Carta a un querido hijo que entrará al Seminario

Carta a un querido hijo que entrará al Seminario

Dios acaba de escuchar, querido hijo, el anuncio de tu ingreso al Seminario, en 2026. Fui testigo de ello, vi tus lágrimas de emoción y, como tu padre espiritual --por lo demás, siempre periodista-, te agradezco la «primicia». Era algo que veía venir. Te conozco desde hace varios años, sé de tu fe y apostolado; de tu fuerza y esperanza. Y por supuesto, también, de tus luchas y límites. Como me pediste que te dijese unas palabras de consejo, me pareció oportuno comenzar con una anécdota; de la previa al ingreso de un servidor.

Buenos Aires, diciembre de 2003. Lleno de felicidad, con 42 años, llamé por teléfono al querido padre Antonio Rivero, Legionario de Cristo --que me dirigía espiritualmente, por entonces-, para darle la noticia: «¡Padre, estoy contentísimo! Me acaban de confirmar que, en marzo, entraré al Seminario». Su respuesta, con españolísimo acento, en un principio me dejó perplejo; pero fue fundamental para mi formación y el posterior Sacerdocio: «¡Pues, Christian, bienvenido! ¡Prepárate para sufrir!». Y, tras unos instantes de silencio, agregó: «¡Por amor a Cristo, a la Iglesia y a las almas!»

Pasaron 22 años desde entonces y no me faltaron ocasiones para experimentarlo. Sí, abundantes lágrimas han corrido desde aquel tiempo. Pero, todas ellas, invariablemente precedidas y sucedidas por sonrisas; y una paz profunda que solo el Señor, Crucificado y Resucitado, puede darnos. Es más: esos dolores han sido fuente de una fecundidad extraordinaria; cuya real magnitud siempre se nos escapará. Por cierto, no le es extraña a Dios; de Quien únicamente es la cosecha.

Te dejo, entonces, hijo querido, estas recomendaciones; inspiradas frente al Sagrario.

Dios nos llama. Recuerda siempre lo que nos dice Cristo: No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero (Jn 15, 16). La iniciativa siempre es suya; en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28). El Amor nos elige en el Amor, para que vivamos en el Amor. Lo nuestro, por lo tanto, debe ser respuesta de amor. Todo el tiempo del Seminario es para capacitarnos en ello. Especialmente, los primeros años son para cavar, bien hondas, las bases. No se comienza un edificio por el quinto piso; ni menos, aún, por la terraza. Por eso, sabiamente, a ese período --y, especialmente, al primer año- se lo llama de «corte». Es el tiempo para cortar maleza, arrancar vicios y profundizar en el Sagrado Corazón de Jesús. Es una labor ardua; no exenta, incluso, de penurias y renunciamientos. ¡Es, precisamente, por ahí! La gracia, bien lo sabes, supone la naturaleza. Y es esa naturaleza caída, como secuela del pecado original, la que debe ser trabajada. El mármol sufre con el cincel del escultor. Pero, gracias a ello, surge la obra de arte. Llamó a los que Él quiso, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar (Mc 3, 13). Siempre lo primero es estar con Él, dejarnos amar y sanar por Él, aprender de Él y, poder así, darlo a manos llenas a los hermanos. La verdadera Pastoral es llevar al Pastor; y no a nosotros mismos.

De la abundancia del corazón habla la boca (Lc 6, 45). Jesús es clarísimo a la hora de marcarnos el rumbo. Un corazón enamorado de Él; que palpita con Él y que arde con Él, habla todo el tiempo de Él. Como habla un novio de su novia, o una esposa de su esposo, o una madre de su hijito. El Seminario nos prepara para ser buenos esposos y padres. Y, para ello, en primerísimo término, debemos aprender a ser buenos hijos; dóciles, humildes, siempre dispuestos a más y mayores sacrificios por el Señor y su amadísima Iglesia. Un buen termómetro para ver cómo marcha tu formación será comprobar cuánto tiempo inviertes, por día, en hablar de Él, de mostrar la belleza de sus enseñanzas y lo sanante de sus exigencias. Y, para ello, por supuesto, hay que nutrirse de horas y horas ante el Sagrario. Sí, muy probablemente aparecerán callos en tus rodillas; es preferible que estén allí, y no en tu corazón.

Oración y mortificación. En la escuela de los santos ten bien presente que «si no eres alma mortificada, nunca serás alma de oración». Mortificarse implica morir, todo el tiempo, al «hombre viejo» para que, con la gracia del Señor, crezca el hombre nuevo. Ciertamente, es un proceso doloroso e inevitable. Pero los frutos son extraordinarios: humildad, mansedumbre, capacidad de renuncia, perseverancia en los sacrificios y tenacidad en los esfuerzos. Jamás será mucho el tiempo que pasemos en oración. Nunca cedas a la tentación del desánimo frente a la sequedad, la aridez, o a la presunta «poca utilidad». Siempre es un desafío sacudirse de la mundanal relación de costos -- beneficios. Y, además, como el Señor nunca se deja ganar en generosidad, te mostrará una y otra vez que el tiempo supuestamente «perdido» por falta de otras acciones, ha sido el tiempo mejor invertido. Todas las respuestas se encuentran frente al Sagrario. Y los «tiempos» no son nuestros, sino del Señor.

Amor profundo e incondicional a la Iglesia. Sé que lo tienes bien claro. Te has formado, gracias a Dios, todo este tiempo, con sacerdotes fieles y fervorosos; de ideas claras y conductas coherentes. Debo recordarte, de cualquier modo, que jamás, te insisto, jamás, será mucho lo que amemos a la Iglesia. Especialmente, cuando más nos duele y cuando, al parecer, más desfigurado está su rostro visible. En el respeto y obediencia a tus Superiores aprenderás a crecer en ese amor. Y, en la escuela del recto cumplimiento de lo que te piden, para formarte, aprenderás a servir como corresponde. Y, eventualmente, el día de mañana, a conducir a quienes estén a tu cargo. Los mejores generales salen de los buenos soldados. Quien aprende a cumplir lo que le mandan, sabrá luego exigir como corresponde. Te servirá mucho, con ese contexto, pedir siempre ayuda a tus formadores y confesor. En el Seminario debes ser buen compañero de todos, amigo de pocos, e íntimo de Jesús y del Director Espiritual. Nunca te encierres ni te aísles. Es lo primero que busca el demonio para arrastrarnos hacia el desánimo, la tristeza y el pecado. Buena parte de los problemas en la formación y, luego, en el ministerio, nacen de la autosuficiencia. Cuando pensamos que «podemos solos», únicamente queda de manifiesto nuestra absoluta impotencia. Hablar, con quien corresponda, lo que más nos cueste decir, es el principio de la salud.

Sano entretenimiento. El Seminario nos enseña, con sus horarios, reglas y espacios bien marcados, el ejercicio de la disciplina. Ella es imprescindible para todo. Los padres latinos nos enseñan que, si cuidamos el orden, el orden nos preservará a nosotros. Y, en ese orden, se incluye, también, el debido cuidado del cuerpo y del espíritu. Saber compartir con los hermanos un buen partido de fútbol, o una buena guitarreada --para entrenarnos, de paso, a los tantos fogones que nos aguardan en el apostolado-, o cualquier otro espacio de juegos y creatividad, es imprescindible. Ello genera sanas respuestas físicas, psíquicas y comunitarias; fundamentales para estar dónde y cómo corresponde. Y contribuye, ciertamente, a nuestra vida casta. Por lo tanto, en su medida, y armoniosamente, no pienses que ése es un tiempo desaprovechado. Cada cosa en su lugar. Como le darás gloria a Dios estudiando, con aplicación, filosofía, también lo harás con el deporte, y el aire libre.

Castidad y fecundidad. Sí, es natural: te seguirán gustando las chicas. Ello es parte del plan de amor de Dios para los hombres. Formarte para vivir castamente demandará, entonces, de vos, sereno conocimiento de tus recursos y tus límites. Y la humildad necesaria para pedir ayuda y dejarte ayudar. Castidad no es, ni de lejos, sinónimo de castración ni de represión sexual. Es la forma de amar que el Señor nos pide a sus sacerdotes y religiosos. Y ello implica don y tarea; regalo, auxilio de su parte y trabajo nuestro. Tu forma de hablar, de vestir, de relacionarte con los demás debe dar testimonio de tu pureza de intenciones, y tu voluntad total de entrega a Cristo casto, pobre y obediente.

Por la Verdad, toda la verdad. Jesús que es la Verdad nos manda a vivir en Él y, en consecuencia, manejarnos en todo con la verdad. Si aun en cuestiones aparentemente pequeñas comienzas a jugar a las escondidas; a coquetear con las medias verdades y caer en ciertos ocultamientos, abrirás de par en par las puertas a futuros problemones. Saber decir «no sé, no puedo, necesito ayuda, esto es superior a mis fuerzas», lejos de ser algo invencible es el punto de partida para todas las soluciones.

Generosos y desprendidos. Prepararse para vivir la pobreza implica aprender a usar de los medios como tales, y no como fines. Jamás faltan recursos materiales cuando Dios está en el centro; y todo se encamina para la extensión de su Reino y su mayor gloria. En el dar debe estar siempre el darnos.

Ama pues, con toda tu alma, lo que Dios pone en tus manos. La ortodoxia y la Tradición gozan de buena salud en la Iglesia; y están llamadas a la apertura de un sinfín de caminos de porvenir. Se trata de llevar a la práctica aquello de lo que tanto se habla: de una verdadera escucha a lo que, en primerísimo lugar, el Espíritu Santo tiene para decirnos. Caminar juntos implica avanzar, con Cristo, el Camino, hacia la orilla de eternidad. Y, en el viaje, dejarnos alimentar por Él en praderas cubiertas de verdor y con aguas tranquilas; para reparar nuestras fuerzas (cf. Sal 22, 2-3).

Recuerda, también, querido hijo, que en cada persona combaten Jerusalén y Babilonia. Siempre estamos necesitados de regresar a Dios; y volver a empezar desde el Sagrado Corazón de Jesús. Ten pues la humildad de reconocerte como lo que eres: pecador, en conversión; enfermo en sanación. Nunca caigas, entonces, ni en el triunfalismo, ni en la trampa de pensar que todo está perdido, ni mucho menos. La Iglesia, ¡la nave va! Nada ni nadie la detendrán en su marcha segura y firme hacia el abrazo definitivo, en la otra orilla, con la Santísima Trinidad.

¡Sí, la nave va! Y nos recuerda que la santidad no es un privilegio de pocos, sino una obligación de todos. ¡Cuánto más de nosotros, los sacerdotes, y de quienes se preparan para serlo! Solo se trata de ser humildes y penitentes, como el publicano en el templo. Y de saber que nuestro Gran Capitán, nuestro único Rey, hace nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Más aún en donde se lo deja actuar; aunque humanamente, todo parezca casi imposible…

+ Pater Christian Viña

La Plata, miércoles 1° de octubre de 2025.
Santa Teresa del Niño Jesús, virgen y doctora de la Iglesia. --

2 comentarios

Néstor
Excelente, Padre, muchas gracias.

Saludos cordiales.
4/10/25 2:39 PM
Rubén L
Bien decía Mamá Margarita Bosco, "empezar a decir Misa, es comenzar a sufrir", yo me permito ampliarlo, salvando las distancias, "tomar estado y empezar a sufrir". Hermosas sus palabras Padre.
4/10/25 5:14 PM

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