LIV. Necesidad de la vida mística

1. La fe en la teología y en la mística

La teología especulativa y la teología mística se fundamentan en la revelación «pública», que constituye el contenido de la fe católica, y más concretamente en su virtualidad implícita, sin que sea necesario tener en cuenta las revelaciones «privadas».

En la teología especulativa, el fundamento objetivo es la fecundidad inagotable del dato revelado, cuyos primeros principios son conocidos por todo creyente, porque son los artículos del credo. Sobre esta fuente objetiva se utiliza el instrumento subjetivo de la inteligencia informada por la fe y actuando como razón. Por ello, cuanto más activo y constante sea este instrumento intelectual, más se acrecentará la penetración en lo revelado y se explicitará lo virtual o mediato.

En la teología mística o afectiva, el fundamento es el mismo, el dato revelado, pero, en cambio, el instrumento subjetivo es sobrenatural, porque es la fe, la caridad y los dones del Espíritu Santo. Cuanto más intenso y permanente es este amor, tanto mayor es la luz experimental de la inteligencia, su profundidad y el número de verdades comprendidas en el depósito revelado.

Por la gracia santificante primero y después por la caridad, Dios habita en el alma del hombre. Afirma Santo Tomás que: «Por la gracia santificante habita en la mente toda la Trinidad, como se dice en San Juan «Vendremos a él y en él haremos mansión» (Jn 14, 23)»[1].

Por los actos de la caridad se produce un mayor enraizamiento de Dios, y, por tanto, se posee una luz sobrenatural más intensa y penetrante en el depósito revelado. «De igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento», el don del Espíritu Santo, que perfecciona a la virtud teologal de la fe.

A esta conclusión se llega al advertir que: «En todos los que poseen la gracia se da por fuerza la rectitud de la voluntad, pues como afirma San Agustín: «por la gracia se prepara la voluntad del hombre para el bien» (Rep. A Jul. 4, 3). Mas la voluntad no puede ordenarse rectamente al bien sino por un conocimiento previo de la verdad, pues su objeto es el bien entendido, como dice Aristóteles en Sobre el alma (10, 3,6). Y así como el Espíritu Santo ordena la voluntad del hombre para ser movida directamente a un bien sobrenatural por el don de la caridad, así también ilustra por el don de entendimiento la mente humana para que conozca la verdad sobrenatural a la que deba tender la voluntad recta. Por lo tanto, de igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento»[2].

Podría objetarse que: «el don de entendimiento no está en todos los que tienen la gracia». La razón es porque, aunque: «dice San Gregorio que el don de entendimiento se da «contra la debilidad de la mente» (Mor. c. 49)», es innegable que: «muchos de los que poseen la gracia aún la padecen»[3].

Debe sostenerse que el don de entendimiento se encuentra en todos los que tienen la gracia, porque, precisa Santo Tomás que: «Algunos que poseen la gracia santificante pueden ser tardos en algunos casos que no son necesarios para la salvación. Más respecto de lo necesario son suficientemente instruidos por el Espíritu Santo, según las palabras de San Juan: «La unción os lo enseñará todo» (Jn 2, 27)»[4].

De manera que: «El don de entendimiento nunca es substraído a los santos respecto de las cosas necesarias para la salvación. En lo demás se les substrae a veces de suerte que no pueden penetrar con claridad todas las cosas, para que no haya motivo de soberbia»[5].

Santo Tomás compara la luz natural de la razón, con respecto a sus primeros principios, con la luz sobrenatural de la fe con los principios de la fe, para que penetre en su virtualidad[6]. Sin embargo, advierte de una diferencia, porque: «El entendimiento de los primeros principios es privativo de la naturaleza humana y se encuentra por igual en todos. Mas la fe es obra del don de la gracia, que no se halla en todos en igual grado». No obstante, también en el mero orden natural: «Debido a la mayor capacidad de su entendimiento, unos conocen mejor que otros las virtualidades de los principios»[7].

En la vía de teología mística o afectiva, la gracia santificante –alma de la vida sobrenatural, que da origen a la caridad y a los dones del Espíritu–, produce un acrecimiento de luz intelectiva y de conocimiento afectivo. Sin embargo, en la vía de la teología especulativa, la inteligencia, sujeto de la fe divina, actuada por el estudio comparado de los principios revelados y de los principios de la razón, produce un conocimiento especulativo más luminoso y más extenso.

Ciertamente que la fuente de la vida mística es el Espíritu Santo, Dios mismo, pero conocido a través del velo de la fe y no visto cara a cara. La vida mística es divina, pero vida de fe. La fe no es sólo el punto de partida de toda vida espiritual en esta mundo, que después el místico abandonaría o dejaría atrás, sino también la raíz necesaria de toda la vida sobrenatural en la vida terrenal. Los instrumentos subjetivos de la razón y el estudio, en la teología especulativa, y los de la gracia, los dones y el amor, en la teología mística, son utilizados en la misma fuente objetiva, el dato revelado, conocido por la fe.

Se ha comparado a la vida cristiana a un árbol vivo, único y homogéneo, cuyas raíces están hundidas en el depósito revelado y con dos ramas el saber especulativo y místico. La Iglesia, asistida infaliblemente por el Espíritu Santo, lo guarda y cultiva. La luz de la fe y del estudio, el calor de la gracia y del amor, contribuyen eficazmente a su crecimiento. Cada dogma nuevo y cada nuevo santo son un nuevo fruto de este germen. Pero siempre está enraizada en la fe, verdadera raíz de donde el árbol extrae la savia por la que vive[8].

La teología mística

El término «teología mística» puede significar dos clases de conocimiento: la experiencia mística personal de los contemplativos; y el estudio de las experiencias místicas de los otros. El primer sentido es superior al segundo. El estudio de la mística es inferior a la experiencia mística, porque la primera es una ciencia humana adquirida. En cambio, el conocimiento místico es formalmente infuso, sobrenatural y divino.

La teología especulativa, por consiguiente, se puede dividir en: Teología dogmática, dedicada a estudiar a Dios como principio de las criaturas; y Teología moral, también a Dios, pero como fin último de los actos humanos. Si éstos son ordinarios o se producen de modo humano, son objeto de la Teología moral o ascética. Si son perfectos, o producidos al «modo divino», bajo la influencia predominante de los dones del Espíritu Santo, son objeto de la Teología mística.

El motivo de la superioridad del conocimiento místico sobre el conocimiento especulativo de toda teología, es porque éste último es fruto del estudio y, por tanto, un producto de la razón humana, aunque informada por la fe. Este conocimiento teológico es formalmente natural o humano. Es un conocimiento adquirido, aunque materialmente sea divino y sobrenatural. No es formalmente sobrenatural, al modo del conocimiento místico, sino sólo radicalmente, es decir objetivamente o en cuanto a la cosa conocida.

Sin embargo, en la historia del desarrollo de la doctrina dogmática de la Iglesia ha tenido más importancia la teología especulativa. Debe tenerse en cuenta que la mística se desarrolla por experiencias subjetivas o personales, muy claras para el místico, pero difíciles para los demás. La especulativa se funda, en cambio, en razones objetivas fácilmente comunicables a todos.

No quiere decirse, con ello, que la vía afectiva, o «sentimiento de la fe», no haya contribuido al desarrollo dogmático. No obstante, la mística no lo ha hecho sola, sino ayudando a la teología especulativa. No hay otra posibilidad, porque no se puede exigir a la mística razonamientos, sino experiencias del sentido de la fe.

Podría decirse que el sentido de la fe es en el orden sobrenatural lo que el sentido común en el orden natural. Ambos intervienen en el conocimiento especulativo de tres maneras: hacen presentir la solución del problema antes de conocerse las razones demostrativas; permiten rechazar, por una especie de inclinación, soluciones, porque van en contra del sentido; y llevan a la aceptación de una doctrina por toda la sociedad o a toda la sociedad cristiana.

A diferencia del sentido común, sin embargo, el sentido de la fe no alcanza su perfección más que en las almas en quienes residen la fe, la gracia, la caridad y los dones, sin los cuales no hay verdadera experiencia de las cosas divinas. Tal conocimiento se encuentra en todo fiel, aunque esté en pecado mortal, pero, en este caso, de manera imperfecta.

Por dos razones se encuentra el sentido de fe en todo creyente. Una, porque la fe es el principio, la base y la raíz de la gracia, de las virtudes, de la caridad y de los dones; con la fe se tiene todo lo demás en germen. Otra, porque la fe es por naturaleza una tendencia hacia el conocimiento de todo lo que está contenido en el depósito revelado.

Los actos de los hábitos sobrenaturales, aunque no engendren otro hábito, crean una disposición o facilidad natural, que persiste aun cuando el hábito sobrenatural haya desaparecido. No es extraño, por ello, que cualquier cristiano que haya estado en gracia, algunas veces, conserve inclinaciones semejantes a las de la gracia y virtudes sobrenaturales.

Las dos teologías, especulativa y mística, que utilizan distintas vías, dependen ambas del depósito de la fe y además, como éste ha sido confiado por Dios a la Iglesia para guardarlo y explicarlo, en realidad, toda la teología depende de la autoridad de la Iglesia de modo intrínseco y esencial. Como consecuencia, todo teólogo comparado con el simple fiel, lejos de depender menos que él de la Iglesia, depende más de ella. Además, de una manera más directamente según la profundidad de su ciencia. El fiel en cuanto al conocimiento del depósito custodiado exclusivamente por la Iglesia, por voluntad divina, no pasa de la superficie.

Todo teólogo especulativo tiene una mayor dificultad que el fiel, porque al querer explorar con la razón las profundidades del depósito sobrenatural, superior a la razón, tiene más peligros. Siempre existe para el teólogo la posibilidad de equivocarse, tomado por verdaderas demostraciones las que no lo son. Es fácil perderse, y Cristo no prometió la asistencia a nadie, por sabio y santo que sea, sino a la Iglesia.

Para el místico el peligro todavía es más factible, porque puede tomar por experiencias divinas, debilidades de su imaginación, sobreexcitaciones de su sensibilidad, y todavía hay que contar con la acción diabólica. Por consiguiente, para todos, para el teólogo y para el místico, para el sabio y para el santo, es imprescindible seguir la norma esencial, para todo lo que se refiere a la revelación, aceptar la autoridad de la Iglesia.

Todo ello, muestra que las diferencias entre el sentido de la fe, –que alcanza mayor perfección en el místico, por el grado de posesión de las virtudes y dones, que le permiten una mayor experiencia de las cosas de Dios– y la teología especulativa no son por su objeto de conocimiento, ni por la objetividad conocida, sino por el modo de conocerle. Contienen lo mismo, pero de diferente modo o grado de explicación, porque la teología no es sino una mayor explicación de la fe.

La Teología especulativa se diferencia del sentido de la fe o de la mística por la utilización de la razón, pero ambas coinciden en su objeto, lo revelado y explicado por la Iglesia, y que es al mismo tiempo el objeto de la fe. Por este objeto, la teología se diferencia de la teología natural o teología filosófica que es una ciencia profana, auque coincide con el ella en el empleo de la razón.

La Teología sobrenatural tiene por objeto lo revelado, en lo cual se incluyen las explicaciones de la Iglesia, pero explicado por la razón. La teología natural, tiene por objeto lo no revelado y explicado por la razón. Entre la Teología especulativa y la Teología natural hay, por tanto, diferencia en cuanto a la substancia de su objeto, lo revelado y no revelado. Convienen en cuanto al modo la explicación por el raciocinio.

Unidad de la vida cristiana

Las relaciones entre el sentido de la fe, la Teología sobrenatural, especulativa y mística, y la Teología natural revelan no sólo la unidad de doctrina en el cristiano sino también de su vida. Se advierte teniendo en cuenta que el hombre puede seguir tres principios generales en su acción.

El primero y más básico es la razón natural acompañada de todo tipo de virtudes adquiridas. Los actos que se realizan con su dirección son completamente naturales en cuanto a su objeto o substancia y en cuanto al modo. La ética filosófica se ocupa de estos actos, cuya substancia y modo son sólo humanos.

El segundo principio se obtiene ya con la gracia de Dios, porque es la razón cristiana con virtudes infusas. Los actos a que llevan a término son sobrenaturales en cuanto a la substancia, pero son naturales en cuanto al modo. La teología moral, o ascética, se ocupa de estos actos, cuya substancia es divina y su modo humano.

El tercero, por último, es la actuación de los dones del Espíritu Santo, que utilizan la razón cristiana como medio. Los actos que producen son completamente sobrenaturales en cuanto a la substancia y en cuanto al modo. La teología mística, en su vertiente moral, se ocupa de estos actos, cuya substancia y modo son divinos.

Entre los actos meramente humanos, y los dos actos fruto de la gracia, los actos cristianos virtuosos y los actos de los dones, hay una diferencias esencial, o en cuanto a la substancia. En cambio, entre los actos cristianos virtuosos o ascéticos y los actos de los dones o místicos hay una diferencia, que podría denominarse modal. Por serlo en cuanto al modo, humano en los primeros, divino, en los segundos. Podría decirse que difieren como lo imperfecto a lo perfecto en una misma especie, como, por ejemplo, el niño del adulto.

Debe sostenerse, por consiguiente, que, entre la Ética, que es filosófica, y las dos éticas teológicas, la Teología moral ascética y la Teología moral mística, hay una diferencia esencial; y que, entre las dos ramas de la Teología moral, ascética y mística, hay una diferencia modal.

No obstante, a pesar de estas diferencias, los dones del Espíritu Santo pueden actuar, y de hecho actúan, en el estado ascético, aunque débil y transitoriamente e incluso casi de manera insensible. A la inversa, los místicos a veces necesitan actuar de manera ascética. Advierte Santa Teresa que incluso las almas que han sido elevadas a la más alta unión transformativa: «algunas veces las deja nuestro Señor en su natural»[9].

No hay, por tanto, una barrera entre la ascética y la mística. Además, se concluye, que no son dos vías independientes que lleven cada una a su manera a la perfección cristiana y que la vía mística sea un fenómeno anormal, reservado para una especie de aristocracia de la vida cristiana. La ascética, el estado en que predominan los actos ascéticos, y la mística, en el que predominan los actos místicos, producidos por los dones del Espíritu Santo –que se reciben ya en el bautismo y permanecen habitualmente con la gracia–, son dos etapas de una única vida cristiana.

La vida mística es la vida cristiana en su pleno desarrollo. Podría decirse que la mística es el desarrollo homogéneo de la vida de la gracia por la acción del Espíritu Santo. Al igual que las definiciones de la fe del magisterio, gracias a la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia, no llevan a otra doctrina, sino la explicitación de la misma, lo que el Espíritu Santo comunica al místico no es otra vida, sino otro modo de obrar, el divino, en la misma vida.

Unidad de doctrinas

Gracias al Espíritu Santo, la vida ascética, que ya substancialmente es sobrenatural, se convierte en vida mística, cambiando el modo de humano a divino. También por el Espíritu Santo y por medio de la Iglesia, el conocimiento teológico -que substancialmente es el revelado explícita e implícitamente, que explica la Iglesia-, no es otra doctrina, otro contenido substancial, sino un nuevo modo de conocer. De manera que, en las definiciones de la fe lo que el Espíritu Santo comunica a la Iglesia no es otra doctrina, sino un nuevo modo de conocer, no el humano, sino el divino, que se traduce en el dogma.

Dios, Verdad Primera, terminó de revelar con el último de los apóstoles, pero no ha terminado ni terminará de explicar lo revelado, o lo dicho a los Apóstoles, y lo hace por medio de las definiciones de la Iglesia. La explicación de lo dicho implícitamente por Dios es así también principio del razonamiento de la Teología. Sin embargo, sus conclusiones, que están incluidas en los principios, o en todo lo que Dios dijo, mientras no estén definidas por la Iglesia, son lo dicho por Dios, pero explicado por el hombre.

En cambio, si esas mismas conclusiones son definidas por la Iglesia, son ya lo dicho por Dios explicado por Dios. Por ello, el teólogo, por muy clara que sea su conclusión, e incluso por muy sabio y santo que sea, sólo puede decir al final que es «visto por mí». Por el contrario, la Iglesia en su definición infalible puede decir es «visto por el Espíritu Santo».

No hay, por consiguiente, dos vidas ni dos doctrinas cristianas, una teológica y otra de la Iglesia, sino diferentes modos y grados de una misma vida y de una misma doctrina. Esta unidad incoada en esta vida se mantendrá en la otra.

Si Dios es el origen y sujeto de los enunciados revelados y también la fuente y la causa principal de la fe, de la gracia, y de los hábitos sobrenaturales, puede decirse que Dios es la primera raíz de donde se obtiene la savia del árbol de la vida cristiana y de la doctrina católica. Se infiere, por consiguiente, que en la otra vida no habrá que cambiar de raíz, ni de savia, ni de árbol, sino sólo quitar el velo de la fe.

En la eternidad, por una parte, se unirán definitivamente las dos vías. No habrá ya teólogos no-místicos, ni místicos no-teólogos. La visión beatífica irá acompañada de la experiencia mística. Por otra, tampoco habrá virtualidad implícita en la revelación, porque el espíritu humano, ya no se verá obligado a explicar fragmentaria y sucesivamente el inagotable revelable divino. Ni habrá ya magisterio eclesiástico, porque no habrá ya que conservar y explicar. En la visión de Dios, cada bienaventurado poseerá en su visión de Dios la regla de toda verdad. No necesitará ninguna externa.

En la vida temporal, en cambio, el depósito oscuramente revelado es la única fuente objetiva y la autoridad de la Iglesia la única regla próxima. De ahí que las dos vías, la especulativa y la afectiva, las dos vidas ascética y mística, deben tener como fundamento la fe y como regla la Iglesia.

Explica Santo Tomás: «En las diversas conclusiones de una ciencia existen medios diversos de demostración, y unos pueden conocerse sin los otros. Por eso, puede conocer un hombre algunas conclusiones de una ciencia ignorando las demás. A los artículos de la fe, en cambio, les presta su asentimiento por un único medio, es decir, la Verdad primera propuesta en las Escrituras, correctamente interpretadas según la doctrina sana de la Iglesia. Por tanto, quien se aparte de este medio está del todo privado de la fe»[10].

La vida sobrenatural

El tomista español Juan G. Arintero (1860-1928), que se dedicó especialmente a estudiar la teología mística tomista, en una de sus últimas obras, afirmaba que, por una parte: «La vida sobrenatural (…) se identifica con la vida mística (…) en cuanto sinónima de vida interior y vida espiritual»[11]

Por otra, que la vida mística o «La vida sobrenatural (…) es la misma vida cristiana, la divina vida de gracia, en cualquier grado que se posea y de cualquier manera que se practique o se viva, aunque sea tan remisa, tan humana, tan baja y rastreramente, y tan ahogada de tendencias contrarias, que apenas se den señales de ella»[12].

La vida cristiana es «esa vida de la gracia de Nuestro Señor»[13] . A la vida mística, que es vida sobrenatural, vida de la gracia o vida cristina, se le opone la vida mundana. Con la gracia hay que vivir, sin dejarse ahogar por el mundo, que intenta impedirla, de tal manera que, como indicaba San Pablo: «renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos sobria, justa y religiosamente en este siglo, aguardando la bienaventuranza esperada y la venida gloriosa del gran Dios salvador nuestro Jesucristo, el cual se dio a Sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado, purificarnos y hacer de nosotros un pueblo particularmente consagrado a su servicio y fervoroso en el bien obrar»[14].

Explica Santo Tomás que al decirse en este pasaje: « renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas», es de notar esta manera de hablar, porque todos los pecados o se enderezan de cara contra Dios, o hacen pie, propasándose en el uso de las cosas temporales. En el primer caso llámanse pecados de impiedad ya que la piedad, con toda propiedad, es la virtud por la cual damos a los padres y a la patria la honra y respeto que ellos se merecen; mas como principalmente padre nuestro es Dios, al culto de Dios pertenece la piedad (…) por esta razón los pecados contra Dios se llaman impiedades; «pues descúbrese la ira de Dios, que descarga del cielo sobre toda la impiedad (Rm 1, 18), y allí habla de la idolatría».

Añade el Aquinate que respecto a la otra clase de pecados, que son el resultado:

«del abuso de las cosas temporales, llámanse deseos seculares. Siglo es el espacio que mide el período de las cosas. De donde por la palabra «secular» entiéndase las cosas seculares y todos los pecados que se cometen contra el prójimo, o contra sí mismas, por el abuso de ellas»[15].

La vida sobrenatural o mística, en sus distintos grados, es vida divina, porque: «La vida de la gracia es realmente vida divina, es una participación verdadera de la misma vida que eternamente viven las tres Divinas Personas; es la «vida eterna inmanente en los que son «nacidos de Dios» (Jn 3, 9; cf. Ib. 13)»[16].

Si la gracia es «un ser divino que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo, la vida sobrenatural que con ese nuevo ser recibimos es la propia de los hijos adoptivos del mismo Dios que viven, o al menos procuran vivir, como tales, es decir de un modo verdaderamente sobrenatural, sobrehumano, divino, en que de tal suerte resplandece en ellos su luz –la luz de vida- que viendo sus buenas obras los hombres, glorifiquen al Padre Celestial (Mt 5, 16)»[17].

Al comentar Santo Tomás las palabras de San Pablo «si vivimos por el Espíritu, procedamos también en el Espíritu»[18], concluye: «Así es que si «vivimos por el espíritu», en todo debemos obrar por el mismo. Porque así como en la vida corporal no se mueve el cuerpo sino por el alma por la cual vive, así también en la vida espiritual, cada uno de nuestros movimientos debe ser por el Espíritu Santo. «El espíritu es quien da la vida» (Jn 6, 64). «En Él vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17, 28)»[19].

La vida sobrenatural es, por ello: «con otro nombre llamada vida espiritual, por ser propia de los que viven según el espíritu, o sea de un modo sobrehumano; y es por último, la vida mística, que sólo por este divino modo de proceder se caracteriza». Es también «vida interior», porque «se vive bajo las continuas ilustraciones del Espíritu de la verdad y en trato íntimo y familiar con las tres Divinas Personas (1Jn 1, 3; Ap 21, 3) que allí en los corazones moran como en su templo predilecto»[20].

También sobre el razonamiento de San Pablo: «Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo»[21], comenta el Aquinate: «Se dice que alguien es heredero de otro si de manera principal recibe sus bienes o los obtiene, no quien alguna cosa minúscula recibe, como se lee en Gn, 25, 5, que Abraham le dio a Isaac todo cuanto poseía, y que a los hijos de sus concubinas les hizo donativos. Pues bien: el principal bien en que Dios es rico es El mismo. Porque es rico por sí mismo, y no por ningún otro, porque no necesita de los bienes extrínsecos, como se dice en el Sal 15, 5: «El Señor es la parte que me ha tocado en herencia. Mi herencia, dice el alma mía, es el Seño (Lm 3, 24)».

Seguidamente el Aquinate presenta esta dificultad: «como el hijo no alcanza la herencia sino una vez muerto el padre, parece que el hombre no puede ser heredero de Dios, que nunca muere».

Su respuesta es que: «eso sucede en cuanto a los bienes temporales, que no pueden ser poseídos simultáneamente por muchos, por lo cual es necesario que uno muera y el otro suceda; pero los bienes espirituales pueden ser poseídos al mismo tiempo por muchos, y por eso no es necesario que el padre muera para que los hijos hereden. Sin embargo, se puede decir que Dios muere para nosotros en cuanto está en nosotros por la fe; y será nuestra herencia en cuanto lo veremos cara a cara».[22]

San Pablo, además de afirmar que los hijos de Dios son sus herederos, precisa que son «coherederos de Cristo»[23]. Santo da la siguiente razón: «porque siendo El mismo el principal hijo por quien nosotros participamos de la filiación, así también es el principal heredero (Lc 20, 14). «Aún te llevaré un nuevo heredero» (Mq 1, 1)»[24].

En este mismo versículo de la epístola paulina se precisa: «Con tal, no obstante, que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados»[25].

Con ello, explica Santo Tomás: «muestra la causa de la dilación de esa vida gloriosa (…) débese considerar que Cristo, que es el principal heredero, alcanza la herencia de la gloria mediante los padecimientos. «¿No era necesario que Cristo padeciera así para entrar en su gloria? (Lc 24, 26). Pues bien, no de una manera más fácil podremos nosotros obtener la herencia. Y por eso es necesario que también nosotros alcancemos mediante los padecimientos esa herencia. Es menester que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hch 14, 21). Porque no recibimos inmediatamente un cuerpo inmortal e impasible, a fin de que podamos padecer juntamente con Cristo. De aquí que dice: «Con tal, no obstante, que padezcamos con Él» esto es, que juntamente con Cristo suframos pacientemente las tribulaciones de este mundo «a fin de que también con él seamos glorificado». «Si hemos muerto con Él, con Él también reinaremos» (2 Tm 2, 11-12)»[26].

San Pablo había indicado en un versículo anterior que: «todos cuantos obran por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»[27]. Según Santo Tomás se puede entender que: «los que obran por el Espíritu de Dios (…) se rigen como por cierto guía y director, lo cual ciertamente hace en nosotros el Espíritu, es claro que en cuanto nos ilumina interiormente sobre lo que debemos hacer. «Tu Espíritu, que es bueno, me conducirá a la tierra de la rectitud» (Sal 142, 10). Pero como el que es conducido no obra por sí mismo, luego el hombre espiritual no sólo es instruido por el Espíritu Santo sobre qué deba hacer, sino que también su corazón es movido por el Espíritu Santo».

Al decirse que se obra por esta moción del Espíritu Santo debe entenderse en sentido estricto. «Porque se dice que obran aquellos seres que por cierto instinto superior se mueven. De aquí que de los brutos decimos no que conducen sino que son conducidos, porque son movidos por la naturaleza y no por su propio movimiento para obrar. De manera semejante, el hombre espiritual no como por un movimiento de la propia voluntad principalmente sino que por impulso del Espíritu Santo se inclina a hacer algo, según aquello de Isaías 59, 19: «cuando venga como un río impetuosos, impelido del espíritu del Señor»; y en Lucas 4, 1, vemos que Cristo fue conducido por el Espíritu al desierto».

Sin embargo, no queda suprimida la voluntad, sino perfeccionada en su libertad y dirigida hacia su bien y fin. Como advierte seguidamente Santo Tomás: «Más no por esto se excluye que los varones espirituales obren por su voluntad y su libre albedrío, porque el Espíritu Santo causa en ellos el propio movimiento de la voluntad y del libre albedrío, según aquello de Filipenses, 2, 13 «Dios es el que, por su benevolencia, obra en vosotros tanto el querer como el hacer»[28].

La vida mística

Por estas y otras explicaciones, Arintero concluye que: «La Mística es para todos, y que nadie puede desentenderse de aspirar a ella, sin olvidar sus deberes cristianos, puesto que en ella está la plena expansión y la verdadera perfección de la vida cristiana, a que todos debemos tender para ser fieles hijos de Dios y no cobardes imitadores del siervo perezoso, que dejan sepultados sus divinos talentos. Pues cultivando bien las gracias recibidas en el bautismo, y procurando, como nos lo encarga el Apóstol (II Cor 6, 1), que nunca estén ociosas –o sea, cooperando a ellas con toda fidelidad y diligencia-, llegará un momento en que los siete dones allí recibidos alcances el debido desarrollo y las convenientes disposiciones para poder funcionar con normalidad. Y (…) se alcanzará la madurez y perfección deseadas»[29].

Todo cristiano está llamado a la vida mística. Con palabras de Arintero: «¡A este cúmulo de felicidad es llamada toda alma cristiana¡». Con la llamada, Dios da los medios. De manera que: «A tan sublimes alturas podríamos llegar todos, sin más trabajos que los que tenemos, y aún sin necesidad, quizá, de hacer otras cosas más que esas mismísimas que hacemos a remolque (…) procuráramos de veras hacerlas bien y alegremente por amor de Dios, que quiere que así con alegría y diligencia le sirvamos». Como consecuencia: «con lo mismo que nos haya tocado hacer o sufrir, cultivando bien todos los talentos recibidos, trabajando en nuestros oficios con la amorosa y tranquila diligencia de los que en todo buscan a Dios, y sin la inquieta solicitud de los apegados a sí mismos y a lo terreno y pasajero, en mucha paz y paciencia recogeríamos para la eternidad copiosísimos frutos, si a la vez en nuestro interior procedemos con toda fidelidad y rectitud de intención, procurando atender siempre a lo que a Nuestro Señor es más grato, evitando cuanto le desagrada, hasta la menor palabra ociosa, pues sabemos que hasta de esa voz perdida se nos ha de pedir cuenta; y cuidando de arrullar a su Amor con tiernos afectos, o como dice el Apóstol (Col 3, 16): «enseñándonos y amonestándonos a nosotros mismos con salmos, himnos y cánticos espirituales con gracia cantando a Dios en nuestros corazones».

De este modo, concluye su argumentación: «tendríamos nuestra conversación en los cielos» (Fil 3, 20) y llevaríamos una vida tan feliz y alegre como santa y fructuosa, procurando, aun en medio de los mayores quehaceres y de las dificultades y contrariedades, andar siempre en la divina presencia y los ojos del corazón puestos en el Señor, para conversar de continuo con Él, consultárselo todo, pedirle luz y auxilios y darle gracias y amarle con toda el alma cumpliendo así fielmente con el primer precepto y con el correspondiente de «orar sin interrupción» (Luc 18, 1; 21, 36; 1 Thes, 5, 17)».[30]

La ascética y la mística

La tesis capital de la interpretación de Arintero de la doctrina espiritual de Santo Tomás es que la: «santidad y perfección, a que todos debemos aspirar, están en la vida mística, o sea en la plena expansión de las gracias en dichos sacramentos (Bautismo y Confirmación) recibidas, cuando ya nos permiten proceder de un modo sobrehumano y divino, como propio de hijos de Dios, movidos de su mismo Espíritu (Rm 8, 14); que no pueden hallarse en la ascética, en que se procede aún habitualmente de un modo bajo y rastrero, como puramente humano»[31].

La vida sobrenatural o vida mística es posible por los dones del Espíritu Santo, hábitos sobrenaturales actualizados por el mismo Espíritu Santo. La mística requiere: «las virtudes infusas –que nos hacen proceder conforme a la recta razón cristiana, pero solamente al modo humano, que es lo propio de las ascética-, y los dones del Espíritu Santo, mediante los cuales, nos hacemos hábiles para seguir la divina moción e inspiración y proceder, por tanto, de un modo pasivo, pero sobrehumano y divino, propio de los fieles hijos de Dios, o sea de las almas verdaderamente espirituales y perfectas, que proceden no según la carne, ni secundum hominen, sino según el espíritu, o secundum Deum. Y tal es el modo característico de la vida mística»[32].

La vida mística comienza con el bautismo y permanece en todas las almas en gracia, por ello no es algo anormal o extraordinario. Permanece en el estado ascético o virtuoso, en el que predomina la acción de las virtudes sobrenaturales o infusas y, por tanto, con una actuación de Dios como causa principal primera y con la acción del alma humana, de su razón y voluntad libre, como causa principal segunda, subordinada a la primera. Los actos ascéticos se producen así al modo humano, porque se acomodan a la imperfección de la criatura.

Las virtudes infusas sólo pueden alcanzar su perfección con los dones del Espíritu Santo, y, por tanto, en la vida mística, en la que la actuación de los dones es ya predominante. Los dones actúan como causa principal única y el hombre ya no es causa segunda. El sujeto de los mismos es pasivo, aunque no totalmente, porque debe consentir de una manera voluntaria y libre. Los dones perfeccionan de tal manera a las virtudes que actúan ya de modo divino, sin las limitaciones de la razón y la voluntad humana. Como consecuencia de la acción inmediata del Espíritu Santo, el ejercicio de las virtudes es de un modo sobrehumano o divino.

La perfección cristiana, que implica la plena actuación de los dones del Espíritu Santo, se da, por consiguiente, en la mística. Los dones del Espíritu Santo son el constitutivo esencial de todo acto místico. Con su actuación se tiene una experiencia pasiva de las acciones de Dios, que inhabita dentro del alma. Puede así definirse la mística como: «cierta experiencia íntima de los misteriosos toques e influjos divinos y de la real presencia vivificadora del Espíritu Santo»[33]. La mística, según Arintero, sería, una cierta conciencia de la gracia de Dios.

La vida cristiana

De estas tesis infiere Arintero que: «No hay dos vías separadas, capaces de llevar a la plena perfección y santidad, como tampoco hay dos maneras de santidad y perfección en el cristiano, una divina y otra humana, -o como si dijéramos, una aristócrata y otra vulgar- sino una sola, aunque con diversos grados, que consiste en «ser santos y perfectos como nuestro Padre celestial», a imitación de su Unigénito»[34].

La mística lleva a la configuración con Cristo. «Perfecto cristiano es sólo aquel que es como su divino Maestro: el cual es el Místico por excelencia, que en todo y siempre estuvo lleno, animado, poseído y dirigido del divino Espíritu, y pudo en todo rigor aplicarse el Spiritus Domini super me (Is 61, 1; Lc 4, 18)».

La unicidad de la vida cristiana, explica Arintero, fue: «unánimemente enseñada por todos los antiguos y grandes maestros de espíritu». Sin embargo, reconoce que, después: «influidos de la opinión contraria; la cual –como inventada en la Edad Moderna, con motivo de lo errores de los alumbrados y quietistas-» la desecharon. No obstante, es una: «invención insubsistente, que no ha servido sino para ofuscar la verdad y desconcertar a no pocas almas devotas»[35].

Según esta opinión moderna, lamentablemente muy extendida, la santidad: «se alcanza con nuestra industria y con nuestros esfuerzos y puños, sin la plena subordinación al Espíritu Santo y sin el normal ejercicio de sus dones, que son (…) los que dan la verdadera perfección a todas las virtudes y nos ponen en condición de ser santos de veras».

Por el contrario, Arintero defendió siempre que: «La plena perfección cristiana, cual es posible a viadores y cual se requiere para la canonización o beatificación de un siervo de Dios, implica el ejercicio de los dones del Espíritu Santo y de los sentidos espirituales- y por tanto, la verdadera vida mística, y de ningún modo puede lograse con sólo la ascética»[36].

Con la perfección cristiana, o la perfección suma, se consigue la felicidad o bienaventuranza evangélica. Explica Santo Tomás que: «Siendo la bienaventuranza acto de la virtud perfecta, todas las bienaventuranzas pertenecen a la perfección de la vida espiritual»[37].

Nota también sobre las bienaventuranzas del «sermón de la montaña» que: «Las obras que en las bienaventuranzas se indican como méritos, son preparaciones o disposiciones para la felicidad, perfecta o incoada. Más las que aparecen como premios, pueden ser, o la misma bienaventuranza perfecta –y entonces se refieren a la vida futura-. O alguna incoación de la bienaventuranza que se da en hombres perfectos, y entonces pertenecen como premios a la vida presente. Pues cuando uno empieza a progresar en actos de virtudes y dones, puede esperarse de él que llegará a la perfección de esta vida y a la del cielo»[38].

Los premios por los méritos de las bienaventuranzas, conseguidos por las virtudes y dones del Espíritu y especialmente por estos últimos[39], se reciben ya en parte en esta vida. «Aunque los malos en esta vida no padezcan a veces penas temporales, las padecen espirituales (…) Por el contrario, a los buenos, aunque en esta vida no tengan premios corporales, nunca les faltan los espirituales, aun en la vida presente, tal como se dice en Mt 19, 20 y Mc 10, 30: «Recibiréis el ciento por uno ahora en este siglo»[40].

Se comprende que, por los dones del Espíritu Santo, el hombre sea elevado a la perfección espiritual, porque: «La naturaleza tiende a conducir a la plenitud a todo cuerpo engendrado, a no ser que sobrevenga la muerte, debido a la corruptibilidad del cuerpo. Pero la intención de Dios de conducir todo a la perfección es todavía mayor, pues la tendencia de la naturaleza es participación de la de Dios, de quien leemos que «sus obras son perfectas» (Deut 32, 4). Por otra parte, el alma a la cual se refiere ese nacimiento y plenitud espiritual, es inmortal, y puede conseguir su regeneración en el tiempo de la vejez, como su perfección en los a los de la juventud o niñez, pues estos desarrollos corporales no afectan al alma»[41].

Si la edad corporal no impide la perfección del alma: «Puede, por tanto, el niño conseguir la plenitud espiritual, de la que leemos: «La honrada vejez no es la de muchos años ni se mide por el número de días» (Sab 4, 8). Así se explica que muchos adolescentes combatieran valientemente por Cristo hasta dar su sangre merced a la fuerza recibida del Espíritu Santo»[42].

La perfección cristiana del hombre, por consiguiente, escribe Arintero es el «completo desarrollo de su vida espiritual». Se sigue de ello que: «Si algo falta a ese desarrollo, y si precisamente lo que falta por desarrollar es lo mejor y más precioso que en esa vida tenemos, toda la manera de perfección que nos queramos atribuir es ficticia e ilusoria; y tal sería la puramente ascética. Porque, en efecto, para que esa definición, que es muy verdadera y exacta, se pueda aplicar sin mentira; para que podamos merecer de algún modo el nombre de cristianos perfectos, aun en sentido muy relativo, hay, por necesidad, que tener suficientemente cultivadas y desarrolladas todas las facultades sobrenaturales que hemos recibido con la vida de la gracia en el Bautismo y se no han corroborado en la Confirmación para poder ejercitarlas a sus debidos tiempos y glorificar a Dios con ellas, de modo que no resulten en nosotros vanas sus gracias; porque entonces sólo mereceremos ser castigados como el siervo perezoso, lejos de ser mirados como perfectos»[43].

La voluntad de Dios

Por desconocimiento de esta doctrina nota Arintero que se ha llegado a decir que: «No consiste la santidad en tener don de oración, sino en hacer la voluntad de Dios»[44]. Frente a estas «famosas palabras», afirma Arintero que: «es del todo imposible aun el conocer bien lo que Dios quiere sin una luz infusa, muy superior a la que puede alcanzarse por la vía ascética, o sea con nuestras pobres consideraciones; y por eso le pide el Salmista que él mismo le enseñe a cumplir su voluntad y le conduzca por su santa vía, para poder entrar en su verdad; y que perfeccione sus pasos, comunicándole los dones de su Espíritu, que dan la perfección a las virtudes y hacen correr y aun volar a las mayores alturas y al lugar seguro de la paz, donde se encuentra el descanso para nuestras almas»[45].

Arintero se refiere a los siguientes versículos de los Salmos: «Hazme conocer el camino que he de andar, porque a ti he elevado mi alma (…) Líbrame de mis enemigos (…) Enséñame a hacer tu voluntad (…) Tu espíritu que es bueno me conducirá a una tierra llana»[46]; «Guíame, Señor, en tu camino y andaré en tu verdad»[47]; y «Afirma mis pasos en tus senderos para que no vacilen mis pies»[48].

Además, el sabio dominico concreta que: «Una de las cosas que sabemos ser clara voluntad divina es que procuremos siempre «crecer en gracia y conocimiento de Nuestro Señor» (2 P 3, 18), lo cual se logra amándole y contemplándole, sin perderlo nunca de vista, para que»en todo crezcamos según Él» (Ef 4, 15)»[49].

Para ello, es necesario el estado místico y por dos motivos. Primero: «Porque Él fue el Místico por excelencia, que estuvo siempre lleno de la plenitud del Espíritu, y de su plenitud debemos recibir todos (Jn 1, 16), aunque cada cual según su donación (Ef 4, 7), para proceder también «ducti a Spiritu», como verdaderos hijos de Dios».

Segundo: «Porque para poder complacer en todo a Dios, fructificar en toda suerte de obras buenas y crecer en ciencia divina, es preciso que Él mismo «nos llene» del conocimiento de su voluntad «con toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1, 9-10). Y así, para saber apreciar de algún modo la inmensa grandeza de Nuestro Señor Jesucristo, necesitamos «ser corroborados por la virtud de su Espíritu», a fin de llegar a ser «hombres interiores», que ya en cierta manera le sienten «morando en sus corazones», y así vienen a quedar «llenos de la plenitud de Dios» (Ef 16-19)»[50].

Eudaldo Forment



[1] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 43, a. 5, in c.

[2]Ibíd., II-II, q. 8, q. 4.

[3] Ibíd., II-II, q. 8, a. 4, ob. 1.

[4]Ibíd., II-II, q. 8, a. 4, ad 1.

[5]Ibíd., II-II, q. 8, a. 4, ad 3.

[6] Cf. Ibíd., II-II, q. 1, a. 7, in c.

[7] Ibíd., II-II, q. 5, a. 4, ad 3.

[8] Cf. francisco Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, BAC, 1952, p. 417.

[9] SANTA TERESA DE JESÜS, Moradas del castillo interior, o. c., Moradas séptimas, 4, 1.

[10]SANTO TOMAS, Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 3, ad 2.

[11] JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, Salamanca, Editorial Fides, 1925, p. 11.

[12] Ibíd., p. 7.

[13] Ibíd., p. 8.

[14] Tit 2, 12-14

[15] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a Tito, II, lec. 3.

[16] JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, op. cit., p. 8.

[17] Ibíd., pp. 8-9.

[18] Gal 5, 25.

[19]SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Gálatas, V, lec. 7.

[20]JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, op. cit., p. 11.

[21] Rm 8, 17.

[22]SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Romanos, VIII, lec.3.

[23] Rm 8, 17.

[24]SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Romanos, VIII, lec.3.

[25]Rm 8, 17.

[26]SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Romanos, VIII, lec.3.

[27] Rm 8, 14.

[28]SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Romanos, VIII, lec.3.

[29] JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, op. cit., p. 33.

[30] Ibíd., p. 34.

[31] Ibíd., p. 37.

[32] Ibíd.., p. 46.

[33]IDEM, La evolución mística, Madrid, BAC, 1952, p. 18.

[34] IDEM, La verdadera mística tradicional, op. cit., p. 37.

[35] Ibíd., p. 38.

[36] Ibíd.., p. 43.

[37] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 19, a. 12, ad 1.

[38] Ibíd., I-II, q. 69, a. 2, in c.

[39] Cf. Ibíd., I-II, q. 69, a. 1, ad 1.

[40] Ibíd., I-II, q. 69, a. 2, ad 2.

[41] Ibíd., III, q. 72, a. 8, in c.

[42] Ibíd., III, q. 72, a. 8, ad 2.

[43] JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, op. cit., pp. 45-46..

[44] Cf. Ibíd.., p. 42

[45] Ibíd., p. 60.

[46] Sal 142, 8-10.

[47] Sal 85, 11.

[48] Sal 16, 5.

[49] JUAN G. ARINTERO, O.P., La verdadera mística tradicional, op. cit, pp. 63-64.

[50] Ibíd., p. 64.

4 comentarios

  
Sipán
¡ Ay, cómo hemos dejado de lado esta terminología siempre necesaria y muy actual, como " mística " y "ascética " por otras palabras que parecen parecidas pero que no lo son y han llevado a olvidar eso: Que para ser santo, pues Santos somos por el Bautismo, tenemos que vivir con ascética para ser místicos, osea, santos !.
02/12/16 12:45 PM
  
Sipán
Hay que tomarse en serio la vida. Significa: Hay que tomarse en serio el ser cristiano. Hay que leer a Santa Teresa de Jesús. Que no, que no es difícil de leer. Que es sabrosa lectura. Que no hay que leer deprisa sino saboreando, despacio. Como a Santo Tomás, y al Quijote. Tales lecturas nos llevan a rezar y a continuación a vivir a lo cristiano. Basta de tantas prisas, de saber noticias insustanciales, de estar al día de .... hay que tomarse en serio uno a sí mismo: Vivir a lo cristiano.
02/12/16 9:14 PM
  
Maricruz Tasies
Muchas gracias.
04/12/16 5:45 AM
  
Fabiola
Muchas gracias, en pocas páginas me a abierto los ojos y puesto en un camino que he buscado.
08/12/16 4:25 AM

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