Dios, Nuestro Señor, todo el tiempo nos llama a sus hijos a la verdadera búsqueda de la felicidad. Que consiste en procurar su gloria, el servicio a su Divina Voluntad, y la propia santificación. Por eso aguarda nuestra respuesta vocacional; y la elección del propio estado de vida. Y, con la paciencia que solo Él tiene –porque sabe que la felicidad plena solo está en el Cielo–, va tejiendo con nosotros historias únicas; que conmueven por su originalidad, proyección e impacto. Se trata –y aquí está un auténtico desafío en esta sociedad del ruido, y del rechazado silencio– de generar el ambiente adecuado para poder escucharlo, y actuar en consecuencia.
Con contextos eclesiales fervorosos, misioneros; con pasión por Cristo y sed de almas; y sincera ocupación, sin ideología, ante el sufrimiento espiritual y material de los hermanos (cf. Mt 25, 31-46), la cosecha de vocaciones nunca se acaba. Uno de esos ámbitos es la Peregrinación de Nuestra Señora de la Cristiandad. Soy testigo, en todo este tiempo, de los matrimonios sólidos; que comenzaron con noviazgos puros, surgidos en su seno. Y cómo aquellos jóvenes que conocí hace cerca de una década, hoy van por el camino de una familia numerosa. Y vi, también, cómo de adolescentes que se convirtieron o conocieron a Cristo de las más diversas maneras –incluso a través de las redes sociales–, surgieron vocaciones al Sacerdocio y a la vida religiosa. Acaba de ocurrirme: en esta última edición, entre el 15 de Agosto, en la Asunción de la Virgen y el Domingo 17, tres hijos espirituales me confirmaron que entrarán a diversos postulantados, el año próximo. Uno de ellos es Gabriel.
Lo conocí hace unos años; cuando un grupo de jóvenes vino a misionar a mis parroquias de entonces: Sagrado Corazón de Jesús y Santos Mártires Inocentes, de Cambaceres, Ensenada. Fueron días intensos; cargados de desafíos. Las exigencias muchas; y los horarios sin concesiones. No venían «de paseo espiritual», sino a darse con generosidad a almas muy necesitadas. Y ahí estaba Gabriel, con una alegría desbordante, sin temor a los sacrificios, a las incomodidades múltiples y al poco tiempo de descanso; y dispuesto a conocer y hacer conocer cada vez más y mejor a Cristo.
Con el marco de una de las recorridas, llevé al grupo al Museo de Malvinas, en el Fuerte Barragán. Y ahí fue cuando me dijo: «Padre, el catolicismo de nuestros soldados fue admirable en la Gesta. ¡Sería el primero en alistarme para volver a las islas!». Y con la verborragia propia de quien tiene las ideas claras, y la urgencia por concretarlas, me hizo una pequeña apología de fe y de patria; sorprendente en su juvenil madurez. «Porque Malvinas –me aseguró– es la firme decisión de mantener intacta la Fe verdadera en Cristo, de hablar en español para siempre, y de no dejarnos derrotar por la herejía, el despojo y los ‘nuevos órdenes’; que solo traen viejas esclavitudes».
Contagiaba a sus compañeros a la hora de alistarse para la oración, el anuncio y el servicio. Y esa fue la primera de una serie de misiones que realizó en aquellas, mis «periferias» de entonces. Y en otros sitios del interior argentino. Así, mientras concluía su secundario, fue madurando su vocación. Conoció diversos ámbitos eclesiales, pudo rezar y meditar debidamente adónde y cómo lo llamaba el Señor. E, incluso, inició un noviazgo con una compañera de curso. Estaba, por cierto, muy enamorado. Pero terminó decidiéndose –no sin luchas– por el Amor más grande. Y, así, llorando de emoción, en el último día de la «Pere», me confirmó que, Dios mediante, entrará en enero próximo en una de las más fecundas congregaciones religiosas.
«Estoy muy feliz, padre. Solo Dios sabe –enfatizó– cuánto esperé este momento. Sé que me aguardan no pocos combates. Pero si el Señor da la carga, da la gracia». Abrazo, lágrimas de emoción y bendición. Luego vendrían dos muchachas (una de ellas hija de otro hijo espiritual) a confirmarme similares pasos, en conventos femeninos. «Estoy en lo más lindo del noviazgo –me dijo una de ellas–. Le pido, padre, que me encomiende especialmente. Sé de las renuncias que el Señor me pide. Sé, de cualquier modo, que dejaré algo muy bueno y querido por Dios, por la entrega total a Él mismo».
Gabriel y las dos jóvenes son, por supuesto, tres rarezas en esta sociedad sin Dios y, más aún, contra Dios. Los tres provienen de familias numerosas; con cinco, ocho y nueve hermanos, respectivamente. Los tres conocieron, desde niños, un culto bien cuidado, con Misas como Dios quiere y manda la Iglesia. Los tres, en distintos momentos de su vida, fueron conducidos por viriles, lúcidos y valientes sacerdotes; y apoyados, también, por religiosas fieles y entusiastas. Los tres fueron instruidos en buenos colegios, o se formaron con el sistema de escuela en el hogar. Los tres, también, conocieron en sus propias familias dificultades económicas y estrecheces y complicaciones varias. Los tres saben que entran a la vida religiosa, no para huir del mundo, sino para encontrar su lugar de servicio a Dios, y desde Él a los hermanos, en el mundo. Los tres son conscientes, en definitiva, que entran a las diversas congregaciones para sufrir; para ofrendarse en holocausto al Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19, 16), que aceptará su inmolación, para prepararles el mejor lugar en la alta y definitiva Fiesta. Sí, porque el heroísmo, la confesión de la fe, la castidad, la pobreza, la obediencia, el martirio; el combate contra el mundo, el demonio y la carne, y la santidad siguen enamorando, en este confín de la tierra, como en los primeros tiempos del cristianismo, o en la Edad Gloriosa (mal llamada «edad media»); o como en la Epopeya Cristera mejicana, y en la Cruzada de Reconquista española, del siglo XX; o como en la perseguida África de nuestros días. Sí, en pleno siglo XXI, hay también jóvenes dispuestos a la gran Elección por Aquel que, como nos enseñara el amado Benedicto XVI, «no nos quita nada, y nos da todo».
¿Qué decir, entonces, como Sacerdote y padre? ¡Que estoy felicísimo de serlo! Porque, todo el tiempo, experimento a pleno mi filiación del Padre. Y porque, con hijos como Gabriel, y las dos muchachas, el Señor me muestra una de las dimensiones más bellas de su esponsalidad y paternidad. Que, al participarlas a este servidor, nos confirma en la elección de la mejor parte; que no nos será quitada (cf. Lc 10, 42). Sí, abundan los tesoros en la Iglesia. Que, por supuesto, nada tienen que ver con el «oro del Vaticano»; del que hablan los anticatólicos, y repiten los poco formados.
P. Christian Viña
La Plata, jueves 28 de agosto de 2025.
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia. –