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10.02.22

Libros de ningún tiempo: ni antes ni ahora, pero tampoco después

«No hay mejor nave que un libro para llevarnos a tierras lejanas» –E. Dickinson–.
                                           Obra de Violet Oakley (1874-1961).

    

    

«Un sello hace una impresión o no de acuerdo a la condición de la cera. Una cera fría se agrieta y se desmorona, mientras que una cera líquida y caliente no retiene ninguna impresión. Solo una cera a una temperatura adecuada recibe y retiene la imagen».

Thomas Dubay

 

«El aprendizaje no es un juego de niños; no podemos aprender sin dolor».

Aristóteles

    

    

Libros, libros y más libros

Algunos libros, originalmente escritos para un determinado rango de edad, han terminado siendo adoptados entusiastamente, y con una sostenida intensidad en el tiempo, por quienes no eran sus destinatarios. Me refiero, por ejemplo, a obras concebidas para los adultos, como el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe o el Gulliver (1726) de Jonathan Swift, pero que fueron rápidamente hechas suyas por los niños. De igual manera, tenemos libros que fueron escritos pensando en la infancia y que luego fueron redescubiertos y adoptados como suyos por los adultos, y pienso en El Principito (1943) de Antoine de Saint-Exupéry y las dos Alicias (1865 y 1871) de Lewis Carroll. En uno y otro caso, esas adopciones sobrevenidas no privaron a sus originales destinatarios de su disfrute; solo ampliaron su difusión sobre un mayor rango de edad. Se trata de felices creaciones, porque unos y otros, adultos y niños, han disfrutado y podrán seguir disfrutando de esas geniales obras, sea cual sea el momento en que elijan leerlas.

Al lado de este tipo de libros, sabemos de otros que exigen tener una determinada edad para apreciar su sabiduría, para captar aquello que tratan de decir. Son piezas efímeras, que una vez se dejan de lado ya no podrán ser saboreadas y apreciadas en su grandeza. Libros que, pasado ese su instante, no tolerarán ser ya «probados» ni «tragados», y mucho menos «masticados y digeridos», como diría Francis Bacon. Obras de un momento preciso y no de cualquier otro.

Un ejemplo me viene a la cabeza: El gran Meaulnes (1913), la maravillosa novela de Alain Fournier. Sobre ella flota la idea, inaprensible para un adulto, de que la adolescencia de uno es, de alguna manera, el súmmum de las experiencias emocionales, un reino perdido sobre el que gravita la melancólica intuición de lo irrecuperable. Cuando uno aborda por vez primera la obra en su adultez, siente la imposibilidad de captar emocionalmente esa esencia, por mucho que la identifique su intelecto. El lector adulto se sabe entrante en un mundo prohibido, lo que hace al libro inasequible una vez se ha dejado atrás la primera juventud.

No obstante, esta limitación temporal de comprensión y disfrute no sería de entrada un problema grave; al fin y al cabo, se trataría de leer tales libros en su momento oportuno, sin que se nos impida leerlos en absoluto, porque, sin duda, podrá haber un tiempo y un lugar reservado para ellos, tal y como ha venido haciéndose hasta hace poco.

 

Un nuevo y grave problema

Sin embargo, hace no mucho tiempo ha surgido un obstáculo nuevo que, si no es removido, impedirá que un número cada vez mayor de niños pueda disfrutar de muchas joyas literarias, la mayoría de ellas escritas especialmente para ellos. Me refiero a la aparición de una falta de correspondencia o decalaje entre la edad cronológica, mental y cultural del potencial lector, y aquella para la que fue en su momento pensado y escrito el libro. Y es que hoy día podemos encontramos con algunos libros que, sobre todo en la infancia, no encuentran el momento oportuno para su lectura, la cual, pues, puede perderse para siempre.

Pensemos en algunos clásicos. El viento en los sauces, escrito por Kenneth Grahame en 1908, tuvo su origen en las historias que el escritor británico inventaba para entretener a su hijo de siete años, Alastair. Por su parte, Alicia en el país de las maravillas (1865), fue creado por Lewis Carroll para las hijas de unos amigos, Alice y Edith Liddell, de 11 y 10 años. Y cuentos como El gigante egoísta o El príncipe feliz (1888), eran contados por Oscar Wilde a sus dos pequeños hijos antes de dormir. Todos estos libros fueron, por lo tanto, concebidos para niños de una determinada edad, entre siete y diez años.

Sin embargo, cuando niños de esa edad son hoy día enfrentados a esos textos, por regla general no son capaces de afrontar con éxito su lectura. La causa no radica en que sean menos inteligentes que los hijos de Grahame o Wilde, o que todos los demás niños que desde aquellos tiempos y hasta hace relativamente poco leyeron con fruición tales libros. El problema se encuentra en que no han leído prácticamente nada desde que aprendieron a deletrear un alfabeto y, consecuentemente, en su carencia de competencias para la lectura, como se dice pomposamente hoy. En suma, se trata simplemente de que no están preparados como lo estaban antaño, al igual que tampoco lo estaríamos la mayoría de nosotros para correr varios kilómetros salvo que hubiésemos estado entrenando para ello.

De esta manera, al no tener ya esos niños capacidad para leer tales obras a la edad para la que fueron escritas, cuando años más tarde alcancen las competencias suficientes para ello (sobre los 13 o 14 años), ya no lo harán. Quizá sea el tema, acaso el argumento, o posiblemente los personajes, lo que ya no les resultará interesante, bien por representar una edad inferior a la suya –mental o cronológica–, bien por no ajustarse a lo que son sus intereses en ese momento, estimulados por la nociva y precoz madurez hacia la que son empujados. Así, esos niños, tristemente, perderán para siempre unas maravillosas obras hechas ex profeso para su instrucción y su deleite, al igual que las perderán aquellos que nazcan en el futuro si antes no hacemos algo para remediarlo.

 

¿Y por qué ocurre esto?

Hace unos años el famoso crítico literario, Harold Bloom, publicó un libro con una antología de los poemas, cuentos y fragmentos literarios de lo que él consideraba un canon de la literatura infantil y juvenil. El libro se tituló, y no sin malicia, Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes (2001). Sin embargo, no creo que Bloom pensara que los niños de hoy gocen de una menor inteligencia que los del pasado (personalmente tampoco yo lo creo). Probablemente en lo que estaba pensando, es en que su capacidad para leer ha menguado notablemente.

En alguna otra ocasión he hablado de que la lectura profunda, la de verdad, guarda cierta semejanza con realizar ejercicio físico. De la misma manera que no resulta posible desarrollar músculos sin peso o resistencia, es imposible adquirir capacidades de lectura robustas sin leer un texto desafiante. Cada lectura es un tipo de ejercicio y un programa de lecturas es un programa de ejercicios. No solo se trata de una cuestión de gusto por la belleza o de apreciación, por el intelecto y por la imaginación, de aquello que se cuenta o se relata. También hay en el leer una parte más física, y por ello más prosaica y aprehensible: los textos más complejos sirven como adiestramiento para aprender habilidades de comunicación y forjar resistencia y fondo de lectura, amén de proporcionar herramientas valiosas, como estructuras narrativas y vocabulario. Y lo que falta hoy a nuestros chicos es ese entrenamiento lector. Una poquedad que arrastran desde su más tierna infancia, y cuya cura exigirá, por lo tanto, una trabajosa rehabilitación, como la de un miembro lastimado que lleva largo tiempo sin uso.

 

¿Qué hacer entonces?

Lo ideal sería comenzar cuanto antes con un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo lector. Después llegará un régimen de mantenimiento, para evitar perderlo. Ese plan de ejercicios debería iniciarse ya desde la cuna, si no antes, en el seno materno, con la lectura y el canto en voz alta de cuentos, poemas, rimas y canciones; las de siempre, las cantadas y recitadas por nuestros abuelos, que aprendieron nuestros padres y que nos fueron cantadas y recitadas por ellos. A continuación, deberíamos proseguir con las historias de hadas, con la fantasía de los cuentos tradicionales, con los de los hermanos Grimm, los de Perrault y los de Andersen, leyéndoselas e incitando a que comiencen a leerlas. No deberíamos tampoco dejar de recitar y aprender de memoria con ellos poemas, desde las pequeñas y simples rimas hasta los maravillosos romances. Más tarde llegarán mayores cosas, como Lewis, Tolkien y Stevenson, como Verne, Austen y Dickens, y más allá aún, Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare y nuestro Cervantes aguardarán su llegada, este último con su Quijote.

Junto a esto, no nos engañemos, será decisivo encontrar tiempo para leer. Un tiempo que habrá que arrebatarle a las esclavizantes pantallas digitales. Y eso será una dificultad añadida, y no menor por cierto.

Bien, pero… ¿Qué ocurre con los que ya no son tan niños? ¿Los abandonamos a su suerte? Por supuesto que no. Sin embargo, habremos de saber que recuperarlos para la lectura costará más, mucho más, y que el futuro éxito de la empresa será más sombrío para ellos. Ningún libro está completamente libre de dificultades, y cuanto más grande sea ese libro, mayores serán estas. Si a eso añadimos un potencial lector que no haya contado con el entrenamiento adecuado para fortalecer su imaginación, su intelecto, su concentración y su memoria, la dificultad se multiplica. No obstante, estos inconvenientes no han de privarnos de la esperanza, porque, por difícil que parezca, la tarea no es imposible y, sin duda alguna, valdrá la pena el esfuerzo.

Y voy acabando. C. S. Lewis dijo una vez que «una historia para niños que solo disfrutan los niños, es una mala historia», y creo que, como de costumbre, Lewis tenía razón. Pero una historia para niños que los niños no puedan y/o no quieran ya leer, sobre todo si es una pequeña obra maestra, no será desde luego una mala historia, lo que si será, en cambio, es una malísima noticia, tanto para los niños como para sus padres, y de igual manera para la sociedad en la que les ha tocado en suerte vivir. Esperemos llegar a tiempo para evitarla.

28.01.22

De nuevo, sobre la conversación y los libros

            «Naturaleza muerta con libros». Obra de Jean-François Foisse (1708-1763).

    

   

 

«Los libros son los amigos más tranquilos y constantes; los consejeros más accesibles y sabios, y los profesores más pacientes».

Charles William Eliot

 

«La conversación más feliz es aquella donde no hay competencia ni vanidad, sino un tranquilo intercambio de sentimientos y opiniones».

Dr. Samuel Johnson

 


   

Los libros no son, desde luego, un cúmulo de impresiones visuales cegadoras y fulgurantes, espectaculares y fugaces. Tampoco un vacuo y fútil entretenimiento que se esfuma una vez pulsamos el interruptor. Pero, seríamos unos ingenuos si los redujésemos a una atávica acumulación de pasta de celulosa y tinta, rugosa, áspera e incómoda; a una poco flexible y primitiva representación de razones y sentimientos, entremezclados con opiniones y presunciones varias. Los libros son mucho más que eso; mucho más de lo que las mutiladas mentes de nuestros niños y jóvenes pueden percibir, o siquiera imaginar.

Y es que los libros son extremadamente ricos y, por qué no reconocerlo, excesivamente generosos con nosotros. Pueden darnos algo más –bastante más– que aquello que guardan entre sus páginas, algo que excede de esa mezcla de impresiones gráficas y papel que en su superficie aparentan ser. Y la prueba es que, tras su lectura, y aunque parezcan dormidos en sus estantes, siguen vivos en nuestra memoria e imaginación, trajinando con las dos al unísono.

Pero sus regalos no se limitan a esto –de por sí suficiente y extraordinario–, sino que hay otras cosas, y una de las más valiosas es la conversación. Y en más de un sentido.

De entrada, esta conversación sobre lecturas puede acercarnos unos a otros, padres a hijos, e hijos a padres, hermanos a hermanos, amigos a amigos, e incluso hacer más próximos a los que son enemigos. Porque, aunque muchos lo hayan olvidado, los libros todavía pueden ser causa, chispa y combustible para un incendio en el corazón y en el alma, y desencadenar así un diálogo apasionado y fructífero.

De especial relevancia es la charla entre padres e hijos. En el curso de ella, los chicos se enriquecerán no solo por lo que hayamos leído, sino que podrán comenzar a aprender los rudimentos de lo que en su día fue considerado una de las artes, el ars bene dicendi, ese cuyos principios eran enseñados como parte del famoso trívium, bajo el conocido nombre de retórica.

Un arte este hoy quizá perdido, y que ya Cicerón alababa en su De Officiis, en una alabanza que prosiguió hasta hace bien poco. Por ejemplo, a comienzos del siglo XVII, Cervantes en su Quijote nos ofrece a través de la boca del protagonista una especie de manual, cuidando sobremanera su lenguaje. No vemos así que don Alonso Quijano utilice agudezas verbales tales que el mote y el equívoco ––tan de moda en su tiempo– aun teniendo a mano a un sujeto tan propicio a ellas como Sancho. Veinticinco años atrás, Michel de Montaigne escribe en sus Ensayos que conversar es el ejercicio más fructífero y natural para el espíritu, llegando a confesar que preferiría prescindir antes de su vista que de su voz y sus oídos. Y, a mediados del siglo XVIII, en los clubs y pubs de la pérfida Albión, el doctor Johnson se labró fama de perfecto conversador, y ello a pesar de que entre sus contertulios se encontraban hombres de la talla del elocuente, aunque no siempre cortés, Edmund Burke, del silencioso Edward Gibbon, del hosco Sir John Hawkins y del chismoso, pero buen amigo, James Boswell. Tal fue su dominio del habla que de él se llego a decir que conversaba como si de una segunda edición se tratase.

Pero… un momento, antes de embarcarse en esta travesía conversacional han de saber que no nos servirá cualquier tipo de libro. No, al parecer debe tratarse de los de papel, esos con tinta y celulosa a los que acabo de referirme. Y no por causa de un capricho ni un arcaísmo trasnochado. Un creciente cuerpo de investigación avala esta idea, sugiriendo, cada vez con más ruido, que los padres e hijos participan en una lectura menos comunicativa (con menos diálogo) con los libros electrónicos que con los libros tradicionales en papel. Las razones recaen en la naturaleza digital de los primeros, ya que sus animaciones y juegos suelen distraer a los niños de la trama, incluso si se trata de un libro electrónico sin funciones o con características interactivas muy limitadas. Así que ya lo saben, si quieren hablar con sus hijos sobre sus lecturas, háganse con libros de verdad, los de toda la vida.

Pero hay un segundo tipo de conversación, más densa y profunda. Los libros pueden también llevarnos ––a nosotros y a nuestros hijos–– a un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, al ponernos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido. Me refiero a la conocida como «gran conversación» (la «conversación con los difuntos», de nuestro Quevedo). Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Los padres podemos recrear en casa todas esas conversaciones, planificando, en incluso improvisando charlas que tengan por causa los libros. Estas multiplicarán el efecto beneficioso de la lectura enriqueciendo con saber y cultura a los niños, al tiempo que nos ayudarán a construir (y si fuera el caso restaurar) con ellos los puentes y caminos que no deben faltar en toda sana relación paterno filial.

Y esto no es todo, ya que anudados a la conversación libresca podemos encontrar otros beneficios. Por ejemplo, al permitirnos contrastar épocas, costumbres y tradciiones, podrá ayudarnos a todos a evitar la miopía de las modas ––tan presentes siempre––, y a trascender el sesgo de lo que C.S. Lewis denominó «esnobismo cronológico»: la esclavitud a las nociones en boga, y el que solo las últimas opiniones sean consideradas relevantes. Porque, ¿qué puede haber más distante de la verdad que lo que está de moda?

Así que ya saben: lean con sus hijos y hablen con ellos, antes durante y después de las lecturas.

Finalmente, no quiero terminar sin referirme a un último tipo de conversación personal e íntima: la nacida del contacto entre el escritor y el lector. Un encuentro más sensible que intelectual, en el que las sensaciones, los recuerdos, los afectos y las aversiones juegan más que la mera constatación de datos o la transmisión de sabiduría y conocimiento. La lectura se revela de esta manera como un quehacer, una co-laboración en la que ambos, autor y lector, faenan en pos de un fin. Un fin que el autor presume, intuye o desea, pero del que nunca tiene una certeza, pues varía con cada lector. Se trata de un acto mágico y original, que renace con las sucesivas lecturas del mismo lector. Cada palabra, cada oración, cada párrafo e incluso cada capítulo, guardan un significado nuevo que espera revelarse en cada nueva relectura. La novedad de este significado –un sentir del corazón más que otra cosa–, dependerá de cuán activo sea en ese proceso el lector. El escritor cumple de una vez con su parte, pero la del lector se cumple en cada lectura. Así, en el acto de leer, las palabras y las frases cobran vida, animando conexiones entre los recuerdos y experiencias del que lee y las del que ha escrito, en un acto social grandioso y profundamente significativo: la lectura de un libro.

 

Entradas relacionadas:

Construyendo un hábito (VII): La conversación.

Elogio a la relectura.

¿Por qué se han de leer los viejos libros?

20.01.22

Literatura católica: el camino luminoso de la gracia

« The Harvest » Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934)
                     «La cosecha». Obra de Boris Vasilievich Bessonov (1862-1934).

   

    

«Dios debe estar contento de que uno ame tanto su mundo».

Robert Browning


«Persecución sin prisa, imperturbable, majestuosa inminencia».

Francis Thompson. El lebrel del cielo

 

Ya he hablado (aquí y aquí) de la forma, a menudo brutal, con la que muchos literatos católicos han abordado el impulso de las musas, especialmente los contemporáneos. Una crudeza que golpea el alma, que encontramos abundantemente en escritores como Graham Greene, François Mauriac o Flannery O´Connor. También expresé mi añoranza por la escasez de belleza en sus obras, aún cuando esta haya de venir acompañada, las más de las veces, de una sana melancolía, la propia del exiliado que realmente somos. El cardenal Newman lo expresó así:

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro».

Pero también lo católico es vida, asombro, vitalidad exuberante y deslumbrante belleza. Chesterton es su más entusiasta embajador y así nos empuja con un ímpetu casi sobrenatural. «Éste fue mi primer problema: inducir a los hombres a comprender la maravilla y el esplendor de la vida y de los seres que la pueblan», explica. «Porque», nos sigue diciendo, «todo pasará, sólo quedará el asombro y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas».

Flannery O´Connor, explicando la forma y maneras de su arte, señaló que «a menudo, la naturaleza de la gracia solo puede aclararse al describir su ausencia». Tomando esta frase como modelo, podríamos decir que, en ese otro camino de la alegría y del asombro, la naturaleza de la gracia también puede aclararse describiendo su presencia y los efectos de su presencia. Esto es lo que hizo Evelyn Waugh en su obra Retorno a Brideshead (1945). El escritor inglés la definió como «la influencia de la gracia divina sobre un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados».

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9.01.22

Cinco viejas advertencias sobre las nuevas tecnologías

                          «Niña pelirroja leyendo». Lilla Cabot Perry (1848-1933).

    

    

 

«No ai más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».

Baltasar Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia

  

  

    

Hace casi 25 años, a finales de los años 90 del pasado siglo, el discípulo aventajado de Marshall Macluhan, Neil Postman, puso sobre la mesa cinco advertencias al respecto del cambio tecnológico digital que comenzaba entonces su desarrollo y que hoy impera sobre nosotros. Postman lo hizo en el curso de una charla que dictó en un Congreso Internacional sobre Nuevas Tecnologías y Persona Humana, celebrado en Denver en 1998, pero no pudo comprobar si sus premoniciones eran acertadas, pues murió en los albores de este siglo, en el año 2003. Y si bien creo que no estuvo desacertado, probablemente se quedó corto.

Partiendo de tal precedente, me he permitido la licencia de adaptar tales advertencias, sorprendentemente lúcidas, al tema de la infancia y al de la dictadura tecnológica y digital que, con nuestro inconsciente consentimiento, tiene sometida a aquella.

Primera Advertencia. Postman la define del siguiente modo: «Todo cambio tecnológico implica un compromiso. (…). La tecnología da y la tecnología quita». No podemos reparar solo en aquello que la tecnología parece dar a nuestros hijos, en esa deslumbrante magia que nos asombra tanto a nosotros como a ellos. Porque, a cambio, se nos pasará al cobro –si no está pasándose ya– el correspondiente precio. Y este precio adquiere la forma de problemas de concentración, destrucción de la imaginación y muerte de la poética, y por si esto fuera poco, también de alejamiento de la realidad. Hagan pues un balance de perdidas y ganancias, y decidan en consecuencia. Porque, como concluye Postman, «la cultura paga un precio por la tecnología que incorpora».

Segunda Advertencia. Neil Postman escribió que debemos ser conscientes de que la tecnología favorece a algunos y perjudica a otros. Por tanto, que siempre habrá vencedores y vencidos en los cambios tecnológicos. Así, en esta era de la información en la que han nacido y están creciendo nuestros hijos, los padres deberemos preguntarnos a qué grupo pertenecen los pequeños, si al de los que sacan provecho o al de los que sufren daños. Yo no albergo dudas al respecto: sin cuidado y supervisión, abandonados a su suerte, al albur de aquello que reciban sin barreras ni controles a través de sus teléfonos, ordenadores y demás artefactos, los niños –y su inocencia––, llevan siempre las de perder.

Tercera Advertencia. Marshall McLuhan, el maestro de Postman, nos dejó una famosa y enigmática frase: «El medio es el mensaje». De acuerdo con esta idea, nuestro autor afirma que «toda tecnología incorpora una filosofía que es expresión de cómo ella nos hace usar nuestra mente, de en qué medida nos hace usar nuestros cuerpos, de cómo codifica nuestro mundo, de cuáles de nuestros sentidos amplifica, y de cuáles de nuestras emociones y tendencias intelectuales desatiende». No hace falta mucho discernimiento ni estudio para apercibirse de, a qué cosas atiende este nuevo mundo cibernético y digital (lo aparente, lo superficial, lo sentimental, lo histriónico, lo virtual), y qué cosas arrincona (lo racional, lo profundo, lo tradicional, lo bello, lo real).

Cuarta Advertencia. Postman dice: «Hemos de saber que el cambio tecnológico no es aditivo, es ecológico. (…). Un nuevo medio no añade algo, lo cambia todo». Esta observación nos empuja a ser cautos y a averiguar qué transformaciones trae consigo cualquier novedad antes de abrazarla incondicionalmente. Y más tratándose de niños, cuya inocencia y bienestar están bajo nuestro cuidado. «Las consecuencias del cambio tecnológico siempre son amplias, a menudo impredecibles y en su mayor parte irreversibles», nos dice Postman, y en este caso, algunos de sus efectos son ya notorios, pero otros solo estamos empezando a vislumbrarlos, y lo que vamos sabiendo no es alentador.

Quinta y última advertencia. El sociólogo norteamericano nos termina advirtiendo que habremos de mitigar nuestro entusiasmo por la tecnología, pues este fácilmente podría volverse una forma de idolatría. La tecnología no es parte de un plan divino sino el producto de la creatividad humana, y por lo tanto no deberemos bajar nunca la guardia, pues la amenaza que nace de nuestro orgullo y de nuestra capacidad para el mal, estará ahí, latente o presente, pero estará ahí, incrustada en el uso dado a esa tecnología.

Visto todo ello, algunos de entre ustedes pensarán para sus adentros: «todas las advertencias que nos muestra usted sobre las tecnologías digitales parecen razonables, pero son igualmente aplicables a la tecnología que tanto defiende, pues también en su día sufrimos un cambio revolucionario de mano de la imprenta. ¿Hay acaso alguna diferencia entre una y otra?». La respuesta ante tan buena pregunta es que sin duda existe una diferencia. Una diferencia que radica no solo en la disparidad ontológica que hay entre la imagen y la palabra, centros neurálgicos de una y otra tecnología, sino, a mayores, de la tiranía que la primera –la imagen– ejerce sobre nuestras vidas a través del mal uso que estamos haciendo de las nuevas tecnologías, y del desprecio que estamos dando a los beneficios que la segunda –la palabra–, nos sigue ofreciendo a través de los libros.

De las razones de esta diferencia hablé en esta entrada, a la que les remito:
«De la imagen y la palabra».

De los efectos perniciosos de ese mal uso traté en estas tres entradas, a las que les remito también:
«El mundo digital y nuestros niños».
«El mundo digital y nuestros niños II (la atención perdida)».
«A nuestros adolescentes leer ya no les “mola"».

Finalmente, los beneficios que nos siguen ofreciendo hoy los libros y la necesidad de mantenerlos con nosotros son el tema de estas dos últimas entradas a las que les re-dirijo igualmente:
«De por qué los buenos y grandes libros son hoy tan necesarios».
«¿Podemos realmente prescindir de los libros?».

  

24.12.21

Navidad: libros para los más pequeños

  «La adoración de los reyes». Gennady Spirin (1948), de su libro «Los tres reyes».

  

    

«—Pero, mi querido Sebastian, no es posible que tomes todo eso en serio.
—¿No lo es?
—Me refiero a eso de la navidad, de la estrella, de los tres magos y el buey y el asno.
—¡Oh, sí! En eso, sí creo. Es una idea encantadora.
—Pero no puedes creer algo sólo porque sea encantador.
—Pues yo lo hago. Es mi manera de creer».

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead


«Al día en que la tierra fue santificada como un hogar se le llamó Navidad».

Myles Connolly

   

  

   

Estos días navideños parecen hecho a medida de los más pequeños, lo que no tiene nada de extraño pues, ¿no es la Navidad  la celebración del misterioso nacimiento de un Niño? Y ello, aun cuando sea un Niño extraordinario, uno cuyo amor «sostiene al sol y a las demás estrellas».

Y, puesto que Aquel niño fue obsequiado con varios presentes por unos nobles y sabios Magos, ¿no serán nuestros pequeños –que son los más cerca de Él se encuentran– quienes merezcan recibir, más que ninguno otro, algún regalo en conmemoración de tan inmortal suceso?

Por ello, pensando en estos obsequios navideños para los más pequeños, han venido a mi cabeza tres álbumes ilustrados. Unos breves libros que dan preferencia a la imagen sobre la letra, para contar el inicio de la mayor de las historias, y que estimo son un digno intento de hacer honor a la verdad y la bondad a través de la belleza.

LA HISTORIA DE NAVIDAD (1998), de Gennady Spirin

El primero de estos tres álbumes, La historia de Navidad (1998), contiene las maravillosas y exuberantes ilustraciones del artista ruso Gennady Spirin (1948-). Spirin es un prolífico ilustrador de libros infantiles, desde cuentos de hadas a historias clásicas de Shakespeare, Dickens, Pushkin y Tolstói, e incorpora en su particular estilo, tanto la herencia de artistas de su Rusia natal, como el gran Ivan Bilibin, como la múltiple influencia de los pintores japoneses de la ukiyo-e, de las tablas flamencas de los Brueghel y de los frescos renacentistas de Fra Angelico. Se trata de un hombre de profundas convicciones religiosas que no tiene reparo en mostrarlas a través de su obra, y respecto del cual se publico en su día en The Times lo siguiente:

«Spirin incorpora el rico color de Rafael —dorado profundo, azul y rojo carmesí— junto con el arte de la composición del maestro italiano, en muchas de sus ilustraciones. La precisión microscópica de su superrealismo recuerda al gran flamenco Jan Van Eyck, mientras que su increíble capacidad gráfica semeja la del artista renacentista alemán Alberto Durero. (…). Incluso a primera vista, los espectadores saben intuitivamente que este es uno de los maestros de nuestro tiempo. (…) Spirin es un mago que usa su pincel como una varita mágica».

El libro es una maravilla llena de detalles, color y borbotones de buen gusto, en cuya contemplación sus hijos se sumergirán largo tiempo.



LA HISTORIA DE LA NAVIDAD (2016), de Robert Sabuda

El segundo libro lleva por título La historia de la Navidad y es obra de Robert Sabuda (1965-), un artista que ha elevado la técnica del Pop-up al nivel de un arte, y entre cuyos trabajos destacan, el álbum que nos ocupa y la ilustración de títulos como El maravilloso mago de Oz (2000) y Alicia en el país de las maravillas (2003). El libro está concebido como una sucesión de láminas en tres dimensiones, sin uso del color ni del detalle, pero que lucen adornadas con resplandecientes toques de oro y nácar, y a través de las cuales el artista muestra los principales sucesos de la Navidad en seis escenas deslumbrantes, que van desde la Anunciación a la Natividad. El álbum es una fiesta visual de ventanas emergentes en las que sorprende la pericia de este ingeniero del papel. Un tesoro navideño para compartir con toda la familia.



LA PRIMERA NAVIDAD (1983), de Jan Pienkowski

El tercero y último de los libros se titula La primera Navidad y es autoría de otro autor/ilustrador de solera, Jan Pienkowski (1936-), ganador de dos medallas Kate Greenaway, en los años 1971 y 1979. El artista polaco recrea el relato de la Natividad sin uso del color y con minucioso detalle, y lo hace siguiendo la estela del gran maestro Arthur Rackham, a través de unas maravillosas siluetas en negro que recortan las figuras protagonistas sobre fondos de colores intensos, resaltándose todo el conjunto con el acompañamiento de marcos dorados en cada página. Las ilustraciones son complementadas por fragmentos de los evangelios de Lucas y Mateo.

Si bien la historia es contada con una gran simplicidad, lo esencial de la Navidad está ahí, en los versículos bíblicos que acompañan a las imágenes, y en las imágenes mismas. Y aunque las láminas que ilustran el relato están llenas de anacronismos (El pesebre está en un pinar. Nazaret es una ciudad medieval, y cuando José y María huyen a Egipto, lo hacen en medio de una tormenta desde un castillo gótico), remitiéndonos a la estética e imaginería de un cuento de hadas, ello ha de ser visto como parte del encanto del libro, junto con los adornos de las páginas y la magnífica portada.

A pesar de que el álbum no ha sido traducido al castellano, la belleza de sus ilustraciones hace que valga la pena hacerse con él.