10.01.23

Pinocho. ¿Un cuento católico?

                            Gepeto y Pinocho. Obra de Greg Hildebrandt (1939-).

   

    

   

«Si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos».

Mateo, 18, 3.

 

  
«Pinocho es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

Cardenal Giacomo Biffi

    

  

      

Pinocho es un personaje universal que, al modo de Don Quijote –y salvadas las distancias–, trasciende a su autor y a su obra. Pero, como en el caso de la obra maestra de Cervantes, y por razones de honestidad intelectual, esto no permite desviarse de quién es de verdad Pinocho y para qué fue creado. Ello no obstante, la obra y el personaje han dado lugar a numerosísimas lecturas y relecturas, e incluso, y más últimamente, a deconstrucciones y supuestas reconstrucciones del todo destructoras. Como ejemplos de estas últimas interpretaciones tenemos la nefasta e irreconocible versión cinematográfica, que recientemente perpetró Guillermo del Toro, plagada de sincretismo y sentimientos anticatólicos.

Pero, no hay que llegar tan lejos en las desviaciones. Algunas de ellas pueden ser en parte acertadas y responder a una cierta verdad, pero están heridas de parcialidad, pues olvidan elementos esenciales de la historia. Por ejemplo, hay quién destaca, como único o principal elemento del relato, que la obra no es sino el relato del crecimiento social de todo niño, desde su innato egoísmo a su naciente solidaridad. No niego que Pinocho podría ser visto de esta forma. Pero también es cierto que la obra es mucho más. Que va más allá de esta visión inmanente.

En cierto modo, se trata de un libro total, en cuanto a que abarca múltiples tipos de literaturas. La académica Ana Galarron nos dice al respecto: «todas las tradiciones están recogidas en esta historia: la de los cuentos de hadas ("Érase una vez…"), la de las fábulas (con los animales que hablan y dan consejos, que aquí no sobreviven, pues no pueden aplicar sus enseñanzas en la vida real), la de los cuentos fantásticos y la del teatro de marionetas». Cierto, y quizá esto es lo que da al libro gran parte de su atractivo. Como escribió el cardenal Biffi, lo que le sedujo de niño fue «la vivacidad de la trama, la exuberancia de la fantasía, la simplicidad elegante de la narración», que nacen del talento del autor. Un encanto que gustaría al poeta Horacio, por hacer honor a su consejo de enseñar y deleitar juntamente; una combinación esta que en esta obra consigue eficazmente Collodi, al aunar el descaro picaresco del muñeco de madera –lo que mantiene una fuerte conexión con los niños–, con la enseñanza de algo que quizá, como veremos después, es más que una simple moraleja.

Sin perjuicio de todo ello, podría decirse que hay dos grandes enfoques sobre el libro, que son aparentemente antagónicos, al menos, en cuanto a las intenciones. Se sostienen así, enfrentados, por un lado, la visión cristiana de la novela como un cuento de redención, y por otro, la afirmación de que Collodi, dadas sus simpatías políticas con la masonería y el movimiento unificador italiano del Risorgimento, hizo de su obra un canto masónico y liberal.

Pues bien, a mi parecer, o bien se trata de una historia de origen y concepción cristiana, como sostienen el cardenal Biffi y otros, o bien, si fuera cierta la intención ideológica que se atribuye a Collodi, sin duda este habría fallado el tiro. Y lo habría hecho ya que, independientemente de esa hipotética intención inicial, el carácter y la enseñanza católica perviven muy claramente en el interior de la historia, como después veremos. Como dicen los italianos, esa enseñanza se non è vera, è ben trovata, y si quieren mi opinión, creo que claramente è vera.

Porque, si nos detenemos un momento a cavilar sobre el significado de la obra, percibiremos bastante claramente que se trata del relato de una conversión: La transformación de un corazón de madera en un corazón humano que ha aprendido a amar. Como escribió lúcidamente el cardenal Biffi, «más que sugerir las reglas de comportamiento, el libro desvelaba la verdadera naturaleza del universo; no me decía por sí mismo y en modo directo qué debía hacer, sino que narraba sin incertidumbres la historia del mundo y del hombre; no pretendía aconsejarme; más bien se ofrecía empáticamente a ayudarme a comprender. Pinocho trata sobre la ortodoxia católica». Biffi creció como muchos otros niños italianos con la historia de Pinocho, y una vez adulto profundizó en ella. Y lo que descubrió fue que no contenía un mensaje ambiguo, ni tan siquiera moralista, sino que se trataba de un libro con un fuerte carácter católico. Todas estas impresiones las plasmó en una obra titulada, Contra Maese Cereza (Comentario teológico a las aventuras de Pinocho), de lectura muy recomendable, y que, por cierto, se encuentra editada en castellano por Didaskalos.

Y no es raro que esto sea así. El profesor Vigen Guroian nos lo explica:

«Collodi fue educado teológicamente, (…). Asistió a un seminario agustino en su juventud, y en Pinocho vertió motivos y temas de la Biblia, especialmente del Génesis y del Libro de Jonás, así como también de los Evangelios, como las parábolas, la historia del hijo pródigo, y los relatos de las apariciones de Jesús posteriores a su resurrección en el camino de Emaús y Galilea (…). Es más, Pinocho recapitula la historia de la pasión. Él efectivamente muere, y luego es llevado de nuevo a la vida. (…). Y también encontramos la esperanza de la salvación, y los sacramentos, el bautismo y la Eucaristía».

El filósofo Peter Kreeft, también es de esta opinión:

«Por naturaleza somos creados a imagen de Dios, o semejanza, así como una estatua se esculpe a la imagen del escultor, pero no tenemos la vida de Dios más que una estatua tiene la vida de su escultor. Lo que Cristo llamó “nacer de nuevo” (Juan 3,3) es como si una estatua adquiriera vida, para compartir no sólo la imagen y semejanza de su escultor, sino su vida misma. Como Pinocho, transformado de un muñeco de madera en un niño real, milagrosamente compartiendo la vida de un niño: pensando, actuando, hablando, jugando. En los términos de San Pablo, nuestro destino no será meramente “carne” (naturaleza humana) sino “espíritu”, que vive de la vida del Espíritu Santo. De acuerdo con la fórmula de San Agustín, el Espíritu Santo se convierte en la vida de nuestra alma, así como el alma es la vida de nuestro cuerpo».

Y es que, como resalta Biffi, al leer el libro no resulta difícil darse cuenta de ciertos paralelismos, imágenes y analogías que apuntan, todos ellos, en una cierta dirección. Y es de resaltar que tal percepción no se encuentra únicamente reservada para una mente cristiana.

Para empezar, Pinocho, no obstante nacer de un tronco de madera, está llamado a compartir la naturaleza de su padre Gepeto –que, sorprendentemente, lo llama desde un inicio hijo–, cosa que el protagonista logra al final de la historia cuando se convierte en un niño real. Para dicha transformación, Pinocho se va preparando a lo largo del relato, siempre con la ayuda imprescindible del Hada de cabellos azules, y azuzado sin cesar por un impulso interior que no le abandona. Un proceso transformador que lo vuelve más parecido a su creador, aproximándolo a él a través de algo sobrenatural (que podría asimilarse a la gracia) y del sufrimiento y la expiación. Se trata del regreso a la casa del padre del hijo pródigo. Y esta idea de la redención y de salvación, llega, sobrenaturalmente, desde lo alto, a través del personaje del Hada.

También encontramos en la historia a las fuerzas del mal en las figuras del Gato y el Zorro. Pero sobre todo, esta representación de la maldad está personificada en el hombrecito que les conduce al País de los juguetes, melifluo corruptor, como Satán, que de forma inquietante siempre permanece atento a hacer el mal:

«Todos duermen de noche, más yo no duermo nunca».

La obra se ocupa también del perturbador tema del mal interior. Pinocho siempre acaba eligiendo mal (abandona la escuela por el guiñol, la casa por el campo de los milagros con el gato y el zorro, y al Hada por el país de los juguetes), representando de esta manera a un ser herido por un pecado original que le impulsa a obrar erróneamente («no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», Romanos, 7; 19).

Y, finalmente, encontramos en la historia el problema del libre albedrío; Pinocho permanece casi todo el relato como lo que aparenta ser: un juguete sujeto a hilos invisibles que determinan sus decisiones y hacen ilusoria su libertad, representados por sus apetitos y pasiones y por las tentaciones del mundo y de seres maléficos que le rondan para llevarlo a la perdición. Únicamente la consciencia de tener un padre le devuelve la libertad para llegar a ser quien estaba destinado a ser: hijo de su creador.

Como ven, todo un panorama de ideas católicas del que es difícil librarse. No obstante, se intenta, claro. Y así nos encontramos con esa reciente película, ya comentada. También contribuye a ello la difusión de esas lecturas ideológicas de las que les he hablado; e igualmente incide en esa labor de destrucción un nuevo enfoque del libro como una obra únicamente para adultos y que, según el New York Times of Books, «dramatiza un pesimismo irreverente y escéptico». Lo que hay que oír (o leer).

Pero, no hagan caso. Fíense ustedes de sus recuerdos infantiles. Pinocho es, como saben, un encuentro entre lo maravilloso y lo cotidiano que nuestros hijos no se deben perder. Porque, volviendo a monseñor Biffi, se trata de «un magnífico catecismo, apto tanto para niños como para adultos. Es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

De 12 años en adelante.

4.01.23

Autoayuda en forma de libros (que no libros de autoayuda)

                      «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944).

   

  

    

«En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención».

 

Raymond Chandler

  

   

    

Hace unos días leía unos comentarios muy perspicaces sobre qué tipo de cosa es esto que estamos viviendo todos hoy. Creo que algunos se habían apercibido, hace ya algún tiempo, de que aquello a lo que parecemos asistir es, ni más ni menos, que a la debacle y derrumbe de lo que venía siendo llamado civilización occidental.

Porque lo cierto es que hace ya cierto tiempo que asistimos, asombrados, temerosos e inquietos unos pocos, y entusiasmados, embelesados y fascinados todos los demás, al ataque frontal que un desesperanzador nihilismo ha desatado contra esta, nuestra civilización. Esta última palabra, nihilismo, parece ya antigua y nos hace pensar en anarquistas decimonónicos tirando pequeñas bombas esféricas a monarcas desubicados. De hecho, la palabra nihilismo fue acuñada por Iván Turguénev en 1862, en su famosa novela Padres e hijos. Pero su significado, como «cualquier ideología o acción tendente a una destructividad indiscriminada», está muy de actualidad y excede de unos anarquistas trasnochados. No otra cosa es el ataque frontal de la modernidad contra la fe y la moral cristiana en estos últimos tiempos, a las que se trata de exterminar. Y este ataque llega de todas partes, no solo del poder político y de los medios de comunicación. También muchas universidades y gran parte de los académicos se han rendido a esa locura en la que la negación se convierte en un fin en sí misma.

Y el objetivo de ese furibundo ataque es esta nuestra cultura, la de nuestros padres y ancestros, una cultura que, por cierto, antaño solía denominarse cristiana. Y, por supuesto, el adjetivo cristiano que la acompaña no es casual. Porque es precisamente la parte cristiana de esa cultura aquello que quiere destruirse. Ocurre que esa obsesión anticristiana impide ver que, precisamente, los cimientos de nuestra civilización están ahí, en ese cristianismo que pretende hacerse desparecer. Lo cual convierte el proceso en un cúmulo de impulsos suicidas.

Y, precisamente, sobre cuáles son las características definitorias de estos impulsos contraculturales suicidas iban esos comentarios de los que les hablo. Y en medio de ellos, dos adjetivos destacaban sobre los demás: Fisiofobia, misofisia y, lo que Platón llamó, misología. Esto es, al parecer, lo que constituye el meollo de este movimiento, que es ya más que eso, que es quizá ya el espíritu de los tiempos.

La fisiofobia hace referencia etimológicamente, al miedo patológico, al pavor enfermizo a la naturaleza, es decir, a aquello que es, a lo que existe, a la realidad manifestada especialmente en la esencia o naturaleza de las cosas, encontrando como objetivo principal de esos temores y rechazos, sobre todo y especialmente, la naturaleza del hombre. A su vez, misofisia significa literalmente odio a la naturaleza, un odio muy vivo hoy en día, precisamente en los mismos sectores donde la fisiofobia es más endémica, que son cada vez más. El espíritu de estos tiempos es pues fisiofobo y misofico, es decir, hostil a los límites que establece en las cosas la naturaleza de las mismas. De ahí esa obsesión por borrar de una vez para siempre la naturaleza del hombre que se encuentra detrás del trasnhumanismo, la ideología de género y demás doctrinas perniciosas.

Por su parte, misología es un término filosófico introducido en su día por Platón a raíz de su enfrentamiento con los sofistas, con el cual el filósofo griego describía el desprecio hacia los razonamientos.

No me digan que no son acertados los adjetivos.

Además, se trata de dos posiciones que curiosamente se retroalimentan, pero que, al mismo tiempo y por la misma razón, se fagocitan y autodestruyen. Aunque, quizá el objetivo final que se persigue no sea otro que la destrucción. ¿No?

Así, la fisiofobia y la misofisia dificultan y rechazan el pensamiento racional, impidiendo cualquier incursión razonable sobre la realidad. Y, a su vez, la misología entorpece la percepción de la naturaleza y la realidad en general, ya que, dejando de lado a la razón, no podemos construir una concepción intelectual sobre el mundo, ni tampoco expresarla o comunicarla.

Y, aunque pueda sorprender a alguno, en medio de esta guerra (muy desigual para el cristiano, hay que decirlo), la literatura y en concreto, aquella que atañe a los niños y los jóvenes, adquiere una gran relevancia, tanto para unos (los agresores) como para los otros (los defensores). Pues a nadie se le escapa que estos niños y jóvenes de hoy serán los hombres del mañana, aquellos que más directamente tendrán que lidiar con esta decadencia. Y así, la formación y educación que reciban afectará decisivamente a sus vidas y al mundo en que vivan. Por esta razón, lo que sea su educación será uno de los campos de batalla de esta guerra, como de hecho lo es ya.

Por este motivo, algunos, como yo, creemos que la lectura de las buenas historias, relatos y poemas ayudará, aunque solo sea un poco, a tratar de defender y reconquistar esa, maltrecha y olvidada cultura cristiana.

La lectura de los buenos y grandes libros podría operar así como antídoto contra esas dos características disolventes de la modernidad a que acabo de referirme: la fisofobia, la misofisia y la misología.

¿Puede haber algo más conveniente para constatar la existencia de una constante e inmutable naturaleza humana, que ver en esas obras poéticas retratada, una y otra vez, con deleite goce unas veces o espeluznante inquietud otras, las virtudes y los vicios, los amores y los desamores, las esperanzas y los desesperos de tantos y tantos personajes?

¿Y qué puede haber más adecuado para desarrollar y ejercitar esa facultad tan especialmente nuestra como es la razón, que vernos, forzados inevitablemente unas veces, invitados graciosamente otras, a comprender lo leído o a reflexionar sobre ello, a fin de encajarlo en ese marco racional común en el que nos movemos?

O, ¿qué mejor estímulo puede haber para poner en marcha nuestra razón que vernos impulsados a contar a los demás, sean las excelencias, sean las deficiencias, de lo encontrado en los libros, llevándonos a reconstruir así, por medio de síntesis y crítica, lo que nos ha sido comunicado, para comunicarlo a su vez a otros, en una cadena de relaciones regidas por un discurso racional?

¿Qué es la literatura, y en especial la poesía, si no un fruto delicioso del espíritu humano, que trata de imitar, sea consciente o inconscientemente, aquello de lo que es imagen?

Escuchen lo que tiene que decir al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (…), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Así que ya lo saben, en estos días de obsequios y presentes, y más teniendo muy cerca el día de Reyes, regalen, regalen libros, que son muy, pero que muy necesarios… Pero, no se limiten a regalarlos únicamente a los niños.

24.12.22

Navidad

             Portada del ejemplar de la revista Tintín de las Navidades de año 1959.

  

   

   

Oí las campanas de Navidad
Escuché los viejos villancicos familiares
Y sus poderosas y dulces palabras me recuerdan:
¡Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad!

Henry Wadsworth Longfellow

 

 

La Encarnación, el hecho extraordinario de que Dios se haya hecho hombre para salvarnos del pecado y rescatarnos, de esta forma, para Sí mismo y para nuestro bien eterno, es aquello que realmente celebramos en la Navidad. Pero las fechas navideñas también nos reportan, unas veces conscientemente, otras si apenas darnos cuenta, un acervo de recuerdos entrañables, en su mayor parte infantiles, que acompañan a ese extraordinario acontecimiento y que, aun siendo secundarios y marginales al mismo, apuntan todos ellos a alguno de los benéficos efectos secundarios que la Natividad difunde por doquier.

Y de esta manera, a pesar de su insignificancia en cuanto a su valor o trascendencia, tales recuerdos contribuyen a crear en nosotros, bien que modestamente, un cálido y agradable bienestar, un estado del alma propicio y receptivo muy en consonancia con el significado de estas fechas.

Uno de esos intrascendentes recuerdos es, para mí, la publicación de los almanaques o álbumes extra de Navidad que las revistas de tebeos de la época sacaban todos los años por esas fechas: el DDT, El Pulgarcito, el TBO, el Tio-Vivo, el Din-Dan, el Mortadelo, etc.

Por cierto, fuera de nuestro país, y teniendo como protagonista a un personaje tan entrañable y querido como Tintín, se habían publicado en su revista de título homónimo, unos años antes (de mediados de la década de los cincuenta a mediados de la de los sesenta), algunos ejemplares especiales de Navidad con este carácter cristiano, como el que ilustra el inicio de este post.

Pero, volviendo a mis tebeos, creo que ya les hablé de esa tía abuela mía que era propietaria de una librería, donde además de los consabidos libros, se vendía periódicos, material de escritorio y, por supuesto, los mentados tebeos. La susodicha librería estaba situada, para más inri, en un bajo de la casa de mis abuelos paternos. Dicha localización geoestratégica potenció extraordinariamente el uso que mis hermanos, mis primos y yo hacíamos de esa Jauja libresca; y los tebeos eran, por supuesto, uno de nuestros principales objetivos.

                        Algunas portadas de dos de los grandes: Ibañez y RAF.

Estos extras de Navidad (que lamentablemente ya no se publican) nos recordaban a los más chicos, aunque fuera a su manera, la relevancia y el carácter especial de fechas que estábamos viviendo, pero sin descuidar el carácter auténtico de las mismas, su porqué y su razón. Y lo hacían, bien incluyendo las historietas habituales, pero con algún detalle significativo de la Navidad (preparación de belenes, adornos navideños, adoraciones caseras, historias con los protagonistas clásicos, pero con finales de redención y amor, y, en especial, las figuras de los Reyes Magos, obviamente), bien incorporando a sus páginas de siempre alguna historia puramente navideña e incluso evangélica. Y todo ello adornado de motivos y detalles gráficos de naturaleza religiosa (eran clásicos los recortables de portales de Belén). Tal y como ilustro con algunas imágenes.

                                                         El TBO y la familia Ulises.

Y deseándoles una muy santa y feliz Navidad me despido de ustedes.

También les relaciono a continuación publicaciones de pasadas Navidades, con selecciones de cuentos y poemas, y reseñas y recomendaciones de libros, por si fueran de su interés.

  

LA NAVIDAD: REALISMO, ILUSTRACIÓN Y SÍMBOLO

LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS DE ORIENTE

TIEMPO DE NAVIDAD, INFANCIA Y POESÍA. Con dos selecciones personales de poemas y cuentos, tituladas: Poemas para Epifanía y Reyes, y Seis pequeños cuentos para Navidad y Epifanía.

LA NAVIDAD, LOS MONJES Y UN PEQUEÑO Y HERMOSO LIBRO

LA NAVIDAD: LIBROS PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

DE LA NAVIDAD Y LOS LIBROS COMO REGALO NAVIDEÑO

LECTURA PARA NAVIDAD

8.12.22

Al este del sol, al oeste de la luna. En tierras de las hadas nórdicas

«Y se fueron a vivir lejos, lejos del castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna». Kay Nielsen (1886-1957).

 

 

 

«Al oeste de la luna, al este del sol/ Hay una colina solitaria/ Sus pies están en el mar verde claro/ Sus torres son blancas y quietas:/ Más allá de Teníquetil/ en Valinor./ Hasta allí no se adentran las estrellas, excepto una/ Que cazaba con la luna».

J. R. R. Tolkien

 

  
«Pues nuestro Castillo está al Este del Sol/ Y nuestro Castillo está al Oeste de la Luna/ Y los laberintos oscuros de los sabios/ Apuntan al Este y al Oeste de la tierra donde reside/ Y un Necio, enceguecido, por la carretera camina/ Y sin dificultad lo encuentra».

G. K. Chesterton

  

«Los cuentos populares noruegos son los mejores que existen… superan a casi cualquiera otros».

Jacob Grimm

 

 

Uno de los cuentos de hadas más queridos para mí, y que con mayor cariño recuerdan mis hijas, es el titulado Al este del sol y al oeste de la luna. Inspirado en una antigua leyenda nórdica, en él una joven acepta la difícil misión de encontrar y redimir a la persona que ama. El comienzo es sorprendente y misterioso: una muchacha es ofrecida en matrimonio por sus padres a un gran oso blanco. Una vez en el castillo donde habita el oso, la doncella descubre que se trata de un príncipe que, por mor de un hechizo, está condenado a adoptar la forma de la bestia. Pero este descubrimiento provoca una catástrofe:

«¿Qué es lo que has hecho? –le preguntó él–, has causado tu infelicidad y la mía. Si tan solo hubieras resistido un año habría sido liberado. Tengo una madrastra que me ha hecho este encantamiento, de modo que soy un oso blanco de día y un hombre de noche. Pero ahora todo ha terminado entre nosotros, y debo irme donde ella está: vive en un castillo que se encuentra al este del sol y al oeste de la luna, y allí esta también una princesa con una nariz que mide tres palmos de largo. Con ella habré de casarme ahora».

La heroína ha de dejarlo marchar, pero no se resigna. Recorre el mundo en su busca, y con la ayuda algunos amigos que encuentra en el camino, especialmente los cuatro vientos, lo rescata liberándolo de su maleficio.

Inspirada, en el Cupido y Psique de Apuleyo, el relato tiene también semejanzas con la historia de La bella y la bestia, aunque, a diferencia de Psique, quien es finalmente salvada por la intercesión de Cupido, aquí es nuestra joven doncella la que logra salvar a su amado príncipe. La narración pertenece al ciclo de cuentos de hadas en los que el protagonista debe aprender a ver más allá de la apariencia de las cosas, y en los que, además, se hace referencia al amor sacrificado y donante, como medio para lograr la redención. O, como dice Chesterton, una historia donde se enseña a los niños que algo debe ser amado antes de que sea amable. Pero también es un cuento cautelar que les alecciona a tratar con cuidado y prudencia a la curiosidad. Un relato que resalta la importancia de la obediencia y la confianza, y los indeseables resultados a los que puede llevar su olvido. Unas nefastas consecuencias solo salvadas al final por la concurrencia providencial de algo que está por encima de uno, en este caso, personificado en los cuatro vientos, especialmente el del Norte, que conducen a la protagonista hasta su enamorado.

Como se desprende de los versos iniciales de Chesterton y Tolkien y de su poético título de Al este del sol y al oeste de la luna, el lugar donde transcurre gran parten de la acción es de ubicación lejana, mágica y cuasi onírica, un reino de otro mundo, misterioso y apartado de la realidad cotidiana (¿no es acaso por el oriente por dónde siempre sale el sol?). Pero, aun así, se trata de un paraje que podríamos imaginar como cercano a las regiones polares, pues allí, o no hay sol, o cuándo este sale, no parece tener oriente u occidente a su vera. Mis hijas, al menos, lo hacían de esta manera, y situaban la acción del cuento en aquellas lejanas tierras. Quizá era debido a los paisajes que dejaban entrever las maravillosas ilustraciones de Kay Nielsen que adornaban el libro (una vieja versión en inglés, que mantenía un cierto esplendor debido a aquellas), quizá porque el relato formaba parte de la magnífica colección de Cuentos populares noruegos compilados por Peter Christen Asbjørnsen y Jørgen Moe, y publicados entre 1841 y 1844; una de las grandes compilaciones de cuentos que se hicieron en Europa en el siglo XIX, junto con la de los germanos Grimm y la del ruso Afanásiev.

Asbjørnsen era un estudiante de ciencias naturales, y Moe, de teología, y aunque se conocían desde niños, no fue hasta que coincidieron en la universidad que, inspirados por la labor de los hermanos Grimm, decidieron recopilar los cuentos populares de su país. Unos relatos con los que habían crecido, al escucharlos de boca de sus padres, tíos y abuelos al calor de la lumbre, en las noches desapacibles de los largos inviernos nórdicos.

Los dos amigos recogieron estos cuentos viajando por Noruega durante sus vacaciones de verano y primavera, a menudo caminando a pie y visitando pueblos para poder escuchar los relatos de viva voz de los propios campesinos. Junto con el que da título a este artículo, la compilación incluye muchos otros cuentos maravillosos como La Doncella Maestra, El castillo de Soria Moria, La princesa en el monte de cristal, Tatterhood, Por qué el mar es salado y Los Doce Patos Salvajes. La obra de Asbjørnsen y Moe fue incluso fuente de inspiración para otros artistas: por ejemplo, el dramaturgo Henrik Ibsen y el músico Edvard Grieg, extrajeron de ella al personaje del joven Peer Gynt para dos de sus más famosas obras.

Todas estas narraciones reflejan el típico folclore noruego y el alma de una nación. El escritor francés Charles Nodier encontró una relación significativamente premonitoria entre el idioma (mejor dicho, su musicalidad), el carácter de los pueblos, y el paisaje en el que se desenvuelve la vida de los mismos. Así, entendió que las lenguas nórdicas, envueltas en brumas y humedales, se manifestaban en «sonidos bruscos y ásperos» que, según él, recordaban «el susurro de los arroyos salvajes, el grito de los abetos doblegados por la tormenta y el estruendo del desplome de los acantilados». Y Noruega es una encarnación de ese Norte, entre sus nebulosas mesetas, cargadas de abetos y abedules, y sus heladas y rugosas montañas, cortadas por afilados glaciares que se derrumban en plácidos y helados fiordos. Unos paisajes iluminados, en noches interminables, por las auroras boreales, onduladas, amarillo verdosas y esquivas, que, como senderos de luz, atraviesan en cielo estrellado. Estos cuentos traducen a palabras esos parajes y sonidos, y conducen a un enigmático lugar que está al este del sol y al oeste de la luna. El resultado es cautivador y mágico.

 

 

En España, estos cuentos noruegos, llenos de trolls, duendes, doncellas y príncipes, han sido publicados en distintos momentos, comenzando con las ediciones de los años 30 de la editorial Araluce, a las que siguieron en los 80 y 90, las de José J. Olañeta, en su colección  Érase una vez… Biblioteca Cuentos Maravillosos, prologado y traducido por Carmen Bravo-Villasante, y la de la colección El Palacio de los cuentos del Círculo de Lectores. Recientemente, se ha publicado el que quizás sea el volumen más completo de estas narraciones, titulado Cuentos Noruegos, y editado por Libros de las Malas Compañías, con ilustraciones de artistas noruegos clásicos. Lamentablemente, todavía nadie ha publicado esta obra en castellano iluminada con las bellas acuarelas de Kay Nielsen.  

29.11.22

¿Para qué educar?

     «La Filosofía en el centro de las siete artes liberales», del «Hortus Deliciarum» de la abadesa Herrada de Landsberg (1125-1195).

 

  

«Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza».

Génesis, I, 26

  

«Y descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el séptimo día y lo santificó; porque en él descansó Dios de toda su obra que en la creación había realizado».

Génesis, II, 2-3

 

 

Hace ya unos años el filósofo inglés Michael Oakeshott nos hablaba de dos diferentes formas de estar en el mundo: trabajando o jugando. De entrada, muy probablemente, muchos, si no todos, abogaríamos, de entre las dos, por la más seria y responsable del trabajo. El juego, diríamos, es para los niños.

Oakeshott escribió que, como trabajadores, vemos el mundo como material para satisfacer nuestras necesidades, que son infinitas y variables. También vemos a otras personas como empleados o compañeros; los recursos naturales son el medio para nuestros diversos proyectos; incluso la oración se piensa como una forma de conseguir las cosas que deseamos. Somos en ese sentido muy prácticos. Ah, y además, todo debe pagarse, por lo que nada es gratis. Y la única alternativa a este universo del facere es “el descanso”, entendido como una pausa para recuperarse y volver en condiciones al trabajo. O estamos trabajando, o estamos –en mucha menor medida– descansando para poder trabajar mejor.

Y, lo queramos o no, esa es nuestra forma de ver el mundo. Aunque, desde luego, no es la que yo deseo ni para mí ni para mis hijos, al menos, que lo sea en su totalidad. Este deseo se basa en un principio de sabiduría recogido por el Eclesiastés, hoy olvidado:


«Desnudo como salió del seno de su madre, así volverá para ir como vino, sin recibir nada por su trabajo que pueda llevar en su mano. También esto es una desdicha enorme: que precisamente como vino, así se haya de volver. ¿Qué le aprovecha el haber trabajado para el viento?»


Y no es que reniegue del trabajo. No. El trabajo es necesario. Algo intrínseco a nuestra naturaleza, sin el cual el hombre no sería tal. Pero no el trabajo considerado como «la empresa de utilizar los recursos del mundo para satisfacer nuestras necesidades inagotables, o de hacer del mundo algo que corresponda a nuestros deseos», que diría Oakeshott, si no «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», como diría Josef Pieper. Volvamos al Eclesiastés: «Que el hombre coma y beba y disfrute, en todo su trabajo, de los bienes, por los cuales se afana debajo del sol, durante los días de vida que Dios le conceda; porque tal es su destino (…) esto es un don de Dios». No, no discuto el trabajo. Lo que quiero discutir aquí, hoy, es que el tinte de censura que todos, o casi todos, asociaríamos al enfoque del juego, sea acertado.

Y creo que no lo es.

El filósofo inglés nos habla también del juego, y lo define como «una experiencia de disfrute que no tiene ningún propósito ulterior, ningún otro resultado dirigido, y comienza y termina en sí mismo. No es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad».

Ya he hablado del juego aquí, y no voy a ahondar en ello. Solo me gustaría reivindicar un mayor equilibrio entre el trabajo y el juego, y perseguir en el primero su ahínco obsesivo y autodestructivo de poder y dinero, su enfermiza e infinita ansia de inventar y tratar de satisfacer cada vez más «necesidades», que ya no son desde hace tiempo necesidades sino deseos sin fin. Santo Tomás nos advirtió sobre los oscuros lugares a los que puede conducirnos esto si no andamos con cuidado:

«Si los ciudadanos dedican su vida a cuestiones de comercio, se abrirá el camino a muchos vicios. Dado que la principal tendencia de los comerciantes es hacer dinero, la codicia se despierta en los corazones de los ciudadanos a través de la búsqueda del comercio. El resultado es que todo en la ciudad se volverá venal; se destruirá la buena fe y se abrirá el camino a toda clase de engaños; cada uno trabajará para su propio provecho, despreciando el bien público; el cultivo de la virtud fracasará ya que el honor, la recompensa de la virtud, será otorgado a los ricos. Así, en tal ciudad, la vida cívica será necesariamente corrompida».

Cuando Oakeshott habla de una actividad típicamente humana que «no es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad», al igual que cuando el historiador Johan Huizinga, en su obra Homo ludens (1938), discurre sobre eso que él identifica como un, «"ser de otro modo” en la vida corriente» que va acompañado de «un sentimiento de tensión y alegría», o cuando el filósofo alemán Josep Pieper, en su extraordinario El ocio y la vida intelectual (1948), nos habla «de la incapacidad de dejar que suceda meramente algo, la impotencia para recibir sin más y permitir que a uno mismo le ocurra algo», están todos ellos hablándonos de los mismo, de un concepto de juego más amplio que el que de ordinario manejamos. Un concepto que va más allá –aunque incluye– del juego infantil, del juego reglado o de los deportes y competiciones. Es una forma de vida, un modo de vida que puede y debe compatibilizarse con el modo del trabajo. Y que, además, es sagrado. Porque, como dijo el Filósofo, «solo en el ocio somos más humanos». Y es que existe una ociosidad sagrada, como traté aquí, cuyo cultivo está ahora terriblemente descuidado, como advirtió hace ya tiempo George MacDonald.

Y debido a este terrible descuido, se ha adueñado de la totalidad de nuestra vida el mundo del trabajo, omnímodo, insaciable, acaparador y alienante, con una deformada enormidad. Y por ello volvemos una y otra vez a la nostalgia del ocio y a la consideración autentica de este como lugar de descanso y contemplación, como anticipo del locus amoenus al que añoramos llegar. Sin embargo, lo cierto es que nunca llegamos, nunca, ni siquiera a saborearlo fugazmente. Estamos atrapados, esclavizados en una red de la que no parece posible escapar.

¿Y nuestros hijos? ¿Podrán nuestros hijos liberarse de tamaña esclavitud?

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio (2010), nos dice que «la sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones», y no nos conduce a la deseable y deseada situación «en la que todo aquel que sea apto para el ocio es un ser libre». Ni siquiera en mundo desigual como el nuestro el amo goza de tal recompensa. Él es quien más sufre del mal. Byung-Chul Han sigue diciendo que «el amo mismo se ha convertido en esclavo del trabajo. En esta sociedad de obligación, cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados. Y lo particular de este último consiste en que allí se es prisionero y celador, víctima y verdugo, a la vez. Así, uno se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio». Lo cual no es sino un corolario a lo que nos dijo el Aquinate.

¿Es así? me temo que sí, y si no se aproxima mucho a la realidad que padecemos. Y lo peor es que , si los pensamos bien, veremos que nuestros hijos van camino de un infierno similar. Lo más trágico es que será con nuestra ayuda, gracias a nuestros consejos y a nuestra dedicación.

Pero… ¿Cómo es esto posible? Piensen…, ¿a qué dedicamos nuestros desvelos, nuestra mayor atención y nuestros ahorros? ¿a que nuestros hijos lleguen a ser hombres virtuosos, hombres de bien? más bien no; nuestro deseo ––llevado por las buenas intenciones y el amor––, nos conduce hacia otros lugares, más próximos quizá a las figuras de destacados e infelices directivos de insaciables multinacionales, donde, lejos de nosotros, serán usados y convenientemente desechados. No lo pensamos mucho, pero ese aspecto material lo acapara todo. ¿Pero qué podemos esperar sí solo nos centramos en prepararlos para el facere? No haremos más que preparar esclavos propicios a los nuevos tiranos, olvidándonos de su propia y fundamental humanidad.

Pero, curiosamente, esas estructuras de poder, producción, manipulación y alineación, no han olvidado cómo nosotros olvidamos. No. En su día, ese utilitarismo mercantilista apartó a un lado a las humanidades y con ello a todo lo que posibilita que un hombre pueda ser libre: el arte, la poesía, la religión. Se nos hurtaron los «saberes inútiles» bajo el pretexto de no contribuir a las leyes del mercado, de la producción y del consumo. Nos privaron de las artes liberales para, así, evitar que con ellas pudiéramos liberarnos de la esclavitud del trabajo. Una educación liberal que, como escribió el santo cardenal Newman, debería suponer un «cultivo real de la mente» que permita a una persona «tener una visión o comprensión coherente de las cosas», que le dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real». Una educación que se manifiesta en «buen sentido, sobriedad de pensamiento, razonabilidad, franqueza, autocontrol y firmeza de visión», de tal manera que de a su destinatario la «facultad de entrar con relativa facilidad en cualquier tema de pensamiento, y de emprender con aptitud cualquier ciencia o profesión».

Pero ahora, aquellos que apartaron del hombre su más preciado tesoro han vuelto sus ávidos ojos al apartado rincón y añoran lo allí olvidado. Pero, no se engañen, no es que hayan caído en su error. No pretenden que seamos mejores hombres, sino más útiles y eficientes esclavos. Así, desde los grandes centros de poder económico y político se han dado cuenta del valor de tal educación, de su capacidad para «captar las cosas tal como son», y ahora demandan pensadores, filósofos, artistas, poetas, literatos; se les quiere usar con provecho productivo, ofreciendo como sacrificio al dios dinero la creatividad, el pensamiento crítico, la visión y sensibilidad de los hombres que todavía son hombres. Lean sino lo que Scott Hartley, (inversor, formado en Stanford y Columbia, con experiencia en compañías como Google y Facebook, analista tecnológico en el programa de Innovación Presidencial de la Casa Blanca y en el Berkman Center for Internet & Society, de la Universidad de Harvard), nos dice en su reciente libro, The Fuzzy and the Teche (2017). O escuchen al multimillonario inversionista, Nicolás Berggruen: «Lo que el mundo necesita ahora es más filosofía». O vean el pronóstico de Mark Cuban (otro multimillonario, dueño de los Dallas Mavericks de la NBA, de Landmark Theatres y Magnolia Pictures y presidente de la red de TV por cable AXS), de que en 2027 los graduados en filosofía y humanidades estarán más valorados que los expertos en programación o los ingenieros.

Michael Oakeshott ya lo advirtió en su día:

«En lugar de considerar el “trabajo” y el “juego” como dos grandes y diversas experiencias del mundo, cada una de las cuales nos ofrece lo que le falta al otro, a menudo se nos anima a considerar todo lo que he llamado “juego", ya sea como unas vacaciones diseñadas para hacernos trabajar mejor cuando terminan, o simplemente como trabajo de otro tipo.

En la primera de estas actitudes se pierden los verdaderos dones del arte y la poesía y de todas las grandes aventuras explicativas. Se convierten en mera “recreación", “relajación” del negocio propio de la vida de trabajo. En la segunda actitud, estos dones están corrompidos: la filosofía, la ciencia, la historia y la poesía son simplemente reconocidos por el conocimiento útil que pueden suministrar y, por lo tanto, se asimilan al llamado gran negocio de las necesidades y deseos humanos que satisfacen la vida humana.

El punto en el que es más probable que aparezca esta corrupción, y donde es más peligrosa cuando aparece, es en la educación».

Y aquí es donde deberíamos entramos nosotros, los padres. Hemos de adelantarnos y, salvando sus almas, frustrar su plan. Así que cojan a sus hijos y edúquenlos en la virtud, que estudien humanidades, que se formen en las artes liberales, pero para ser hombres libres, no para ser esclavos, pues, no lo olviden, fuimos hechos imago Dei. A imagen y semejanza de un Dios que creo el mundo, sí, pero que al séptimo día descansó y que se complació en lo hecho, pues lo hecho era bueno.

Si claudicamos en este rescate del ocio, del juego, será como abandonar el barco del que somos capitanes. Será como huir dejando desvalidos a nuestros corderos, vacilar ante una tremebunda realidad que exige, como tributo, humanidad. Los antaño cruentos sacrificios de infantes a Ishtar, Baal o a Huitzilopochtli, aun hoy se mantienen y se combinan con incruentas ofrendas a Mammón. Los santos Padres nos brindan a los progenitores de hoy palabras severas en admoniciones muy de actualidad.

«Si de por sí ya tenemos una gran responsabilidad cuando se habla de ayudar a los demás, porque se dice “Que cada uno piense no en sí mismo, sino en los demás” (I Corintios, 10, 24), es aún mucho más grande la responsabilidad que tenemos en relación a nuestros hijos. ¿No te los envié - nos pide cuentas Dios - y no los tuviste desde el comienzo? ¿No te nombré guía, protector, maestro y tutor de ellos? ¿No te di poder sobre ellos? ¿No te mandé que los formaras y educaras de la forma debida, desde que eran pequeños? ¿Qué perdón esperas recibir, si los dejaste tomar el camino equivocado y se perdieron? ¿Qué más puedes decir? ¿Que es difícil y algunas veces a penas podías enfrentar la situación?»

Este párrafo acusatorio y duro proviene de la obra De la vanagloria y de la educación de los hijos (393), de san Juan Crisóstomo, donde el santo nos da sabios y variados consejos sobre la educación. Basta esta breve admonición para ponernos en nuestro sitio. Nos abre los ojos de golpe y nos hace ver cuál es nuestra obligación paternal, que va más allá, mucho más allá, no solo de la básica exigencia de proporcionarles alimentación, ropa y techo, sino de aquella que solo piensa en las bonanzas materiales; sigue así diciendo el santo: «Para poder educarles gastas mucho dinero, y para conseguirles un puesto decoroso en el ejército buscas mil recomendaciones. No seas menos cuidadoso para proporcionarles el precio de Dios… Les permites ir con frecuencia a los espectáculos y, en cambio, no los llevas a la iglesia. Pues del mismo modo que los envías a la escuela, debieras llevarlos a esta otra mucho más necesaria… Educadles, pues en la disciplina y en la enseñanza del Señor (Efesios, 6,4), pero dándoles ejemplo e instruyéndoles en las letras sagradas desde su más tierna edad».

Es pues hora de preguntarnos: ¿Es esto lo que hacemos? ¿Son estas nuestras preocupaciones? ¿son nuestras prioridades? ¿No? ¿Qué estamos pues haciendo?

Seamos sinceros y reconozcamos que apenas reparamos en el cuidado de sus almas, en prepararlos para una vida bien vivida, en suma, que poco reparamos en su salvación. Lo que más nos importa, aquello por lo que no ahorramos desvelos, son cuestiones que sí, que en muchas ocasiones pueden ser útiles al verdadero trabajo, como diría Pieper, para «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», y que por ello tampoco pueden olvidarse, pero que en muchas ocasiones se desvían hacia lo banal y lo superfluo, lo excesivo y lo innecesario. Aunque es cierto que la culpa no es solo nuestra. El mundo de la educación se ha vuelto un lugar de corrupción, como advertía Oakeshott, con su cultivo de especialistas, que poco saben fuera de su limitado campo de utilidad laboral, y que carecerán, en su mayoría, de «una visión coherente de las cosas», que les dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como de la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real», como diría el cardenal Newman, lo cual puede ser una tragedia en un mundo como el nuestro.

Así que, sí, es verdad que a los padres nadie podrá decirnos nada sobre estas cuestiones de bienestar material y preparatorias de la febril actividad laboral, pero sobre lo otro…, la tragedia estriba en que resulta que será sobre lo otro sobre lo que se nos preguntará, sobre lo que se nos pedirá cuentas. Y ¿sabemos lo que podremos contestar?