InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Categoría: Sin categorías

23.03.20

Jane Eyre: el orden del corazón

                         Jane Eyre, obra de Sigismund de Ivanowski (1875-1944).

  



«Jane Eyre es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito».

G. K. Chesterton

  

  

Jane Eyre (1847) es la novela más famosa que escribió Charlotte Brontë y relata, en primera persona, la vida de una pobre huérfana ––Jane Eyre––, quien, tras una dura vida guiada por el valor y la integridad, es finalmente premiada con un matrimonio con la persona a quien ama ––el Sr. Rochester––. 

Si bien tradicionalmente la historia suele calificarse como un romance trágico cargado de misterio y con final feliz, también puede verse, como alguien ha señalado, como un collage de cuentos de hadas superpuestos por la autora, para así llevarnos mejor a lo largo de lo que es el peregrinaje de una niña desde su orfandad hasta un feliz matrimonio por amor. De hecho, el Sr. Rochester comenta al ver a la protagonista:

––«No me extraña que parezca venir de otro mundo. […] Cuando la vi […] la pasada noche me hizo pensar en los cuentos de hadas».

Al comienzo de la novela, en Gateshead, el hogar de los Reed donde la huérfana Jane es acogida por su tía política, Jane nos es presentada como una joven cenicienta, empleada como «criada, para limpiar las habitaciones, desempolvar las sillas», que es sometida diariamente a reproches, y perseguida hermanastros desagradables (representados por su primo de catorce años, John Reed) y por una “madrastra” que le tiene una «aversión insuperable y arraigada». Sin embrago, Jane no actúa como la dócil y dulce cenicienta de Perrault o los hermanos Grimm, sino que muestra una rebeldía notable. Pero la de Jane no una rebeldía caprichosa o sin causa, sino que su insumisión se dirige contra lo que ella reconoce como injusticia e hipocresía. En particular, insiste en el valor de la verdad ante quienes la tachan de fingidora y mentirosa. Esta estancia en la casa de los Reed y más tarde en la escuela Lowood es la propia de un huérfano, llena de sufrimiento y desesperanza, dificultades y penurias físicas y emocionales. 

Cuando más tarde, siendo ya institutriz, encuentra al Sr. Rochester en su mansión de Thornfield Hall, Jane se coloca en una posición similar a la Bella del cuento de Madame Leprince de Beaumont, junto a un hombre en apariencia hosco que se describe como «metamorfoseado en león» (la bestia) y que habita en una casa con «un pasillo del castillo de Barba Azul». Esto último nos lleva tras las huellas de otro cuento de hadas, pues Thornfield Hall contiene una apartada cámara prohibida (donde el Sr. Rochester mantiene oculta a su enajenada esposa), perfectamente reconocible para los lectores del Barba Azul de Charles Perrault. El misterio característico de las novelas góticas de la época se engarza aquí con el relato fantástico de las hadas. 

Por último, los finales felices de las historias de hadas se hacen presentes en la novela, que no es sino un romance apasionado y romántico: «Por un momento estoy más allá de mi propio dominio. ¿Qué significa esto? No pensé que debía temblar de esta manera cuando lo viera, ni perder mi voz o el poder del movimiento en su presencia», dice Jane ante la presencia de su amado. Aún así, como toda buena historia, la novela tiene una inflexión dramática cuando la boda entre los protagonistas deviene imposible. Jane huye de lo que sería un amor ilícito. Porque el amor verdadero es tan intransigente como generoso; exige «hasta que la muerte nos separe», pero promete a cambio toda la eternidad. Y Jane lo sabe y con su gesto dignifica el matrimonio y dignifica el amor. Y así, esta íntegra renuncia termina siendo recompensada. La providencia interviene y la bonanza y felicidad de la sufriente y virtuosa Jane se recompone cuando encuentra de forma inesperada a unos parientes junto a los que mejora de fortuna… para acabar reuniéndose con su amado Rochester en otra misteriosa acción providencial, tras escuchar entre los páramos un misterioso llamado de su amor que la hace acudir a Thornfield Hall, donde ambos acaban finalmente contrayendo matrimonio, pues la esposa enferma de Rochester ha fallecido.

 

 

         Ilustraciones de E. Dulac (1882-1953) y de Mary V. Wheelhouse (1868-1947).

 

Sin embargo, Chesterton es de otra opinión. Para él, «La historia de Jane Eyre es tan monstruosa que no puede ser confundida con (…) un cuento de hadas. Los personajes no hacen lo que deberían hacer, ni lo que podrían hacer, ni tan siquiera ––nos es lícito decir, en vista de lo demencial del mundo que los rodea–– lo que quieren hacer». No obstante, no vayan a creer que no admiraba la obra, en el mismo ensayo dice: 

«Jane Eyre es quizá el libro más verdadero que jamás se haya escrito. Su esencial fidelidad a la vida nos permite respirar. No fidelidad a las apariencias, que son siempre falsas, ni a los hechos, que casi siempre son falsos, sino fidelidad a lo único verdadero, al mínimo irreductible, al germen indestructible: la emoción (…) La grande y perdurable verdad que la obra de Brontë representa es una verdad importantísima que tiene que ver con el eterno espíritu juvenil: (…) el goce de la esperanza, el goce de una ignorancia radiante y apasionada (…) La discreta y mal vestida institutriz de Charlotte Brontë, con sus miras estrechas y sus creencias estrechas, sabe más de las pavorosas y elementales fuerzas del universo que mil rebeldes poetas menores. Ella contempla el mundo con verdadera sencillez y, en consecuencia, con auténtico miedo y con auténtica fruición».

Por otro lado, hay dos circunstancias que no deben ser olvidadas a la hora de acercarse a esta obra: Jane Eyre, en cierto modo, trata sobre la infancia, aunque no es una historia para niñas. En una de las primeras historias escolares de la época, Un mundo de niñas (1886) de Meade, la novela Jane Eyre se destaca como un libro que las niñas tenían prohibido leer. No obstante, la adolescencia es un buen momento para su primera lectura (mi hija mayor lo encontró maravilloso).

En segundo lugar, no podemos obviar el olvidado subtitulo de la novela: Una autobiografía. Como decía Virginia Wolf, en esta novela «la escritora nos lleva de la mano, nos fuerza a ir por su camino, nos hace ver lo que ella ve, nunca nos abandona ni un momento ni permite que la olvidemos”. Y es que la novela es una autobiografía, sí, pero la de su autora, pues como acertadamente señala Harold Bloom «es, por mucho, un autorretrato de Charlotte Brontë; podría pensarse que el libro es “El retrato de una artista adolescente”».

Autobiografía novelada o no, lo cierto es que sus dos personajes principales son inolvidables. El señor Rochester, «es reflexivo por naturaleza y tiene un corazón sensible; (…) La experiencia le enseña graves lecciones, y tiene la sabiduría de aprender de ellas. Los años lo mejoran; pasada la efervescencia de la juventud, lo mejor de él permanece. Su naturaleza es la de un vino de buena cosecha, que no se agria con el tiempo, sino que se suaviza. Al menos así era el personaje que yo quería retratar», nos dice la autora en una de sus cartas. 

 

 

Ilustraciones de Mary V. Wheelhouse (1868-1947) y de Charles E. Brock (1870-1938).

 

La protagonista, Jane, es caracteriza acertadamente por el mismo Rochester como indomable; lo que él no sospecha (y al final de la historia se le revela), es que el objeto de esa indómita voluntad es él mismo. Quizá lo mejor que puede decirse de ella (además de sus muchas cualidades, de las que hablaré a continuación), es lo que dijo en su día una crítica contemporánea: «Jane es una mujer, no un personaje».

Y tras lo dicho, ¿por qué creo que Jane Eyre debería ser leída por los jóvenes y adolescentes? No solo es una gran novela, un clásico de la literatura que como tal debería ser leído; no se trata solo de una apasionante historia de amor, atravesada de retazos de misterio gótico, lo que ya de por sí la haría lo suficientemente interesante para ser devorada con fruición, sino que, además, nos presenta una heroína ejemplar, poseedora de un sentido de integridad y de un coraje moral que la acompaña a lo largo de toda la novela, que son dignos de admirar.  

Jane pone las cosas en su orden: a la bondad y a la corrección en primer lugar sobre todo lo demás ––por mucha renuncia, sufrimiento o privación que pueda suponer–– y esto al final dará sus frutos. En su enérgica defensa de la verdad y la integridad no se verá afectada por las privaciones y humillaciones sufridas en su infancia y adolescencia; en su apasionado amor por el sr. Rochester no se dejará cegar por la pasión, lo que la lleva a renunciar él cuándo no parece posible el matrimonio; su sentido de la integridad y de conciencia la conduce a rechazar también la oferta de matrimonio del clérigo St. John, porque, como dice Mitchell Kalpakgian «Jane se niega a conformarse con imitaciones de amor, ya sea en forma de pasión desenfrenada o de abnegación antinatural». Jane le da al amor y al matrimonio donde aquel crecerá, el valor y dignidad que merecen, porque sabe que el amor es sobre todo renuncia y dación de sí. Y de esta manera, esa vida dura y llena de privaciones la lleva finalmente a la felicidad. 

En suma, la vida de Jane Eyre da testimonio de las palabras de Cristo: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y su Justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Lucas 12:31 y Mateo 6:33). Y Charlotte Brontë apuntaba a ello. Al parecer la autora afirmó en una ocasión: “Confío en que Dios me quitará cualquier poder de invención o expresión que pudiera tener, antes de que quede ciega ante el sentido de lo que es apropiado o inadecuado decir»; creo que, al escribir Jane Eyre, Charlotte Brontë mantenía ese discernimiento intacto.

Y un apunte más: sepan ustedes que cerrado el libro el encanto continúa. Sus hijos se lo confirmarán.

19.03.20

Acercando a los chicos al buen cine

 

 

 

«Todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona nos pertenece a nosotros, los cristianos».

San Justino

 

    

Creo que, sobre recomendaciones lectoras, en mi blog hay “dabondo” (suficiente), como dirían en mi tierra, material de sobra para, con lo que se tenga en casa, ir entreteniendo a los chicos y quizá algo más. Por eso, me permito introducir una pequeña variación en lo que se refiere a la temática del blog (aunque no del todo apartada de su fin último). Esta variación se refiere al posible valor del cine en la educación de los niños y los jóvenes, y su oportunidad tiene mucho que ver con las circunstancias que nos rodean a algunos de nosotros. Como he dicho, puede parecer un contrasentido que un blog que defiende y trata de promover la lectura de libros se vuelva hacia lo audiovisual. Sin embargo, creo que no es así, y trataré de explicarlo.

Partiendo de que estamos inmersos en una cultura audiovisual y que, lo queramos o no, hemos de vivir en ella (lo mismo que nuestros hijos), y que, por otro lado, lo audiovisual no es, por si mismo, dañino (sino su mal uso, en cuanto a tiempo de exposición y contenidos), no creo que nos encontremos con una situación (al menos en lo que se refiere a los contenidos), diferente a la que enfrentaron los primeros cristianos inmersos en la cultura pagana. 

En este sentido, y si bien hubo excepciones (como Tertuliano, por ejemplo), la mayoría de los Padres, empezando por san Agustín, señalaron la conveniencia de acercarse a esa cultura y beber de ella, si bien, con las debidas precauciones. Cuenta nuestro amigo Jack Tollers que una vez le preguntaron al P. Castellani por qué ya no iba al cine, y que él contestó: «Porque me gusta saber quién es mi profesor de moral». Estoy de acuerdo con él. No obstante, la Iglesia mantiene que las comunicaciones sociales modernas (incluido el cine) son «medios, si se utilizan rectamente, [que] proporcionan valiosas ayudas al género humano, puesto que contribuyen eficazmente a descansar y cultivar el espíritu y a propagar y fortalecer el Reino de Dios» (Inter Mirifica), y que, si bien pueden usarse tanto para el bien como para el mal (como cualquier construcción humana), nuestro trabajo y esfuerzo está en emplearlas para el bien.

Con estas prevenciones y consejos en la alforja, pasaré a referir un par de lugares en internet que orientan y aconsejan sobre cine, para que en estos días de tribulación y encierro, si deciden entretener a sus hijos con alguna película, al menos tengan herramientas a mano que les permitan, parafraseando al Padre Castellani, «saber quien es el profesor de moral de sus hijos».  

Y quizá algo más… El profesor Anthony Esolen se pregunta «¿cómo podemos educar a los jóvenes a fin de que puedan participar en la belleza, donde sea que esta se encuentre?». Como verán más adelante, él ve en el buen cine una oportunidad para hacerlo. Una oportunidad para, como dice, que los chicos «desaprendan el mal hábito de consumir imágenes y aprendan la virtud de contemplación».   

 

 

Decentefilms

 

 

Enlace: http://www.decentfilms.com/   

 

Dejemos que sus creadores se expliquen (disculpen la mala traducción):

 

«Me llamo Steven D. Greydanus. Creé DecentFilms.com en el 2000. Soy el crítico de cine del National Catholic Register.

Soy miembro del Círculo de Críticos de Cine de Nueva York y diácono permanente de la Arquidiócesis Católica de Newark. Tengo títulos en artes mediáticas, teología y estudios religiosos.

Con David DiCerto, soy co-anfitrión del programa de televisión por cable “Reel Faith", ganador del premio Gabriel, para la televisión de la Nueva Evangelización.

«Un sitio de apreciación, información y crítica cinematográfica informada por la fe cristiana» fue como describí por primera vez a Decent Films en el año 2000. Escribí entonces, y escribo ahora, por un amor permanente a las buenas películas, la buena escritura y la buena conversación. Escribo como un cristiano católico, con la esperanza de dirigirme a los lectores interesados de mi propia fe, de otras religiones y de ninguna. He aprendido y me he beneficiado mucho de los críticos y otros escritores con puntos de vista diferentes a los míos, y mi trabajo se ofrece con ese espíritu.

Mis escritos para el Registro han sido reconocidos cinco veces por los Premios de la Asociación de la Prensa Católica, con un primer lugar en 2017 y 2016, un segundo lugar en 2019 y 2015, y un tercer lugar en 2018.

En el pasado he escrito regularmente para Catholic Digest y Crux.

He escrito sobre fe y cine para la Nueva Enciclopedia Católica y la Enciclopedia del Pensamiento Social Católico, Ciencia Social y Política Social. Mi trabajo ha aparecido en Christianity Today, Catholic World Report, Our Sunday Visitor, Image Journal, This Rock y otros. También he escrito para la Oficina de Cine y Radiodifusión de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos y EWTN.com.

Aparezco la mayoría de los viernes en “Morning Air” y en el “Son Rise Morning Show". Soy un invitado habitual en Kresta en “Afternoon” y “Catholic Answers Live", y de vez en cuando he aparecido en la televisión de EWTN. He sido entrevistado por Radio Vaticano y NBC News.

Tengo una licenciatura en Artes de los Medios de Comunicación de la Escuela de Artes Visuales de Nueva York y un máster en Estudios Religiosos y Teología del Seminario San Carlos Borromeo y del Seminario de la Inmaculada Concepción de la Universidad de Seton Hall, respectivamente.

Mi esposa Suzanne y yo tenemos siete hijos».

 

 

The Educational guidance Institute (Instituto de orientación educativa)

 

 

Enlace: https://educationalguidanceinstitute.com/

 

Para esta dirección les muestro la aprobación y comentarios del Dr. Anthony Esolen, pensador católico, traductor y profesor de Renacimiento inglés y literatura clásica. Fue profesor de inglés en el Providence College, donde impartió cursos de literatura medieval y renacentista y del desarrollo de la civilización occidental, y miembro de la facultad de Thomas More College of Liberal Arts; actualmente da clases en el Magdalen College of the Liberal Arts (autor, entre otros de la Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental y Diez caminos para destruir la imaginación de su hijo).

Disculpen de nuevo la traducción.

 

USANDO PELÍCULAS CLÁSICAS PARA GANAR LAS GUERRAS CULTURALES (o LECCIONES DE VIDA APRENDIDAS DE LA EDAD DE ORO DE HOLLYWOOD)

 

Por Anthony Esolen

 

«Ustedes, jóvenes demonios», dice Satanás, el viejo y astuto misántropo, sabio en los caminos del hombre, «creen que pueden condenar a las alimañas humanas con argumentos razonados. La razón, como deben saber, y por su propio bien es mejor que recuerden, es del Enemigo. Cuando luchamos con eso, lo hacemos con sus propias armas. Lo que queremos en esa línea, como nos han mostrado nuestros queridos amigos los sofistas», y aquí un par de jóvenes se ríen, mientras uno de ellos agita en el aire una especie de baqueta espiritual, que una vez perteneció a un tipo llamado Dewey, «son enredos de argumentos sin razón, y cuanto más abstractos sean, y menos dependientes de ese guiso de barro y mugre llamado Naturaleza, mejor. No», dice, «el hombre es un animal irracional. ¿Estás tomando notas, Asmodeus?»

Un demonio, que expide un pestilente olor a pescado, deja su pedazo de carbón que había estado usando para dibujar una caricatura no del todo halagadora de su instructor.

«El hombre es un animal irracional. Actúa según las indicaciones de lo que le complace llamar “su corazón”. El corazón del hombre es malvado desde su juventud, como el mismo Enemigo ha dicho. Pero no debemos depender de él sin una acción de nuestra parte. El Enemigo también ha dicho, y en este caso nuestro departamento de espionaje ha determinado que la declaración expresa alguna medida de la verdad, que hizo al hombre a su imagen y semejanza. El hombre es un subcreador, como dijo ese vil vendedor ambulante de bondad, el fabulista Tolkien. Como el Enemigo hace al hombre, el hombre hace al hombre, en su arte y su imaginación. Nuestra tarea es convertir su corazón en una fábrica de ídolos. No es una tarea difícil. Danos la imaginación», dice, con una sonrisa en los labios, «y con gusto concederemos todo lo demás».

«Que el Enemigo tenga todas las razones, cada catecismo, cada seminario, y cien mil ministros que crean hasta la última jota y tilde de ese vil libro cuyo nombre no me dignaré a pronunciar. Que disfrute de algunas victorias políticas de vez en cuando. ¿Y si la Unión Soviética cayera? Dejen que China caiga también. Danos la imaginación y haremos nuestra danza macabra en la tumba de la cristiandad, ahora y siempre».

Ante lo cual Asmodeus aplasta el carbón entre sus garras, y se ríe fuerte y largamente.

He empezado con una historia, porque así es como la Dra. Onalee McGraw dice que debo empezar, y es su trabajo el que deseo promover, con entusiasmo y un sentido de urgencia. La Dra. McGraw es la fundadora del Instituto de Orientación Educativa, cuya tarea es llevar la palabra de vida a una cultura muerta por medio de películas clásicas.

No pongan los ojos en blanco, queridos lectores. Mi trabajo en el aula es introducir a los jóvenes en la herencia occidental de la poesía y el arte, que abarca tres mil años. Están hambrientos de belleza. En el mejor de los casos, tengo la oportunidad de estar cerca mientras Shakespeare o Milton cambian la vida de alguien. Las circunstancias no siempre son las mejores. ¡Si mis estudiantes fueran unos campesinos honestos, de huesos crudos e ignorantes! No lo son. ¿Quién en nuestro tiempo lo es? ¿Dónde está la joven que no ha respirado el aire malo del feminismo a nuestro alrededor? ¿Dónde está el joven que no se ha chamuscado los sesos con la pornografía? y no seamos tan estúpidos como para creer que esto requeriría un hábito de larga duración. ¿Cuántos asesinatos debe presenciar un pandillero para ser corrupto?

Hay que recuperar la imaginación. Este es el objetivo de Onalee McGraw, y ella lucha con las mejores películas hechas en nuestra propia nación, por el propio Hollywood, y a veces incluso por hombres y mujeres corruptos. He leído sus planes de estudio, que están disponibles para el uso de padres y profesores y todos los que quieran construir una verdadera cultura americana de nuevo. Son espléndidos.

La Dra. McGraw se mueve sin esfuerzo de un momento a otro a través de las películas de las que habla, siempre con la mirada puesta en preguntar, una y otra vez, las grandes preguntas. En Un lunar en el sol (1961, protagonizada por Sidney Poitier), hace más que las preguntas obvias sobre el mal del racismo. Nos pide que veamos en ella una poderosa afirmación de la dignidad de todos los hombres, y no porque sean sabios y santos. Walter Lee, el duro y cínico jefe de la familia Younger, no es ninguna de las dos cosas. Se juega el dinero del seguro de su familia y lo pierde todo, habiendo sido engañado por un hombre de confianza, un compañero afroamericano. Su hermana Beneatha está dispuesta a echarlo, pero su madre la hace reflexionar, con una sabiduría profundamente humana y cristiana.

“Creí haberte enseñado a amarlo", dice la anciana. «Siempre queda algo que amar… Niña, ¿cuándo crees que es el momento de amar más a alguien? ¿Cuando ha hecho el bien y ha hecho las cosas fáciles para todos? Ese no es el momento para nada. Es cuando está en lo más bajo y no puede creer en sí mismo porque el mundo lo ha azotado tanto. Cuando empiezas a medir a alguien, mídelo bien, niña, mídelo bien. Asegúrate de que has tenido en cuenta las colinas y los valles por los que ha pasado para llegar a donde está».

En Cayo Largo (1948, John Huston), la Dra. McGraw señala lo que de otra manera podría parecer una cosa pequeña en la vida de un ser humano ––un hombre le da de beber a una mujer que tiene sed–– para mostrar cómo en esos pequeños momentos, tan pequeños como el giro de la cabeza del ladrón moribundo, un alma muerta puede volver a la vida. Frank McCloud (Humphrey Bogart) es, como ella dice, «un veterano desilusionado que llega a darse cuenta de que no puede desentenderse de la lucha humana universal del bien y del mal». Está en un hotel, dirigido por un hombre atado a una silla de ruedas (Lionel Barrymore), que ha sido confiscado por la banda de un psicópata, Rocco (Edward G. Robinson). Una buena mujer, que lo ama (y es interpretada por la esposa de Bogart, Lauren Bacall), le ruega que haga algo, pero McCloud se encoge de hombros y dice: «No vale la pena morir por un Rocco más o menos».

No es el asesinato lo que mueve a McCloud a actuar. Es cuando Rocco trata a su amante (Claire Trevor, que ganó un Oscar por su actuación), a la que ahora desprecia, con un insignificante acto de crueldad de más. McCloud le da un trago a la chica. «En su voluntad de arriesgar su vida por ella», dice la Dra. McGraw, «está recuperando el coraje moral que lo sostuvo en la guerra». Cuando un huracán golpea los Cayos y Rocco está aterrorizado por una tormenta que no puede dominar, McCloud ve que el hombre es realmente un cobarde y toma la decisión que derrota a los malvados y salva su propia alma.

La Dra. McGraw conoce el terreno. Hay una foto muy bonita de ella y el difunto Robert Osborne, en el set de Turner Classic Movies, charlando sobre la película que fue invitada a presentar, Doce hombres sin piedad (1957, Sidney Lumet). Pero no piensen que es sólo una esteta. Ni mucho menos. Las películas en particular en las guías de estudio que he revisado, tratan todas sobre la construcción de una verdadera conciencia social, y ella las ha mostrado no sólo en las aulas sino en las iglesias y en las prisiones juveniles. ¿Cómo podemos esperar buenos hombres si a los chicos se les enseña que su sexo es tóxico? Que vean a Shane (Raíces Profundas, George Stevens, 1953) o El hombre que mató a Liberty Balance (1962, John Ford), y aprendan que la hombría a veces puede requerir que renuncien a su amor más querido para hacer lo correcto, pase lo que pase. ¿Cómo podemos esperar buenas mujeres si a las chicas se les enseña que su sexo no puede hacer nada malo, a menos que sea comportándose de forma femenina, de manera que sea atractivo para un buen hombre? Dejemos que vean el baile de cortejo de los sexos en Sucedió una noche (Frank Capra, 1934) o El bazar de las sorpresas (1940, Ernst Lubitsch).

¿Qué le pasa a un pueblo entero cuando su gente se niega a reconocer el mal que han hecho, y avienen a vivir una mentira? Vean a Spencer Tracy en Conspiración de silencio (1955, John Sturges). ¿Qué puede pasar si un hombre, por amor a una buena mujer, llega finalmente a ver que la verdad y la bondad son más importantes que la comodidad, e incluso más importantes que sus antiguos lazos de lealtad? Vean a Marlon Brando caminar por su propia vía dolorosa en la escena final de La ley del silencio (1954, Elia Kazan).

¿Estamos mirando hacia atrás con una nostalgia brumosa sobre las películas que amamos porque fueron las primeras que vimos? No, ni por un poco. Tengo algunos recuerdos sobre lo que supone crecer con películas, porque entonces las cadenas mostraban lo mejor de ellas en las horas de mayor audiencia, año tras año, como El puente sobre el río Kwai (1957, David Lean), Ben-Hur (1959, William Wyler) y El mago de Oz (1939, Victor Fleming). Luego estaban los canales independientes de Nueva York y Filadelfia, y el “late show” o la película de la mañana en los canales locales. Recuerdo haber visto El hombre tranquilo (1952, John Ford), ¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Nuremberg) (1961, Stanley Kramer), Solo ante el peligro (1952, Fred Zinnemann), Marty (1955, Delbert Mann), El hombre de Alcatraz (1962, John Frankenheimer), ¡Qué verde era mi valle! (1941, John Ford), Con la muerte a los talones (1959, Alfred Hitchcock), y muchas más. En los últimos años me he dado cuenta de que la edad de oro de Hollywood era precisamente eso, un período de unos treinta años en el que las condiciones culturales y sociales se alineaban perfectamente para hacer grandes y buenas películas.

Un factor con el que no contaba era el muy difamado Código. La Dra. McGraw muestra cómo la Iglesia Católica tomó el liderazgo para hacer que Hollywood aceptara una sabia y saludable autocensura, no fuera que los legisladores con conciencia social bajo el mandato de Franklin Roosevelt, y los ejércitos de americanos comunes que los apoyaban en este sentido, tomaran el asunto en sus propias manos y pusieran a Hollywood de rodillas protestando frente a los cines para así avergonzar a los realizadores de películas perniciosas. La gente entendió, como la Dra. McGraw señala una y otra vez, citando a Adams y Madison y Burke y otros, que no podemos ser libres sin virtud pública, y no tendremos virtud pública sin virtud privada.

Es fácil fijarse en los pequeños defectos del trabajo del censor, pero los principios eran nobles y verdaderos, y en general se mantenían con coherencia y una consideración inteligente por el arte y los objetivos del artista. «La simpatía de la audiencia», reza el principio final y sumativo del Código«nunca debe arrojarse al lado del crimen, la fechoría, el mal o el pecado». De golpe, casi todas las películas producidas ahora no cumplen con este estándar, aunque solo sea por sonreír ante lo grosero, lascivo y licencioso.

Ojalá hubiera sabido del trabajo de Onalee McGraw hace años, cuando dirigí un grupo de hombres durante siete u ocho años en el Providence College. Pero ahora me beneficiaré de ello, ya que enseño películas clásicas a nuestros estudiantes del Thomas More College tres veces al semestre, incluyendo una de sus favoritas este otoño, La ley del silencio. No debemos rechazar a los aliados que la providencia de Dios nos ha dado. Esto es especialmente así cuando el católico ordinario no ha tenido casi ninguna experiencia de gran arte, o incluso de la buena, sólida y saludable carne y patatas que es el genuino arte popular. Cuando va a misa, las cosas son aún peores. Pero eso será el tema de otro artículo.

Busque el Instituto de Orientación Educativa. Se lo agradecerán, como yo.

 

Publicado en la revista Crisis (Octubre 2018). Aquí el enlace:

https://www.crisismagazine.com/2018/life-lessons-learned-from-hollywoods-golden-age

 

Por último, otros dos lugares que, si bien posiblemente no ofrezcan criterios orientadores de tipo moral o religioso útiles, pueden al menos dar una idea a los padres de aquello (detalles del contenido) con lo que se van a encontrar, a fin de que estos prudencialmente decidan. Me refiero a el apartado “Parents guide” de cada película o serie, de la página IMDB (Internet movie data base. Enlace: https://www.imdb.com/) y el portal Common Sense Media (que incluye también referencia de libros y juegos. Enlace: https://www.commonsensemedia.org/).

  

 

25.02.20

¿Novelas de suspense? Edgar Wallace y John Buchan

                            El cadaver era hermoso. Obra de Tom Lovell (1909-1997).

 

 

«Si un hombre no está ansioso de aventuras a la edad de veintidós años, la seducción de las expectativas románticas nunca llegará a él».

Edgar Wallace


«Todo hombre en el fondo de su corazón cree que es un detective nato».

John Buchan

   

 

Me reconozco usuario de la palabra «thriller». Es un vocablo sonoro e impactante, muy en sintonía con su significado. Además, reúne en una sola palabra lo que en español precisaría al menos de tres. Pero es verdad que no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Tenemos que acudir al Diccionario Panhispánico de dudas para encontrar algo. Desde allí se nos dice que «thriller» significa, literalmente, «Obra cinematográfica o literaria que suscita expectación ansiosa por conocer el desenlace. A pesar de su extensión en el uso, se recomienda sustituir esta voz inglesa por expresiones españolas como película o novela de ´suspense` o, en América, de ´suspenso`». Parece que está claro: lo correcto es prescindir de su uso y sustituirlo por «obra de suspense». Pero a pesar de ello la palabra seguirá atrayéndome casi tanto como lo que significa. Porque las «novelas de suspense» son realmente entretenidas.

La atracción y el encanto de este tipo de historias se encuentra en su temática: el centro del relato está radicado en el incidente, en la acción, la aventura y el trajín al que se somete al protagonista, que suele ser un inocente normalmente atrapado en eventos que lo sobrepasan. Estos elementos son los que, sabiamente combinados por el autor, logran que el relato suscite en el lector una «expectación ansiosa por conocer el desenlace». Si bien se trata de un género menor, en cierta medida tiene sus modelos en obras como la Odisea de Homero y, más cercanamente, en libros como los que relatan las aventuras de David Balfour (Secuestrado y Catriona) de Robert Louis Stevenson. En una historia de suspense, todos los elementos son secundarios al incidente, la acción y el movimiento.

En contraste con esto, en la novela de detectives el énfasis está en el método, el motivo y la búsqueda de pistas. Puede haber incidente y acción, así como un considerable suspense, pero en el fondo esos elementos son secundarios al procedimiento de investigación. La atmósfera, el escenario, la aventura, todos claros elementos de los relatos de suspense, pueden desempeñar un papel, incluso un papel importante, pero todavía están subordinados a la solución del problema central.

Además, en la novela de suspense la presencia de «la forza del destino» adquiere una relevancia capital. El protagonista suele estar a merced de ese destino, incluso cuando trata de rebelarse contra él. Rara vez se salva solo por la habilidad, la inteligencia, el coraje, o incluso el sentido común. En el mejor de los casos, cuando surge la oportunidad puede aprovecharse de ello, pero por lo general es salvado no por sus propias acciones, sino por su destino. La «fuerza del sino» no es aquí fatal, más bien adquiere un aire providencial y siempre acude en la ayuda del protagonista.

Para ilustrar esto, hoy voy hablarles de dos ejemplos clásicos de novelas de suspense, ambos perfectamente accesibles a nuestros adolescentes y jóvenes mayores de 12 años. Me refiero a El hombre que no era nadie de Edgar Wallace y a Los treinta y nueve escalones de John Buchan, historias que tiene en común no solo su condición de novelas entretenidísimas, sino también, curiosamente, conexiones con el África del Sur.

 

El hombre que no era nadie (1927)

Portada de una de las primeras ediciones de la novela y de la publicada en la revista literaria Novelas y Cuentos.

Edgar Wallace fue un escritor singular. Ciertamente no está considerado como un gran literato, ni siquiera como un buen literato, pero su contribución a esa parte de la función poética que el romano Horacio califica de delectare es notable. Solo unos pocos datos: Wallace fue un escritor tan prolífico que uno de sus editores afirmó que una cuarta parte de todos los libros leídos en su tiempo en Inglaterra estaban escritos por él. Además del periodismo, frecuentó la poesía y el ensayo histórico, escribió 18 obras de teatro, 957 cuentos y más de 170 novelas, 12 solo en 1929. Se han hecho más de 160 películas basadas en sus obras (durante un tiempo fue guionista de la RKO). Y es recordado, no solo por sus novelas de misterio, suspense y acción, sino también por la creación de King Kong, por sus relatos coloniales (serie Sanders), y por la serie de historias de detectives de J.G. Reeder. Vendió más de 50 millones de ejemplares, y The Economist lo describió como “uno de los escritores de suspense más prolíficos del siglo [XX]".

Como anécdota ilustrativa de esta abundantísima fecundidad artística, en la famosa revista de relatos de misterio y detectives, Mystery Scene Magazine, se cuenta un abroma sobre Wallace que era común en la década de 1920. Se decía que un amigo lo llamó por teléfono un día. La persona que contestó informó al interlocutor que el literato no podía ponerse porque estaba escribiendo una nueva novela. “Está bien”, comentó el amigo tranquilamente, “esperaré”.

Sin mucha discusión, podríamos considerar a Wallace como el creador de las historias de suspense, con su novela Los Cuatro Hombres Justos (1905), o al menos como pleno desarrollador de este género narrativo con gran parte de su obra posterior. En sus novelas, el misterio y la acción se entremezclan y son dosificados con maestría conveniente. Así, se suceden sucesos inverosímiles e incongruentes, y es precisamente esta aparente incoherencia la que da acicate al lector a seguir y le sumerge de lleno en la lectura «ansioso por conocer el desenlace». Por supuesto, al final las piezas encajan y el lector termina el libro entre admirado y sorprendido. Como alguna de sus más famosas novelas en este género podrían citarse El misterio de la vela doblada; La puerta de las siete cerraduras; La pista de la llave de plata o El secreto del alfiler. Wallace sigue editándose en español con cierta continuidad desde los años 20/30 del pasado siglo en numerosas editoriales como Acervo, Aguilar, Alhambra, Bruguera, Calleja, Cid, Cliper, Epesa, Granada, Hymsa, Juventud, Maucci, Molino, Mundo Latino, Novelas y Cuentos y Rialto.

                                          Portadas de algunas novelas de Wallace.

La novela que hoy traigo aquí, El hombre que no era nadie, no es quizá uno de sus mayores éxitos, pero es digna representante de su estilo. Y además de traerme gratos recuerdos de mi juventud, ha gustado mucho a mis hijas, dato para mí decisivo. Su protagonista masculino (Pretoria Smith) siempre me recordó vagamente a Indiana Jones, en parte porque cuando leí la novela acababa de aparecer en escena el personaje de Spielberg, en parte por su condición de aventurero, en parte por su fantástico nombre.

El argumento es ciertamente inverosímil, el estilo es ligero, y el resultado es una tarde de lectura divertida e intrascendente. La protagonista femenina (porque, sin dejar de ser un relato de suspense, se trata también una historia romántica), Marjorie Stedman, trabaja como secretaria en la oficina del abogado Vance. La suya es una vida anodina, hasta que un día un hombre misterioso llamado Pretoria Smith entra en escena. ¿Quién es este individuo? ¿Y cuáles son sus relaciones con el tío sudafricano de Marjorie? ¿Qué influencia en los actos criminales que no tardarán en suceder tienen su tío y este singular personaje? Todo se vuelve aún más complicado el día en que en una antigua mansión inglesa aparece muerto su propietario, Sir James Tynewood, cliente del abogado Vance. Y los misterios, en lugar de resolverse, parecen complicarse más y más. Les aseguro que sus hijos pasarán un rato entretenido.

 

Los treinta y nueve escalones (1915)

                                  Portada de una de las ediciones de la novela.

John Buchan, Barón Tweedsmuir y diplomático escocés, era una notoria figura política y reconocido biógrafo e historiador, cuando en 1915 publicó su primera “sorpresa”, como él la llamó: la novela titulada Treinta y Nueve escalones. Por ello, no debe extrañar que decidiera publicar la historia, anónimamente y en forma serial, en la revista Blackwoods. Sin embargo, los extravagantes elogios de sus amigos y el enorme éxito de público le hicieron cambiar de opinión y reivindicar la autoría de la obra, que más tarde apareció en forma de libro. Esta fue la primera ––y más exitosa–– de las cinco novelas protagonizadas por el héroe de Buchan, Richard Hannay.

Hannay es un ingeniero de minas en África del Sur. Sus virtudes son la tenacidad, la lealtad, la amabilidad y la creencia en “el juego limpio”, además de un preclaro sentido del deber para con su patria y sus compatriotas. Una evidente pietas, por tanto, envuelve su carácter. En esta novela el protagonista se ve enredado involuntariamente en una conspiración político militar que le convierte, de la noche a la mañana, en un fugitivo. La novela transcurre en 1914, en una Europa que parece abocada a la guerra. Richard Hannay, recién llegado a Londres desde África del Sur, entra en su apartamento y encuentra en él, moribundo, a su vecino Franklin P. Scudder. Este, antes de morir, le habla de un complot alemán que puede afectar a la seguridad de Inglaterra. Atrapado por estas circunstancias equívocas, la única forma de que Hannay pueda demostrar su inocencia pasa por intentar sacar a la luz la conspiración y desenmascarar a los asesinos.

La novela fue adaptada al cine en numerosas ocasiones; quizá la versión más conocida es la que dirigiera Alfred Hitchcock en 1935, protagonizada por Robert Donat y Madeleine Carroll.

La historia, como todas las que protagonizó Hannay, está más cerca de las novelas de aventuras de escritores como H. Rider Haggard o P. C. Wren que de la verdadera ficción de espionaje. Podríamos decir que es una historia de espionaje aderezada con unos claros elementos de suspense y escrita con un espléndido estilo. Pero deben olvidarse de la clásica novela de espías, tipo John Le Carré o Len Deighton (sin desmerecer estas). Aquí, Buchan evita la intrincada trama y los detalles realistas del mundo del espionaje clásico; sus héroes son gente corriente que se encuentra en situaciones extraordinarias y el protagonista de esta, su mejor novela, Richard Hannay, es el paradigma de este tipo de personaje. «Soy un tipo ordinario, no más valiente que otras personas, pero odio el asesinato de un buen hombre, y ese largo cuchillo no será el fin de Scudder si puedo jugar el juego en su lugar», nos dice en la novela. Como dice Graham Greene, que lo cita como una influencia, Buchan escribe «´entretenimientos` con una clara pureza moral». Obviamente, el escritor escocés es menos ambiguo que Greene ––y menos profundo, hay que decirlo––, hasta el punto de que se ha llegado a decir que sus obras son meras versiones de El progreso del peregrino (1678) de John Bunyan, enmarcadas en aventuras de espionaje.

           Las dos primeras historias de Richard Hannay editadas por Lara y Aymé.

En castellano, Los treinta y nueve escalones ha sido editada varias veces desde los años 40 (Aymé, Bruguera, Planeta y la más reciente, Losada en el año 2016). Además de esta novela, hay publicadas más obras del autor en español. Por ejemplo, la segunda de las aventuras de Richard Hannay, titulada El manto verde (editorial Iberia, año 1929 y Lara, año 1952), ambientada en los inicios de la I Guerra Mundal y en la que Hannay (ahora alto mando de la Inteligencia británica), debe frustrar los planes de los alemanes de ganar la guerra mediante la provocación de una revuelta en el mundo musulmán, novela esta que, sin embargo, no llega al nivel de su predecesora.

17.02.20

De la inocencia perdida y la rebelión contra la cultura

  Al pie del acantilado (detalle). Obra de William Adolphe Bouguereau (1825-1905).

 

  

«Si los padres desean preservar la infancia de sus hijos deben concebir la crianza como un acto de rebelión contra la cultura».

Neil Postman

 

«¿Qué coraza es más fuerte que un corazón sin mancha?»

William Shakespeare

  

 

Nuestros niños de hoy de pronto han dejado de ser niños. Algunos profetas modernos nos lo advirtieron hace ya algún tiempo (La desaparición de la infancia, Neil Postman, 1982), pero como de costumbre no les hicimos caso. El fin de la infancia es constatado como un lastimoso hecho y con él ha llegado, esta vez sin anuncios ni algaradas, también el final de la pubertad. No se trata tan solo de esos evanescentes titulares de prensa sobre la “adolescencia adelantada”, tan del gusto de los psicólogos, ni tampoco únicamente del inquietante “niño tirano” que asola cada vez más hogares. Su alcance y efecto es ya generalizado. Son los ya-no-niños que nos sonríen con adulta inmadurez. Parafraseando una famosa frase progre, podría gritarse: ¡Es la inocencia, estúpido! La inocencia, que no solo ha sido extraviada, sino arrebatada, hecha jirones por las sacudidas y desgarros de la modernidad. La inocencia que se percibe en la mirada pura que retrata el cuadro de Bouguereau, la misma inocencia que anhela proteger el protagonista de El Guardián entre el centeno, de J. D. Salinger (1951). 

«Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura». 

Chesterton ya nos hablaba de ello en Ortodoxia (1908). 

«La doctrina y la disciplina católicas puede que sean murallas; pero son las murallas que cercan un campo de juegos. (…) Podríamos imaginar algunos niños jugando en la llana cima herbosa de una elevada isla en el mar. Mientras hubo un muro en torno a los bordes de la colina pudieron brincar en cualquier juego frenético y convertir la cima en la más ruidosa de las guarderías. Pero los muros fueron abatidos y quedó al desnudo el peligro del precipicio. No cayeron en él los niños; pero cuando volvieron sus amigos los hallaron confundidos de terror en el centro de la isla; y sus cantos habían cesado». 

Más tarde, William Golding, en su obra, El señor de las moscas (1954), hace decir a uno de sus protagonistas una de esas frases que sacuden la conciencia, poderosas y penetrantes como un martillo macho: «Esos niños, los pequeños. ¿Quién cuida de ellos?»

Hoy prácticamente nadie parece querer ser «el guardián entre el centeno», nadie parece querer cuidar de «esos niños, los pequeños». Preservar la inocencia de los niños semeja una suerte de locura para las mentes postmodernas. Tanto es así que algunos bienintencionados (o algunos malpensados, entre los que me encuentro) llegan a preguntarse ––unos de buena fe, otros irónicamente–– ¿es que la infancia es peligrosa para los niños? ¿Es por eso que los padres, los maestros, todo el mundo adulto de nuestra modernidad, están haciendo todo lo que pueden para asegurar que desaparezca a fin de que nuestros chicos lleguen cuanto antes a la edad adulta?

Sabemos que esa no es la verdad. Claro que lo sabemos. Sabemos cual es el estado natural de los niños. Dice el Evangelio: 

«En verdad, os digo, si no volviereis a ser como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Quien se hiciere pequeño como este niñito, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y quien recibe en mi nombre a un niño como éste, a Mí me recibe». 

Y también nos dice algo más:

«El que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar».

Pero todo se confabula contra la pureza y la luz. El candor infantil se diluye entre likes, whatsapps, juegos de ordenador, videos de youtube y programas de televisión que pasan por la mente infantil, uno tras otro, sin control alguno. Todo lo que constituye el núcleo de la cultura imperante conspira contra la infancia porque hace accesible a casi cualquier persona (incluidos los niños) todos los secretos del mundo: secretos de la cultura, secretos políticos, secretos de la medicina, secretos de la sexualidad; todo es accesible, no hay barreras, no hay escalas, no hay niveles, todo se iguala; y si igualamos la adultez y la infancia, esta última desaparece y con ella la inocencia que le es propia. No solo la estructura cultural y técnica del mundo conspira, también la voluntad de los hombres se precipita sobre la inocencia. También en las escuelas se trajina afanosamente para hacerla desaparecer, corrompiendo el corazón puro de tantos niños con basura disfrazada de «derechos», en campañas «informativas» impulsadas desde las instancias más altas del poder, desde dónde se amenaza a los padres con arrebatarles sus progenies si osan oponerse a tamaño progreso.

El profesor Anthony Esolen (profesor de lenguas clásicas y uno de los intelectuales católicos más frescos, lúcidos, poéticos y valientes que nos quedan) trata la cuestión, aunque de forma tangencial, en su último libro Nostalgia (2018), y lo hace de manera, clara y muy expresiva, como siempre:

«Para el cristiano, la historia se extiende desde el primer momento de la creación hasta la consumación de todas las cosas al final de los tiempos. Cuando se tiene esa visión del camino, es más probable que se sea paciente y que se espere la lenta maduración del niño. La pubertad, la mayoría de edad, la edad adulta y la adquisición de un buen trabajo son todas etapas en el camino; no son ni el camino en sí ni el destino. Si estás viajando de la tierra al cielo, el aeropuerto de Newark no parece tan impresionante.

Pero los que inculcan la precocidad no tienen tanta paciencia. Insisten en que solo quieren que los niños sean maduros, pero no es cierto. Quieren que sean forzados, como las plantas de invernadero. La precocidad temprana no pone a un niño más lejos en el camino que sus compañeros. Se trata de un extravío. El niño que se “convierte” en un adulto en formas desagradables y no naturales para su edad, crecerá perpetuamente infantil, aferrándose a la infancia que nunca experimentó de manera ordinaria. Es una visión grotesca: niños de ocho años que saben más sobre los desvios sexuales que mi madre cuando tenía veinte años, y niños de treinta años que holgazanean en pijama de una pieza, llaman a sus perros sus “hijos”, convierten el lugar de trabajo en una fiesta de pijamas y copulan con robots carnosos».

Estoy de acuerdo con él cuando dice que «en lugar de proyectar nuestra infancia perdida sobre un pasado legendario, proyectemos nuestro sentido compartido de inocencia perdida sobre la infancia»,  un sentido de inocencia que no es propio de los niños ––aunque en estos se manifiesta de forma más pura––, ni es en ellos dónde debe alcanzar su plenitud; un sentido de la inocencia que perdimos un día y que nos hace sentir nostalgia de modo paradójico, pues como dijo el santo Cardenal Newman, creemos que añoramos el pasado, pero en realidad nuestra añoranza tiene que ver con el futuro. Un sentido de inocencia sobre el que que Jesús nos llamó la atención a las claras y del que depende nuestro destino y el de nuestros hijos.  

Así que, ya sabemos. A pesar de que pueda ser una locura, un nadar contracorriente agotador, los padres debemos ponernos en pie y afrontar la recuperación y la defensa de la inocencia. Como dice Neil Postman en la frase del frontispicio, debemos rebelarnos contra la cultura. Porque nuestros hijos están «al borde de un precipicio» y nuestro deber como padres, «consiste en evitar que los niños caigan a él». Seamos sus «guardianes entre el centeno»; es lo que se espera de nosotros, y aunque parezca una locura, será una locura admirable. Porque, sino: ¿qué será de «esos niños, los pequeños. ¿Quién cuidará de ellos?». Eso, ¿quién lo hará?

12.02.20

Tintín, ¿un héroe cristiano?

  Ilustración de Hergé para la portada de un especial de Navidad de la revista Tintín.

   

  

«Al creer en sus sueños, el hombre los convierte en realidad».

Hergé

     

  

Tengo una relación personal e intransferible con Tintín, el famoso personaje de comic creado por Georges Rémi (más conocido como Hergé), cuyas aventuras he seguido con pasión adolescente desde el primer día en que mis ojos se posaron en las páginas de su álbum, La oreja rota (1937), en casa de mis abuelos paternos. Allí se guardaban y apilaban libros y libros, y entre ellos, también un buen montón de tebeos e historietas, incluidos algunos del joven reportero belga. Luego Tintín (en toda su extensión) tuvo también acomodo en nuestra casa para mí disfrute y de todos mis hermanos. Más tarde sus historias se adueñaron de los corazones de mis hijas y mis sobrinos y espero que lleguen hasta mis futuros, si Dios quiere, nietos.

Este afecto mío hacia el personaje y sus historias (que he de decir, pervive hoy) me permite autocalificarme, quizá con cierta pomposidad, de tintinista, o mejor, de tintinófilo (por supuesto que no llego a la excelsa categoría de tintinólogo, como por ejemplo el mayor especialista español en el tema, Juan Eugenio d’Ors).

Soy consciente de que esta afición no constituye un gran mérito y que amar a Tintín no revela un gusto cultivado y exclusivo, sobre todo si atendemos a su enorme popularidad: sus 23 álbumes (24, contando el inacabado Tintín y el arte Alpha, 1986) han tenido a lo largo de 90 años unas ventas de más de 200 millones de ejemplares y han sido traducidos a más de 60 idiomas, y ello sin contar las innumerables ediciones piratas ni la legión de pastiches e imitaciones que ha inspirado. Pero no se trata del gusto elitista y exclusivo (nunca debe tratarse de eso), sino de la confirmación del viejo axioma que nos dice que el bien es expansivo de por sí. Y creo que Tintín es algo bueno y que esos números no hacen más que confirmarlo.

                                                       Todos los álbumes de Tintín.

Pero, ¿por qué sostengo que Tintín es algo bueno? ¿Quizá porque, en el fondo, el personaje hace gala de un espíritu cristiano? Así lo creo.

Tintín es un personaje universal desde su nacimiento, pero a un tiempo es un tipo particular. Porque nuestro héroe no es un héroe cualquiera y, si bien toma rasgos de muchos de los héroes paganos de la antigüedad, es sobre todo y ante todo un héroe cristiano. Así, y aunque se trata de un héroe intemporal, casi diríamos que inmortal como Gilgamesh, y representa a un viajero que, sin tregua ni pausa, va de un lugar a otro, en un peregrinaje eterno, cual Odiseo, de pagano no tiene nada. A diferencia de Odiseo, sus aventuras no acaban cuando regresa a su hogar, sino que, a modo de eterno retorno, Tintín vuelve a emprender el viaje, siempre partiendo de su morada y siempre volviendo a ella (un hogar que tarda en concretarse, pues hay que esperar para que su amigo del alma, el capitán Haddock, reciba en herencia el castillo de Moulinsart, lo que acerca el lugar a la corte del rey Arturo). Se trata de una actualización del caballero cristiano, un protagonista con un código moral caballeresco y rigurosamente evangélico: la protección de los débiles y el amparo de los inocentes y perseguidos. Incluso podríamos decir que encarna una figura similar a la de Galahad en el ciclo artúrico, pues en ambos personajes la pureza y la castidad es virtud definitoria de su carácter y condición necesaria para su exitoso desempeño. Tintín no tiene tiempo para el amor. No hay personajes femeninos que se le enfrenten en un lance amoroso o sentimental (Bianca Castafiore ––la cantante de ópera–– es una figura maternal y extravagante).

Esta característica no ha pasado desapercibida a algunos estudiosos. Por ejemplo, Kees de Groot, sostiene que, además de una evidente y expresa influencia del catolicismo en la obra temprana de Hergé (lo que es admitido por casi todo el mundo; sus primeras historias fueron publicadas por entregas en un semanario juvenil católico, Le petit vingtieme), puede apreciarse un catolicismo implícito a lo largo de toda la serie de Tintín, nacido directamente de la condición de católico de Hergé. Pese al aparente distanciamiento del autor de esas raíces católicas en la última parte de su obra (desde el álbum Tintín en el Tíbet, 1960), el héroe no pierde ninguna de las cualidades caballerescas apuntadas.

                                        Poster ilustrativo del universo de Tintín.

Este empaque moral cristiano hace de nuestro Tintín un enemigo acérrimo tanto del comunismo como de los excesos del capitalismo. Esto se muestra a las claras en sus álbumes más tempraneros y menos apreciados: Tintín en el país de los soviets (1930), Tintín en el Congo (1931) y Tintín en América (1932).

Curiosamente, el primero de los álbumes citados fue durante muchísimos años tremendamente vilipendiado y tachado de fascista y difamador por todas las huestes del comunismo intelectual de occidente (y continúa aún). El propio Hergé tuvo que excusarse repetidas veces por esta obra, la única, por cierto, que no reeditó actualizada, en gran parte debido a este rechazo crítico. Sin embargo, el tiempo habría de dar la razón al autor. Hergé había calcado parte (solo parte, porque se quedo corto) de la maldad y el desastre que trajo consigo el régimen comunista soviético. En ese primer álbum, Tintín se enfrenta con la Guépéou (GPU), la policía secreta de Stalin, en una bastante lúcida representación de la misma, muy poco alejada de la realidad. También se habla en el álbum de la mala marcha de la economía y de la discriminación favorable a los miembros del partido; el héroe asiste a una distribución de pan a los pobres, donde solo se les reparte a aquéllos que se dicen comunistas. Se denuncia que Lenin, Trotski y Stalin robaban al pueblo en una escena en la que Tintín llega por un pasaje secreto a un lugar donde se guardan esos tesoros robados (por cierto, Stalin ha sido considerado recientemente por la revista Time como uno de los diez hombres más ricos de todos los tiempos). En esta nave escondida encuentra también almacenados el trigo, el caviar y el vodka, mientras el pueblo se muere de hambre. Años después se supo de la tremenda hambruna ucraniana provocada por Stalin y conocida como el Holodomor, que acabó con la vida de millones de campesinos. Finalmente, Tintín desarma a un bolchevique que tenía la intención de sembrar el terror revolucionario poniendo bombas en todas las capitales de Europa (las conspiraciones, sabotajes y la financiación y exportación de la revolución bolchevique son hechos hoy reconocidos). ¿Perciben ustedes alguna inexactitud?

Por otro lado, tampoco se puede acusar a Tintín de pro capitalista. En el segundo y tercero de sus álbumes, Tintín en el Congo y Tintín en América, vemos una clara crítica a los abusos del capitalismo y al imperialismo, aun cuando reproduce ciertos clichés paternalistas, hoy ferozmente criticados, de la época en que los belgas explotaban el Congo. Como dice Denis Tillinac en su Dictionnaire amoureux du catholicisme (2011), «solo hay un personaje realmente agradable en “Tintín en América": el etnólogo que ha adoptado la moral del “buen salvaje"; es como “Paul y Virginia", o “Atala". Sólo hay un buen personaje en “Tintín en el Congo": el misionero con gorro blanco y bata blanca que va a la escuela y cuida de los enfermos. Frente a la voraz avaricia de los criminales a sueldo de las multinacionales (petróleo o armas), el nativo nunca hace el papel de villano».

                                                            Tintín y la lectura.

Tintín es puro y alegre y, a un tiempo, fuerte e implacable. Vence las dificultades y los obstáculos, tanto con su audacia, presteza y valentía como con su rectitud y buen humor. Como defiende Denis Tillinac, «una gracia lo saca de los peligros más desesperados, como a los héroes de las epopeyas de la Edad Media. Tintín es un caballero occidental de los tiempos modernos, un corazón impecable en un cuerpo invulnerable». Por todo ello (y porque sus aventuras son tremendamente entretenidas y fascinantes), este héroe de papel de corazón puro debe estar en toda tebeoteca que se precie. ¿No creen?