Benedicto XVI y la «nobilis forma»

Benedicto XVI y la «nobilis forma»

Un hecho incontestable es que, durante el pontificado de Benedicto XVI, mientras quedase salvaguardada la integridad de la fe de la Iglesia, había libertad teológica y de opinión ―acerca de cosas opinables y accidentales, repito―, contrariamente al ambiente de temor que detecto hoy en día.

El ocaso del año 2022 ha estado marcado, sin duda alguna, por el óbito de nuestro estimadísimo Benedicto XVI; en los días previos hemos contemplado, con profunda emoción, cómo su vida ha ido consumiéndose gradualmente como la cera a causa de su enfermedad y dolencias, agudizadas éstas por el gravissimum pondus de su avanzada edad. Este desenlace, por otro lado, nos lanza inevitablemente, y de modo retrospectivo, a tomar y retomar en consideración su legado y su servicio a la fe y a la Iglesia de Cristo. De hecho, no somos pocos los fieles ―y esto lo he podido constatar recientemente con gran satisfacción― que lo hemos echado de menos en el ejercicio del ministerio petrino, bien sea visto éste en su totalidad, bien sea atendiendo in concreto a una gran diversidad de aspectos particulares. Tengo in mente, en estos instantes ―y no sin ausencia de nostalgia, lo reconozco―, su gran celo por la custodia de la integridad del depositum fidei, su erudición superlativa, la alta calidad teológico-mística de sus homilías y discursos, la piedad y esplendor de su ars celebrandi o su exquisita finezza en las formas, manifestada y adaptada ésta admirablemente en toda situación y circunstancia.

Por otra parte, en lo tocante a la esencia de su pensamiento[i], y en el intento de seleccionar alguno de sus principios más importantes, estimo que aquél que deberíamos tener más en cuenta en este preciso articulus temporum, debido mayormente a su carácter perentorio ―pues está en riesgo la unidad de la Iglesia, especialmente por el factor, aunque todavía in fieri, del cisma alemán―, es indudablemente el que invoca ―apoyándose en una larga y venerable tradición― la necesidad de la reforma constante de la Iglesia; Ecclesia semper reformanda.

¿Cuál es, realmente, la esencia de la reforma de la Iglesia, según Benedicto? Bajo mi punto de vista, la respuesta plena a esta pregunta la encontramos cuando él, en un esfuerzo de síntesis analógica, recurre al pensamiento teológico de san Buenaventura y del Pseudo-Dionisio. Pero, antes de proseguir, acudamos al textus princeps del Seráfico Doctor, principal fuente de inspiración del, por aquel entonces, teólogo Joseph Ratzinger: «Y esta ascensión [hacia Dios] se hace por afirmación y por ablación: por afirmación, de lo sumo hasta lo ínfimo; por ablación, de lo ínfimo hasta lo sumo; y este modo es más conveniente [...]. El amor sigue siempre a la ablación. [...] el que esculpe una figura, nada pone, antes bien, quita y deja en la misma piedra la forma noble y hermosa. Así el conocimiento de la Divinidad por ablación deja en nosotros una disposición nobilísima»[ii].

Como hemos podido leer, en este pasaje de las Colaciones sobre el Hexaémeron, Buenaventura de Bagnoregio se sirve de la teología negativa o apofática del Pseudo-Dionisio[iii] para explicar el camino ablativo de ascenso hacia el conocimiento y amor de Dios; es lo que también desarrolla en el célebre opúsculo Itinerarium mentis in Deum, aunque desde una perspectiva distinta ―de carácter igualmente neoplatónico―, o sea, desde la vía iluminativa, partiendo de los vestigios de Dios y de su imagen creada. Según el Seráfico, a Dios hay que contemplarlo fuera de nosotros ―a partir de los vestigios de sus criaturas―, pero también dentro de nosotros ―a partir de su imagen― y sobre nosotros ―por la luz de la Verdad impresa en nuestra mente―[iv].

Lo que acabamos de exponer sucintamente es in nuce la concepción de Buenaventura en torno al homo viator, en camino hacia Dios. Pues bien, Joseph Ratzinger, experto en la teología de este santo franciscano ―su tesis de habilitación para la docencia la realizó acerca de su teología de la historia, después de doctorarse con una disertación sobre la eclesiología de san Agustín―[v], toma analógicamente los principios de la doctrina bonaventuriana y los aplica magistralmente para esclarecer mejor la esencia de la reforma de la Iglesia, y digo magistralmente, porque el verdadero maestro ―no todos los que se presentan como teólogos son stricto sensu verdaderos maestros― es aquél que sabe descubrir al discípulo la esencia de las cosas (essentia rerum), tanto en el orden natural, como en el sobrenatural.

Ratzinger, inspirado en san Buenaventura, afirma que, del mismo modo que el escultor Miguel Ángel eliminaba o removía el material sobrante que impedía contemplar la noble y hermosa forma (nobilis et pulchra forma) de la estatua, contenida en una determinada pieza marmórea, y de igual manera que, para ascender a Dios, debemos proceder a la ablación de todo aquello que oscurece u oculta la nobilis forma de nuestro ser personal ―esto es, la imagen de Dios―, entonces, metafóricamente hablando, la Iglesia también debería purificarse, por vía ablativa, de todos aquellos elementos accidentales y extraños que impiden que resplandezca su nobilis forma o esencia.

Ratzinger no es en absoluto ingenuo, y sabe que son muchas las escorias que oscurecen y embrutecen el cuerpo social de la Iglesia ―como realidad teándrica, no está exenta de pecadores; el trigo y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30), el mysterium pietatis y el mysterium iniquitatis conviven en él―, de la misma manera que reconoce los intentos infructuosos ―por ser substancialmente estériles― que intentan resolver los problemas mediante categorías mundanas, especialmente aquélla del activismo fáustico, propio del estado espiritual del hombre moderno: «El factum ha dado lugar al faciendum, lo hecho ha originado lo factible, lo repetible, lo comprobable. Se llega así al primado de lo factible sobre el hecho»[vi]; y añado yo en el mismo sentido: el facere ha llegado a sustituir al esse en una sociedad en la que el hombre ha adquirido una viciada propensión a estar, existencialmente, en perpetuo proyecto, a saber, siempre in fieri, nunca in facto esse, lo cual también ha llegado a contaminar los espíritus de los propios cristianos, ya seglares, como eclesiásticos.

En la misma línea antifáustica, el entonces cardenal Ratzinger, en una brillantísima conferencia que pronuncia en Rimini (1990), intenta con éxito demostrar que la solución a los males de los que la Iglesia actual adolece no puede estribar en dicho activismo ―pues éste es ya una perversión―, sino en la santidad y conversión, esto es, mediante una purificación de todo aquello que oculta la nobilis forma eclesial. En concreto, él alerta, en dicha exposición, de la errónea idea ―frecuentísima en los ambientes eclesiales, por cierto―, consistente en pensar que una persona es mejor cristiana en la medida en que aumenta su compromiso activo. Mediante su fina ironía, llega a calificar dicho activismo asociacionístico como una suerte de terapia (sic) de la actividad eclesial. Es decir, para algunos ―prosigue irónicamente―, la curación del cristiano no activista, o sea, no comprometido, consistiría en asignarle un comité o algún compromiso. De repente, el que yo considero un momento, no sólo antológico, sino también profético de la susodicha conferencia de Rimini se vive cuando Ratzinger afirma lo que sigue:

«Así, se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se interpone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede ocurrir que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que alguno viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de la política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico»[vii].

En este preciso instante, el copioso auditorio, que hasta el momento se ha mantenido en silencio, interrumpe abruptamente al Cardenal con un espontáneo e impetuoso aplauso, como si se hubieran unido todas las voluntades de esos oyentes, para manifestar afectivamente algo que habita ―en el sentido más virtuoso y sobrenatural del término― en el sentido común de los fieles[viii]. En efecto, la verdadera reforma de la Iglesia sólo vendrá a través de la santidad; los santos son ―según asevera categóricamente en su obra La sal de la tierra― los verdaderos reformadores[ix]: «[...] las reformas tampoco ahora llegarán por medio de asambleas o sínodos ―que son justos y muchas veces muy necesarios―, las reformas vendrán por esas personalidades sólidamente convincentes, que nosotros podemos llamar santos»[x].

Volviendo a la analogía del espejo, aquí Ratzinger no se está refiriendo a que la Iglesia deba salir substancialmente de sí misma o que deje de estar centrada en su núcleo esencial; todo lo contrario. De lo que se trata es de mirar hacia el horizonte o, mejor dicho, de existir en el horizonte de lo eterno[xi]. Ciertas estructuras eclesiásticas ―pienso especialmente en las más creativas y novedosas― podrían resultar un verdadero impedimento para vivir y subsistir en este horizonte sobrenatural. En el fondo, Ratzinger advierte que la Iglesia ―repito, desde sus estructuras más humanas y sociales― corre el peligro de contemplarse sólo a sí misma, como ilustra ―según señala en Espíritu de la liturgia― el modus celebrandi de una liturgia eucarística en donde se ha dejado, en general, de celebrar ad orientem ―o, como mínimo, se ha abandonado la costumbre de tener la cruz situada en el centro del altar, signo del oriente interior de la fe―, síntoma éste de una Iglesia que dialoga consigo misma y se mira a sí misma en un círculo cerrado, esto es, concentrada en su dimensión radicalmente humana, olvidando, así, la orientación común ―de sacerdote y fieles simultáneamente― hacia Dios, nuestro Oriente[xii].

En este sentido, lo que Joseph Ratzinger quiere remarcar es que, para una auténtica reformatio ―necesaria en cualquier tiempo―, no es preciso reinventar la Iglesia; simplemente debemos prescindir ablativamente de ciertas construcciones propias a favor de la luz purísima que proviene de lo alto. Dicho de otro modo y más concretamente, la verdadera reforma «es siempre una ablatio, un eliminar para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y con él también el rostro del Esposo, del Señor vivo. [...] Así pues, la verdadera reforma es una ablatio, que como tal se convierte en congregatio»[xiii]. Sí, en efecto, para que pueda producirse la congregatio in Domino, es menester dicha ablatio-reformatio, consistente primera y fundamentalmente ―y esto es muy importante tenerlo en su debida cuenta― en el acto de fe, de lo cual se deduce lógicamente, según mi parecer, que, sin una firme adhesión a dicha fe, no sólo no podrá realizarse la reforma, sino que será imposible la congregatio y la propia existencia sobrenatural en el Señor, verdadera esencia o nobilis forma de la Santa Iglesia. No hace falta decir que la calamidad del Sínodo alemán ―por otra parte, fuente de sufrimientos de Benedicto XVI― es, siguiendo este principio ratzingeriano, cualquier cosa menos una verdadera reformatio; en todo caso, supone una deformatio, esto es, una negación de la esencia de la Iglesia y un verdadero oscurecimiento de su nobilis forma.

No pretendo extenderme excesivamente con mi modesta reflexión, pero, como de costumbre, un reiterado pensamiento termina asaltando mi alma, siempre justo después de una cierta sensación de claridad eidética: ¿cómo puede aplicarse dicha reformatio en el momento histórico presente? Sería muy presuntuoso por mi parte, por supuesto, incoar la propuesta de un plan íntegro de reforma eclesial, porque, entre otras cosas, esto desbordaría mis limitadas capacidades. Sin embargo, tengo más clara la idea de la perentoriedad de subsanar una especie de clima malsano de temor y de falta de libertad que está presente actualmente en la mayoría de ámbitos eclesiales, y que no se daba en los años del pontificado de Benedicto XVI; sin dicha libertad ―la verdadera, la que no niega la fe, sino que la confirma―, veo muy difícil, por no decir imposible, el desarrollo de una verdadera reformatio.

Personalmente, no veo problema alguno en admitir que no estoy de acuerdo en absolutamente todo lo que ha dicho y escrito Ratzinger-Benedicto XVI ―especialmente en cuanto teólogo y doctor privado―, como, por ejemplo, el tratamiento que hace de la teología de la satisfacción de Anselmo de Caterbury[xiv]. Ahora bien, las legítimas discrepancias sobre cuestiones particulares no son, para mí, un impedimento para profesar mi admiración y estima, así como mi reconocimiento por su magnífico corpus doctrinal. Por otra parte, alguien podría preguntarse: ¿el hecho de que él deviniese Papa, convirtió en magisterio infalible todo lo que anteriormente escribió en el plano puramente teológico? ¿Son incluso sus opiniones ―teológicas o no―, posteriores a su elección, irrefragables? Y los mismos cuestionamientos son igualmente válidos tanto si nos referimos al papa Francisco, como a Pío XII… Pese al carácter pueril de las presentes preguntas, la realidad es que son legión los que responden o con dudas o incluso afirmativamente, con lo cual, éstos terminan consecuentemente por llegar al irrisorio extremo de no atreverse a manifestar divergencia alguna, ni siquiera en las cosas opinables más insignificantes.

Sin embargo, esta libertad en disentir, en todo aquello que no es magisterial proprie loquendo, nos la ofrece Benedicto mismo en diversas ocasiones, lo cual confirma, una vez más y a mi entender, su amplitud de espíritu y su gran altura intelectual y teológica. Especialmente, en su obra Jesús de Nazaret, lo quiso dejar bien claro; sirva, pues, de botón de muestra la siguiente cita, correspondiente al prólogo del primer tomo, en donde nos ofrece una advertencia realmente conmovedora ―según mi impresión―, habida cuenta de la honestidad intelectual que irradia: «Sin duda, no necesito decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal «del rostro del Señor» (cf. Sal 27, 8). Por eso, cualquiera es libre de contradecirme [sic]. Pido sólo a los lectores y lectoras esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible»[xv].

Un hecho incontestable es que, durante el pontificado de Benedicto XVI, mientras quedase salvaguardada la integridad de la fe de la Iglesia, había libertad teológica y de opinión ―acerca de cosas opinables y accidentales, repito―, contrariamente al ambiente de temor que detecto hoy en día, en particular entre el clero más joven y de corte tradicional, lo cual contrasta, curiosamente, con la osadía de los fautores del actual ultramodernismo germano y de sus corifeos, que no sólo deforman la doctrina católica, sino que también acaban negando el propio derecho natural.

Desde una buena teología eclesiológica, debe concluirse que el Papa ―sea cual sea― no tiene un poder ilimitado; su potestad es meramente vicaria y su magisterio concierne exclusivamente a las cuestiones de fe y moral, y, en las temporales, únicamente in ordine ad supernaturalia, como ya dejaron bien claro, por cierto, los Magni Hispani, es decir, los teólogos de la Escuela de Salamanca[xvi]. Una apreciación cualquiera sobre un tema discutible, expresada en una entrevista o en una alocución del Ángelus, por poner unos pocos ejemplos, no debe considerarse per se infalible, ni siquiera magisterial, como es natural, ni debemos sentirnos constreñidos a aceptarla ciegamente. Tal cosa no sólo supondría la negación esencial de la libertad ―por antonomasia, la de los hijos de Dios― dentro de la Iglesia, sino una especie de suspensión contra naturam del acto intelectivo, cuya inclinación natural consiste en el conocimiento de la verdad. Considero, por ende, que el juicioso criterio de Benedicto XVI puede ayudar, no sólo a huir de la papolatría ―mal muy común, por cierto, entre el ala neoconservadora desde hace tiempo, y también actualmente en la progresista―, sino también a superar el infantilismo teológico de algunos; se trata sencillamente de discernir cuándo el Papa habla ex cathedra y cuándo ex fenestra, nada más. Sin la aplicación de este rudimentario criterio de discernimiento, veo muy difícil, sinceramente, que podamos, de forma adulta y honesta, desarrollar un sólido proyecto a favor de la causa reformationis ―tan necesaria, como urgente―, que, bajo mi punto de vista, si queremos descubrir la antedicha nobilis forma, debe pasar por la continuidad con la Tradición ―a la cual apeló Benedicto ab initio― y, en consecuencia, por la restauración de todo aquello que hemos ido perdiendo por el camino en esta época histórica postconciliar, debido fundamentalmente al antiespíritu conciliar(Konzils-Ungeist), como lo denominó el propio Ratzinger en el año 1985 ante Vittorio Messori, concretamente en el profético libro-entrevista Informe sobre la fe[xvii].

En los instantes en que estoy terminando de escribir el presente artículo, la Iglesia entera está sensiblemente afectada por el fallecimiento de Benedicto XVI; el Señor lo ha querido llamar el día de Sancta Maria in Sabbato. En definitiva, en el ocaso o atardecer de su vida ―parafraseando a san Juan de la Cruz― habrá sido juzgado en el amor. Por lo demás, lo que parece seguro es que el final de esta peregrinación terrenal hacia la Casa del Padre ha acontecido del mismo modo en que él ha vivido siempre, a saber, con humildad, la misma con la que desempeñó el oneroso cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o aquella que demostró al ser elegido Sumo Pontífice. La verdadera humildad no es aquella que necesita ser demostrada con insistente ostentación, sino la que es interiorizada místicamente en la propia vida personal, como algo connatural, asumiendo, a la vez, los sufrimientos y dolores; en el caso de Benedicto ―como fiel discípulo del Siervo sufriente―, los suyos propios y los de una Iglesia tan herida y debilitada como la hodierna. En definitiva, pienso que el bueno de Joseph, mediante esta humildad purificadora o ablativa,ha podido situarse, especialmente en estos años de retiro espiritual, in via perfectionis hacia Dios, el único que puede, ya in termino, desvelar completamente, en virtud del lumen gloriae, nuestra nobilis forma.

Valga, finalmente, el siguiente pasaje del Divino impaciente ―la célebre obra de teatro, misional y religiosa, de José María Pemán―, para ilustrar lo que, a mi entender, ha sido la sincera, quieta y apacible humildad ―la de hacer sencillamente lo que debe hacerse― del papa Benedicto, irradiada ésta en su magisterio, tanto en su dimensión teórica, como práctica (verba et facta), y pienso, por lo demás, que provechosa causa ejemplar para todos nosotros en general, y para sus sucesores en particular. En un momento dado, el personaje Ignacio de Loyola exhorta parenéticamente, mediante esta fineza literaria, a Francisco Javier, elogiando la esencia auténtica de la humildad:

«No exaltes tu nadería; que, entre verdad y falsía, apenas hay una tilde... y el ufanarse de humilde modo es también de ufanía. [...] cuando suena mucho el río es porque hay piedras en él. [...] Javier, no hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. Cuando es simple la intención, no nos asombran las cosas ni en su mayor perfección. El encanto de las rosas es que, siendo tan hermosas, no conocen lo que son»[xviii].

Anima eius et animae omnium fidelium defunctorum, per misericordiam Dei, requiescant in pace. Amen.

 

Mn. Jaime Mercant Simó

Notas



[i] Al respecto, recomiendo la lectura del siguiente estudio sintético: cf. Pablo Blanco Sarto, La teología de Joseph Ratzinger, Madrid: Ediciones Palabra, 2011.

[ii] Bonaventura, Collationes in Hexaemeron, II, 33, en Bonaventura, Obras de san Buenaventura, Madrid: BAC, 1947, vol. III, pp. 228-229: «Iste autem ascensus [ad Deum] fit per affirmationem et ablationem: per affirmationem, a summo usque ad infimum; per ablationem, ab infimo usque ad summum; et iste modus est conveniens magis [...]. Ablationem sequitur amor semper. [...] qui sculpit figuram nihil ponit, immo removet et in ipso lapide relinquit formam nobilem et pulchram. Sic notitia divinitatis per ablationem relinquit in nobis nobilissimam dispositionem».

[iii] Cf. Dionysius, De mystica theologia: PG 3, 997-1064.

[iv] Cf. Bonaventura, Itinerarium mentis in Deum, en Bonaventura, Obras de san Buenaventura, Madrid: BAC, 1955, vol. I, pp. 610-611.

[v] Cf. Joseph Ratzinger, La teología de la historia de san Buenaventura, Madrid: Ediciones Encuentro, 2010; Pueblo y Casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia, Madrid: Ediciones Encuentro, 2012.

[vi] Cf. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2005, p. 60.

[vii] Joseph Ratzinger, «Una compañía siempre reformable», Communio 91/2 (1991), pp. 154-172 [p. 160].

[viii] Puede verse en el siguiente vídeo la conferencia; el momento preciso del aplauso del público se encuentra en el minuto 35'50: cf. Joseph Ratzinger, Una compagnia sempre riformanda (01-09-1990), conferencia:

https://www.youtube.com/watch?v=DAfBfpOSIok&ab_channel=meetingdirimini

[ix] Cf. Joseph Ratzinger, La sal de la tierra, Madrid: Ediciones Palabra, 1997, pp. 292-293.

[x] Cf. Ibidem, p. 294.

[xi] Cf. Joseph Ratzinger, «Una compañía siempre reformable», Communio 91/2 (1991), pp. 154-172 [pp. 159-160].

[xii] Cf. Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2002, pp. 96-106.

[xiii] Joseph Ratzinger, «Una compañía siempre reformable», Communio 91/2 (1991), pp. 154-172 [pp. 158-159].

[xiv] Cf. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2005, pp. 194-196.

[xv] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret: Desde el Bautismo a la Transfiguración, Madrid: La Esfera de los Libros, 2007, p. 20.

[xvi] Al respecto, recomiendo la lectura de mi trabajo: cf. Jaime Mercant Simó, «La conquista de América: quaestio disputata en la escolástica española», en Antonio Cañellas (coord.) et alii, En torno a la historia de las Españas: De la Baja Edad Media a la contemporaneidad, Madrid: Ygriega, 2020, pp. 79-116.

[xvii] Cf. Joseph Ratzinger-Vittorio Messori, Informe sobre la fe, Madrid: BAC, 1985, pp. 40-41.

[xviii] José María Pemán, El divino impaciente, en José María Pemán, Obras completas: Teatro, Madrid-Buenos Aires-Cádiz: Escelicer, 1950, vol. IV, p. 114.

7 comentarios

Juan
Hay que pedirse unas vacaciones para poder entender este articulo.
3/01/23 4:01 PM
Mario Caponnetto
Perdón Juan. Yo creo que leerlo ya son unas vacaciones para el espíritu.
3/01/23 10:07 PM
Vicente
viva el Papa.
4/01/23 8:48 PM
Luis López
Gracias, Padre, por tan lúcido y brillante artículo. Destaco algunas frases:

"En efecto, la verdadera reforma de la Iglesia sólo vendrá a través de la santidad".

"En el fondo, Ratzinger advierte que la Iglesia ―(...)- corre el peligro de contemplarse sólo a sí misma, como ilustra ―según señala en Espíritu de la liturgia― el modus celebrandi de una liturgia eucarística en donde se ha dejado, en general, de celebrar ad orientem ―(...)―, síntoma éste de una Iglesia que dialoga consigo misma y se mira a sí misma en un círculo cerrado, esto es, concentrada en su dimensión radicalmente humana, olvidando, así, la orientación común ―de sacerdote y fieles simultáneamente― hacia Dios, nuestro Oriente".

"No hace falta decir que la calamidad del Sínodo alemán ―por otra parte, fuente de sufrimientos de Benedicto XVI― es, siguiendo este principio ratzingeriano, cualquier cosa menos una verdadera reformatio; en todo caso, supone una deformatio, esto es, una negación de la esencia de la Iglesia y un verdadero oscurecimiento de su nobilis forma"

"Desde una buena teología eclesiológica, debe concluirse que el Papa ―(...)― no tiene un poder ilimitado; su potestad es meramente vicaria y su magisterio concierne exclusivamente a las cuestiones de fe y moral, y, en las temporales, únicamente in ordine ad supernaturalia, como ya dejaron bien claro, por cierto, los Magni Hispani, es decir, los te
5/01/23 10:31 AM
Erland
Gracias. Gracias. Gracias.

Por favor, su bendición.
14/01/23 4:03 PM
Federico Ma.
Excelente artículo, padre Jaime. Muchas gracias.
14/01/23 7:53 PM
EDAC desde La Paz Bolivia
".... la verdadera reforma de la Iglesia sólo vendrá a través de la santidad; los santos son ―según asevera categóricamente en su obra La sal de la tierra― los verdaderos reformadores[ix]...."

Ya escribió el Padre Jaime Luciano Balmes y Urpiá (1810-1848) en una de sus cartas a un escéptico:

........
"Dígame usted, ¿quién ha hecho más conversiones, los sabios, o los santos? San Francisco de Sales no compuso ninguna obra que bajo el aspecto de la polémica se llegue a la Historia de las variaciones de Bossuet; y yo dudo, sin embargo, que las conversiones a que esta obra dio lugar, a pesar de ser tantas, alcancen ni con mucho a las que se debieron a la angélica unción del Santo Obispo de Ginebra."
..........
"Los apóstoles convirtieron el mundo, y eran unos pobres pescadores; pero no confiaban en la sabiduría humana, ni en la elocuencia aprendida en las escuelas, sino en la omnipotencia de Aquel que dijo: «hágase la luz, y la luz fue hecha.» Bien comprenderá V. que no por esto desprecio la ciencia; el mejor medio de conservarla y ennoblecerla es señalarle sus límites, no permitiéndole el desvanecimiento del orgullo."
.........
"Domine, salva nos, perimus; «Señor, salvadnos, que perecemos.»
Así permite el Señor que sean probados los suyos, y hace más meritoria la fe de sus discípulos; así les enseña que para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo ....".
............

31/01/23 4:20 PM

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