Diezmos, primicias e impuestos

¿Por qué los católicos españoles somos tan agarrados?

Antiguamente decían los catecismos que el quinto precepto general de la Iglesia era “pagar los diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. Esta formulación tenía una clara inspiración bíblica: el diezmo o décima parte de las cosechas y el ganado y las primicias o frutos nuevos y crías primogénitas fueron establecidos por la Ley Mosaica y se mencionan en el Levítico, los Números y el Deuteronomio, así como en los libros de Samuel, Reyes y Paralipómenos. El origen de la práctica de dar el diezmo al sacerdocio lo atribuye la Sagrada Escritura a Abraham con respecto a Melquisedec. El ofrecimiento de los primeros nacidos incluía a los niños del pueblo elegido, por los cuales se pagaba un rescate consistente en una ofrenda de substitución (el Niño Jesús fue por ello presentado en el Templo).

Entre los primeros cristianos no se consideró necesario renovar los mandatos de la Ley concernientes a los diezmos y primicias porque los fieles daban liberalmente de sus bienes para el sostenimiento de la comunidad; hasta el punto que Orígenes y San Cipriano de Cartago negaron esa obligación. Sin embargo, al comenzar a enfriarse la generosidad de los cristianos y, por otro lado, crecer las necesidades de la Iglesia con su cada vez mayor extensión y organización, fue preciso asegurar los medios de su subsistencia mediante la demanda a los cristianos de un impuesto bajo obligación de precepto. Como la sociedad de la Edad Media era eminentemente patrimonial y agraria se recurrió al sistema de diezmos y primicias, que, sin embargo causó alguna confusión en el contexto del feudalismo, sobre todo cuando la propietaria de tierras era directamente la potestad espiritual, ya que no se distinguía convenientemente lo que eran derechos reales del señor o verdaderos y propios impuestos.

La revolución urbana y el auge de la artesanía y el comercio monetizaron la percepción de los diezmos y primicias por parte de la Iglesia. Los teólogos clásicos justificaron el derecho de Aquélla a recaudar impuestos recurriendo a la noción de sociedad perfecta, es decir la que tiene en sí misma los medios necesarios para la consecución de su fin. La doctrina católica sólo reconoce como perfectas y paralelas dos sociedades: el Estado (sociedad política) y la Iglesia (sociedad espiritual), que corresponden a la naturaleza humana, que es doble, pues consta de un principio material (cuerpo) y un principio inmaterial (alma). Si en cada una de ellas las partes han de contribuir al todo para que los medios de la consecución del fin propio de cada una sean aptos, es claro que tanto el Estado como la Iglesia pueden exigir impuestos bajo la forma que más se adapte a las circunstancias de tiempo y lugar. El problema es que esta sencilla y clara explicación no la entienden muchos católicos, que creen que porque la Iglesia es sobre todo espiritual vive del aire.

La Iglesia Católica acumuló, es cierto, muchas riquezas a lo largo de la Historia, sobre todo en los siglos de fe. Llegó a ser propietaria de un ingente patrimonio; pero hay que considerar también que gracias a la garantía que éste representaba podía sostener su inmensa obra de beneficencia independientemente de la potestad temporal. Es más: el Estado normalmente quedó eximido de no pocas de sus obligaciones asistenciales gracias a que la Iglesia se encargaba de atenderlas mediante la organización de la caridad (orfanatos, hospitales, escuelas, asilos, cementerios, etc.). Los misioneros, además de llevar la fe a pueblos remotos, fueron los primeros en implantar la civilización y sus avances positivos (abriendo caminos, excavando pozos, construyendo dispensarios, enseñando a cultivar la tierra…), mucho antes de que llegaran los funcionarios estatales con su burocracia y sus estructuras (y, no pocas veces, desgraciadamente, también sus abusos). Por otra parte, las tan discutidas riquezas de la Iglesia, en su mayor parte, es imposible convertirlas en líquido porque se trata de patrimonio artístico y cultural, que sería imposible e injusto enajenar. Las turbas que, durante la persecución religiosa en España destruían los tesoros de los santuarios y conventos no hicieron tanto daño a la Iglesia cuanto a la Cultura, pues mientras aquélla se rehízo ésta sufrió irreparables pérdidas.

En nuestro país existe, además, un prejuicio muy extendido entre los fieles y que consiste en creer que “el Estado paga a la Iglesia”. Esto proviene en primer lugar de siglos de concordia entre el trono y el altar en una nación, como la española, eminentemente católica, lo que originó la idea de que era natural que un Estado católico sostuviera a la Iglesia: pero esto es sencillamente falso. Un Estado puede ser católico y prestar su colaboración con la Iglesia, pero no por ello deja de subsistir la obligación de los fieles de subvenir a las necesidades de ésta mediante su óbolo (antiguamente, los diezmos y las primicias). Por otra parte, en concordato de 1953 entre el Estado español y la Santa Sede garantizó el pago de la llamada “congrua” destinada al mantenimiento del culto y clero de la religión católica, que era entonces la del Estado. Ello dio la impresión de que el Estado, por ser confesional, se encargaba de sostener a la Iglesia. Nada más erróneo: en España bajo el régimen concordatario anterior el Estado no pagaba a la Iglesia por ser confesional sino por haber sido ladrón, así de sencillo. La congrua se abonaba en concepto de indemnización por las sucesivas desamortizaciones y confiscaciones de que había sido víctima el patrimonio eclesiástico y no en virtud del llamado “nacional-catolicismo”. Lo que pasa es que como la Iglesia supo administrarse y no hizo pesar su derecho a percibir el óbolo de los fieles, éstos se acostumbraron a pensar que estaban exentos de pagar y que era una obligación del Estado y no de ellos el mantener a la Iglesia.

Con el nuevo sistema de asignación tributaria (mediante la famosa crucecita en la casilla de la Iglesia de los modelos de declaración de la renta) no han cambiado las ideas: se sigue creyendo que “el Estado paga a la Iglesia”, pero no hay tal. El Estado lo que hace ahora –extinguida por mutuo acuerdo la obligación de la antigua congrua– es simplemente actuar como recaudador intermediario entre la Iglesia y sus fieles, que libremente pueden elegir destinarle un mínimo porcentaje de sus impuestos. El Estado no está regalando nada a la Iglesia, como tampoco lo hacía antes. Simplemente distribuye la parte de los impuestos de libre disposición de los contribuyentes entre sus destinatarios (organizaciones de beneficencia, ONG y también la Iglesia). Y esto lo hace el gobierno socialista, como podría hacerlo un gobierno del PP o incluso uno comunista y ateo porque así lo marca la Ley. No es cuestión aquí de confesionalidad o no confesionalidad, de laicismo o de indiferentismo religioso. Es una solución práctica que a la Iglesia le viene muy bien porque, desgraciadamente, si tuviera que depender de la iniciativa y empuje de sus hijos, hay que decir con pena que podría esperar sentada y se moriría de hambre: así de mal acostumbrados estamos por nefastos atavismos.

Y es que hasta hace poco a los católicos en España todo les venía ya dado. En este país la religión católica –como dirían los franceses– allait de soi (se daba por hecha). La cara de la medalla es que estuvimos históricamente exentos de las guerras de religión y de las controversias y polémicas que azotaron otros países de Europa. El siglo XIX y el XX se dio, sí, una ofensiva de una minoría política contra la Iglesia, pero siempre se volvía al redil. La última persecución fue sangrienta pero seguida de una extraordinaria floración religiosa. Si se hace un balance de nuestra historia religiosa, aquí no hemos tenido que sobrevivir como católicos más que en momentos muy puntuales, a diferencia de otras importantes naciones. Piénsese Inglaterra, donde la implantación de la Reforma protestante fue mortífera para el catolicismo; en los países escandinavos, en los cuales prácticamente no quedó rastro de la antigua fe; en Alemania, en que la Cristiandad se escindió en dos bandos que se hicieron una sangrienta guerra hasta que la Iglesia Católica quedó reducida a la tercera parte de la población; en Francia, que fue azotada no sólo por las guerras de religión, sino por los embates de la Revolución y de la República jacobina; en los Estados Unidos, donde el Catolicismo se hizo a sí mismo desde una posición de desventaja y exigua minoría…Pues bien, ¿no es sintomático el hecho comprobado que precisamente allí donde la Iglesia se ha tenido que buscar la vida los fieles sean más generosos (con gran diferencia) que en los países tradicionalmente católicos?

Reconozcámoslo: los españoles no somos generosos con nuestra Santa Madre: es triste pero es así. En los cepillos y las bandejas de la limosna dominical echamos la calderilla que nos molesta y nos cuesta sacar un billete aunque sea de cinco euros. Total, “el Estado paga” (lo cual ya hemos visto que es falso). Otro detalle, cuando se trata de bautizar a un hijo o casarse o cuando viene la época de las primeras comuniones echamos la casa por la ventana y hasta nos endeudamos para sufragar los gastos extrínsecos a lo que es la substancia del acto sacramental (aderezos, vestidos, banquetes, regalos, reportaje fotográfico y hasta bomboneras de recuerdo). Sin embargo, cuando viene la hora de abonar la justa compensación, no por el rito en sí (que no tiene precio ni se puede pagar bajo pecado de simonía), sino por el trabajo de los que lo hacen posible, entonces todo es llorar miseria y acusar a la Iglesia de pesetera. Nos gastamos de buena gana diez mil euros en los aspectos mundanos del evento y nos quejamos si tenemos que pagar pero que ni la vigésima parte de esa cantidad, lo que no es sino de mera justicia si no de delicadeza, la que deberíamos tener para con la Iglesia. No es extraño que seamos de las comunidades católicas más lánguidas y conformistas y menos pujantes del mundo. Cómo se ve que no nos hemos tenido que buscar la vida como otros hermanos en la fe.

Cierto es también que, a veces, vistos ciertos personajes del clero (purpurados, mitrados y condecorados incluidos) y dadas ciertas conductas escandalosas, no apetezca dar ni un duro partido por la mitad, pero, ¿quiénes somos para juzgar? En la época de la vida terrenal de Jesucristo, la religión mosaica contaba con su buen número de hipócritas y sinvergüenzas (a los que no se retuvo en recriminar ásperamente el Maestro) y, no obstante, jamás enseñó que había que abstenerse de pagar los diezmos y las primicias u ofrecer el óbolo. Dios es juez de cada uno y ve el corazón y la intención de quien da de lo suyo para su gloria y el bien de la comunidad. Los malos administradores ya le darán cuenta, pero no debemos dejar de sostener por causa de ellos a la que nos da la vida espiritual y nos facilita con ello los medios de salvarnos, que, a la postre, es lo que importa. Reflexionemos en esto durante esta época de la declaración de la renta y que nuestra generosidad vaya más allá aún y sobrepase los límites de los formalismos legales. Al fin y al cabo, si, como se nos dice “Hacienda somos todos”, tanta más verdad hay en aquello de que “todos somos Iglesia”.

Aurelius Agustinus

Germinans germinabit

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