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17.12.16

LV. Las acciones del Espíritu Santo

Las virtudes cristianas

Las virtudes propias del cristiano son las llamadas virtudes infusas. No las puede adquirir ningún hombre por mucho que quiera y se esfuerce. Dios las inculca junto con la gracia, para que se puedan hacer obras sobrenaturales o divinas. Las virtudes sobrenaturales acompañan a la gracia y crecen con ella y desaparecen cando se pierde. Sin embargo, con el pecado, que quita la gracia, quedan la fe y la esperanza como unas raíces para que pueda recuperarse la gracia, aunque también éstas dos virtudes quedan cortadas por pecados graves opuestos a ellas.

Las virtudes sobrenaturales son virtudes cristianas, porque requieren la gracia que es propia del cristiano y, por ello, se manifiestan plenamente en los que por no obstaculizar a la gracia han llegado a la perfección. Además de cristianas pueden llamarse sobrenaturales porque están por encima del poder y de las mismas exigencias de la naturaleza humana.

Todo lo sobrenatural trasciende el orden natural, pero las virtudes sobrenaturales son infundidas en la naturaleza humana para perfeccionarla y elevarla al orden sobrenatural, y así capaces de producir frutos sobrenaturales, dignos por ello de la vida y gloria eternas. Su sujeto no sabe como se han producido, pero los siente como propios, pues son de la naturaleza y de la gracia, que se encuentran unidas y actúan como un único principio. No actúa ni la naturaleza sola, ni la gracia sólo, sino la naturaleza que es sujeto de la gracia, que la perfecciona por divinizarla. «No yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].

Al comentar estas palabras de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Porque no es por sí solo, sino por impulso y con la ayuda del Espíritu Santo, por lo cual dice: «pero no yo» obro solo, «sino la gracia de Dios conmigo», la cual es la que mueve la voluntad para eso. «Que también llevas a cabo todas nuestras obras» (Is 26, 12). «Pues Dios es quien obra en nosotros, por su buena voluntad, el querer y el obrar» (Filip 2, 13). Porque no solamente nos infunde Dios la gracia, por la que nuestras obras son gratas y meritorias, sino que también mueve al buen uso de la gracia infusa»[2].

Asimismo explica el Aquinate que este pasaje citado de San Pablo ha dado lugar a: «cuatro opiniones falsas»:

  • «Primera: de los que creían que el hombre con su albedrío podía salvarse, sin el auxilio divino. Contra éstos dice: “Dios es el que obra en vosotros” (Jn 14, 10) y “sin Mí nada podéis hacer"» (Jn 15, 5).
  • Si la primera es la tesis de los pelagianos, la siguiente es la de los fatalistas o los que creen en el destino o el hado. «Segunda, de los que de plano niegan el libre arbitrio diciendo que el hombre por fuerza está sujeto o al hado a la providencia divina. Y esto también lo rechaza diciendo: “en vosotros” (Jn 14, 10); porque desde lo más interior mueve instigando a la voluntad a obrar bien. “Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is. 26, 12)"». Dios no violenta la voluntad como pueden hacerlo los hombres desde el exterior a ella, sino que, como su creador, actúa en su interior sin violentarla, haciendo que continué siendo libre.
  • La que sigue se puede adjudicar a los pelagianos mitigados o semipelagianos. «La tercera, al de los pelagianos, que afirman que en nuestra mano está el elegir y en la de Dios proseguir nuestras obras, porque el querer nuestro es, y de Dios llevarlo a efecto: error que se descarta en el pasaje de San Pablo, al decirse “no sólo el querer, sino el ejecutar” (Filip 2, 13)».
  • También estos últimos sostienen la última opinión. «Cuarta, la de los que dicen que Dios hace todo el bien nosotros, y esto por nuestros méritos; Se excluye también al decir San Pablo: «por su buena voluntad» ((Filip 2, 13), suya, no por méritos nuestros, que no tenemos ningunos antes de con nosotros tener la gracia de Dios. «Haz Bien, Señor, con tu buena voluntad» (Sal 51, 20., Miserere)»[3].

Las virtudes teologales

Las virtudes sobrenaturales o infusas se pueden dividir en dos géneros: virtudes teologales y virtudes morales. Las virtudes teologales fe, esperanza y caridad, primeras gracias operativas, que acompañan a la gracia santificante, son infundidas a las facultades superiores del alma, para disponerlas a obrar sobrenaturalmente.

Las virtudes teologales, por este motivo, se rigen por la propia razón iluminada por la fe y bajo la moción de una gracia actual. Aunque sean sobrenaturales deben regirse por la razón iluminada por la fe, porque las mociones de Dios están siempre en armonía y de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Los actos según las virtudes sobrenaturales se producen al modo humano, porque se acomodan a la imperfección de la criatura. Su causa primera es Dios y el hombre es la causa segunda subordinada. De ahí que su sujeto, con ellas, obra cuando y como quiere.

El principal efecto operativo de la gracia santificante es que por este auxilio divino «el hombre consigue amar a Dios». La gracia santificante causa el amor a Dios, porque la misma gracia santificante es en el hombre efecto del amor divino de amistad y «lo principal en la intención del amante es ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriera esto, sería necesario destruir el amor»[4]. El amar a Dios es en el hombre algo puesto por la gracia santificante, que es efecto a su vez del amor de Dios.

La gracia santificante produce la virtud teologal de la caridad y el efecto propio de esta virtud es amar a Dios. La caridad eleva al amor natural, porque todas las virtudes infusas, actuadas por gracias actuales, perfeccionan y divinizan a las facultades naturales. Además, la caridad es la virtud más perfecta, porque es la que une más íntimamente con Dios de las tres teologales, y la única que permanece eternamente, porque las otras dos en la otra vida no son ya necesarias.

También la gracia santificante origina la virtud teologal de la fe, porque: «como la gracia divina causa en nosotros la caridad, es necesario que cause también la fe»[5]. Para conseguir, mediante la gracia, el fin último, como se hace de una manera voluntaria y libre, se requiere tener algún conocimiento del mismo; y, en esta vida el único posible es el que proporciona la fe. La virtud de la fe, por tanto, es la primera en el orden de la generación de las virtudes, aunque no, en el de la perfección, que es la caridad.

La fe es completamente un don de Dios, resultado de la gracia y no de las obras humanas en ningún sentido. Por la fe, y, por consiguiente, por la gracia, el hombre llega al último fin, a su salvación. Las meras buenas obras, las conformes a las leyes morales, no le son útiles al hombre para su salvación. Las buenas obras que realiza, sin la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican, no le salvan, como enseña San Pablo, en su Epístola a los Romanos, cuyo mensaje central es el anuncio de la justificación o reconciliación por la fe y sin las obras únicamente conformes a las leyes morales,

No le sirven al hombre para salvarse las leyes morales, sino únicamente para distinguir el bien del mal, para darse cuenta de los pecados que comete. Además, tampoco ninguna ley da el poder de realizar las buenas obras morales. Para hacer estas buenas obras, aunque es necesario el conocimiento del bien, no es, sin embargo, suficiente, para que dirija a la voluntad hacia el mismo bien. La concupiscencia o el deseo desordenado, hacen ya defectuosa la aplicación del juicio del entendimiento. La misma experiencia enseña que no es verdadero el intelectualismo moral de Sócrates, que supone que basta saber lo que es el bien para hacerlo y que el acto malo es únicamente fruto de la ignorancia.

La gracia santificante causa también la virtud teologal de la esperanza. El hombre sabe por la fe que es amado por Dios con anterioridad al amor con que el hombre le ama, por efecto de la gracia de la caridad. Como se dice en la Epístola de San Juan: «En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero»[6]. El hombre, por ello, por el don de la gracia, tiene esperanza en Dios, ya que: «La amistad (…) reporta muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro como a sí mismo. Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido tenga esperanza en él»[7].

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1.12.16

LIV. Necesidad de la vida mística

1. La fe en la teología y en la mística

La teología especulativa y la teología mística se fundamentan en la revelación «pública», que constituye el contenido de la fe católica, y más concretamente en su virtualidad implícita, sin que sea necesario tener en cuenta las revelaciones «privadas».

En la teología especulativa, el fundamento objetivo es la fecundidad inagotable del dato revelado, cuyos primeros principios son conocidos por todo creyente, porque son los artículos del credo. Sobre esta fuente objetiva se utiliza el instrumento subjetivo de la inteligencia informada por la fe y actuando como razón. Por ello, cuanto más activo y constante sea este instrumento intelectual, más se acrecentará la penetración en lo revelado y se explicitará lo virtual o mediato.

En la teología mística o afectiva, el fundamento es el mismo, el dato revelado, pero, en cambio, el instrumento subjetivo es sobrenatural, porque es la fe, la caridad y los dones del Espíritu Santo. Cuanto más intenso y permanente es este amor, tanto mayor es la luz experimental de la inteligencia, su profundidad y el número de verdades comprendidas en el depósito revelado.

Por la gracia santificante primero y después por la caridad, Dios habita en el alma del hombre. Afirma Santo Tomás que: «Por la gracia santificante habita en la mente toda la Trinidad, como se dice en San Juan «Vendremos a él y en él haremos mansión» (Jn 14, 23)»[1].

Por los actos de la caridad se produce un mayor enraizamiento de Dios, y, por tanto, se posee una luz sobrenatural más intensa y penetrante en el depósito revelado. «De igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento», el don del Espíritu Santo, que perfecciona a la virtud teologal de la fe.

A esta conclusión se llega al advertir que: «En todos los que poseen la gracia se da por fuerza la rectitud de la voluntad, pues como afirma San Agustín: «por la gracia se prepara la voluntad del hombre para el bien» (Rep. A Jul. 4, 3). Mas la voluntad no puede ordenarse rectamente al bien sino por un conocimiento previo de la verdad, pues su objeto es el bien entendido, como dice Aristóteles en Sobre el alma (10, 3,6). Y así como el Espíritu Santo ordena la voluntad del hombre para ser movida directamente a un bien sobrenatural por el don de la caridad, así también ilustra por el don de entendimiento la mente humana para que conozca la verdad sobrenatural a la que deba tender la voluntad recta. Por lo tanto, de igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento»[2].

Podría objetarse que: «el don de entendimiento no está en todos los que tienen la gracia». La razón es porque, aunque: «dice San Gregorio que el don de entendimiento se da «contra la debilidad de la mente» (Mor. c. 49)», es innegable que: «muchos de los que poseen la gracia aún la padecen»[3].

Debe sostenerse que el don de entendimiento se encuentra en todos los que tienen la gracia, porque, precisa Santo Tomás que: «Algunos que poseen la gracia santificante pueden ser tardos en algunos casos que no son necesarios para la salvación. Más respecto de lo necesario son suficientemente instruidos por el Espíritu Santo, según las palabras de San Juan: «La unción os lo enseñará todo» (Jn 2, 27)»[4].

De manera que: «El don de entendimiento nunca es substraído a los santos respecto de las cosas necesarias para la salvación. En lo demás se les substrae a veces de suerte que no pueden penetrar con claridad todas las cosas, para que no haya motivo de soberbia»[5].

Santo Tomás compara la luz natural de la razón, con respecto a sus primeros principios, con la luz sobrenatural de la fe con los principios de la fe, para que penetre en su virtualidad[6]. Sin embargo, advierte de una diferencia, porque: «El entendimiento de los primeros principios es privativo de la naturaleza humana y se encuentra por igual en todos. Mas la fe es obra del don de la gracia, que no se halla en todos en igual grado». No obstante, también en el mero orden natural: «Debido a la mayor capacidad de su entendimiento, unos conocen mejor que otros las virtualidades de los principios»[7].

En la vía de teología mística o afectiva, la gracia santificante –alma de la vida sobrenatural, que da origen a la caridad y a los dones del Espíritu–, produce un acrecimiento de luz intelectiva y de conocimiento afectivo. Sin embargo, en la vía de la teología especulativa, la inteligencia, sujeto de la fe divina, actuada por el estudio comparado de los principios revelados y de los principios de la razón, produce un conocimiento especulativo más luminoso y más extenso.

Ciertamente que la fuente de la vida mística es el Espíritu Santo, Dios mismo, pero conocido a través del velo de la fe y no visto cara a cara. La vida mística es divina, pero vida de fe. La fe no es sólo el punto de partida de toda vida espiritual en esta mundo, que después el místico abandonaría o dejaría atrás, sino también la raíz necesaria de toda la vida sobrenatural en la vida terrenal. Los instrumentos subjetivos de la razón y el estudio, en la teología especulativa, y los de la gracia, los dones y el amor, en la teología mística, son utilizados en la misma fuente objetiva, el dato revelado, conocido por la fe.

Se ha comparado a la vida cristiana a un árbol vivo, único y homogéneo, cuyas raíces están hundidas en el depósito revelado y con dos ramas el saber especulativo y místico. La Iglesia, asistida infaliblemente por el Espíritu Santo, lo guarda y cultiva. La luz de la fe y del estudio, el calor de la gracia y del amor, contribuyen eficazmente a su crecimiento. Cada dogma nuevo y cada nuevo santo son un nuevo fruto de este germen. Pero siempre está enraizada en la fe, verdadera raíz de donde el árbol extrae la savia por la que vive[8].

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