“Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti” (Sofonías 3,14.15b).
Contemplar a María, en el mes de mayo, es meditar sobre el plan salvador de Dios. Desde toda la eternidad, Dios estableció un designio benevolente, un proyecto de salvación. Él ha querido darse a conocer a nosotros y hacernos partícipes de su vida. Dios y el hombre no son realidades mutuamente aisladas, paralelas, incomunicadas. Dios ha pensado en cada hombre y cada hombre alcanza su destino, su realización, su meta y su fin en la comunión con Dios.
Libremente, movido sólo por su bondad y sabiduría, Dios quiso hacernos capaces - en una medida absolutamente imprevisible, considerada desde parámetros meramente humanos - de responderle, de conocerle; en definitiva de amarle. Gradualmente, como un buen pedagogo, nos ha ido llevando de la mano para que podamos acoger su revelación. En las cosas creadas ha dejado impresa una huella de sí mismo y, en diversa etapas, ha ido dispensando su salvación.
Todo el Antiguo Testamento muestra el celo de Dios por los hombres. Establece una alianza con Noé, con la pluralidad de las “naciones”, con todos los hombres vivientes. Elige a Abraham, para congregar en un pueblo a los hombres dispersos. Forma a Israel y, por medio de Moisés, le dio su Ley. A través de los profetas, Dios sembró en la humanidad la esperanza de una Alianza nueva y eterna. Una esperanza que será mantenida, ante todo, por los pobres y los humildes del Señor; por aquellos que sólo esperan de Él la salvación.
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