LV. Las acciones del Espíritu Santo

Las virtudes cristianas

Las virtudes propias del cristiano son las llamadas virtudes infusas. No las puede adquirir ningún hombre por mucho que quiera y se esfuerce. Dios las inculca junto con la gracia, para que se puedan hacer obras sobrenaturales o divinas. Las virtudes sobrenaturales acompañan a la gracia y crecen con ella y desaparecen cando se pierde. Sin embargo, con el pecado, que quita la gracia, quedan la fe y la esperanza como unas raíces para que pueda recuperarse la gracia, aunque también éstas dos virtudes quedan cortadas por pecados graves opuestos a ellas.

Las virtudes sobrenaturales son virtudes cristianas, porque requieren la gracia que es propia del cristiano y, por ello, se manifiestan plenamente en los que por no obstaculizar a la gracia han llegado a la perfección. Además de cristianas pueden llamarse sobrenaturales porque están por encima del poder y de las mismas exigencias de la naturaleza humana.

Todo lo sobrenatural trasciende el orden natural, pero las virtudes sobrenaturales son infundidas en la naturaleza humana para perfeccionarla y elevarla al orden sobrenatural, y así capaces de producir frutos sobrenaturales, dignos por ello de la vida y gloria eternas. Su sujeto no sabe como se han producido, pero los siente como propios, pues son de la naturaleza y de la gracia, que se encuentran unidas y actúan como un único principio. No actúa ni la naturaleza sola, ni la gracia sólo, sino la naturaleza que es sujeto de la gracia, que la perfecciona por divinizarla. «No yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].

Al comentar estas palabras de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Porque no es por sí solo, sino por impulso y con la ayuda del Espíritu Santo, por lo cual dice: «pero no yo» obro solo, «sino la gracia de Dios conmigo», la cual es la que mueve la voluntad para eso. «Que también llevas a cabo todas nuestras obras» (Is 26, 12). «Pues Dios es quien obra en nosotros, por su buena voluntad, el querer y el obrar» (Filip 2, 13). Porque no solamente nos infunde Dios la gracia, por la que nuestras obras son gratas y meritorias, sino que también mueve al buen uso de la gracia infusa»[2].

Asimismo explica el Aquinate que este pasaje citado de San Pablo ha dado lugar a: «cuatro opiniones falsas»:

  • «Primera: de los que creían que el hombre con su albedrío podía salvarse, sin el auxilio divino. Contra éstos dice: “Dios es el que obra en vosotros” (Jn 14, 10) y “sin Mí nada podéis hacer"» (Jn 15, 5).
  • Si la primera es la tesis de los pelagianos, la siguiente es la de los fatalistas o los que creen en el destino o el hado. «Segunda, de los que de plano niegan el libre arbitrio diciendo que el hombre por fuerza está sujeto o al hado a la providencia divina. Y esto también lo rechaza diciendo: “en vosotros” (Jn 14, 10); porque desde lo más interior mueve instigando a la voluntad a obrar bien. “Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is. 26, 12)"». Dios no violenta la voluntad como pueden hacerlo los hombres desde el exterior a ella, sino que, como su creador, actúa en su interior sin violentarla, haciendo que continué siendo libre.
  • La que sigue se puede adjudicar a los pelagianos mitigados o semipelagianos. «La tercera, al de los pelagianos, que afirman que en nuestra mano está el elegir y en la de Dios proseguir nuestras obras, porque el querer nuestro es, y de Dios llevarlo a efecto: error que se descarta en el pasaje de San Pablo, al decirse “no sólo el querer, sino el ejecutar” (Filip 2, 13)».
  • También estos últimos sostienen la última opinión. «Cuarta, la de los que dicen que Dios hace todo el bien nosotros, y esto por nuestros méritos; Se excluye también al decir San Pablo: «por su buena voluntad» ((Filip 2, 13), suya, no por méritos nuestros, que no tenemos ningunos antes de con nosotros tener la gracia de Dios. «Haz Bien, Señor, con tu buena voluntad» (Sal 51, 20., Miserere)»[3].

Las virtudes teologales

Las virtudes sobrenaturales o infusas se pueden dividir en dos géneros: virtudes teologales y virtudes morales. Las virtudes teologales fe, esperanza y caridad, primeras gracias operativas, que acompañan a la gracia santificante, son infundidas a las facultades superiores del alma, para disponerlas a obrar sobrenaturalmente.

Las virtudes teologales, por este motivo, se rigen por la propia razón iluminada por la fe y bajo la moción de una gracia actual. Aunque sean sobrenaturales deben regirse por la razón iluminada por la fe, porque las mociones de Dios están siempre en armonía y de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Los actos según las virtudes sobrenaturales se producen al modo humano, porque se acomodan a la imperfección de la criatura. Su causa primera es Dios y el hombre es la causa segunda subordinada. De ahí que su sujeto, con ellas, obra cuando y como quiere.

El principal efecto operativo de la gracia santificante es que por este auxilio divino «el hombre consigue amar a Dios». La gracia santificante causa el amor a Dios, porque la misma gracia santificante es en el hombre efecto del amor divino de amistad y «lo principal en la intención del amante es ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriera esto, sería necesario destruir el amor»[4]. El amar a Dios es en el hombre algo puesto por la gracia santificante, que es efecto a su vez del amor de Dios.

La gracia santificante produce la virtud teologal de la caridad y el efecto propio de esta virtud es amar a Dios. La caridad eleva al amor natural, porque todas las virtudes infusas, actuadas por gracias actuales, perfeccionan y divinizan a las facultades naturales. Además, la caridad es la virtud más perfecta, porque es la que une más íntimamente con Dios de las tres teologales, y la única que permanece eternamente, porque las otras dos en la otra vida no son ya necesarias.

También la gracia santificante origina la virtud teologal de la fe, porque: «como la gracia divina causa en nosotros la caridad, es necesario que cause también la fe»[5]. Para conseguir, mediante la gracia, el fin último, como se hace de una manera voluntaria y libre, se requiere tener algún conocimiento del mismo; y, en esta vida el único posible es el que proporciona la fe. La virtud de la fe, por tanto, es la primera en el orden de la generación de las virtudes, aunque no, en el de la perfección, que es la caridad.

La fe es completamente un don de Dios, resultado de la gracia y no de las obras humanas en ningún sentido. Por la fe, y, por consiguiente, por la gracia, el hombre llega al último fin, a su salvación. Las meras buenas obras, las conformes a las leyes morales, no le son útiles al hombre para su salvación. Las buenas obras que realiza, sin la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican, no le salvan, como enseña San Pablo, en su Epístola a los Romanos, cuyo mensaje central es el anuncio de la justificación o reconciliación por la fe y sin las obras únicamente conformes a las leyes morales,

No le sirven al hombre para salvarse las leyes morales, sino únicamente para distinguir el bien del mal, para darse cuenta de los pecados que comete. Además, tampoco ninguna ley da el poder de realizar las buenas obras morales. Para hacer estas buenas obras, aunque es necesario el conocimiento del bien, no es, sin embargo, suficiente, para que dirija a la voluntad hacia el mismo bien. La concupiscencia o el deseo desordenado, hacen ya defectuosa la aplicación del juicio del entendimiento. La misma experiencia enseña que no es verdadero el intelectualismo moral de Sócrates, que supone que basta saber lo que es el bien para hacerlo y que el acto malo es únicamente fruto de la ignorancia.

La gracia santificante causa también la virtud teologal de la esperanza. El hombre sabe por la fe que es amado por Dios con anterioridad al amor con que el hombre le ama, por efecto de la gracia de la caridad. Como se dice en la Epístola de San Juan: «En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero»[6]. El hombre, por ello, por el don de la gracia, tiene esperanza en Dios, ya que: «La amistad (…) reporta muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro como a sí mismo. Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido tenga esperanza en él»[7].

Las virtudes morales

Además de las tres virtudes teologales –fe, esperanza y caridad–, son virtudes infusas las morales, que incluyen las cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza– junto con sus derivadas. A su vez las virtudes morales se dividen en virtudes cardinales y virtudes derivadas.

Las virtudes teologales son las virtudes sobrenaturales, que no se refieren a los medios para alcanzar el fin último, sino que tienen por objeto directo e inmediato a Dios mismo como fin sobrenatural. No tienen, por ello, ninguna virtud correspondiente en el orden natural. Las virtudes teologales son tres porque se refieren a tres atributos divinos: la fe, a la Verdad Primera; la esperanza, al Bien Supremo, y la caridad, al Amor Divino. Las virtudes morales son las virtudes sobrenaturales o infusas, que se refieren a la honestidad de los actos humanos para que conduzcan al último fin sobrenatural.

Al primer grupo de las virtudes morales sobrenaturales pertenecen las llamadas virtudes cardinales, que son las más importantes de todas ellas, porque son como los quicios o goznes –«cardo» en latín–, sobre las que descansan y giran todas las demás virtudes morales. Son las mismas que las correspondientes del orden natural: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

La prudencia es la virtual cardinal, hábito infundido por Dios en el entendimiento práctico y dirigido por la luz de la razón iluminada por la fe, que gobierna rectamente los actos humanos al fin último sobrenatural de la vida eterna[8].

La justicia es la virtud infusa, que hace que la voluntad quiera, de manera perseverante y con intención de mantener tal deseo, el dar a cada uno lo que le corresponde o lo que le es debido[9].

La fortaleza es la virtud cardinal, que hace capaz al apetito irascible y a la voluntad de no desistir en la consecución del bien arduo y difícil ni siquiera cuando supone el peligro máximo para la vida corporal[10].

La templanza como virtud sobrenatural modera los deseos del apetito concupiscible, según los límites de la razón iluminada por la fe[11].

Son virtudes derivadas las virtudes morales que se relacionan con las virtudes cardinales de tres modos: como partes integrales de las mismas, que son los elementos necesarios que las constituyen y que ayudan para que se dé la virtud cardinal; como partes subjetivas, en el sentido de especies de la virtud principal, a la que añaden una diferencia específica; y como partes potenciales, o virtudes derivadas, en sentido estricto, o anejas, que no añaden ninguna diferencia a la virtud principal, sino que carecen de alguna de las notas de la virtud en sentido estricto, y, por ello, se parecen a la virtud principal en algunos aspectos parciales.

Por ejemplo, la virtud de la sagacidad –prontitud para resolver casos urgentes– es una parte integral de la prudencia; la prudencia familiar es una parte subjetiva de la prudencia; y el sentido común es una parte derivada de la prudencia, porque supone las funciones de consejo, o de indagación, y judicativa, sobre los medios, pero carece de la imperativa de lo que hay que hacer, tercera función también propia de la prudencia.

Las virtudes derivadas sobrenaturales son muchísimas, tantas, al menos como las correspondientes naturales. Santo Tomás las sistematizó, asumiendo muchas de las virtudes adquiridas estudiadas por los filósofos antiguos.

Los dones del Espíritu Santo

Las segundas gracias operativas son los dones del Espíritu Santo. Los dones son, como las virtudes, hábitos operativos, que acompañan a la gracia santificante, su causa, de la que son inseparables como las virtudes, y que infunde Dios en las facultades superiores del alma para disponerlas a recibir las mociones divinas y secundar sus acciones. Se rigen no por la propia razón iluminada por la fe y por una simple gracia actual, sino que se ajustan a la regla divina y bajo la moción inmediata del propio Espíritu Santo.

La actuación de la moción del propio Espíritu Santo significa que tienen una causa principal única, Dios. Si las virtudes las actúa el mismo hombre, aunque bajo la moción de la gracia actual, en los dones el hombre es sólo causa instrumental. Su sujeto se siente, por ello, movido por una fuerza divina.

Una consecuencia de la acción inmediata del Espíritu Santo es que no exigen actividad, sino docilidad. El hombre es pasivo, aunque no totalmente, porque debe consentir de una manera voluntaria. Otra es que perfeccionan el ejercicio de las virtudes de un modo sobrehumano o divino, y lo hacen de un modo más o menos perfecto, según la docilidad del hombre en secundarlas y no entorpecerla con actos de iniciativa humana.

Los dones del Espíritu Santo son necesarios para ayudar a las virtudes infusas en situaciones graves imprevistas, ya que éstas, por una parte, por necesitar de la razón, no podrían reaccionar con rapidez y seguridad; por otra, las virtudes sobrenaturales residen en una naturaleza, que como consecuencia del pecado original, está inclinada al pecado. Además, por llevar la actuación humana bajo la modalidad divina, o deiforme, los dones son necesarios para la perfección cristiana.

Incluso puede decirse que los dones son necesarios para la propia salvación. Aunque se salven los niños bautizados, que mueren antes del uso de razón o bien, los que se arrepienten en el momento de la muerte, y lo hacensin los dones del Espíritu Santo, no se sigue que los dones no sean necesarios para la salvación, porque aunque no estén sus actos están sus hábitos.

Los dones del Espíritu Santo proporcionan unas fuerzas heroicas y producen unos actos intensísimos, porque, como sostiene Santo Tomás: «Los dones perfeccionan a la virtudes elevándolas a un modo sobrehumano, Como el don del entendimiento a la virtud de la fe y el don del temor sobre la virtud de la templanza»[12].

Igualmente la mística española María de Jesús de Ágreda (1602-1665), la monja concepcionista soriana autora de la conocida obra Mística ciudad de Dios, afirmaba en ella que: «Los siete dones del Espíritu Santo (…) añaden algo sobre las virtudes adonde se reducen, y por lo que añaden se diferencian de ellas aunque tengan un mismo objeto».

Precisaba seguidamente que: «Cualquiera beneficio del Señor se puede llamar don o dádiva de su mano, aunque sea natural, pero no hablamos ahora de los dones en esta generalidad, aunque sean virtudes y dádivas infusas; porque no todos los que tienen alguna virtud o virtudes tienen gracia de dones en aquella materia o, a lo menos, no llegan a tener las virtudes en aquel grado que se llaman dones perfectos, como los entienden los doctores sagrados en las palabras de Isaías, donde dijo que en Cristo nuestro Salvador descansaría el Espíritu del Señor, numerando siete gracias, que comúnmente se llaman dones del Espíritu Santo, cuales son: el espíritu de sabiduría y entendimiento, el espíritu de consejo y fortaleza, el espíritu de ciencia y piedad y el de temor de Dios».

En esta enumeración de los dones, Sor Ágreda se refiere al siguiente pasaje de Isaías, tal como se lee en la Vulgata: «Saldrá una vara de la raíz de Jesé, de su raíz florecerá un retoño. Reposará sobre él el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad. Lo llenará del espíritu del temor del Señor»[13].

Según la Sagrada Escritura, por tanto, son siete los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza, y temor. Indica la Madre Ágreda a continuación: «Los cuales dones estuvieron en el alma santísima de Cristo, redundando de la divinidad a que estaba hipostáticamente unida, como en la fuente está el agua que de ella mana, para comunicarse a otros; porque todos participamos de las aguas del Salvador (Is 12, 3) gracia por gracia (Jn 1, 16) y don por don; y en él están escondidos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2, 3)»[14].

Características de los dones

Notaba también la Madre Ágreda que una primera característica es que: «Corresponden los dones del Espíritu Santo a las virtudes adonde se reducen». Se explica por la finalidad de los dones, que consiste en: «dar alguna especial perfección a las potencias para que hagan algunas acciones y obras perfectísimas y más heroicas en las materias de las virtudes; porque sin esta condición no se pudieran llamar dones particulares más perfectos y excelentes que en el modo común de obrar las virtudes»[15].

Otra peculiaridad es que: «Esta perfección de los dones ha de incluir o consistir principalmente en alguna especial o fuerte inspiración y moción del Espíritu Santo, que, venza con mayor eficacia los impedimentos», que siempre puede oponer el hombre a la gracia de Dios; y para ello que: «mueva al libre albedrío y le dé mayor fuerza para que no obre remisamente, antes con grande plenitud de perfección y fuerza, en aquella especie de virtud adonde pertenece el don».

La misma libertad ha quedado perfeccionada por el don, porque: «todo lo cual no puede alcanzar el libre albedrío, si no es ilustrado y movido con especial eficacia, virtud y fuerza del Espíritu Santo, que le compete fuerte, suave (Sap 8, 1), para que siga aquella ilustración y con libertad obre y quiera aquella acción que parece es hecha en la voluntad con la eficacia del divino Espíritu».

La acción, que resulta por la moción directa y principal del Espíritu, que mueve desde el mismo interior de la voluntad, es libre, aunque no lo parezca. «Y por esto se llama esta moción instinto del Espíritu Santo; porque la voluntad, aunque obre libremente y sin violencia, pero en estas obras tiene mucho de instrumento voluntario y se asimila a él, porque obra con menos consulta de la prudencia común, como lo hacen las virtudes, aunque no con menos inteligencia ni libertad»

La santa y sabia mística concepcionista explicaba como es movida la voluntad por los dones con un ejemplo muy claro. «Para mover la voluntad a las obras de virtud, concurren dos cosas en las potencias: la una es el peso o inclinación, que en sí tiene, que la lleva y nueve, al modo de la gravedad a la piedra o la liviandad en el fuego para moverse cada uno a su centro».

Las virtudes no cambian ni modifican la tendencia natural de la facultad, sino que la incrementan. «Esta inclinación acrecienta los hábitos virtuosos más o menos en la voluntad –y lo mismo hacen los vicios en su modo- porque inclinando al amor pesan, y el amor es su peso que la lleva libremente»[16].

La otra cosa es una acción distinta que se agrega a la natural y potenciada por la virtuosa. «Y como si a la piedra sobre su gravedad le añaden otro impulso se mueve con más ligero movimiento, así en la voluntad añadiéndole la perfección e impulso de los dones los movimientos de las virtudes son más excelentes y perfectos y excelentes»[17].

Concluía Sor María de Jesús esta explicación, con esta indicación: «En María santísima estuvieron todos los dones del Espíritu Santo, como en quien tenía cierto respeto y como derecho a tenerlos, por ser Madre del Verbo divino, de quien procede el Espíritu Santo, a quien se le atribuye».

Además, añadía sobre estos dones de la Virgen Santísima: «Y regulando estos dones por la dignidad especial de madre, era consiguiente que estuvieran en ella con la proporción debida y con tanta diferencia de todas las demás almas, cuanta hay de llamarse ella Madre de Dios y todas las demás sólo criaturas; y por estar la gran Reina tan cerca del Espíritu Santo por esta dignidad, y juntamente por la impecabilidad, y todas las demás criaturas estar tan lejos, así por la culpa como por la distancia del ser común, sin otro respeto ni afinidad con el divino Espíritu».

Infería, por último, de todo ello, que: «Y si estaban en Cristo, nuestro Redentor y Maestro, como en fuente y origen, estaban en María, su digna madre, como en estanque o en mar de donde se distribuyen a todas las criaturas, porque de su plenitud superabundante redundan a toda la Iglesia»[18].

El don de sabiduría

Un poco antes de esta conclusión sobre la «emperatriz del cielo»[19], la venerable Sor Ágreda, había explicado que: «El don de sabiduría comunica al alma cierto gusto, con el cual gustando conoce lo divino y humano sin engaño, dando su valor y peso a cada uno contra el gusto que hace de la ignorancia y estulticia humana, y pertenece este don a la caridad»[20].

El don de sabiduría es el don que perfecciona la virtud de la caridad, haciendo que se tenga un conocimiento intelectivo que saborea y experimenta a Dios y a las cosas divinas. Gracias a la unión con Dios, por la caridad, el conocimiento intelectual de este alto grado de sabiduría no es por intelección o raciocinio, sino por connaturalidad con lo conocido, Dios y las cosas divinas[21].

La sabiduría, como don del Espíritu Santo, puede definirse, por consiguiente, como un hábito sobrenatural, que perfecciona a la virtud de la caridad –de la que es, por tanto, inseparable–, por el que, recibida la moción del Espíritu Santo, se juzga rectamente de Dios y de todas las cosas divinas, y también de las cosas creadas, pero por sus últimas causas o por razones divinas, bajo una cierta connaturalizad con ellas[22].

Argumenta Santo Tomás que, como la función de la sabiduría es juzgar y, por tanto, supone un juicio, el don de sabiduría tiene como sujeto al entendimiento, pero en cuanto este juicio es por connaturalizad con las cosas divinas, supone el amor o la caridad, que está en la voluntad. «La sabiduría dice rectitud de juicio según diversas razones. Esa rectitud puede ser de dos maneras conforme a uso perfecto de razón o por cierta connaturalidad con aquello de que ya se ha de juzgar (…) Así pues, tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la razón, pertenece a la sabiduría virtud intelectual; más por poseerlo por connaturalidad con ellas, a la sabiduría don el Espíritu Santo (…) este compenetrarse, o connaturalidad, con las cosas divinas se realiza por la caridad, que nos une con Dios (…) Por tanto, la sabiduría don tiene en la voluntad su causa, es decir en la caridad; su esencia, empero, en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente»[23].

La sabiduría como conocimiento y juicio es intelectual en sí misma o en esencia, pero como sus actos intelectuales provienen de la unión o connnaturalización con Dios, tal como se consigue con la caridad, ésta última es su causa.

Puede así afirmarse que: «El don de sabiduría es (…) el más excelso de todos, como la caridad, a la que corresponde, es la más elevada de las virtudes. Destaca a gran altura en S. Juan, S. Pablo, S. Agustín y S. Tomás; y los levanta a juzgar de todas las cosas relacionándolas con Dios, causa primera y último fin; y hácenlo así, no como lo hace la teología adquirida, sino por aquella connaturalidad o simpatía con las cosas divinas que procede de la caridad. El Espíritu Santo, mediante sus inspiraciones, se sirve de esta connaturalidad para enseñarnos la belleza, la santidad y la plenitud radiante de los misterios de la santa religión, que tan exquisitamente responden a nuestras más elevadas y profundas aspiraciones»[24].

Por la virtud de la fe, el hombre se limita a creer, pero por el don de sabiduría experimenta y saborea lo que es creído por la fe. La palabra sabiduría, en este sentido de don, significa saber y sabor. No se procede, como en ninguno de los dones, por raciocinio, más o menos lento y largo, sino de una manera rápida y directa, como intuitiva o como una especie de instinto especial, procedente del mismo Espíritu Santo. Es algo sentido con una total clarividencia y seguridad superior a todo razonamiento.

El don de entendimiento

Por el don de sabiduría, se explica que personas ignorantes y sencillas, sin conocimientos teológicos, puedan poseer un conocimiento profundísimo de lo divino. Debe tenerse siempre presente que: «Todos los bautizados reciben los siete dones del Espíritu Santo, los cuales evolucionan según la gracia de cada uno. Guardémonos de considerar los dones del espíritu Santo como perfecciones de supererogación reservadas a algunos míticos. Son una necesidad para la salvación de la generalidad de los hombres, amenazados de perder su título de hijos de Dios, a menos que se dé una intervención especial, personal, del Espíritu Santo. Cada vez que el destino eterno de un alma se halla en juego por haber de afrontar ella una dificultad que por sí sola no podría superar, el Espíritu Santo la asiste»[25].

Además, las verdades de la fe se conocen por el don de entendimiento, que perfecciona a la virtud teologal de la fe. El entendimiento, previamente informado con la virtud de la fe, por la acción iluminadora del Espíritu Santo, se hace apto para una intuición penetrante de lo revelado y también de lo natural en orden a su fin sobrenatural[26]. Como indicaba Sor de María de Jesús de Ágreda: «El don de entendimiento clarifica para penetrar las cosas divinas y conocerlas contra la rudeza y tardanza de nuestro entendimiento»[27].

La virtud de la fe proporciona al entendimiento el conocimiento de las verdades sobrenaturales reveladas pero al modo humano, de manera imperfecta, porque actúan por virtud del mismo hombre, que es la causa motora y principal aunque segunda, porque necesita la previa moción de una gracia actual, que es causa principal y primera .En cambio, el don de entendimiento hace apto para penetrar profundamente en estas mismas verdades, pero de modo sobrehumano o divino. La moción actuante es única. Dios es la causa principal y única. Permite lo que llaman los místicos «contemplación infusa», un simple y profundo conocimiento de la verdad. La contemplación es, como dice Santo Tomás: «la simple intuición de la verdad»[28]-

La penetración profunda en las verdades reveladas es lo característico del don de entendimiento. Se diferencia de los otros dos dones intelectivos en que no se juzga, no se hace un juicio sobre ellas. El juicio sobre las cosas divinas es objeto del don de sabiduría, y el juicio sobre las cosas creadas en su relación con las divinas, es propio del don de ciencia.

Aunque el don de entendimiento perfecciona a la virtud de la fe en intensidad o claridad y certeza, sin embargo no permite descubrir del todo el misterio. No obstante, la seguridad que se tiene sobre los contenidos de la fe, gracias al don de entendimiento, es tal que no se comprende como pueden haber indecisos o incrédulos en materia de fe. Es, por ello, un don útil para la teología, para penetrar en las diversas verdes reveladas y deducir después por la razón teológica

En definitiva, los efectos del don del entendimiento son los que surgen de seis modos diferentes, que el don de entendimiento hace penetrar en lo profundo y misterioso de las verdades reveladas. «Son muchos los géneros de cosas ocultas en lo interior de la realidad, y a los que es preciso que penetre el conocimiento del hombre. Así bajo los accidentes late la naturaleza substancial de las cosas, bajo las palabras se oculta su significado; bajo las semejanzas y figuras se esconde la verdad representada; también las realidades inteligibles son en cierto modo interiores respecto de lo sensible que exteriormente palpamos, y en las causas están latentes los efectos y viceversa»[29].

Sus efectos son, por tanto, seis: percibir la substancia de las cosas ocultas, así las almas contemplativas perciben la presencia de Cristo en la Eucaristía, o la persona divina en la humanidad de Cristo en el misterio de la Encarnación; descubrir el sentido oculto y espiritual de la Escritura, los místicos experimentan este fenómeno, y sin estudios descubren el sentido profundo de alguna verdad de la Escritura, que se les hace viviente; y manifiesta el significado misterioso de las semejanzas y figuras, que se contienen en la Sagrada Escritura.

La virtud de la fe perfeccionada por el don de entendimiento alcanza así una gran perfección. Sin embargo, no se trasciende nunca la fe, porque, en esta vida «vemos por espejo, oscuramente»[30], pero la profundidad a donde se llega hace que se posea una claridad que parece acercarse a la visión directa o intuitiva de Dios. Afirma el Aquinate que: «También en esta vida consiguen los hombres (…) purificado el ojo por el don de entendimiento, poder de algún modo ver a Dios»[31].

En este grado de la fe completada con el don de entendimiento, además, reciben su influencia todos los actos del alma. Se entiende y actúa de manera sobrenatural, a través del prisma de la fe. De tal manera que se ve y obra al revés de cómo se hace con el instinto de lo humano o lo mundano, aunque, en realidad, es éste último que se conduce con una visión y conducta equivocada o desviada. Puede decirse que en este estado de fe el hombre, tiene el recto sentido sobrenatural o místico de las cosas.

El don de ciencia

Por el don de ciencia no se infunde una ciencia humana, o filosófica, que se obtenga por la razón natural y ofrezca las causas de las cosas, ni tampoco una ciencia teológica, que deduzca verdades con la razón natural, pero de la revelación divina. Con el don de ciencia se infunde un hábito sobrenatural, que permite descubrir las relaciones de las criaturas con el fin último sobrenatural del hombre.

El don de ciencia reside en la inteligencia del hombre, pero, por la moción del Espíritu Santo –distinta de las gracias actuales ordinarias–, que pone en acto el hábito recibido por el mismo Espíritu, permite juzgar o valorar todo lo temporal en orden a la otra vida. Por esta acción iluminadora del Espíritu Santo, el hombre sin utilizar ningún raciocinio humano, ni con la mera razón ni con la razón iluminada por la fe, juzga por un impulso divino y una luz sobrenatural. De este modo, con palabras de Sor Ágreda, el don de ciencia «pertenece a la fe» y «penetra lo más oscuro y hace maestros perfectos contra la ignorancia»[32].

Sin embargo, a diferencia del don de entendimiento, el don de ciencia no capta o penetra en las verdades reveladas. Por el don de ciencia, se juzga rectamente sobre todo lo creado en cuanto su relación al fin último sobrenatural humano.

Se diferencia también el don de ciencia del don de sabiduría, porque no juzga de lo creado, como hace propiamente la sabiduría. En el objeto del don de sabiduría, que también juzga de las criaturas, sin embargo, no se parte de ellas como en el de ciencia para conocer a Dios, sino que, desde el conocimiento que se tiene del Primer Ser, se juzga de los seres creados.

Como las cosas son juzgadas por el don de ciencia en su relación con el fin último sobrenatural, y éstas pueden hacerlo impulsando hacia tal fin o bien apartando del mismo, el juicio puede tener dos sentidos. Desde el primero, que es el más fundamental, se ven las criaturas como un reflejo de Dios y de sus atributos. A través del mundo de la naturaleza, de la gracia y de la gloria, y del orden hipostático, se percibe la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia de Dios.

Por el don de ciencia se advierte que cada creatura proclama a su manera la grandeza de Dios. «Así consideraban los Santos las criaturas especialmente San Francisco de Asís. Miraba a todos los seres como a hijos de un mismo Padre común, y en cada uno de ellos veía un hermano de la inmensa familia del Padre celestial: el sol, el agua cristalina, las flores, las aves: «Cuando consideraba la solidez inquebrantable y la firmeza de las rocas, al punto veía en ellas y confesaba cuán fuerte es Dios, y cuán firme apoyo nos presta. La vista de una flor con la frescura de la mañana, o de los piquillos de los polluelos en un nido de pájaros, abiertos con ingenua confianza, le declaraba la pureza y natural hermosura de Dios, así como la ternura infinita del divino corazón, de la que todo aquello brotaba. Y ese afecto llenaba de continuo gozo el alma de Francisco que traía la vista y el pensamiento puestos en Dios, y también de un deseo incesante de darle gracias» (J. Joergensen, S. Francisco de Asís[33].

Desde este conocimiento se contemplan, por tanto, igualmente los atributos divinos en lo creado procedente de Dios. Esta extensión del objeto del don de ciencia concuerda en que este don, por perfeccionar a la fe, que trata de las realidades divinas, también debe ocuparse de ellas. Debe advertirse, sin embargo, que: «Aunque la fe tenga por objeto las cosas divinas y eternas, ella misma es algo temporal en el alma del que cree. Por lo tanto, saber lo que hay que creer pertenece al don de la ciencia; conocer en cambio, las cosas de fe en sí mismas y por cierta unión a ellas pertenece al don de sabiduría. De ahí que el don de sabiduría, corresponde mejor a la caridad, que une la mente con Dios»[34]. Esta segunda función del don de ciencia es también absolutamente necesaria para que el plenodesarrollo de la fe, al igual que la primera y fundamental de atestiguar los tributos de Dios.

El don de ciencia proviene de la iluminación gratuita, que hace descender parte de la ciencia de Dios y enseña al hombre a juzgar rectamente sobre los seres creados, sabiendo que pueden ayudarle a encontrarle. Sin embargo, también lo creado expone al hombre a que se desvíe de Dios.

Las criaturas pueden ser un obstáculo, una ocasión de pecado. El don de ciencia advierte precisamente sobre el hechizo y fascinación de las criaturas. Quita la venda de los ojos y se ve la banalidad de las criaturas y que pueden, sin embargo, a llevar al hombre a apartarle de Dios. Se descubre su nada, su escasa duración, su impotencia para hacer feliz al hombre y el daño que le hacen al apegarse a ellas.

Además, de un permanente peligro, las criaturas son igualmente fuente de tristeza, por recordar las caídas en el pecado. Su sujeción a su miseria y vanidad son fuentes de entristecimiento y dolor, de lágrimas en definitiva, pero que pueden ser también purificadoras por el arrepentimiento.

Este doble movimiento, que se experimenta gracias al don de ciencia, del descubrimiento de las huellas de Dios –y con ellas al mismo Dios–, que permiten juzgar sobre ellas y a su vez del vacío o nada de las cosas, da también lo que podría denominarse el sentido de la fe. Personas sin estudios filosóficos ni teológicos, por el don de ciencia, saben, o mejor «sienten», si algo no es conforme con la fe, y con una fuerza y seguridad absoluta. E igualmente saben, por este don, lo que debe decirse, y la manera, a los demás, para ayudarles en su ordenación a la vida eterna.

Gracias al don de ciencia, quedan apartados de la virtud de la fe los obstáculos que encontraría en las criaturas. Además, queda perfeccionada y puede alcanzar una gran intensidad, que hace que la fe relacione todas las cosas con Dios. Le permite verlas como son realmente, al revés de cómo se ven con un espíritu mundano, que intenta siempre apartar de la visión sobrenatural.

La ignorancia mundana

La falta del don de ciencia lleva al desorden moral. Sin el don se juzga la realidad a escala humana, sin el necesario sentido sobrenatural. Una explicación filosófica de esta visión mundana o terrenal es la que hace el beato John Henry Newman, al notar que, en general: «Cuando hemos de explicar efectos, que observamos, los referimos, como es lógico, a causas conocidas, imaginar causas de las que nada sabemos, no aporta explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás, natural y necesariamente según la idea que se tiene de sí mismo. Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las acciones de los demás –aunque sean muy diferentes a las suyas– a algunas de las razones que son determinantes para ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros»[35].

Podría asegurarse que uno de los mayores males en el mundo es la ignorancia religiosa. Tal desconocimiento hace olvidar que la tierra, que pasa, prepara un mundo eterno. Se desconoce así que: «El tiempo es muerte y la eternidad vida»[36]. Sin embargo, todo puede llevar a Dios y en todo hay que ver su mano, aunque el espíritu del mundo tiene el desgraciado privilegio de verlo todo al revés de lo que es realmente.

Los cristianos, nota también el cardenal Newman: «tenemos miras escondidas, es decir, ocultas por desgracia a los hombres del mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos».

No es extraño, añade, porque: «La religión misma como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace de agradar a Dios»[37].

Esta miopía de los mundanos se explica, porque: «Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo –el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la eucaristía– y dice que éstos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida»[38].

Al enjuiciar desde esta perspectiva mundana, se considera curiosamente hacerlo desde la verdad o lo que es más útil y práctico. Sobre este talante del mundo, indica también Newman: «Observadlo, tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal»[39].

En cuanto a este fin temporal, es innegable que: «la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine»[40]. No obstante, estos fines se terminan, porque «todo en la tierra va como corriente rápida de agua»[41], que pasado el tiempo no se encuentra huella suya

Los siete dones

Sobre los otros dones del Espíritu Santo, que ya no son directamente intelectivos, se explica, en la Mística ciudad de Dios, que: «El don de consejo encamina y endereza y detiene la precipitación humana contra la imprudencia; y pertenece a su virtud propia. El de fortaleza expele el temor desordenado y conforta la flaqueza; y pertenece a su misma virtud. El de piedad hace benigno el corazón, le quita la dureza y le ablanda contra la impiedad y dureza; y pertenece a la religión. El don de temor de Dios humilla amorosamente contra la soberbia; y se reduce a la humildad»[42].

Sobre el valor de los siete dones es conveniente tener presente lo que enseñó el papa León XIII, en su encíclica Divinum illud munu. Después de notar que: «la acción del Espíritu Santo en las almas, que se esconde a toda mirada sensible» es difícil de entender, asegura el Papa que: «esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta que el mismo Cristo, su donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo afirma San Juan: «Del seno de quien creyere en Mí, como dice la Escritura, brotarán fuentes de agua viva»; testimonio que glosó el mismo evangelista, diciendo: «Dijo esto del Espíritu Santo, que los que en El creyesen habían de recibir» (Jn 7, 38.39)»[43].

Para explicar «en las almas la abundancia de los dones celestiales»[44], cita el siguiente pasaje de Santo Tomás: «El Espíritu Santo, al proceder como Amor, procede en razón de don primero; por esto dice Agustín que: «por medio de este don que es el Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen a los miembros de Cristo» (De Trint. XV, 19)»[45].

Comenta seguidamente: «Entre estos dones se hallan aquellos ocultos avisos e invitaciones que se hacen sentir en la mente y en el corazón por la moción del Espíritu Santo; de ellos depende el principio del buen camino, el progreso en él y la salvación eterna. Y puesto que estas voces e inspiraciones nos llegan muy ocultamente, con toda razón en las Sagradas Escrituras alguna vez se dicen semejantes al susurro del viento; y el Angélico Doctor sabiamente las compara con los movimientos del corazón, cuya virtud toda se halla oculta»[46].

Se refiere a las siguientes palabras de Santo Tomás: «La cabeza tiene una superioridad manifiesta sobre los miembros exteriores, mientras que el corazón tiene una influencia oculta. Por esto el Espíritu Santo se compara al corazón, porque invisiblemente vivifica y une la Iglesia, mientras que Cristo por su naturaleza visible, se compara a la cabeza, porque en cuanto hombre es superior a todos los hombres»[47].

En su explicación, añade el Papa que: «el hombre justo, que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones: es tanta la eficacia de estos dones, que la conducen a la cumbre de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial»[48].

En el diario de Santa Faustina Kowalska, apóstol de la Misericordia divina, se descubre la importancia de los dones del Espíritu Santo. Finaliza con estas palabras: «Procuro ser fiel al Espíritu Santo durante el día y satisfacer sus exigencias. Procuro el silencio interior para poder oír su voz…»[49].

En el mismo diario, había escrito: «De verdad, el Espíritu Santo no habla a un alma distraída y charlatana, sino que, por medio de sus silenciosas inspiraciones, habla a un alma recogida, a un alma silenciosa. Si se observara rigurosamente el silencio, no habría murmuraciones, amarguras, maledicencias, chismes, no seria tan maltratado el amor del prójimo, en una palabra, muchas faltas se evitarían. Los labios callados son el oro puro y dan testimonio de la santidad interior»[50].

Es innegable, como decía León XIII, el papa a quien se debe la restauración de la filosofía tomista: «Nada confirma tan claramente la divinidad de la Iglesia como el glorioso esplendor de carismas que por todas partes la circundan, corona magnífica que ella recibe del Espíritu Santo»[51].

El Papa finalmente pone en relación el Espíritu Santo con la Virgen María al afirmar: «cuán íntimas e inefables relaciones existen entre ella y el Espíritu Santo, pues que es su Esposa inmaculada. La Virgen cooperó con su oración muchísimo así al misterio de la Encarnación como a la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles».

Termina con esta petición, que es igualmente actual: «Ella continúe, pues, realzando con su patrocinio nuestras comunes oraciones, para que en medio de las afligidas naciones se renueven los divinos prodigios del Espíritu Santo, celebrados ya por el profeta David: «Manda tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra» (Sal 103, 30)»[52] .

Universidad de Barcelona

27 de noviembre de 2016

Eudaldo Forment



[1] 1 Cor 15, 10.

[2] SANTO TOMÁS, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, I, c. 15.

[3] IDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Filipenses, II, 3.

[4] IDEM, Suma contra los gentiles, III,c. 151.

[5] Ibíd., III, c. 152.

[6]Jn 4, 10.

[7]Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[8] Cf. Ibíd., II-II, q. 47.

[9] Cf. Ibíd., II-II, q. 58.

[10] Cf. Ibíd., II-II, q. 123.

[11] Cf. Ibíd., II-II, q. 141.

[12] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas sobre las virtudes, q. 2, a. 2, ad 17.

[13] Is 11, 1-3.

[14] SOR MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA, Mística ciudad de Dios. Vida de María. Madrid, MM. Concepcionistas de Ágreda, 2009, 3ª reimp., I, 2, c. 13. p. 253.

[15] Ibíd., p. 253-254.

[16] Ibíd., p. 254.

[17] Ibíd., pp. 254-255.

[18] Ibíd., p. 255.

[19] Ibíd., p. 256.

[20] Ibíd., p. 255.

[21] Cf. SANTO TOMAS, Suma teológica,II-II, q. 45.

[22] ANTONIO ROYO MARÍN, El gran desconocido. El Espíritu Santo y sus dones, Madrid, BAC, 1972, 4ª ed., pp. 190 y ss.

[23] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 45, a. 2, in c.

[24] R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Palabra, 1995, p. 796.

[25] M.M. PHILIPON, O.P., Los dones del Espíritu Santo, Barcelona, Editorial Balmes, 1966, p. 383.

[26] ANTONIO ROYO MARÍN, El gran desconocido. El Espíritu Santo y sus dones, op. cit., p. 177 y ss.

[27] SOR MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA, Mística ciudad de Dios. Vida de María., op. cit., p. 255.

[28] SANTO TOMÁS, Suma teológica,, II-II, q. 180, a. 3, ad 1.

[29] Ibíd., II-II, q- 8, a1, in c.

[30] 1 Cor 13,12.

[31]Santo Tomas, Summa Theologiae, I-II, q. 60, a. 2, ad. 3.

[32] SOR MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA, Mística ciudad de Dios. Vida de María, op. cit., p. 255.

[33]Adolphe Tanquerey, Compendio de Teología Ascética y Mística, Madrid, Palabra, 2000, p. 706-707.

[34]Ibíd.,II-II, q. 9, a. 2, ad 1.

[35] JOHN H. NEWMAN, Discursos sobre la fe, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, pp. 36-37.

[36]LAURA MONTOYA UPEGUI, Autobiografía de la Madres Laura de Santa Catalina o Historia de las misericordias de Dios en un alma, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, c. XII, p. 142.

[37] JOHN H. NEWMAN, Discursos sobre la fe, op. cit., p. 39.

[38] Ibíd., pp. 39-40.

[39] Ibíd., p. 37.

[40]Ibíd., pp. 37-38.

[41] LAURA MONTOYA UPEGUI, Autobiografía de la Madres Laura de Santa Catalina o Historia de las misericordias de Dios en un alma, op. cit., c. XXXIV, p. 441.

[42] SOR MARÍA DE JESÚS DE ÁGREDA, Mística ciudad de Dios. Vida de María., op. cit., p. 255.

[43] LEON XIII, Divinum illud munus, 9-5-1987, n. 8.

[44] Ibíd., n. 11.

[45] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 38, a. 2, in c.

[46] LEON XIII, Divinum illud munus, op. cit., n. 11.

[47] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 8, a. 1, ad 3.

[48]LEON XIII, Divinum illud munus, op. cit., n. 12

[49] FAUSTINA KOWALSKA, Diario: la divina misericordia en mi alma, Granada, Ediciones Levántate, 2003, 1ª reimp, n. 1828, p. 408.

[50]Ibíd.,n. 552, p. 160.

[51]LEON XIII, Divinum illud munus, op. Cit., n. 12

[52] Ibíd., n. 17.

2 comentarios

  
Jfp
Estimado Edualdo
Gracias por tu artículo. Si Dios nos ha justificado gratuitamente con su muerte y resurrección, debemos de pedirle al señor que ilumine nuestra razón por la fe y nos de sus dones para que no seamos nosotros sino Cristo quien vive en nosotros y podamos llegar a decir Jesús es Señor y Dios es Amor
Recomendaría los videos en youtube del Padre Chus Villarroel O.P. sobre los Dones del Espiritu
Un saludo

Javier
18/12/16 9:14 AM
  
Martinna
Doy gracias a Dios por usted, por su artículo magistral, nos sirve para reaprender, meditar y orar.
Me tenía desconcertada que teólogos y altos dignatarios eclesiásticos pudieran equivocarse respecto a las verdades evangélicas de siempre...
¿Como alguien puede contradecir los dogmas, no respetar los sacramentos y dar testimonios tan contrarios a la fe de la Iglesia católica?...
Leyendo este blog esta claro que si no estamos convertidos andamos sin luz. Se puede tener un alto nivel intelectual, estudios, titulaciones, puestos y cargos que si no tenemos Caridad no tenemos nada, ni fe, ni esperanza, ni conocimiento, ni gracia de Dios.
Es una pena que muchos eclesiásticos no tengan bien aprendido esto que usted escribe tan bien. De nada sirve que se crean que saben y hagan lo que parece adecuado, si no reciben a Dios en su mente y en su corazón se confunden ellos y nos desconciertan a los demás.
La reformas que se plantean desde Roma serán necesarias, pero tendrian que separar el trigo de la cizaña y formar mejor a los sacerdotes para que prediquen las verdades bien. Hacen de todo menos evangelizar y así nos va.

27/12/16 7:51 PM

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