Educar en la feminidad (II). Modelos infantiles y de adolescencia. El jardín secreto y Mujercitas

                 Ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935) de la novela Mujercitas.

   

   

    

«—Chicas —dijo Meg dirigiéndose tanto a Jo, que estaba tumbada junto a ella, como a sus otras dos hermanas, aún en pijama y en su habitación—, mamá espera que leamos estos libros y los cuidemos con esmero; sugiero que empecemos enseguida».

Louisa May Alcott. Mujercitas

  

«Puedes tener tanta tierra como quieras (…). Me recuerdas a alguien que amaba la tierra y las cosas que crecen. Cuando veas un poco de esa tierra que quieres (…) tómala, niña, y haz que cobre vida». 

Frances Hodges Burnett. El jardín secreto

   

   

  


EL JARDÍN SECRETO, de Frances Hodges Burnett (1911). El asombro ante lo creado y el abono en la tierra que labrar.

¿Cómo recuperar el asombro que nos devuelva a nuestra naturaleza de criaturas? Frances Hodges Burnett nos lo cuenta en esta novela, mediante el relato de una historia plena de simbolismo, magia y afecto, que nos deja finalmente un poso de esperanza. Y para ello nos lleva, de la mano de una niña de 12 años, a un lugar que ya conocemos, el jardín.

Como hemos visto, el jardín es el refugio, guardado y seguro, escondido a los ojos extraños; un lugar, pleno de armonía, orden y felicidad, dónde llevar a cabo aquello que hay que hacer: cultivar el alma.

Por otro lado, es un lugar donde impera la belleza y asombro. Ya Platón y Aristóteles creían que la educación debería atraer a los niños y los jóvenes hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza, que entendían como la expresión sensible de lo real.

Además, el jardín es el paraje ideal para el juego. El juego infantil, ese que abre y cierra puertas y mundos al compás del ingenio y la imaginación del niño, y que siempre ha sido la manera en que los pequeños han cultivado su alma.

Estas son, pues, las dos claves para preparar la tierra para el cultivo: la belleza y el juego.

Nuestra protagonista y narradora, es Mary Lennox. Mary vive en la India, pero al morir sus padres en una epidemia de cólera, es enviada de vuelta a Inglaterra. Su destino es Misselthwaite Manor («Una casa con cien habitaciones, casi todas con las puertas cerradas»), situada al borde de los oscuros páramos de Yorkshire, donde reside su tío Archibald Craven, un hombre todavía desolado por la reciente muerte de su esposa.

Contra todo manual de estilo, Hodges Burnett no presenta al lector una protagonista simpática, sino más bien arisca y tosca. Lo cierto es que la vida no le ha dado a Mary muchas dulzuras, con la terrible pérdida de sus padres, y la necesidad de afrontar, en desamparo, una nueva vida llena de incertidumbre. A ello no ayuda tampoco su tío, que la descuida, ausentándose con frecuencia de la casa.

Pese a ello, Mary conocerá y trabará amistad con dos niños de su edad. Una amistad que aligerará su pesar, y que, a través del juego, y en el marco de un precioso jardín olvidado, trasformará su vida.

Uno de estos niños es su primo Colín, como ella huraño a causa de su delicada salud, como ella, aburrido y apático, encerrado siempre entre las cuatro paredes del inmenso caserón. El otro es Dickon, el hermano pequeño de una criada, inquieto, imaginativo, atento al juego y a la vida al aire libre, entre campos y bosques.

En uno de sus paseos, y gracias a la misteriosa ayuda de un petirrojo, Mary encuentra la llave y la puerta de entrada de un jardín abandonado. En la compañía de Dickon decide visitarlo, y, nada más traspasar el umbral de su puerta, siente una trasformación interior que la hace florecer. De repente, la solitaria y taciturna niña descubre placeres y deleites no imaginados. Cosas tan simples, como saltar a la cuerda, la hacen sentir inmensamente viva.

La enorme alegría del descubrimiento de este regalo (la belleza natural, y el placer del juego) lleva a Mary, porque el amor siempre se desborda, a atraer a su triste y enfermo primo Colin al jardín. Cuando ambos atraviesan de la mano su vieja puerta, perciben la presencia de aquello que les faltaba: «¡Algo está ahí, algo!». El asombro frente a lo creado y la humildad que le acompaña se apoderan de sus corazones, para, en palabras del poeta Shelley, levantar ante ellos, «el velo que cubre la belleza oculta del mundo».

Se ha sugerido que El jardín secreto es una especie de Jane Eyre infantil, y algunos otros incluso han sostenido que se trata de una Heidi inglesa. Es muy posible, pues hay ciertas similitudes y paralelismos, y ya sabemos de la tremenda influencia de la tradición literaria de la que ningún autor puede escapar. Pero, esta novela, más allá de esas semejanzas, como su título indica, guarda un secreto muy particular, que podríamos encerrar en una pregunta:

¿Puede un jardín dar la felicidad?

Probablemente no, al menos en esta nuestra existencia terrena, aunque tenemos razones para pensar que entre uno y la otra existe una relación directa. Pero, sin perjuicio de ello, los susurros de tres niños jugando en un jardín, envueltos en su ilusión inocente y alegre, podrían posiblemente evocar en los lectores un mundo, quizá hoy perdido, pero saludable y redentor: un jardín como escenario, tanto de la sanación de un niño enfermo, como del rescate del alma de una triste niña, y de la restauración, en la alegría y el afecto, de una familia.

Frances Hodges Burnett creía en el poder de los jardines para fomentar el crecimiento del alma a través de la contemplación de la belleza natural, y como camino hacia el bien y la verdad. Y es allí, donde los jóvenes lectores recordarán a Mary Lennox, recorriendo los corredores sin fin de Misselthwaite Manor, y, sobre todo, explorando los caminos sinuosos del jardín secreto, con sus laberintos y senderos.

De este modo, el hortus conclusus inicial se prepara al final para llegar a ser un locus amoenus; y tal y como debería ser, la niña heroína encuentra el camino y la llave, y abriendo la puerta secreta del jardín, llega a conocer lo que le estaba oculto e inaccesible, ese «algo» que la hace florecer. Porque, como señala la autora en el libro:

«Donde cuidas una rosa, muchacho, no puede crecer un cardo».

Pero, el jardín, a pesar de los deseos de los niños de guardarlo para sí, no puede permanecer ya oculto, ya que, por naturaleza, el amor y el bien son difusivos de suyo. De esta forma, la alegría y el disfrute de los niños alcanza a los adultos cuando el Sr. Craven, misteriosamente, es llamado en la distancia y atraído de vuelta al hogar, para que, al fin, el calor de una familia regrese a Misselthwaite Manor. Un lugar que pervivirá en nuestra memoria por su jardín secreto, aquel donde Mary inició el cultivo, entre asombro y belleza, de su alma y su corazón.



MUJERCITAS, de Louisa May Alcott (1868/69). Puliendo defectos, cultivando virtudes: la siembra y el cuidado de lo sembrado (el hortus conclusus).

Como con seguridad ustedes conocen, la novela relata las vicisitudes de la vida adolescente de las cuatro hermanas March en su casa de Concord, mientras su padre se encuentra ausente por causa de la guerra (la Guerra Civil o de Secesión americana). Desde allí, Alcott nos pone al día en su paso de la infancia a una primera madurez.

De nuevo, un camino por recorrer. De nuevo, un jardín que cultivar, podar y adornar. No es casualidad que la arquitectura y el diseño de la obra sigan la pauta de la novela de John Bunyan, El progreso del peregrino, de cuyas referencias está plagada; por ejemplo, los títulos de muchos capítulos (Juego de los peregrinos, Cargas, Beth encuentra el Palacio Hermoso, Un valle de sombras, entre otros). Bunyan también se hace presente en el propio leitmotiv del relato, el peregrinar de las protagonistas, afrontando los desafíos de la vida y superando sus propios defectos y cargas personales, para al final convertirse de iniciales mujercitas en buenas esposas. Meg, la mayor, ha de hacer frente a su vanidad. Jo, la segunda, como su madre, tiene un temperamento fuerte que debe aprender a controlar. Beth, la tercera, ya es casi tan perfecta que su carga es simplemente superar su timidez, y quizá por eso, abandona la historia prematuramente. Amy, la pequeña y mimada, tiene que tratar de corregir su falta de sentido práctico y su irreflexión. Es por ello que la obra puede ser considerada una novela de crecimiento, así como una guía de conducta para jovencitas.

Al lado de las cuatro protagonistas destaca, tenuemente, pero de forma firme y constante, otro personaje femenino, su madre, Marmee, fundamental en la novela. La señora March enseña a sus hijas el valor de una vida familiar estable y llena de amor y respeto, y la posición central que en ella corresponde a la mujer; las orienta y alecciona en la dificultad y grandeza del perdón, y siempre muestra a sus hijas, con su ejemplo de vida, que las vicisitudes y altibajos, necesariamente presentes en todo matrimonio y vida familiar, han de ser abordados con sabiduría cristiana, desde la humildad, el amor y el perdón… y con un poquito de sentido común.

«Hija mía, tus problemas y tentaciones no han hecho más que empezar y pueden ser muchos, pero lograrás superarlos y vencerlos si aprendes a sentir la fuerza y el amor de tu Padre Celestial como sientes los de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más unida te sentirás a Él y menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Él nunca se cansa de amarnos y cuidarnos, nada le aleja de nosotros y nos proporciona la paz, la felicidad y la fuerza que necesitamos en nuestra vida. Has de creer en esto y confiar a Dios todas tus cuitas y esperanzas, tus errores y penas, del mismo modo que los compartes con tu madre».

A lo largo de toda la obra, vemos a unas jovencitas (alguna de las cuales destaca notoriamente en la faceta artística, como es el caso de Jo) que se alejan voluntariamente del éxito y el triunfo en el mundo (del empoderamiento, como se diría hoy). Frente a ello, optan —libremente—, por una vida doméstica, de matrimonio y maternidad (Meg y Beth), o de cuidado y educación de los niños a través de la enseñanza, (Jo), que, ¡oh, paradoja!, y como dirían los modernos, nos las muestra felices y realizadas. Recordemos el capítulo, certeramente titulado, Castillos en el aire, donde Meg, la hija mayor, fantasea con el glamour y los privilegios de una buena posición: «Me gustaría una casa hermosa, llena de todo tipo de cosas lujosas: buena comida, ropa bonita, muebles hermosos, gente agradable y montones de dinero». Jo, asocia la felicidad con la fama y se imagina a sí misma como una autora exitosa: «Creo que escribiré libros y me haré rica y famosa». Amy, la más joven, es igualmente ambiciosa y aspira a ser aclamada en el campo del arte: «ser artista, e ir a Roma, pintar hermosos cuadros y ser la mejor artista del mundo». Finalmente, nada de esto tiene lugar. Y, sin embargo, las chicas no se sienten frustradas, sino que, al contrario, son felices.

En este sentido, la maternidad, el matrimonio y el cuidado de los niños, y las virtudes asociadas a los mismos, son, misteriosa e inexplicablemente ––volverían a decir los modernos––, ensalzadas y promovidas, como caminos y destinos naturales a los que tender.

Con el final incrustado en el título (la segunda parte de la novela, publicada de forma independiente un año después de la primera, se tituló Buenas esposas en el Reino Unido), la obra de Alcott tiene un último capítulo que se titula, muy gráficamente, Tiempo de cosecha. Pues, como preconiza y desea Marmee:

«Quiero que mis hijas sean hermosas, realizadas y buenas; que sean admiradas, amadas y respetadas, que tengan una juventud feliz, que se casen bien y sabiamente, y que lleven una vida útil y agradable, con tan poco cuidado y pena para probarlas como Dios considere oportuno enviar. Ser amada y elegida por un buen hombre es lo mejor y lo más dulce que le puede pasar a una mujer; y espero sinceramente que mis hijas conozcan esta hermosa experiencia».

Este último capítulo representa una suerte de glorioso muestrario de las bendiciones que puede cosechar una mujer tras una buena siembra en su particular jardín familiar, en su hortus conclusus. En él se nos describe la celebración del sexagésimo cumpleaños de la Sra. March, y con ocasión de ello, se nos muestran los frutos de su amor conyugal, representados por un amante esposo, tres hijas felizmente casadas, tres buenos yernos y sus nietos, todos los cuales, en un festivo encuentro, honran a la esposa, madre y abuela con abrazos, regalos y hermosas palabras en un momento de gozo familiar exultante.

1 comentario

  
Bakunita
Hay un aspecto que me ha encantado siempre de "Mujercitas" y es un matiz que en aquellos momentos era verdaderamente revolucionario: las protagonistas se casan por amor y no por otras cuestiones de ascensión social o prestigio. Es su madre, la primera que les hace ver que la felicidad del matrimonio se da en esa elección por amor. Los padres de las "Mujerecitas" son en sí mismos un ejemplo de esto: el padre al casarse enoja a parte de su rica familia (recordemos a la avara tía March). Y es también una defensa de las inquietudes artísticas de las mujeres, ejemplificadas en Jo, que tan frecuentemente eran denigradas por sus contemporáneos.
17/05/23 11:50 AM

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