 21

 

Quizá por eso el humor y la risa son tan placenteros y satisfactorios, tan vigorizantes y sanadores. Porque nos dan algo de lo que deberíamos llegar a ser; algo más propiamente nuestro que lo que ahora somos.

Y la literatura es uno de los vehículos que manifiestan esos relámpagos de eternidad. Concretamente, en la literatura infantil y juvenil el humor se prodiga en abundancia.

Así que voy a comenzar partiendo de una clasificación literaria basada en el sexo de los niños (sí, he dicho sexo, no género), que espero irrite a aquellos apóstoles o, más bien esclavos, de la llamada corrección política. En el mundo de la literatura infantil puede distinguirse dos tipos de humor, según sean niños o niñas los protagonistas de las historias, basados, mal que le pese a algunos, en las diferencias naturales que les separan (y en cierto modo, misteriosamente, les unen). En ambos casos se muestra lo mismo: la función del humor como creador de vínculos, desfacedor de entuertos y curador de almas. 

 

EL HUMOR PARA CHICOS

El humor masculino en la literatura infantil se encuentra en muchos casos íntimamente asociado con un determinado género literario: el de los relatos sobre chicos traviesos en las que se concibe al niño como un salvaje amable y espontáneo a medio amaestrar. Podríamos rastrear el origen de este tipo de literatura en los nacientes Estados Unidos de finales del XIX y en escritores como Twain y Tarkington, y sus Tom, Huck y Penrodo, si miramos con atención, quizá antes, en historias como las de nuestros pícaros (El Lazarillo de Tormes –1554– y El Guzmán de Alfarache –1599–) o en Las aventuras de Max y Moritz, de Wilhelm Busch (1865) e incluso en el Pedro Melenas (Struwwelpeter), de Hoffmann (1845) y en el Till Eulenspiegel (1515). 

La idea central de todos estos relatos es la necesidad y conveniencia de “lo salvaje” en los niños como un paso necesario para que puedan llegar a convertirse en hombres. A este respecto, el escritor norteamericano Benjamin P. Shillaber ––contemporáneo de Twain––, nos dice que ser malo es la forma en que los niños aprenden a ser buenos, y por ello, concluye: “ningún hombre adulto debería ser juzgado por las cosas salvajes y terribles que hizo cuando era niño”

Ya he hablado de algunos ejemplos de este tipo de humor, como son Guillermo el travieso (1922-1970), de Richmal Crompton, Jennings (1950-94) de Anthony Buckeridge y Tom Sawyer (1876-78) de Mark Twain. Todos ellos son algo así como niños imposiblemente buenos e inaceptablemente malos, un tipo de chico malo bueno que hace travesuras, pero que tiene un gran corazón. Tom, Guillermo y Jennings son los grandes espadas de este humor infantil masculino. Pero hay un cuarto personaje que, aún estando accesible en el mercado editorial español (y desde hace mucho tiempo), se suele olvidar. Me refiero al Penrod de Booth Tarkington, que es señalado como el claro antecedente tanto de Guillermo como de Jennings, aunque, como ellos, deba también mucho al maravilloso Tom. 

 

                         Portadas de la edición en castellano de y de la edición original. 

 

Penrod Schofield ––siempre inseparable de su perro Duque––, es un chico de doce años de edad que vive en el seno de una familia acomodada, en una ciudad del Medio Oeste americano en los inicios de la segunda década del siglo XX, y que, para molestia de sus padres y vecinos, lleva a cabo inocentes asaltos contra el orden burgués de su tranquila ciudad. Como en el caso de sus colegas Tom y Guillermo, se trata de un chico bienintencionado y lleno de vida, una noble pero desastrosa mezcla de impulsos generosos y de insensatez, una pequeña bomba de relojería que explota cuando uno menos se lo espera arruinando todo aquello que se cruza en su camino: clases de baile, fiestas, desfiles o incluso los coqueteos de su hermana mayor (al igual que Guillermo, Penrod se desmorona cuando se enfrenta a las féminas, a las que no entiende y de las que huye). El libro relata las aventuras y desventuras del protagonista y sus amigos mientras organizan una sociedad secreta, escenifican un circo doméstico, vigilan a posibles criminales y participan en “la Gran Batalla del Alquitrán”. Tarkington pensó que el éxito de la serie de Penrod se debía a que su protagonista era un “verdadero niño” en lugar de un “niño de libro y exposición”. 

 

                           Penrod ilustrado por Gordon Grant (1875-1962) y Penrod y su amigo Sam dibujados por Worth Brehm (1883-1928).

 

El autor escribió tres libros con sus historias: una primera novela titulada Penrod, en 1914 y dos secuelas, Penrod y Sam, en 1916, y Penrod Jashber, en 1929. En España solo se ha editado un volumen bajo un elocuente ––y equívoco––, título, De la piel del diablo, y que, mucho me temo, parece ser una refundición de historias de los dos primeros libros de la serie (publicado por Gustavo Gili, José Janes, Plaza y Janes, Miñón y la revista literaria Novelas y Cuentos). Una obra fresca y divertida que hará disfrutar a sus hijos, sobre todo si gustan de Guillermo Brown.

  

EL HUMOR PARA CHICAS

En lo que respecta a las historias con niñas como protagonistas, el humorismo se centra aquí en cuestiones más intimistas y plácidas. Se trata de una gracia suave derivada de la ingenua lógica infantil, de la naturaleza parlanchina y locuaz de las féminas y del espíritu inquieto y curioso propio de la infancia, en acusado contraste con la rígida y poco imaginativa racionalidad de los adultos; todo ello en un ámbito domestico de cotidianidad. Los orígenes de este humor femenino pueden encontrarse ya en la Alicia de Carroll, pero son más modernos que en el caso masculino. En España tenemos algunos referentes contemporáneos en un trio de heroínas de la pre y postguerra civil: la Celia de Elena Fortún, la Antoñita de Borita Casas y la Mari Pepa de Emilia Cotarelo. 

 

          Dos portadas de la serie ilustradas por L. de Bon y por  Francisco Molina Gallent.

 

De entre estas tres niñas, me quedo con Celia, el inolvidable personaje de Elena Fortún. De los 20 libros de la serie, me centraré en los primeros cinco, que son aquellos que se refieren a la infancia de la protagonista, y de entre ellos, especialmente a los dos iniciales: Celia, lo que dice (1929) y Celia en el Colegio (1932). He de confesarles que Celia es una herencia familiar, como lo fue Guillermo Brown. Mi madre y mis tías la leyeron, al igual que mis hermanas y, finalmente, mis hijas también han seguido esta especie de tradición literaria que, sospecho, se ha dado en otras familias.

La protagonista, Celia, es una peculiar niña necesitada de atención ––padre viajero por razones de trabajo, madre poco atenta––, que al mismo tiempo posee una imaginación fuera de lo común, lo que la lleva a sentir una gran necesidad de comunicación que satisface de los modos y maneras más curiosos, pues a su desparpajo une la gracia natural nacida de la proverbial y, hoy ya escasa, inocencia infantil. Las historias están escritas desde la perspectiva de la protagonista, una niña de siete años que vive con su familia en el Madrid de los años 30 del pasado siglo.     

A diferencia de lo que ocurre habitualmente con las series infantiles, dónde el tiempo parece no pasar —así Guillermo Brown, que siempre tiene once años—, en el caso de Celia el tiempo sí que pasa. La niña que da inicio a la serie termina contrayendo matrimonio (Celia se casa ––1950––), desarrollándose entre tanto a los ojos de los lectores, un pequeño universo en el que progresan y crecen tramas y personajes y dónde se entremezclan sus hermanos Cuchifritin Mila, y sus primas, sobre todo Matonkikí. Los libros fueron publicados en su día por Aguilar y en la actualidad por Anagrama.

 

      Dos ilustraciones para la serie de Celia obra de Ricardo Summers “Serny” (1908-1995).

 

A pesar de que Celia es bastante traviesa, la gracia de estas historias está en su mayor parte basada en el contraste entre la aplastante lógica de los niños y los prejuicios y reservas de los adultos, aderezado por los graciosos e hilarantes discursos infantiles, con su lenguaje “incorrecto” y a medio hacer. Ello da lugar a una fina ironía que se manifiesta en todo aquello en que interviene la protagonista, sea su relación con sus padres, sea la llegada de un nuevo hermano, sea su vida en el internado, sean sus relaciones con el servicio (personificado especialmente en Juanita la cocinera y en Doña Benita). 

Es precisamente la normalidad y cotidianidad de los escenarios en los que se desarrollan las historias lo que permite a los niños asentarse y acoger, con asombro y deleite, lo que vendrá después: el vertiginoso y divertido deslizamiento de la intrépida y preguntona Celia de una página a otra, de un diálogo a otro, en una amable y entretenida trama protagonizada por esta rebelde inocente y franca.     

 

17.05.19

Una distracción de vez en cuando viene bien (las ‘chuches’ literarias)

                         Una jovencita leyendo, óleo de Seymour Joseph Guy (1824-1910).

     

       

“La simple necesidad de algún tipo de mundo ideal en el que las personas ficticias desempeñen un papel sin trabas es infinitamente más profunda y antigua que las reglas del buen arte, y mucho más importante.”

G. K. Chesterton

 

 

“La existencia de la buena mala literatura —el hecho de que uno pueda emocionarse o divertirse o incluso conmoverse por un libro que el propio intelecto simplemente se rehúsa a tomar en serio— es un recordatorio de que el arte no equivale a una cerebración.”

George Orwell

 

 

“Divertido no es lo contrario de serio. Divertido es lo contrario de aburrido y nada más.”

G. K. Chesterton

     

   

Si son ustedes seguidores de mi blog, sabrán que desde un principio no he dejado de escribir sobre la necesidad de que los chicos lean libros de calidad (y que, además, contengan en sus páginas bondad, belleza y verdad), pero también sabrán que he promocionado ciertas excepciones a tal regla, por tenerlas por sanas, estimulantes, y en ocasiones convenientes, como verán a continuación.

Porque, ciertamente, cuando nuestros hijos se acercan a la pubertad o a la adolescencia, constatamos la existencia de una ley natural que parece decirnos que, hagamos lo que hagamos ––es ineluctable––, nuestros chicos se alejarán de nosotros y de todo lo que nosotros signifiquemos y se volverán escépticos respecto a aquello a lo que prestemos atención o elogio, incluida la recomendación de lecturas. Así que aquella reverencial y hasta casi idolátrica atención que nos prestaban cuando les elegíamos los libros, los cuentos y las novelas, y el entusiasmo inocente con el que abordaban las problemas que algunos de aquellos libros les planteaban, acudiendo a nosotros prestos para encontrar un pronto alivio a aquellas dificultades, ya no se dará. 

Sin embargo, por su bien es preciso que nuestro prestigio como electores de libros se mantenga. Es necesario que nuestra influencia permanezca, aunque sea mellada y capitidisminuida. Y para ello, creo yo, nada mejor que haber ido creando desde su más tierna infancia una imagen paternal que en ocasiones se aparte un poco de la intelectualidad y la seriedad y se centre en el mero entretenimiento. 

 

                      Niño leyendo, obra de Jonathan Eastman Johnson (1824–1906).

 

Pero, ¿cómo hacerlo? preguntarán ustedes. Pues, utilizando chuches. Ya saben, estos libros de mediana e incluso baja calidad literaria, fáciles y evanescentes, pequeños interludios de evasión pura y dura para disfrute de nuestros hijos, y que aunque quizá no sean promotores de altos valores, al menos, no actuarán como disolventes de las virtudes que tratamos de inculcarles (por lo tanto, habrá que hacer una selección dentro de esta peculiar categoría. Se tratará siempre de buenas chuches). Me refiero a libros como los de Enid Blyton o Emilio Salgari, y a muchos otros de los que les he hablado desde aquí. Ese tipo de obra a la Chesterton calificó como un “buen mal libro”, refiriéndose precisamente a cierta literatura infantil de su tiempo, y que según George Orwell, no tiene “mayor pretensión literaria, pero sigue siendo legible aún después de que otros más serios han perecido”.

Pues bien, además de su finalidad escapista, lúdica, divertida y relajante (e incluso, a la más trascendente, imaginada por Chesterton, para quien “la literatura y la ficción son dos cosas completamente diferentes” (…) pues, si “la literatura es un lujo; la ficción es una necesidad”), creo que estas chuches tienen otra función, adicional y menos relevante, aunque estimo que también de una cierta importancia, como es acostumbrar a los chicos a que también se puede disfrutar con libros intrascendentes y ligeros, lo que facilitará la continuidad de nuestra tutoría literaria. 

 

                       Enid Blyton, una de las más prolíficas autoras de chuches.

 

Por todo ello, si alguna vez hemos sufrido la tentación ––bienintencionada, por supuesto–– de adquirir frente a nuestros hijos una pose literaria de alto nivel, con un interés centrado en lo estrictamente clásico (tratando de darles de comer únicamente aquello que prescribió el Matthew Arnold como “lo mejor que ha sido pensado y dicho”), posiblemente lo más conveniente será levantar el acelerador, corregir el rumbo y permitirles que frecuenten chuches de vez en cuando. 

A tal efecto, a continuación les presento una lista personal de aquellos títulos que he ido calificado de chuches en diversas entradas de mi blog. Se trata, obviamente, de una relación abierta que, como toda selección, tiene mucho de arbitrariedad y poco de certidumbre, ya que incluso entre los títulos citados hay grados. Pero al menos es un punto de partida. Ahí va, con los links que llevan al artículo donde hablo de los libros (aunque advierto que sobre alguno de los títulos no he escrito todavía).

 

-La serie de Guillermo Brown de Richmal Cropton (link).

-La serie de Penrod Schofield de Booth Tarkington (link). 

-La serie Torres de Malory de Enid Blyton (link).

-La serie Santa Clara de Enid Blyton (link).

-La serie La traviesa Elizabeth de Enid Blyton (link).

-La serie Los famosos cinco de Enid Blyton (link).

-La serie Los siete secretos de Enid Blyton (link).

-La series Misterio y Aventura de Enid Blyton (link). 

-La serie de caballos Jill de Ruby Ferguson (link).

-La serie de Jennings de Anthony Buckeridge (link).

-Merrit, aprendiz de detective de Mary Fitt (link).

-La serie de Ian, Sovra y Cathie de Elinor Lyon (La fuga de Cathie, El secreto de las piedras talladas y Extraños tras la puerta) (link).

-Los chicos de la colina de Elinor Lyon (link).

-Verdes crecen los juncos de Elinor Lyon (link).

-El valle del eco de Elinor Lyon (link).

-El desconocido del bosque Una cabaña para Crusoe de David Severn (link).

-Emilio y los detectives y otros de Erich Kästner (link).

-Kai, el de la caja de Wolf Durian.

-Las historias de Celia de Elena Fortún y de Antoñita la fantástica de Borita Casas (link).

-Los cuentos de Antonio Robles.

-Algunas historias de Ana Mª. Matute y de Monserrat del Amo.

-Sandokán, El corsario negro, El León de Damasco y muchas más de Emilio Salgari (link).

-Las historias de Sherlock Holmes y muchas otras, de Arthur Conan Doyle (link).

-La serie de Tarzán de Edgar Rice Burroughs (link).

-La saga de Old Shaterhand Winnetou de Karl May.

-La serie de la Señorita Marple, la de matrimonio de sabuesos y muchas otras historias de Agatha Christie (link).

-Las novelas de aventuras de Mayne Reid (link).

-Las novelas de Rafael Sabatini (link).

-Las historias de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc (link).

-Algunas novelas de Edgar Wallace.

30.04.19

La magia y los libros para chicos (II)

Manuscrito Egerton MS 943, Divina Comedia. El Infierno, Canto XX, Dante, Virgilio y los adivinos (mediados del siglo XIV). 

 

“Ve a las tristes que dejaron la aguja / la lanzadera y el huso, y se hicieron adivinas; / hicieron hechizos con hierbas y figuras".

Dante. Divina Comedia. Canto XX. 121-123

 

“Los Elfos y Gandalf utilizan su magia moderadamente (…) nunca engañan (…) porque la diferencia es para ellos tan clara como lo es para nosotros la diferencia entre la ficción, la pintura o la escultura y la «vida»”.

J. R. R. Tolkien. Cartas

 

“El hecho de que un mago no utilice la magia negra no quiere decir que no pueda emplearla”.

J. K. Rowling. Harry Potter y la Cámara Secreta

 

 

Cuando un escritor de libros infantiles y juveniles se enfrenta con la magia tiene de entrada, simplificando mucho, dos opciones: 1ª) presentarla como un don de algunos elegidos, concedido graciosamente por una divinidad que es quien ostenta ese poder sobrenatural, o 2ª) mostrarla como una técnica, un saber oculto,­ en el que cualquiera puede ser iniciado. En el primer caso, el elegido nada puede hacer por sí solo; es únicamente un instrumento de la divinidad, que es en quien reside el poder. En el otro, el hombre es dueño de la magia, es por sí mismo poseedor de un secreto poder sobre la naturaleza y sus leyes que lo hace cuasidivino (aunque realmente el calificativo sea demoníaco).

Un segundo nivel que hay que abordar es el lugar que la magia ocupe en el relato. Pueden darse, con igual simplificación, dos casos: 1º) el mago es un personaje marginal de la trama y/o la propia magia es algo testimonial e irrelevante en la historia, o 2º) el mago y su magia son protagonistas y parte fundamental del argumento y desenlace de la historia.

Un tercer escalón que debería afrontar nuestro literato sería la valoración que se hace de la magia en la historia. Pueden darse igualmente dos casos: 1º) o se la califica como algo oscuro y peligroso de lo que alejarse, 2º) o se presenta como algo positivo y de nulo riesgo. 

Un último escalón sería la cuestión de a quién es atribuido en el relato ese saber oculto y mágico, ya sea a personajes no humanos o a hombres. 

Las cuatro primeras opciones parecerían corresponder a la postura prudente propia de un escritor cristiano fiel a sus convicciones y a su fe, aunque se trate de una postura delicada, compleja y no exenta de cierto riesgo. Las segundas opciones no serían acordes con esta fe.

Y dicho esto, seguro que les han venido a la mente al menos tres muy conocidas historias para niños y jóvenes en las que encontramos elementos de magia: Las crónicas de NarniaEl Señor de los Anillos y Harry Potter

La pregunta que surge inmediatamente podría ser: ¿por qué en los círculos cristianos se aceptan sin problemas las historias de Lewis y Tolkien y hay reparos para las de Harry Potter

En primer lugar, tanto en la serie de Narnia como en la del Anillola magia es tratada como un elemento ocasional y marginal y, generalmente, no humano. 

Así, hablando de su opus magnum, El Señor de los Anillos, Tolkien confesó en una de su cartas: “No he empleado la «magia» coherentemente”. De hecho, Gandalf (quien es un Istari, es decir, un ser angélico enviado por la divinidad para, mediante consejos e instrucción, despertar los corazones y las mentes de aquellos amenazados por Sauron a una resistencia con sus propias fuerzas) rara vez hace uso de poderes sobrenaturales y se menciona que los elfos puede hacer cosas extraordinarias, pero que no son propiamente magia (Tolkien dijo al respecto que lo que los elfos hacen “es Arte, despojado de muchas de sus limitaciones humanas” porque “su objetivo es el Arte, no el Poder; la subcreación, no el dominio y la reforma tiránica de la Creación”), y aunque los seres humanos poseen en ocasiones armas u objetos mágicos, siempre son hechas por los no-humanos (dice Tolkien: “la utilización de la «magia» en esta historia muestra que no se tiene acceso a ella por conocimiento folklórico o hechizos, sino que es un poder inherente no poseído o accesible a los hombres en cuanto tales.”). Por último, el uso de la magia con frecuencia conduce al mal (véase el caso del Anillo). 

Por su parte, en Las crónicas de Narnia, es verdad que la bruja Blanca hace magia y que Coriakin, en La travesía del viajero del alba, tiene un enorme libro de hechizos. Pero también lo es que se trata de aspectos puntuales en una obra de mucha extensión y que los únicos seres humanos que usan la magia son Lucy y el tío Andrew, y la primera es amonestada por Alsan por su uso y el segundo ––que sólo es un torpe aprendiz–– trae el mal a Narnia usando anillos mágicos. 

Por lo tanto, de ambas obras se desprende una doble lección: los hombres no deben usar la magia para lograr sus objetivos y su uso trae consigo malas consecuencias.

En contraste con las dos obras anteriores, en la serie de Harry Potter, la magia es la esencia de las historias, el paisaje y la sustancia en la cual se mueven y desenvuelven los protagonistas, que o son magos o estudian para serlo. Aquí lo mágico lo tiñe todo y es usado por seres humanos.

En segundo lugar, en las obras de Lewis y Tolkien la magia es un don concedido por la divinidad a algunos elegidos, a diferencia de la saga Potter donde aquella, si bien se basa en unos atributos aparentemente transmitidos por herencia ––aunque sin un origen claro––, se presenta también como una técnica que se puede aprender y cuyo dominio depende de la voluntad del hombre. Su aprendizaje en una academia llamada Hogwarts es el hilo conductor de todas las tramas. 

Pero la diferencia más poderosa­ es que en Narnia y en La Tierra Media se nos presenta un mundo distante y distinto al nuestro, claramente fantástico e irreal, lo que no ocurre en Harry Potter, donde las historias tratan sobre niños de la misma edad que los niños lectores, que viven en su mismo mundo real, en su misma época y en un país real, Gran Bretaña. Esto último podría causar en algunos chicos dificultades para separar la fantasía de la realidad. Por ende, el riesgo de que sucumban al poder de sugestión ínsito en tales obras y en toda la parafernalia que les rodea debe ser tomado en consideración, porque ciertos chicos pueden sentir que, al igual que los protagonistas, también ellos podrían acceder a ese poder (que deja de ser tan fantástico y adquiere tonos más realistas) o aprovecharse de él. 

En suma, creo que a diferencia de los relatos de Tolkien y Lewis, en las historias de Rowling hay, a un tiempo, una clara banalización y una intensa popularización de la magia, que de ser tradicionalmente considerada como una actividad oculta y marginal, pasa a ser materia de consumo de masas, atractiva y aparentemente accesible, provocando una curiosidad y apetencia que, para algunos chicos, podría derivar en un interés malsano en lo oculto. 

Por tanto, elijan bien, teniendo en cuenta el contenido del libro y la edad, madurez y formación de sus hijos, y aún después de elegir, vigilen con atención las lecturas y acompañen a sus hijos en ellas con la información y explicaciones que consideren necesarias sobre el asunto (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2115-2117). 

 

25.04.19

La magia y los libros para chicos (I)

                   Hécate, obra de Maximilian Pirner (1853-1924).

 

 


                                      “El ojo malo

que transmuta el donaire de su hermano

y la gracia de su hermano,

apuesto como es,

devora su carne sin cuchillo,

bebe su sangre sin copa…”.

Tablilla sumeria.

  

“Por eso me he entregado a la magia:

para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios;

para no tener que decir con agrio sudor lo que no sé;

para conseguir reconocer lo que el mundo contiene en su interior.”

Goethe. Fausto

 

“Mañana ––y ha de ser temprano––

iré a visitar a las hermanas fatídicas.

Necesito que me digan más, porque ahora estoy resuelto a saber,

por los peores medios, lo peor.”

Shakespeare. Macbeth

  

“¡Oh diablo a quien yo conjuré!

¿Cómo cumpliste tu palabra en todo lo que te pedí?” 

Fernando de Rojas. La Celestina

 

 

La magia es tan antigua como el hombre. Y tan antigua como ella es el temor que siempre la ha acompañado.

Sabemos que la Iglesia condena su práctica como algo pecaminoso y diabólico, sin que se hagan distingos entre magia blanca o negra. En varios lugares de la Biblia se nos advierte al respecto (Deuteronomio 18:10-14; Levítico 19:26, 31, 20:27; Hechos 13:8-10; II Corintios 4:4; I Pedro 5:8 y I Timoteo 4:1). No hay pueblo o civilización que no la haya considerado al menos con respeto, sino con miedo.

En la actualidad es diferente. El mundo moderno frivoliza con tales cosas y ni siquiera para nosotros, los cristianos, parece un tema que se pueda tomar en serio. Hoy, todo ello es calificado de superstición. 

Sin embargo, es una cuestión a la que debe prestarse atención y más si existe riesgo ––y cierto es que existe­­–– de que pueda afectar a nuestros hijos. Por eso deberíamos esperar que fuera tratada como siempre lo ha sido, con sumo cuidado y recelo, aunque lamentablemente no es así. En el mundo de la literatura infantil y juvenil es un tema muy transitado, hasta el punto de que alguno de los mayores éxitos editoriales de los últimos tiempos se asientan en historias que tienen la magia como coprotagonista. Me refiero ahora, como serie de libros más representativa, a la saga de Harry Potter, de J. K. Rowling, aunque soy consciente de que existen otras. Lo que comente a partir de aquí puede ser aplicado a todas.

 

El sentido de la trascendencia y la futilidad del mal

Los cristianos creemos en la existencia de un mundo espiritual tan real como el material (aunque se trate de una creencia que, desde siempre, ha acompañado al hombre, fuere cual fuere su profesión de fe). En frase del Cardenal Newman: “Tal como lo repetimos en el Credo, hay dos mundos, “el visible y el invisible” el mundo que vemos y el mundo que no vemos––

Ese coexistente mundo paralelo se encuentra habitado por otros seres; el mismo Newman nos dice que es “un mundo de santos y de ángeles, un mundo glorioso (…) de maravillas eternas, hermosas, misteriosas, e incomprensibles, que se ocultan detrás de lo visible”, pero también un mundo habitado por las almas de los muertos que “cuando parten de aquí no dejan de existir, sino que se retiran de la escena visible de las cosas”. Finalmente, también es un mundo por el que “ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar”, Satán, con sus “espíritus de demonios, que hacen prodigios” y que “andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas”. Todos tenemos relación con esa realidad, seamos creyentes o no, lo queramos o no. Ese mundo invisible “existe ahora, aunque no lo veamos. Está entre nosotros y a nuestro alrededor”

Porque como gustaba decir a C. S. Lewis, los seres humanos son anfibios, mitad espíritu y mitad animal. Siendo espíritus, pertenecen al mundo eterno, pero siendo animales, habitan el tiempo” (Cartas del diablo a su sobrino. 1942). No podemos dejar atrás esa dualidad, no podemos dejar de ser seres anfibios y, de tanto en tanto, sentimos la necesidad de algo espiritual. Vamos, cual cazador, tras el rastro de toda esa luz que no podemos ver.

Hoy en día esta búsqueda resulta más peligrosa que nunca por un generalizado alejamiento de Dios que nos deja desvalidos frente al vacío creado por esa ausencia y nos aboca a colmarlo con cualquier cosa. Ya lo había anunciado el agorero de Nietzsche: “Rompiendo un concepto principal del cristianismo, la fe en Dios, uno rompe el esquema: nada necesario se mantiene en las manos de uno”, o de manera menos ampulosa Dostoievski, cuando en Los hermanos Karamazov el segundo de los hermanos, Iván, afirma que “si Dios no existe, todo está permitido”. Esta doble circunstancia ––el vacío y la necesidad––, con el abandono de ese ansia de trascendencia y espiritualidad, de esos “anhelos inmortales”, como los llamaría Shakespeare, ha traído consigo un remedio pernicioso, pues como Chesterton hizo decir a su Padre Brown,“es el primer paso que se da cuando no se cree en Dios; se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad” (La incredulidad del padre Brown. 1926). 

El apartamiento de Dios nos coloca en una situación paradójica: por un lado, se habla menos que nunca de este mundo invisible y sus habitantes (pocos creen realmente en la existencia de los ángeles y menos del demonio y del infierno) y por otro, se populariza su consideración banal, fútil e intrascendente, en una estudiada estrategia de seducción (¿diseñada por quien? Pregúntense cuál es la astucia mayor del diablo; según Baudelaire, es hacernos creer que no existe). Este tratamiento intrascendente y lúdico, disfrazado de entertainment, ha dado lugar al renacimiento de una “nueva” espiritualidad. Con el declive de la religiosidad, ha entrado en liza el ocultismo en su versión progre-dulcificada, como un refugio inocente y placentero, mezcolanza de espiritualidades contradictorias, disparatadas e incoherentes, buenista y seductor. Me refiero a la proliferación de la literatura, cursos y programas de la llamada “autoayuda”, a los caminos pseudofilosóficos/religiosos de la denominada “Nueva Era” (yoga, reiki), y a la proliferación de sectas y prácticas culturales, espirituales, lúdicas o cuasi religiosas, que ocultan viejas prácticas ocultistas y satánicas.

El alejamiento del hombre de su camino natural de trascendencia, forzado y frustrado por la cultura circundante, ha dado lugar a esta nueva y distorsionada espiritualidad, con sucedáneos siempre decepcionantes. Y uno de ellos, quizás de los más peligrosos, es la magia.

 

El poder mágico de la palabra

En el asedio al que nos somete esta espiritualidad tóxica, el infante y el púber son carne de cañón. Nada hay más ligado a la infancia que la palabra en su carácter creador y estructurador del mundo. La palabra conforma el pequeño universo del niño, le da seguridad, solidez y límites. Nada fuera de lo que dice o le dicen existe para él y todo puede hacerse o acomodarse a la palabra, desde el muñeco inanimado hasta el padre amoroso.

El niño, desde su más tierna infancia, ansía enfrentar la intimidación del mundo a través de la magia de la palabra, asido a los sones y ritmos de su dicción y al compás de la música antigua y primaria de su corazón y del de su madre.

Esta intuición infantil del poder de la palabra tiene su origen en el reflejo de Dios: Él creó con su palabra el mundo, Él es la palabra y el mundo su obra, que a ella se somete y acompasa. Y la magia no es sino una pálida y herética imitación del único acto creador, que no busca la similitud con el Hacedor a través del amor, sino que es impulsada por el poder y el dominio; es una de las manifestaciones del viejo y luciferino non serviam, del endiosamiento y de la auto divinización del hombre. 

La capitulación y el sometimiento de la dureza y crueldad del mundo a la palabra es un ansia interior del corazón infantil. Las canciones, los corros, las nanas, hasta los llantos rítmicos y pausados, buscan dominar y cambiar el mundo salvaje e indómito, hacerlo doméstico y apacible. ¿Y qué trata de hacer la magia sino colmar este ansia y hacerlo a través de la voz y la palabra, instrumentos mágicos por antonomasia? Existe una inquietante similitud entre la magia organizada y esta intuición infantil que explica la atracción que esta ejerce sobre el niño, una atracción puramente humana pero que se torna más poderosa si cabe, porque los niños carecen del escudo de escepticismo de que disponemos los adultos. La inocencia infantil contiene en su seno su propia vulnerabilidad. La magia ofrece el dominio del mundo por medio del encanto de la palabra, con conjuros, hechizos, sortilegios, maldiciones, encantamientos: Abracadabra, ábrete sésamo, alakazam, hocus pocussimsalabim. Y como sabemos, nada como eso fascina al niño. 

Y hecha esta introducción, a partir de aquí prestaré atención a un solo aspecto de este asedio, el que concierne a la acción de los libros de que trataré en una próxima entrada.