La importancia de la poesía (II): Poesía y contemplación

                     «Estanque entre la niebla». Obra de Henri Biva (1848-1928).

  

        

      

        

«Todo es símbolo, todo es lo que es y algo más».

San Juan de la Cruz

  

  
«En el pensamiento hay vagabundeo; en la meditación, estudio; en la contemplación, maravilla. El pensamiento es de la imaginación; la meditación, de la razón; la contemplación, de la comprensión».

Ricardo de San Víctor

 

«Este esfuerzo supremo por alcanzar la belleza sobrenatural (…) es quien ha dado al mundo todo lo que éste ha sido alguna vez capaz de comprender y de sentir en materia de poesía».

Edgar Allan Poe

 

«La poesía es un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos».

Juan Ramón Jiménez

  

 

 

El auténtico acceso a la verdad, entendida como el «descubrimiento» de la realidad íntima de Dios en su misterio trinitario, solo nos será accesible a través de la contemplación. Pero esta contemplación no es propia de este mundo, sino que espera al hombre en la otra vida. En esta, como señala el padre Louis Bouyer (1913-2004), el hombre solo puede llegar a conocer un anticipo de ella, y siempre que se oriente eficazmente «hacia su fin eterno por las virtudes teologales». Bouyer está hablándonos aquí de la experiencia mística.

Muchos poetas han creído que el arte podría ser un paso previo para este último tipo de contemplación mística, y, algunos otros, una vía para la expresión y comunicación de tal experiencia a los demás. T. S. Eliot (1888-1965) y Gerard Manley Hopkins (1844-1889) eran de la primera de las opiniones, pero ya antes, santa Teresa de Jesús (1515-1582) o san Juan de la Cruz (1542-1591) no solo lo creyeron, sino que experimentaron la visión mística y nos la trataron de mostrar. Y algunos otros lo intuyeron incluso antes.

Uno de estos fue el monje agustino del siglo XII, Ricardo de San Víctor, Magnus Contemplator, como se le conocía, quien en su obra, Ars Mistica, junto a la clásica división entre la contemplación activa (la que puede reducirse a la meditación) y la pasiva (la única verdadera, infusa y sobrenatural, y que de ningún modo se puede adquirir con nuestros esfuerzos), habla de una tercera especie, de carácter inferior: «el conocimiento de las cosas invisibles de Dios por medio de las cosas visibles del mundo». Esta tercera especie de contemplación puede ser identificada con el conocimiento poético, un conocimiento nacido de la experiencia y adquirido por connaturalidad con la cosa conocida. El filósofo tomista francés Jacques Maritain (1882-1973), en esta línea, da una definición de poesía como «la adivinación de lo espiritual en lo sensible, expresada a su vez en lo sensible». Este conocimiento o experiencia poética estaría orientado, además, a la expresión (sea a través de la palabra proferida o de la obra producida), y es pues, un conocimiento creativo; no en vano la palabra griega de la que procede poesía (ποίησις\poiesis) significa creación.

Contrariamente a ello, en la experiencia mística, el silencio se impone ante la contemplación pasiva de Dios, y se trata, consecuentemente, de un conocimiento infuso en el que el único que llama y actúa es Dios; como decía santa Teresa, «no se suban sin que Dios les suba». La primera de estas contemplaciones es pobre y deficiente, la segunda, una excelencia inefable.

Sin embargo, algunos han tratado de salvar esa inefabilidad de la experiencia mística tratando de hacerla llegar a los demás a través de su expresión poética. El místico, en su experiencia, es elevado por encima de este tercer nivel de contemplación hacia el primero de ellos, y el poeta, en principio, deberá escribir a ese nivel más elemental. Solo cuando el místico y el poeta se hacen uno se produce una especie de milagro. Ello podemos verlo, por ejemplo, en san Juan de la Cruz y su Noche oscura del alma, quien, como poeta, en principio debería de situarse en el nivel inferior, aunque como místico es elevado al nivel más alto de logro espiritual, la contemplación pasiva. ¿Cómo es posible que pudieran conjugarse ambas cosas en la misma persona?

San Juan (y por extensión, todos los demás poetas místicos), en su intento por comunicar lo que es inefable por definición, se ve impelido –por medio de una inspiración quizá sobrenatural– a destruir la lengua y a trenzar y engarzar palabras en unas secuencias ilógicas e incluso anti-semánticas. Él mismo es consciente de esa incoherencia –en nuestros términos humanos–, admitiendo que sus versos «antes parecen dislates que dichos puestos en razón». Sin embargo, como decía santo Tomas de Aquino, «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona». Y así, por muy imperfecto y deficiente que pueda ser cualquier acto humano, la acción profunda de la gracia divina, afina, depura y pule en el hombre sus potencias, incluidas las de la creatividad y la comprensión. De esta manera, con san Juan de la Cruz y los demás místicos poetas, quizá lo que vemos sea, ni más ni menos, la acción del Espíritu Santo en el lenguaje de los hombres, perfeccionándolo, potenciándolo, sacándole luz y brillo en lo posible, y llevándolo a su más alta expresión.

Sin embargo, es a la tercera e inferior forma de contemplación a la que me refiero. A la poesía como mera y deficiente aproximación al conocimiento del hombre y del mundo a través de la experiencia natural de lo creado. A una contemplación más próxima al conocimiento estético de Platón que al puramente intelectualista de Aristóteles, y que tiene por objeto el asombro ante el universo que nos rodea. Y aclaro que no me estoy refiriendo a la Verdad con mayúsculas, a la revelada sobrenaturalmente, sino a la verdad natural en cuanto escalón al que trepar para tratar de alcanzar y conocer aquella.

Por ello, lo máximo a lo que puede aspirar la poesía es a expresar una visión más profunda de la realidad. A intentar esclarecer en lo posible los misterios del mundo como inicio del camino hacia la dilucidación del misterio del mundo. Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare amplían nuestro conocimiento sobre nosotros mismos, en parte por su testimonio de una enorme variedad de tipos humanos, y en parte porque acrecientan nuestro acervo de modos de acción moral, pero también nos transportan a un nivel de comprensión que nos hace vislumbrar las conexiones más profundas que ordenan el cosmos, aunque sea de una forma borrosa y cuasi intuitiva. Y digo de forma borrosa porque, si bien, como sostenía Aristóteles, la poesía es superior a la historia ya que puede llevarnos de lo que es hacia lo que debería ser, por esta misma razón es imperfecta, pues carece de ser en acto, y, en consecuencia, peca de imprecisión y de falta de certeza.

No obstante, ella nos da algo a lo que difícilmente podríamos acceder de otro modo, porque, como nos dice Romano Guardini (1885-1968), ante un poema «el lector toma una nueva actitud hacia la existencia que es más profunda que la postura que adoptamos en nuestra vida cotidiana y más viva que la seguida por un filósofo» (…), ya que «sus palabras, que ofrecen una comprensión más profunda del mundo, tienen más poder que las de la costumbre y son más originales que el discurso de un intelectual». El poeta francés Paul Claudel (1868-1955) era de esta misma opinión: «El objeto de la poesía, –escribió– no es como dicen a menudo, los sueños, las ilusiones y las ideas. Es esta santa realidad, en el medio de la cual estamos situados. Es el Universo de las cosas visibles, al cual la Fe añade el de las cosas invisibles. Todo lo que a nosotros mira y a lo que nosotros miramos. Todo eso es la obra de Dios, que forma la materia inagotable de las historias y los cantos, tanto del más grande de los poetas como del más pobre pajarillo. (…) Hay una «poesía perennnis» que no inventa sus temas, sino que regresa eternamente a los que la creación le proporciona». Es también lo que viene a decir el padre Leonardo Castellani (1899-1981) cuando señala que en el poeta el «trato no es con las cosas eternas, sino con las temporales, pero para volver­ a las eternas». Así lo expresa en uno de sus versos Claudel:

«No puedo nombrar nada más que lo eterno.
La hoja se vuelve amarilla y el fruto cae,
Pero la hoja de mis versos no perece».

Sin embargo, los poetas que hacen eso son muy escasos. La mayoría no nos dan nada parecido al conocimiento, ni siquiera en el sentido habitual de la palabra.

Probablemente, uno de los poetas que ejerció esta misión con más cierto –aunque, obviamente, sin llegar a la altura de los místicos– fue William Blake (1757-1827). Nacido cuando el mundo renacentista estaba llegando a su fin, y desarrollando la plenitud de su obra en el apogeo del Romanticismo, desconfiaba profundamente del intelecto como medio para encontrar la verdad y de la ciencia como medio para explorarla. Blake sintetizó esta visión en los siguientes versos:

«Alguna vez debemos creer una mentira
Cuando vemos con, no a través, del ojo».

El poeta inglés vislumbró, aunque deficientemente, la realidad de las cosas, en esa suerte de contemplación de tercer nivel a la que me refiero, no con el ojo, sino a su través. Y dejó dicho sobre la poesía:

«Ver un mundo en un grano de arena.
Y un cielo en una flor silvestre,
Sostener el infinito en la palma de tu mano.
Y la eternidad en una hora».

En todo caso, aun ante esta deficiente visión, algo hay de trascendente en el poeta, hay en él un algo de profeta, y aunque aquello que canta trate de un conocimiento o experiencia natural, aquello que le mueve e impulsa –¿los que los antiguos denominaban Musas?– puede no llegar a ser del todo inmanente.

Baudelaire, el poeta maldito, y Poe, el narrador maldito que deseaba más que nada ser poeta, nos lo cuentan. Dice el primero, casi parafraseando al segundo, que:

«Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, cómo el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba; y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo, sino más bien son el testimonio de una melancolía irritada, de una exigencia de los nervios, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que quisiera entrar en posesión inmediata, ya sobre ésta misma tierra, de un paraíso revelado».

La poeta católica Denise Levertov (1923-1997) también nos dice algo interesante al respecto de esta relación entre la poesía y su fuente y fin trascendentes:

«Diría que para mí escribir poesía, recibirla, es una experiencia religiosa. Por lo menos si uno quiere decir con esto que está experimentando algo que es más profundo, diferente de lo que su propio pensamiento e inteligencia puede experimentar en sí mismos. La escritura en sí misma puede ser un acto religioso, si uno se deja poner a su servicio. No quiero hacer una religión de la poesía, no. Pero ciertamente podemos asumir lo que la poesía no es: definitivamente no es solo un acto antropocéntrico». (Estees, 1996).

Pero esta no es una idea nueva, más de un siglo antes, el cardenal John Henry Newman (1801-1890) en un artículo del año 1839 (reimpreso por él mismo en 1877), escribía que «la poesía es nuestro misticismo», siendo para él la fuente de lo poético Dios mismo. De esta forma, nos dice, el poeta se aproximará o se alejará de la autenticidad, y, por tanto, del carácter religioso, según se encuentre más o menos próximo a Aquel de quien emana ese don.

Y a no olvidar: para ello, el poeta habrá de volverse niño, para así, trasformar la existencia en un poema, tal cual hacen los niños, ya que el camino de la infancia y su pureza conduce al misterio a través del poema. Porque, como versa Charles Péguy:

«Y la voz de los niños es más pura que la voz del viento en la calma del valle.
Y la mirada de los niños es más pura que el azul del cielo».

Pero, en todo caso, aun siendo así, esos grandes poetas, incluso los mayores de todos, los místicos, en último término no son sino aprendices que balbucean torpemente aquello que les es dado cantar. Como dice J. R. R. Tolkien (1892-1973) en su poema Mitopoeia:

«Hombre, subcreador, luz refractada
a través de quien se astilla un único Blanco
de numerosos matices, que se combinan sin fin
en formas vivas que van de mente en mente.
(…)
«Benditos sean los hacedores de leyendas con sus rimas
sobre cosas que no se hallan en el registro del tiempo».

Y aunque nada de esto responde a la siempre perenne pregunta de qué poetas deben ser atendidos, sin duda apunta a ello. Así que dejaré el tema para la próxima entrada.

  

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1 comentario

  
Lorenzo Romero Vázquez
Suma de la perfección
Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior,
y estarse amando al Amado.

San Juan de la Cruz
30/11/23 3:39 PM

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