Benedicto XVI el evangelizador

La civilización occidental, tan profundamente desmoralizada, necesita más que el pan que come, que alguien le traiga por lo menos una buena noticia. Y ahí tenemos al Papa, al máximo líder del cristianismo, trayéndole esa imagen que dicen que vale más que mil palabras. Hasta los más sordos, los que cierran los oídos a las palabras que se apartan de sus dogmas, hasta ésos son capaces de leer correctamente la imagen de una muestra de la juventud que ha optado por el camino arduo de la vida. Para que no hubiese error en la lectura, los líderes del camino estricta y exclusivamente hedonista, el que predomina hoy en la civilización occidental, nos mostraron la imagen opuesta. Todos los que tienen ojos para ver, han visto.

Los defensores de la vida cómoda, de los derechos sin deberes, del trofeo sin carrera, del premio sin castigo, de la defensa del delito con la excusa de defender al delincuente; los que abominan de la moral (cristiana en su origen), de la ética (a pesar de ser laica) y de cualquier deontología (a pesar de su sentido descaradamente utilitario); los “jóvenes” ya bastante talludos que optaron por esa línea tan progresista de “valores”, mostraron al mundo su verdadero rostro. Lo hicieron bajo el disfraz de indignados, por si colaba. No coló, porque les faltó comportarse con dignidad, única raíz legítima de la indignación. Ahí estaba lo más progresista del progresismo: vestido con palabras muy apañadas reducidas a eslóganes: que tan escueta doctrina cabe en unos pocos mantras, la mayoría en forma de insultos. En su exhibición, los representantes de esa cultura los vociferaron hasta la saciedad. No estuvo mal la contraimagen para que resaltase mejor la imagen.

Benedicto XVI, víctima de las más sucias campañas dedicadas a golpear lo más duro y sucio posible a la Iglesia en su cabeza; figura por tanto extremadamente denostada y desacreditada en los ámbitos y en los medios que consumen y difunden la cultura progresista; este Benedicto XVI cuya vida se hace tan sumamente dura cuando se asoma al mundo, porque “el mundo” lo detesta; este Benedicto XVI que se ha visto ferozmente acusado de nazi porque estuvo, como todos los jóvenes de su época, obligado a pasar por los campamentos nazis; acusado de encubridor de pederastas porque él fue quien puso la cara para recibir las bofetadas por todas las infamias que cometieron demasiados sacerdotes, obispos y hasta algún cardenal; y sobre todo por la política de ocultación y encubrimiento de la jerarquía, que tanto contribuyó al crecimiento del pudridero; que tuvo la valentía de proclamar que el SIDA no lo para el condón, sino la fidelidad y la castidad (virtudes tan mal vistas por el progresismo); y esa valentía le costó furibundos ataques, con la pretensión incluso de sentarlo ante los tribunales; un Benedicto XVI que sabe que van a por él. Y a pesar de eso, nuestro Benedicto XVI tiene la enorme valentía de dar la cara una vez más, de salir en público de la forma más clamorosa: convocando a la juventud católica de todo el mundo para que el mundo vea con sus ojos esta buena nueva: que aunque todo el ruido mediático y el favor institucional estén a favor de la opción cuesta abajo, hay en occidente muchísima juventud que ha optado por ir hacia arriba, asumiendo las cargas que impone esta opción.

Esta buena noticia que nos trae el Papa no es otra que la continuación de la buena nueva por antonomasia: el Evangelio, que tan felizmente denominó Juan Pablo II “Evangelio de la Vida ”. Una buena nueva para un occidente que ha hecho alianza con la muerte, como sumidero fatal de la vida regalada: los mismos que regalan una vida diseñada para eludir todo esfuerzo, todo sacrificio, toda renuncia, esos mismos, a sus mantenidos en el mundo feliz les regalan la muerte. A este occidente decrépito viene a decirle el Papa que la vida es también renuncia y sacrificio. Que sin la aceptación de la cruz no hay vida verdadera. Que la cruz no se puede esconder, ni camuflar ni eliminar. Que es mejor vivir abrazado a ella. Que es el precio generoso que hemos de pagar por pertenecer a “la civilización del amor”, de la que son el mayor testigo los que nacen y viven en mayor dificultad, nos decía el Papa en la visita al asilo de San José para disminuidos. Ellos son la prueba máxima de que los cristianos tenemos nuestra propia vara de medir la vida: el amor.

Para los que vemos con preocupación cómo el hedonismo y con él la vida fácil y libre de toda exigencia y responsabilidad, se han convertido en los máximos dogmas de la civilización occidental, es un consuelo contemplar esa ingente marea de jóvenes que no desdeñan la renuncia y el sacrificio que nos impone la civilización del amor, ver cómo el Evangelio de la Vida ha calado hondo también en la juventud. Y sobre todo, ver que quienes en nuestra dificilísima España hemos optado por defender el catolicismo con su bimilenario código de valores, no estamos solos.

Esta inmensa fiesta del catolicismo organizada por Rouco, nos ha quitado el mal sabor de boca que nos dejó la anterior visita del Santo Padre a España, con una menguadísima participación popular tanto en Santiago como sobre todo en Barcelona, donde el Santo Padre consagró nada menos que el símbolo de la Nueva Evangelización. Se nos quedó el corazón encogido, porque ésa fue una clamorosa manifestación de la decadencia del catolicismo. Ése fue un gran espectáculo de la enorme capacidad de seguridad que nos dieron las autoridades catalanas: la gran ocasión que tanto desearon para mostrar a todo el mundo, que Cataluña existe incluso como organización estatal. Le hicieron sombra a la Iglesia y hasta le sacaron las castañas del fuego. Hasta el extremo de que las fuerzas de Seguridad de Cataluña, los Mozos de Escuadra, tuvieron que aportar la mayor parte de los 1.500 voluntarios que se movilizaron para la visita del Papa. La comparación es odiosa, pero en Madrid la Iglesia, sin ayuda del poder civil, movilizó 35.000, para que los cerca de 2 millones de asistentes a los actos de las Jornadas, se sintieran asistidos exquisitamente. Era una espina que los amantes de la Iglesia teníamos clavada hondo.

Gracias a Dios, en esta Jornada Mundial de la Juventud hemos tenido la inmensa fortuna de asistir al primer gran acto de la Nueva Evangelización después de haber sido consagrado su símbolo, el templo de la Sagrada Familia. La verdad es que desde su institución por Juan Pablo II, las Jornadas Mundiales de la Juventud están vinculadas a la Nueva Evangelización. Barcelona, un mal lugar para tan gran misión de la Iglesia , tiene el símbolo de piedra, pero Madrid se ha convertido, gracias a estas jornadas, en su símbolo vivo, el primer gran acto de la Nueva Evangelización tras la creación del tan funcionarial dicasterio. Gracias a Dios y a los que Él ha empleado como instrumentos para este fin, la JMJ de Madrid ha sido un grandioso espectáculo de fe y juventud que nos ha llenado el corazón de esperanza.

Cesáreo Marítimo