Pinocho. ¿Un cuento católico?
Gepeto y Pinocho. Obra de Greg Hildebrandt (1939-). |
«Si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos».
Mateo, 18, 3.
«Pinocho es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».Cardenal Giacomo Biffi
Pinocho es un personaje universal que, al modo de Don Quijote –y salvadas las distancias–, trasciende a su autor y a su obra. Pero, como en el caso de la obra maestra de Cervantes, y por razones de honestidad intelectual, esto no permite desviarse de quién es de verdad Pinocho y para qué fue creado. Ello no obstante, la obra y el personaje han dado lugar a numerosísimas lecturas y relecturas, e incluso, y más últimamente, a deconstrucciones y supuestas reconstrucciones del todo destructoras. Como ejemplos de estas últimas interpretaciones tenemos la nefasta e irreconocible versión cinematográfica, que recientemente perpetró Guillermo del Toro, plagada de sincretismo y sentimientos anticatólicos.
Pero, no hay que llegar tan lejos en las desviaciones. Algunas de ellas pueden ser en parte acertadas y responder a una cierta verdad, pero están heridas de parcialidad, pues olvidan elementos esenciales de la historia. Por ejemplo, hay quién destaca, como único o principal elemento del relato, que la obra no es sino el relato del crecimiento social de todo niño, desde su innato egoísmo a su naciente solidaridad. No niego que Pinocho podría ser visto de esta forma. Pero también es cierto que la obra es mucho más. Que va más allá de esta visión inmanente.
En cierto modo, se trata de un libro total, en cuanto a que abarca múltiples tipos de literaturas. La académica Ana Galarron nos dice al respecto: «todas las tradiciones están recogidas en esta historia: la de los cuentos de hadas ("Érase una vez…"), la de las fábulas (con los animales que hablan y dan consejos, que aquí no sobreviven, pues no pueden aplicar sus enseñanzas en la vida real), la de los cuentos fantásticos y la del teatro de marionetas». Cierto, y quizá esto es lo que da al libro gran parte de su atractivo. Como escribió el cardenal Biffi, lo que le sedujo de niño fue «la vivacidad de la trama, la exuberancia de la fantasía, la simplicidad elegante de la narración», que nacen del talento del autor. Un encanto que gustaría al poeta Horacio, por hacer honor a su consejo de enseñar y deleitar juntamente; una combinación esta que en esta obra consigue eficazmente Collodi, al aunar el descaro picaresco del muñeco de madera –lo que mantiene una fuerte conexión con los niños–, con la enseñanza de algo que quizá, como veremos después, es más que una simple moraleja.
Sin perjuicio de todo ello, podría decirse que hay dos grandes enfoques sobre el libro, que son aparentemente antagónicos, al menos, en cuanto a las intenciones. Se sostienen así, enfrentados, por un lado, la visión cristiana de la novela como un cuento de redención, y por otro, la afirmación de que Collodi, dadas sus simpatías políticas con la masonería y el movimiento unificador italiano del Risorgimento, hizo de su obra un canto masónico y liberal.
Pues bien, a mi parecer, o bien se trata de una historia de origen y concepción cristiana, como sostienen el cardenal Biffi y otros, o bien, si fuera cierta la intención ideológica que se atribuye a Collodi, sin duda este habría fallado el tiro. Y lo habría hecho ya que, independientemente de esa hipotética intención inicial, el carácter y la enseñanza católica perviven muy claramente en el interior de la historia, como después veremos. Como dicen los italianos, esa enseñanza se non è vera, è ben trovata, y si quieren mi opinión, creo que claramente è vera.
Porque, si nos detenemos un momento a cavilar sobre el significado de la obra, percibiremos bastante claramente que se trata del relato de una conversión: La transformación de un corazón de madera en un corazón humano que ha aprendido a amar. Como escribió lúcidamente el cardenal Biffi, «más que sugerir las reglas de comportamiento, el libro desvelaba la verdadera naturaleza del universo; no me decía por sí mismo y en modo directo qué debía hacer, sino que narraba sin incertidumbres la historia del mundo y del hombre; no pretendía aconsejarme; más bien se ofrecía empáticamente a ayudarme a comprender. Pinocho trata sobre la ortodoxia católica». Biffi creció como muchos otros niños italianos con la historia de Pinocho, y una vez adulto profundizó en ella. Y lo que descubrió fue que no contenía un mensaje ambiguo, ni tan siquiera moralista, sino que se trataba de un libro con un fuerte carácter católico. Todas estas impresiones las plasmó en una obra titulada, Contra Maese Cereza (Comentario teológico a las aventuras de Pinocho), de lectura muy recomendable, y que, por cierto, se encuentra editada en castellano por Didaskalos.
Y no es raro que esto sea así. El profesor Vigen Guroian nos lo explica:
«Collodi fue educado teológicamente, (…). Asistió a un seminario agustino en su juventud, y en Pinocho vertió motivos y temas de la Biblia, especialmente del Génesis y del Libro de Jonás, así como también de los Evangelios, como las parábolas, la historia del hijo pródigo, y los relatos de las apariciones de Jesús posteriores a su resurrección en el camino de Emaús y Galilea (…). Es más, Pinocho recapitula la historia de la pasión. Él efectivamente muere, y luego es llevado de nuevo a la vida. (…). Y también encontramos la esperanza de la salvación, y los sacramentos, el bautismo y la Eucaristía».
El filósofo Peter Kreeft, también es de esta opinión:
«Por naturaleza somos creados a imagen de Dios, o semejanza, así como una estatua se esculpe a la imagen del escultor, pero no tenemos la vida de Dios más que una estatua tiene la vida de su escultor. Lo que Cristo llamó “nacer de nuevo” (Juan 3,3) es como si una estatua adquiriera vida, para compartir no sólo la imagen y semejanza de su escultor, sino su vida misma. Como Pinocho, transformado de un muñeco de madera en un niño real, milagrosamente compartiendo la vida de un niño: pensando, actuando, hablando, jugando. En los términos de San Pablo, nuestro destino no será meramente “carne” (naturaleza humana) sino “espíritu”, que vive de la vida del Espíritu Santo. De acuerdo con la fórmula de San Agustín, el Espíritu Santo se convierte en la vida de nuestra alma, así como el alma es la vida de nuestro cuerpo».
Y es que, como resalta Biffi, al leer el libro no resulta difícil darse cuenta de ciertos paralelismos, imágenes y analogías que apuntan, todos ellos, en una cierta dirección. Y es de resaltar que tal percepción no se encuentra únicamente reservada para una mente cristiana.
Para empezar, Pinocho, no obstante nacer de un tronco de madera, está llamado a compartir la naturaleza de su padre Gepeto –que, sorprendentemente, lo llama desde un inicio hijo–, cosa que el protagonista logra al final de la historia cuando se convierte en un niño real. Para dicha transformación, Pinocho se va preparando a lo largo del relato, siempre con la ayuda imprescindible del Hada de cabellos azules, y azuzado sin cesar por un impulso interior que no le abandona. Un proceso transformador que lo vuelve más parecido a su creador, aproximándolo a él a través de algo sobrenatural (que podría asimilarse a la gracia) y del sufrimiento y la expiación. Se trata del regreso a la casa del padre del hijo pródigo. Y esta idea de la redención y de salvación, llega, sobrenaturalmente, desde lo alto, a través del personaje del Hada.
También encontramos en la historia a las fuerzas del mal en las figuras del Gato y el Zorro. Pero sobre todo, esta representación de la maldad está personificada en el hombrecito que les conduce al País de los juguetes, melifluo corruptor, como Satán, que de forma inquietante siempre permanece atento a hacer el mal:
«Todos duermen de noche, más yo no duermo nunca».
La obra se ocupa también del perturbador tema del mal interior. Pinocho siempre acaba eligiendo mal (abandona la escuela por el guiñol, la casa por el campo de los milagros con el gato y el zorro, y al Hada por el país de los juguetes), representando de esta manera a un ser herido por un pecado original que le impulsa a obrar erróneamente («no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», Romanos, 7; 19).
Y, finalmente, encontramos en la historia el problema del libre albedrío; Pinocho permanece casi todo el relato como lo que aparenta ser: un juguete sujeto a hilos invisibles que determinan sus decisiones y hacen ilusoria su libertad, representados por sus apetitos y pasiones y por las tentaciones del mundo y de seres maléficos que le rondan para llevarlo a la perdición. Únicamente la consciencia de tener un padre le devuelve la libertad para llegar a ser quien estaba destinado a ser: hijo de su creador.
Como ven, todo un panorama de ideas católicas del que es difícil librarse. No obstante, se intenta, claro. Y así nos encontramos con esa reciente película, ya comentada. También contribuye a ello la difusión de esas lecturas ideológicas de las que les he hablado; e igualmente incide en esa labor de destrucción un nuevo enfoque del libro como una obra únicamente para adultos y que, según el New York Times of Books, «dramatiza un pesimismo irreverente y escéptico». Lo que hay que oír (o leer).
Pero, no hagan caso. Fíense ustedes de sus recuerdos infantiles. Pinocho es, como saben, un encuentro entre lo maravilloso y lo cotidiano que nuestros hijos no se deben perder. Porque, volviendo a monseñor Biffi, se trata de «un magnífico catecismo, apto tanto para niños como para adultos. Es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».
De 12 años en adelante.