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17.07.17

XIV. La vida de Dios

138. ––Después de la exposición del atributo divino del amor, declara el Aquinate: «Es claro, por todo lo dicho, que ninguna de nuestras afecciones puedan existir en Dios, a excepción del gozo y del amor». Sin embargo, en la Sagrada Escritura se atribuyen a Dios pasiones como la misericordia, la tristeza, la ira y otras muchas. ¿Cómo resuelve esta dificultad?

–– La respuesta del Aquinate es la siguiente: «si la divina Escritura atribuye a Dios los otros afectos que repugnan por su misma especie a la perfección divina, no lo hace en un sentido propio, como ya se ha probado (c. 89, c. 30), sino metafóricamente, por la semejanza de efectos o de algún afecto precedente». La predicación de estas pasiones es de manera metafórica o con la denominada analogía de proporcionalidad impropia, porque la semejanza, que permite la atribución, no está en la esencia o naturaleza, sino en un efecto semejante en los analogados o en unas operaciones analogadas, producidas ambas por las respectivas esencias no semejantes intrínsecamente.

Respecto a los efectos, explica Santo Tomás que: «La voluntad dirigida sabiamente, tiende a producir un efecto a que otro está inclinado por su pasión defectuosa. Así, por ejemplo, el juez inflige un castigo por justicia, y un airado hace lo mismo por ira. Se dice, pues, que Dios está airado en cuanto sabiamente quiere castigar a alguien». Por esta semejanza en el efecto de la virtud justicia y de la pasión de la ira, se llama a la primera ira. Se comprende así que: «En este sentido, dicese en el Salmo: “Pues se inflama de pronto su ira” (Sal 2, 13)».

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3.07.17

XIII. Lo que quiere Dios

 

125. ––La segunda operación inmanente de Dios es la voluntad. ¿Cómo se descubre este nuevo atributo divino?

––Del hecho de que Dios sea inteligente, se puede concluir que también quiere. Hay que afirmar, por una parte que: «Es necesario que el bien entendido en cuanto tal, sea querido por ser objeto propio de la voluntad el bien entendido. Se dice entendido con relación al inteligente. Por lo tanto, es necesario que el que conoce el bien como tal, quiera». Por otra, que: «Dios conoce el bien, pues, por ser perfectamente inteligente, conoce el ente juntamente con la razón de bien». Se sigue de ello que: «Por lo tanto, Dios quiere».

Dios, por lo mismo que es infinitamente inteligente tiene una voluntad perfectísima, pues la voluntad es la consecuencia natural del entendimiento. Conclusión que se encuentra en: «testimonios de la Sagrada Escritura, porque se dice en el Salmo: «Hizo el Señor todo cuanto quiso» (Sl 134, 6); y en la Carta a los Romanos: «¿Quién resiste a su voluntad?» (Rm 9, 19)»[1]

De las mismas premisas se infiere también que su voluntad es su propia esencia. Puede decirse que Dios: «es inteligente por esencia, como ya se demostró (cc. 45, 46). Luego también quiere. Por consiguiente, la voluntad de Dios es su misma esencia» y «el querer divino es su propio ser»[2].

126. ––Por tener voluntad, Dios quiere.¿Qué quiere Dios?

––Dios no quiereni puede querer nada fuera de sí mismo. «El objeto principal de la voluntad de Dios es su propia esencia. El objeto de la voluntad, como ya se ha dicho (c. 72), es el bien entendido. Si pues, como se ha probado, lo que Dios conoce como objeto principal es su esencia divina, ésta será también lo que quiere como objeto principal la voluntad de Dios».

Además, el objeto primario de la voluntad de Dios es su propia Bondad infinita, porque: «si la voluntad divina tuviera por objeto principal algo distinto de su misma esencia, tendríamos que esta cosa que mueve a la voluntad divina sería superior a ella»[3], lo que no es posible

La voluntad divina quiere primaria y absolutamente su propia Bondad infinita, porque el Bien infinito, que es Dios, adecua total y plenamente a su voluntad, ya que ésta se identifica con Dios mismo, que es su propia bondad. Dios es su propia voluntad, en cambio, las criaturas tienen voluntad.

127. ––Según esta doctrina, ¿Dios puede querer a las cosas creadas?

––Dios quiere todas las cosas creadas, porque reflejan su misma Bondad divina, por participar de ella. «El que ama algo en sí y por sí mismo quiere consiguientemente todas las cosas en que esto se encuentra. Como el que ama lo dulce por sí mismo es natural que quiera todo lo que es dulce, Dios quiere y ama su ser en sí mismo y por sí, como se ha dicho; y todo lo demás es una cierta participación de su ser. Queda, por lo tanto, que Dios, por el hecho de quererse y amarse a sí mismo, quiere y ama a las otras cosas».

Por el hecho de que Dios quiere su ser en sí y por sí mismo, quiere y ama a todos los demás entes, en cuanto participan por semejanza de su ser. Sí, por ejemplo, alguien quiere lo dulce por sí mismo, o de una manera absoluta, es natural que ame también todo lo que es dulce en algún grado.

También, y como consecuencia: «Por el hecho de quererse, Dios quiere a los otros entes, que se ordenan a Él como a su fin»[4]. Por ello, de que la voluntad de Dios se satisfaga plenamente con su bondad divina, no se sigue que no quiera a las criaturas, sino que las quiere en orden a su bondad.

El que Dios ame a los otros entes en orden a su infinita bondad no implica que no los quiera realmente. Al igual que Dios conoce con su entendimiento a los otros entes en su esencia divina, y los conoce así de un modo perfecto, al quererlos en orden a su infinita bondad, los quiere verdaderamente.

Además: «Dios se quiere a sí mismo y a los otros entes con un solo acto de su voluntad». Como «el querer divino es su ser, según se ha probado (c. 73)» y «en Dios no hay más que un ser», se sigue que: «no tiene más que un querer»[5].

Aunque este único querer de Dios tenga por objeto secundario la multiplicidad de las cosas creadas, «la multitud de objetos queridos no se opone a la unidad y simplicidad de la naturaleza divina». Debe tenerse en cuenta que: «Dios quiere a los otros entes en cuanto quiere su bondad (…) pero en su bondad todos los entes son uno: están en Él según su modo propio, es decir «lo material inmaterial y lo múltiple en unidad» como consta por lo dicho (c. 58). Queda, pues, que la multitud de objetos queridos no multiplica la substancia divina»[6].

128. ––Parece necesario: «decir, para salvar la simplicidad divina, que Dios quiera los otros bienes en una cierta universalidad, es decir, en cuanto se quiere como principio de todos los bienes que pueden fluir de Él, y que no los quiere en particular». ¿Puede así afirmarse que la voluntad divina quiere a cada uno de los entes singulares en particular?

––Dios quiere a cada singular, en su propia bondad y ser, que ha recibido de Dios. Un argumento para probarlo es el siguiente: «El bien conocido, en cuanto tal, es querido. Pero Dios conoce los bienes particulares. Quiere, pues, los bienes particulares».

Esta tesis queda confirmada por: «la autoridad de la Sagrada Escritura, que nos muestra en el Génesis la complacencia de la voluntad divina en cada una de sus obras. Dice: «Y vio Dios ser buena la luz» (Gn 1, 4); y lo mismo dice de las otras obras, y después de todas juntas: «Vio Dios ser bueno cuanto había hecho» (Gn 1, 13)»[7].

129. ––Se ha probado que Dios conocelas cosas que no existen actualmente, pero no que las pueda querer, e incluso que es lo contrario, porque indica el mismo Santo Tomás: «como el querer supone una relación entre el que quiere y lo querido puede parecer que Dios no quiere más que lo que realmente existe, porque dos cosas relativas deben existir a la vez, y la desaparición de una entraña la desaparición de la otra, como dice Aristóteles (Categorías, 7)». Por consiguiente: «nadie puede querer sino lo que realmente existe. ¿Se puede afirmar que Dios quiere a los singulares futuros, que aún no existen?

––Con esta argumentación se podría concluir igualmente que: «el querer de Dios es, como su ser invariable, y no quiere sino lo que realmente es, nada quiere que no sea siempre». Dios sólo se podría querer a sí mismo.

Podría responderse que las cosas futuras: «las cosas que no son en sí mismas son en Dios y en su entendimiento». Por ello, Dios querría: «como estando en Él, las cosas que aún no son en sí mismas».

Sin embargo, la respuesta no es adecuada, porque: «si la voluntad divina no se inclina al objeto querido, que no es sino en cuanto es en Él o en su entendimiento, se segaría que Dios no lo quiere, sino en cuanto quiere que esté en Él o en su entendimiento». La cuestión de la que se trata no está, sino la del querer divino de las cosas en sí mismas. De este modo: «la voluntad se relacionará con lo querido no sólo como se da en el cognoscente, sino también como se da en sí mismo».

Explica el Aquinate que: «el que entiende no capta la cosa sólo como se da en él, sino como se da en su misma naturaleza, pues no sólo sabemos que conocemos una cosa, que es precisamente estar en el entendimiento, sino también que ella es, fue o será en su propia naturaleza».

Puede ocurrir que: «en este momento la cosa no se dé sino en el entendimiento», pero entonces el querer de la voluntad o «la relación consiguiente a la aprehensión se establece con la cosa querida, no como está en el cognoscente, sino como es su propia naturaleza , que ha captado el entendimiento».

Por consiguiente: «hay una relación entre la voluntad divina y la cosa que no existe actualmente». Es una relación que se da con su naturaleza, que existe sólo durante un momento temporal. La relación es con «la cosa que no existe actualmente, en cuanto ella es en su naturaleza propia por algún tiempo, y no sólo en cuanto está en Dios, que la conoce. «Dios quiere la cosa, que no es ahora, pero que será en algún tiempo» y no la quiere sólo en cuanto conocida.

El que la cosa no exista ahora no impide la relación este querer divino. La relación volitiva «no es similar a la que hay entre el creador y lo creado, el hacedor y lo hecho, el Señor y la criatura a Él sujeta», porque: «el querer es una acción inmanente, que no fuerza a suponer algo existente fuera»[8].

130. ––¿Cómo quiere Dios de manera necesaria o libre?

––De la doctrina sobre la voluntad divina, que ha expuesto Santo Tomás, infiere que: «Dios quiere necesariamente su ser y su bondad, y que no puede querer lo contrario».

Dios se quiere a sí mismo necesariamente. La relación de su voluntad con lo querido, que es su bondad, es necesaria. Se confirma, porque: «Toda voluntad quiere necesariamente su último fin. El hombre quiere necesariamente su felicidad; no puede querer su mal. Pero Dios quiere su ser como último fin, como se ha dicho (c. 74). Necesariamente, pues, quiere su ser y no puede no quererle»[9].

Podría creerse que Dios: «querrá necesariamente a los otros entes, ya que los quiere queriendo su bondad». Sin embargo, si se considera esta propiedad de la voluntad divina: «se ve que no quiere necesariamente a los demás entes».

Se advierte claramente en el siguiente argumento: «Dios quiere las criaturas como entes ordenados al fin de su bondad. La voluntad no se inclina necesariamente a lo ordenado al fin, si este fin puede darse sin estos medios. Un médico, por ejemplo, aun supuesta su voluntad de sanar, no tiene necesidad de administrar al enfermo los medicamentos sin los cuales puede sanar». Aunque el fin sea necesario, no se quieren necesariamente los medios, si sin ellos se puede conseguir este fin.

Se desprende de ello, que la voluntad divina no quiere necesariamente a las criaturas, por que no son medios necesarios para que alcance su bondad o perfección, que es su fin necesario. «Como quiera, pues, que la bondad divina puede darse sin las criaturas, es más, ningún acrecentamiento le viene de ellas, no tiene necesidad de quererlas por el hecho de querer su bondad»[10].

131. ––A esta explicación se puede presentar el siguiente inconveniente: «Si es natural a Dios querer lo que Él ha causado, es necesario. Nada innatural puede ser en Él, ya que no hay en Él algo por accidente ni por violencia, como se ha dicho (c. 19)» ¿Cómo se puede explicar la existencia de un querer innatural o no natural a las criaturas, que sea conforme a su querer natural y necesario?

––Responde Santo Tomás que no hay que: «admitir algo innatural en Dios, porque su voluntad con mismo e idéntico acto quiere a si misma y a los otros». La razón es la siguiente: «La relación consigo mismo es necesaria y natural. En cambio, la relación a los demás es en atención a cierta conveniencia, no ciertamente necesaria y natural, ni tampoco violenta o innatural, sino voluntaria. Y lo que es voluntario no es necesario que sea ni natural ni violento»[11]. Dios se quiere a sí mismo de manera natural y necesaria y a las criaturas de modo voluntario.

Concreta Santo Tomás sobre este modo voluntario o electivo de la voluntad divina, que: «de lo que precede se puede deducir que Dios, aunque nada quiere de sus efectos, con necesidad absoluta, los quiere, sin embargo, con necesidad hipotética»[12]. Una necesidad, que implica una hipótesis o suposición, en este caso el supuesto es que quiere a las cosas, y entonces Dios ya no puede no quererlas, porque su voluntad es necesariamente inmutable.

También precisa consecuentemente que, sin embargo, «la voluntad de Dios no puede querer lo que de suyo es imposible». Se puede explicar del modo siguiente: «De la misma manera que una cosa se relaciona con el ser, se relaciona con la bondad. Pero las cosas imposibles no pueden ser. Luego no pueden ser buenas. Ni, por lo tanto, queridas por Dios, que no quiere sino lo que es o puede ser bueno»[13].

Por último, concreta que: «la voluntad divina no quita la contingencia de los entes ni les impone necesidad absoluta». Se ha probado que Dios quiere con necesidad hipotética a las criaturas. «De la voluntad divina, por tanto, no puede proceder una necesidad absoluta en las criaturas. Sólo esta necesidad excluye la contingencia, pues lo contingente puede ser necesario hipotéticamente, como sería necesario, por ejemplo, que Sócrates se mueve, si corre. La voluntad divina, por lo tanto, no excluye la contingencia de las cosas que quiere».

La voluntad divina al querer tampoco impone necesidad a lo querido, porque: «de que Dios quiera algo no se sigue que tenga que acontecer eso necesariamente, sino que la verdad y necesidad afecta sólo a esta condicional: «si Dios quiere algo, eso sucederá». Lo que no significa que el consiguiente sea necesario»[14].

132. ––Es manifiesto que: «de entre las cosas que Dios quiere ninguna es causa del querer divino». La voluntad divina no puede estar causada por algo procedente de las criaturas, porque estaría entonces en potencia con respecto a ello. No tendría algo todavía y que le proporcionarían estas criaturas y dependería así de ellas. ¿Cuál es la causa de la voluntad divina?

––La causa de la voluntad de Dios es la bondad divina. Explica Santo Tomás que: «El fin es causa de que la voluntad quiera. Y el fin de la voluntad divina es su bondad. Esta es, pues, la causa de querer Dios, que es también su mismo querer»[15].

El motivo o razón del querer divino de la criaturas es su bondad. Argumenta el Aquinate: «Dios quiere su bondad como fin, y todo lo demás como ordenado al fin. Su bondad es, por lo tanto, la razón de querer las cosas distintas de Él»[16].

La existencia de este motivo manifiesta que Dios no actúa con su mera voluntad, sino con su voluntad dirigida por su propio entendimiento. Es un «error» afirmar que: «todo procede de Dios en virtud de su simple voluntad, de tal manera que no hay otra razón que el que Dios lo quiere».

Este contingentísimo es también: «contrario a la divina Escritura, que nos enseña que Dios «creó todas las cosas según el orden de su sabiduría» (Sal 103, 24), y en el Eclesiástico: «Dios derramó su sabiduría sobre todas sus obras» (Eccl 1, 10)»[17].

133. ––Añade Santo Tomás que: «Consecuencia inmediata de las demostraciones precedentes es que en Dios hay libre albedrío». ¿En qué consiste el libre albedrío divino?

––El libre albedrío o libertad de Dios es una propiedad de su voluntad. La voluntad de Dios es libre. En Dios, hay libre albedrío o libertad, que es la propiedad singular de la voluntad de ser la causante de sus propios actos y, por tanto, responsable de los mismos. «El hombre es dueño de sus actos porque tiene libre albedrío (…) Según Aristóteles: «Es libre lo que es causa de sí mismo» (Met I, 2)».

Como consecuencia, indica el Aquinate: «Se predica el libre albedrío respecto de lo que uno quiere sin necesidad y espontáneamente. En nosotros, por ejemplo, hay libre albedrío respecto de querer correr o pasear. Pero Dios quiere sin necesidad los seres distintos de El, como quedó demostrado (c. 81). Luego a Dios le compete tener libre albedrío».

La libertad o libre albedrío, por consiguiente, se podría definir como querer un bien elegido. En esta definición de libre albedrío se significa que intervienen en ella tres elementos: la voluntad, como principio intrínseco; el fin: el bien propio; y un acto: laelección. Este último elemento esencial consiste en el modo de posibilidad de la voluntad o, más concretamente, la actualización de su potencialidad.

Toda voluntad es libre y, por tanto, siempre hay elección, pero no todos los actos de la voluntad son libres ni en todos ellos se elige. En cualquier voluntad, con relación al fin último, el bien y, con él, la verdad –bien del entendimiento–, y cuya posesión se identifica con la felicidad, no hay nunca elección.

Nota Santo Tomás que: «Según Aristóteles: «la voluntad es del fin, y la elección de lo ordenado al fin» (Ética, III, 4)». El fin último no se elige, porque se quiere de un modonaturaly necesario. En cambio, se elige lo que está a él, como lo son los medios para conseguir el último fin.

Argumenta seguidamente: «como Dios quiérese como fin, y a los demás seres como ordenados al fin, síguese que, respecto de sí mismo, tiene sólo voluntad, y en cambio, respecto de los demás seres tiene además elección. Y la elección se realiza siempre por el libre albedrío». Dios se quiere a sí mismo de manera natural y necesaria, pero con respecto a los demás seres, su voluntad elige. Quiere su fin, como hacen también las criaturas espirituales de una manera voluntaria, pero no libre. En todo lo demás, que no sea el último fin quiere electivamente. «Luego a Dios le pertenece el libre albedrío».

En Dios hay necesidad, pero también elección. «La voluntad divina se inclina por su entendimiento, como ya se probó, hacia las cosas a que según su naturaleza no está determinada (c. 82). Pero se dice que el hombre tiene, sobre los otros animales, el libre albedrío, porque se inclina a querer por el juicio de la razón, no por el ímpetu de la naturaleza. Luego Dios tiene libre albedrío»[18].

134. ––Por tener voluntad y libre parece que por ella Dios deba amar ¿Del estudio de la voluntad de Dios se infiere que hay amor en Dios?

Para una respuesta precisa debe sostenerse, en primer lugar, que «Dios está exento de pasiones afectivas». Explica Santo Tomás que: «No hay pasión procedente de la afección intelectual, sino solamente de la sensitiva, como se prueba en la Física de Aristóteles (VII, c. 3). Pero en Dios no puede haber afección tal, porque no tiene conocimiento sensitivo, como se ha dicho (c. 44). Queda pues que en Dios no hay pasión afectiva»[19].

No obstante: «Hay pasiones que, aunque no convengan a Dios en cuanto tales, nada de lo que implican por razón de su especie repugna a la perfección divina. De esta clase son el gozo y la delectación». La razón es porque: «El gozo es de un bien presente. Por lo tanto, ni en virtud de su objeto, que es el bien, ni por la disposición del sujeto respecto del objeto, del que está en posesión actual, el gozo, por razón de su especie, repugna a la perfección divina»[20]. En Dios, hay «gozo y amor», pero: «en Él no están con caracteres de pasión como en nosotros».

En segundo lugar, queel amor, como lo definió Aristóteles, es «querer el bien para alguien»[21], Dios, por tanto, se ama a sí mismo y a los demás seres. En Dios hay amor, o mejor, es amor, porque quiere su bien y el de todas las criaturas.

Por consiguiente: «es necesario que en Dios haya amor en atención al acto de su voluntad. Propiamente es necesario, para que exista el amor, que el amante quiera el bien de lo amado. Pero Dios quiere según lo dicho, su bien y el de los otros, (cc. 74-75). Según esto, Dios se ama a sí mismo y a los demás entes».

135. ––Dios ama a todo cuanto existe, pero ¿de qué modo lo ama Dios?

––El amor de Dios es verdadero amor. Santo Tomás distingue dos especies de amor, como había hecho Aristóteles. El primero es el llamado amor de benevolencia, que es un querer el bien, pero es un amor recurvo, porque no se quiere el bien de lo amado, sino para sí o para otro. No es un verdadero amor. Sólo un amor accidental, porque: «cuando se quiere el bien de un ente porque redunda en el bien de otro, se le ama accidentalmente. Por ejemplo, el que quiere conservar el vino para beberlo o a un hombre para su utilidad o deleite, de suyo se ama a sí mismo y accidentalmente al vino o al hombre».

Además de este el amor de deseo o de posesión, existe el amor donación u oblación. Es un verdadero amor, porque se quiere el bien de lo amado, y «para que el amor sea verdadero es necesario que se quiera el bien de un ente en cuanto es de él». Este es el modo que Dios ama, porque: «quiere el bien de cada ente en sí mismo, aunque también ordene a uno a la utilidad de otro», como ama, por ejemplo, las cosas materiales, aunque sean de algún modo para el hombre. «Dios, pues, se ama verdaderamente a sí mismo y a los otros entes».

136. ––A todos los entes creados Dios los ama, pero no porque sean buenos con algún bien que no hayan recibido de Dios. En todo lo que son buenas las cosas, lo son, porque Dios las ama. Dios no ama a las criaturas porque sean buenas, sino que son buenas, porque las ama Dios. ¿Qué cualidades tiene este amor verdadero de Dios?

––El amor de Dios como todo verdadero amor, por un lado, es unitivo. «Dice Dionisio que «El amor es una virtud unitiva» (Los nombres divinos, c. 4, 5). Cuanto aquello por lo que el amante es uno con el amado es mayor tanto más intenso es el amor. Queremos más, por ejemplo, a los que nos une el origen o un trato habitual, o algo semejante, que a los que nos une solamente la sociedad de la naturaleza humana».

Como debe afirmarse que: «es propio del amor el mover a la unión (…) Por esto, los amigos se complacen en encontrarse, en conversar y en vivir juntos (Aristóteles, Ética, 9, 12). Dios mueve a los demás entes a la unión, pues dándoles el ser y las otras perfecciones, los une a sí mismo en cuanto es posible, Dios, pues, amase a sí mismo y a los demás cosas»[22].

Además, tal como ha notado Garrigou-Lagrange: «El amor increado de Dios para con sus criaturas no tiene nada de pasivo, es esencialmente activo y creador, todo de generosidad, absolutamente libre en su brindarse y, sin embargo, regulado por la divina sabiduría»[23].

Por otro lado, el amor verdadero y unitivo de Dios es firme, en el sentido de seguro y estable. Explica Santo Tomás que: «Cuanto más íntimo es al que ama, por lo que es la unión del amor, tanto más firme es. Por esto a veces el amor que proviene de alguna pasión es más vehemente que el que tiene por causa el origen natural o un hábito, pero también desaparece más fácilmente. El fundamento de que todas las cosas estén unidad a Dios, que es su bondad, a quien todos imitan, es lo más íntimo a Dios, por ser su misma bondad. Por lo tanto, en Dios existe el amor que es no sólo verdadero, sino perfectísimo y firmísimo»[24].

Es un amor perfectísimo o infinitamente perfecto, porque Dios es por esencia la bondad infinita. Observa Garrigou-Lagrange que: «Hay necesariamente en Dios un acto completamente espiritual y eterno de amor del Bien; y este Bien, amado desde toda la eternidad, es el mismo Dios, la infinita perfección, la plenitud del ser, amable en todo lo que tiene de amable, infinitamente (…) En el amor con que Dios se ama a sí mismo no hay la menor traza de egoísmo, su carácter esencial es el ser infinitamente santo. El egoísmo consiste en preferirse al Bien, Ahora bien, Dios es el Bien en sí, y al amarse a sí mismo, lo que ama santamente y por sobre todas las cosas es el soberano Bien»[25].

Estas cualidades del amor divino confirman su existencia, porque: «El amor no importa nada que repugne a Dios por parte del objeto, que es el bien. Tampoco por parte de su disposición en orden al objeto, porque el amor no disminuye con la posesión de la cosa, sino que, por el contrario, aumenta, ya que un bien aún es más afín cuando se posee (…) El amor, por lo tanto, no repugna a la perfección divina según la razón de su especie. Se da pues en Dios».

137. ––Respecto al firme o estable amor universal de Dios a todas las criaturas puede parecer que: «Dios no ama más a una cosa que a otra, pues si la intensidad o disminución pertenecen propiamente a la naturaleza variable, no pueden convenir a Dios, del que está lejos de toda mutabilidad». Debe pues aplicarse el mismo criterio que a todas las acciones divinas, pues: «las otras operaciones no son susceptibles de más y menos sino según el vigor de la acción; lo que no puede convenir a Dios. Pues el vigor de la acción se mide por la virtud (o poder) de quien procede, y toda acción divina procede de una sola e idéntica virtud». ¿Cómo resuelve Santo Tomás esta dificultad a su tesis sobre la inmutabilidad del amor divino?

––Su respuesta se basa en la misma esencia del amor. Como se indica en su definición: «el amor quiere algo para alguien, pues amamos una cosa cuando queremos un bien para ella». Se advierte que es así, porque: «las cosas que apetecemos decimos desearlas en sentido escueto y propio, no amarlas, pues más bien nos amamos a nosotros al apetecerlas. Por esta razón se habla accidental e impropiamente cuando se dice que se aman».

A diferencia de amar, en Dios: «las otras operaciones no son susceptibles de más y menos sino según el vigor de la acción; lo que no puede convenir a Dios. Pues el vigor de la acción se mide por la virtud o poder de quien procede, y toda acción divina procede de una sola e idéntica virtud».

En cambio: «en cuanto al amor, es susceptible de más y menos en dos sentidos. Primeramente, por el bien que queremos para alguno; decimos, en efecto que amamos más a aquel quien queremos un bien mayor».

Puede haber diferencias en el amor no sólo por el bien querido para el otro, sino también con la energía que se quiera, o, como escribe Santo Tomás, en segundo lugar: «por el vigor de la acción, y en este sentido decimos que amamos más a aquel para quien queremos, aunque no un bien mayor, si un bien igual con más ardor y eficacia».

Si se tiene en cuenta esta distinción puede afirmarse que: «nada se opone a que Dios ame más a uno que a otro en el primer sentido, es decir, en cuanto quiere para él un bien mayor»[26].

Por ello, según la explicación de Garrigou-Lagrange, el «amor universal» de Dios «tiene sus libres preferencias», pero: «esta soberana libertad conserva siempre en sus libres preferencias el orden admirable de la caridad». De ahí que además de las distintas predilecciones entre los individuos, se den también en la escala de las criaturas, porque : «Dios prefiere los espíritus a los cuerpos, que han sido creados para los espíritus; y sobre todas las almas y todos los espíritus puros y creados prefiere a la Madre del Verbo encarnado; y sobre la Virgen prefiere a su Hijo único»[27].

Eudaldo Forment



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 72.

[2] Ibíd., c. 73.

[3] Ibíd., I, c. 74.

[4] Ibíd., I, c. 75.

[5] Ibíd., I, c. 76.

[6] Ibíd., I, c. 77.

[7] Ibíd., c. 78.

[8] Ibíd., I, c. 79.

[9] Ibíd., I, c.80.

[10]Ibíd., I, c. 81.

[11] Ibíd., I, c. 82.

[12] Ibíd., I, c. 83.

[13] Ibíd., I, c. 84.

[14] Ibíd., I, c. 85.

[15] Ibíd., I, c. 87.

[16] Ibíd., I, c. 86.

[17] Ibíd., I, c. 87.

[18] Ibíd., I, c. 88.

[19] Ibíd., I, c. 89.

[20] Ibíd., I, c. 90.

[21] Aristóteles, Retórica, II, 4, 2.

[22] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 91.

[23]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza, Madrid, Ediciones Palabra, 1977, p. 83.

[24] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 91.

[25]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza,, op. cit. pp. 81-82.

[26] Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 91.

[27]R. Garrigou-Lagrange, Dios. II. Su naturaleza, op. cit., p. 88.

16.06.17

XII. Conocimiento divino de las criaturas

114. ––La verdad, en el sentido de adecuación o conformidad del entendimiento con la realidad, se encuentra en el juicio, que compone o divide. En el acto de juzgar se afirma que es lo que es y que no es lo que no es. El lugar de la verdad es el juicio, porque: «el entendimiento puede conocer su conformidad a la cosa inteligible, pero no la aprehende en tanto conoce la esencia de las cosas, sino cuando juzga que la cosa es tal como la forma que aprehende y entonces es cuando primeramente conoce y dice la verdad»[1]. Advertía Aristóteles que: «Lo falso y lo verdadero no están en las cosas (…) sino tan sólo en la mente, pero tratándose de la aprehensión de lo simple o de la definición, tampoco están en la mente»[2]. Están en el acto de comprender o de simple aprehensión, en el que ni se afirma ni se niega nada. Si se hace en el acto de pensar o juzgar.

La adecuación de lo entendido con la realidad se da primeramente en el concepto, manifestador de la misma, pero en esta primera operación intelectual de simple aprehensión no se conoce la adecuación. En cambio, en la segunda, el juicio, se conoce su conformidad de la realidad, porque la unión o separación de conceptos se hace respecto a la realidad. En este sentido se hace una especie de reflexión o vuelta del entendimiento sobre sí. Por ello: «La perfección del entendimiento es lo verdadero en cuanto conocido. Por consiguiente, hablando con propiedad, la verdad está en el entendimiento que compone y divide y no en el sentido ni en el entendimiento cuando conoce lo que una cosa es»[3].

Si, como también dice Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles: «el conocimiento del entendimiento divino no se realiza a la manera de un entendimiento que compone y divide», ¿se puede inferir que debe excluirse de Dios la verdad?

––Aunque a Dios no se le pueda atribuir la operación del juicio, la verdad enunciada en el juicio es conocida por Dios, porque: «la verdad pertenece a lo que el entendimiento dice y no a la operación con que lo dice».

La razón de esta tesis es que: «no se requiere para la verdad intelectual que el entender adecue con el objeto, porque muchas veces el objeto es material, pero el entender es inmaterial; sino que basta que lo que el entendimiento dice y conoce al entender adecue con el objeto, es decir, que sea en realidad como el entendimiento dice».

Si se aplica esta explicación al entendimiento divino, se obtiene que: «Dios conoce con su inteligencia simple y que no admite composición ni división, no sólo las quididades de las cosas, sino también las enunciaciones. Y, en consecuencia, lo que el entendimiento divino dice al entender, es composición y división. Por lo tanto, la verdad no se ha de excluir del entendimiento divino por causa de su simplicidad»[4].

No sólo: «la verdad está en Dios», sino que también puede decirse que: «Dios es la verdad». Recuerda el Aquinate que: «Nada se puede atribuir a Dios por participación, pues es su mismo ser, que nada participa». Al decir que la verdad está en Dios: «si no se le atribuye por participación, se habrá de predicar de El esencialmente», y, además, que «Dios es su propia verdad». Puede decirse también, por tanto, que: «El mismo Dios es la verdad»[5].

Como consecuencia, a la «verdad pura», que es Dios, «no se le puede añadir la falsedad o el engaño»[6], que son incompatibles con la verdad. Asimismo que: «la verdad divina es la primera y suma verdad», porque «el ser divino es el primero y perfectísimo»[7].

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3.06.17

XI. Lo que entiende Dios

101. ––Si «Yahveh» fuese el nombre propio de Dios, en cuanto expresión de su esencia individual, la revelación a Moisés de este nombre implicaría el conocimiento de la esencia individual o ser personal de Dios. ¿Cree Santo Tomás que se puede conocer a Dios de esta manera completa?

––Podría saberse el nombre propio de Dios, pero no conocer su significado o esencia. «Si pudiéramos entender la esencia divina como es ella y aplicarle un nombre propio, la expresaríamos con un solo nombre». No ocurre en esta vida, pero: «se promete a los que verán a Dios en su esencia. «En aquel día será uno el Señor y uno su nombre» (Za 14, 9)».

Como consecuencia: «Es evidente la necesidad de dar a Dios muchos nombres. Como quiera que no podemos conocerle naturalmente sino llegando a Él por medio de sus efectos, es necesario que sean diversos los nombres con que expresamos sus perfecciones, así como son varias las perfecciones que encontramos en las cosas».

También se sigue que: «La perfección divina y los muchos nombres dados a Dios no se oponen a su simplicidad». Las perfecciones divinas, que se expresan en los atributos divinos: «es necesario atribuirlas a Dios por razón de una misma virtud, que no es otra cosa que su misma esencia, ya que como se dijo nada puede ser accidental en Él. Así, pues, llamamos «sabio» a Dios, no sólo en cuanto es autor de la sabiduría, sino también, porque, en la medida que nosotros somos sabios, imitamos su virtud, que nos hace sabios»[1].

102.–– ¿Cuáles son los atributos positivos, que expresan la perfección divina, de manera analógica?

––De que Dios seala misma perfección, porque su esencia es su mismo ser, se infiere el atributo de la bondad. De la perfección divina se sigue la bondad de Dios, porque todo «ente es bueno en cuanto es perfecto»[2].

Recuerda Santo Tomás que, según Aristóteles: «el bien es lo que todas las cosas apetecen»[3]. Explica, en otro lugar, al comentar esta definición aristotélica, que: «no ha de entenderse que sólo los que tienen conocimiento aprehenden el bien, sino también los que carecen del mismo, que tienden al bien por un apetito natural, no como conociéndolo, sino porque son movidos hacia él por algún cognoscente, es decir, por la ordenación del intelecto divino, a la manera como la saeta tiende hacia el blanco según la dirección que le imprime el arquero. El mismo tender al bien es apetecer el bien. Por eso, dijo que la operación apetece el bien en cuanto a él tiende, no porque sea un solo bien al que tienden todas. Por tanto, no se describe ahora un solo bien, sino el bien tomado en general. Como nada es bueno, sino en cuanto es cierta semejanza y participación del sumo bien, éste es apetecido de alguna manera en todo bien. Así puede decirse que lo que todos apetecen es algún bien»[4].

Si se considera al bien no en cuanto lo apetecido sino en si mismo, se puede utilizar la definición neoplatónica «el bien es lo difusivo de sí»[5] (bonum est diffusivum sui). Explica el Aquinate, en este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «La comunicación de ser y de bondad procede de la misma bondad. Y esto es claro por la naturaleza del bien y por la noción del mismo. Pues, naturalmente, el bien de cada uno es su acto y su perfección. Cada cosa obra precisamente en cuanto está en acto. Y obrando difunde en los otros el ser y la bondad»[6].

La perfectividad o difusividad del bien se constituye y se fundamenta en el ser, que es acto, ya que: «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo»[7]. Escribe seguidamente en este pasaje de la Suma contra los gentiles que: «Se dice, por esto, que «el bien es difusivo de sí mismo y del ser». Concluye finalmente que: «Esta difusión es propia de Dios, ya que es causa del ser de las cosas, como ente necesario por sí. Es, por lo tanto, realmente bueno»[8].

Además, como «el ser en acto en cada cosa es su bien propio» y «Dios es no solamente es un ente en acto, sino su propio ser, como se ha dicho (c. 22)», se infiere que: «Dios no sólo es bueno, sino la bondad misma»[9]. Dios es la bondad misma y, por ello: «en Dios no puede haber mal»[10]. Asimismo, se sigue que es la absoluta bondad. «Su bondad comprende todas las demás. Por esto es el bien de todo bien»[11]. En definitiva: «Dios es el sumo bien»[12].

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16.05.17

X. El nombre de Dios

93. ––Sostiene Santo Tomás que «Él que es», el nombre del Dios único, que le fue revelado a Moisés, es su nombre propio, o el más apropiado que se le puede atribuir. La razón que da Santo Tomás es, con palabras del tomista Étienne Gilson: «porque significa “ser”, ipsum esse. Pero ¿qué es “ser”, ipsum esse»[1]. El Aquinate dirá que es «el acto por excelencia, el acto de los actos»[2], y que, por ello, está en el nivel más profundo de todas las cosas, incluso más que el de las mismas esencias. Para explicar esta nueva metafísica del ser, utiliza por una parte la de Aristóteles y también, por otra, la de Platón. ¿Cómo puede conciliar en su original doctrina del ser la metafísica aristotélica con la siempre considerada opuesta metafísica platónica?

––Las dos explicaciones, una aristotélica y otra platónica, con las que el Aquinate expresa su original descubrimiento metafísico del ser, las hace confluir en caracterización del ser como perfección. El ser, «esse», por ser acto, o por ser de lo que todo ente creado participa, es perfección.

Aunque todos los entes convienen en tener ser, que es perfección, no se sigue que tengan todos las mismasperfecciones. La distinción entre sí en perfecciones de los entes podría explicarse de dos modos. El primero por diferencias, que se adicionaran al ser, constitutivo común de todo ente. El segundo, porque el ser fuera diversificado según las esencias, por convenir o adecuarse a cada una de ellas, convirtiéndose así en un ser proporcionado a la correspondiente esencia. El ser de cada ente sería así su ser propio.

La primera posibilidad no puede aceptarse, porque el ser no es un género al que puedan añadírsele diversas diferencias. No puede considerarse nunca como sujeto o recipiente de perfección alguna. El ser estaría entonces especificado o determinado por estas diferencias, de manera parecida como el género lo es por la diferencia específica, que lo perfecciona y complementa, convirtiéndola en especie.

Para explicar la multiplicidad entitativa, Santo Tomás sostiene que debe admitirse, por consiguiente, la segunda posibilidad, que los entes difieran porque sus esencias tengan el ser de diverso modo, o que sea participado en distintos grados, según la medida de la esencia, que es así la medida de la perfección del ser.

Los entes difieren, por tanto, por su esencia, aunque sólo, en un cierto sentido, porque en los entes creados, el ser siempre es limitado o imperfeccionado por la esencia. Si dos entes difieren es porque el ser propio de uno está limitado en una determinada medida, y el ser del otro está restringido en distinto grado. Si uno de ellos posee una mayor perfección no es por advenirle una determinación esencial, sino porque su ser está menos imperfeccionado.

No ocurre lo mismo en Dios, porque: «el Ser divino, como es su propia naturaleza, no puede juntarse con ninguna, como se demostró (c. 22). Pues, si el Ser divino fuera el ser formal de todo, sería necesario que todas las cosas fuesen una»[3]. En Dios, la esencia o naturaleza es el ser, que no está así limitado o participado, y, por ello, están en Él las perfecciones de todos los entes.

94. ––La doctrina de la participación del ser le permite al Aquinate concluir que la esencia metafísica o constitutivo metafísico de Dios consiste en el mismo ser, y, por ello, en suma perfección. ¿Si los entes participan del ser y Dios es el mismo ser, los entes participan de Dios?

––Los entes no son parte de Dios ni participan del ser de Dios, aunque los entes participen del ser, y Dios sea el mismo ser, porque en su individualidad Dios es más que el ser, que se ha afirmado como su constitutivo metafísico. Al decir que Dios es el ser lo nombramos en cuanto que es creador de las criaturas, que han sido el punto de partida de nuestro conocimiento, para llegar a la existencia y a la esencia de Dios por la vía de la remoción.

El ser o la suma perfección de Dios, que también trasciende las perfecciones de las criaturas, explica el porqué de los mismos atributos divinos. Como ha escrito Francisco Canals: «Santo Tomás opta inequívocamente por caracterizar la divina esencia como “el mismo Ser subsistente» o como “la actualidad del Ser mismo”. Supuesta su concepción del ser como el “acto perfectísimo por el que son actuales las mismas esencias”, en este concepto se halla la razón de la infinidad de todas las perfecciones divinas».

Explica seguidamente que: «Santo Tomás piensa esto en conexión con el texto bíblico “Yo soy El que soy” y, por lo mismo, es congruente que en la misma definición metafísica encontremos implícitamente afirmado el carácter personal de Dios y que podamos hallar la coherencia con las afirmaciones de que Dios es el Viviente perfecto y eterno, el Bien difusivo de Sí mismo y el Amor liberalmente donador de bienes»[4].

95. ––No parece que pueda sostenerse que el constitutivo metafísico de Dios, que importa la máxima perfección, sea el ser, si es patente que los entes vivos son más perfectos que los meros entes, y además los entes espirituales lo son más que los vivos. ¿No debería afirmarse que la esencia metafísica de Dios es el espíritu?

––El nombre propio de Dios no es espíritu, sino ser. Nota Santo Tomás que: «Aunque los seres que son y viven sean más perfectos que los que únicamente son, sin embargo, Dios, que no es otra cosa que su propio ser, es el ente de universal perfección. Y digo de universal perfección, como a quien no le falta ningún género de nobleza».

Los vivientes son más perfectos que los meros entes y los espirituales más que los vivientes, pero Dios, que es su propio ser, tiene la máxima perfección, porque: «La perfección de cualquier cosa es proporcionada al ser de la cosa. Ninguna perfección le vendría, por ejemplo, al hombre por su sabiduría si no fuera sabio por ella, y así de los otros entes. Por consiguiente, según el modo que el ente tenga el ser, será su modo en la perfección, pues en una cosa, según su ser sea contraído a algún especial modo de mayor o menor perfección, se dice ser según esta mayor o menor perfección».

La perfección de cualquier ente es proporcionada al ser del mismo. De manera que el modo de su grado en el ser, marca el modo de su perfección. Así, se dice que un ente es más o menos perfecto, según que su ser sea determinado a un modo especial de mayor o menor perfección.

En cambio: «si algo hay algo que le compete toda la virtualidad del ser, no puede carecer de perfección alguna que se encuentre en las otras cosas. Pero al que es su ser, le compete el ser según toda la potestad del ser; de la manera que, si existiese una blancura separada, no podría carecer de lo que es propio de la blancura, pues a un objeto blanco le falta algo propio de esta cualidad por el defecto de la capacidad del sujeto receptor, que la recibe según su modo particular y no conforme a toda la potencialidad de la blancura».

Este es el caso de Dios. «Como ya se ha probado (c. 22), Dios, que es su propio ser, posee el ser con toda su virtualidad. Luego no puede carecer de ninguna de las perfecciones que convenga a cualquier otro ente»[5]. Porque Dios es el mismo ser, no carece de las perfecciones del vivir y ser espíritu. El ser es más perfecto que la vida, y la misma vida más perfecta que el espíritu. Tanto la vida como el espíritu están constituidos por la propia perfección y actualidad del ser mismo. La perfección suprema de ser es la que hace que algo sea viviente y espíritu.

La vida un grado de ser y el espíritu es un grado de vida y, por tanto, también de ser. La perfección del vivir es un grado o participación del ser, y la del espíritu es un grado o participación del vivir y del ser. En Dios, de la misma manera que no hay participación del ser, sino que es ser, tampoco posee vida o espíritu participados, sino que es vida y espíritu. Su ser es vida y su ser y su vida son espíritu.

Con esta concepción del ser, Santo Tomás supera la escisión entre la vida y el espíritu, que se da en otros sistemas filosóficos, y también los enfrentamientos entre «naturaleza» vida y espíritu, propios de otros.En ellos, al no considerar al ser como más radical y perfeccionante que el vivir, queda entonces, sin explicar la vida. Igualmente si el vivir no es más profundo que el entender y querer, propios del espíritu, queda el espíritu desvitalizado.

Dios tiene la perfección del vivir y del entender y querer espirituales, porque es el mismo ser, y posee así el ser en toda su virtualidad. No puede carecer de ninguna de las perfecciones, que convengan a cualquier otro ente, como es el vivir y el entender y querer. El hombre, por tener ser, en un grado o participación señalada por su naturaleza humana, tiene vida y espíritu participados. Al participar de la realidad espiritual, el hombre participa también de la vida y del ser. La concepción de la vida y del espíritu, como participaciones del acto de ser, permite comprender que no es incompatible, que el espíritu humano pueda unirse, para constituir su misma naturaleza, con todos los grados inferiores de vida y de ser.

96. ––Con la vía de la remoción se concluye finalmente que Dios es el mismo ser y, por ello, suma perfección. Se sigue además que es vida y espíritu. ¿Termina, con estos atributos fundamentales, el conocimiento de Dios por la luz de la razón natural?

––Al llegar al constitutivo metafísico de Dios, se acaba la aplicación de la vía de la remoción, pero no concluye el conocimiento de Dios por la luz de la razón natural. Se puede continuar la obtención de atributos de Dios con la llamada vía de la eminencia.

Este segundo camino, para descubrir lo que es Dios, consiste en atribuir de una manera especial una perfección en grado eminente, o con una elevación infinita. Esta vía positiva se basa en la semejanza de las criaturas con Dios, por ser sus efectos.

Es posible hallar semejanzas entre las criaturas y Dios. «Como los efectos son más imperfectos que sus causas, no convienen con ellas ni en el nombre ni en la definición; sin embargo, es necesario encontrar entre unos y otras alguna semejanza, pues de la naturaleza de la acción es que “el agente produzca algo semejante a sí” (Aristóteles, La gener. y la corrup.), ya que todo ser obra en cuanto está en acto. Por eso la forma del efecto hallase en verdad de alguna manera en la causa superior, aunque de otro modo y por otra razón, por cuyo motivo se llama “causa equívoca”».

Se da una semejanza entre los efectos y su causa, porque por obrar ésta en cuanto está en acto, contiene de alguna manera la forma de los efectos, aunque de otro modo y, en este sentido, de modo “equívoco”. Santo Tomás indica seguidamente que, si, por ejemplo el Sol, obrando en cuanto está en acto, produce el calor en los cuerpos. Estos efectos tienen el calor del Sol, pero no poseen el calor del mismo modo, ni está en ellos como en el Sol. Son semejantes al Sol, porque son cálidos, pero a la vez desemejantes, porque no lo son del mismo modo del que se lo ha comunicado.

Esta semejanza y desemejanza de las perfecciones divinas explica: «la razón de por qué la Sagrada Escritura unas veces recuerda la semejanza entre Dios y las criaturas, como cuando dice: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra” (Gen 1, 26); y otras niega esta semejanza, como en aquellas palabras de Isaías: “¿Qué, pues, comparasteis con Dios, que imagen haréis que se le asemeje?” (Sal 82, 1); y estas otras del Salmo: “¡Oh Dios!, ¿Quién será semejante a ti?».

Por último, el Aquinate para confirmar la viabilidad del camino de la eminencia, cita la siguientes palabras del Pseudo Dionisio: «Las mismas cosas son semejantes y desemejantes a Dios: semejantes, en cuanto imitan cada una a su manera, al que no es perfectamente imitable; y desemejantes, porque lo causado no posee toda la perfección que tiene su causa»[6].

No obstante, advierte Santo Tomás: «conforme a esta semejanza, es más conveniente decir que la criatura se asemeja a Dios que lo contrario. Pues dícese que una cosa se asemeja a otra cuando posee su cualidad o su forma. Luego, como lo que se halla en Dios de modo perfecto lo encontramos en las criaturas por cierta participación imperfecta, la razón en que se funda la semejanza está totalmente en Dios y no en la criatura».

Por ello, como: «la criatura tiene lo que es de Dios; por eso se dice con razón que es semejante a Él. En cambio, no se puede decir, del mismo modo, que Dios tiene lo que es propio de la criatura. Por lo tanto, es imposible afirmar con rectitud que Dios es semejante a la criatura, como tampoco decimos que el hombre es semejante a su imagen, sino que decimos que es su imagen la que se asemeja al hombre»[7].

97 ––Los atributos positivos, por encontrarse de manera semejante y desemejante en los entes creados, se asignan a Dios, porque ha distribuido sus perfecciones divinas en las criaturas. ¿Cómo se expresa el significado del mismo nombre al ser predicado de las criaturas y de Dios?

––El nombre de la perfección, que se atribuye a las criaturas y también a Dios, no puede tener el mismo significado. No puede ser lo que se denomina un término unívoco. «Nada puede predicarse unívocamente de Dios y de los otros entes», porque Dios es ente por esencia y las criaturas son entes por participación. Nota el Aquinate que: «De Dios todo se predica esencialmente; al decir que es ente, se expresa la esencia misma y diciendo que es bueno indicamos la bondad misma. En cambio, a los demás entes se hace por participación, se dice que Sócrates es hombre, pero no para afirmar que sea la humanidad misma, sino que participa de la humanidad». Concluye, por ello, que: «es imposible afirmar algo unívocamente de Dios y de los otros entes»[8].

Tampoco el significado del nombre de la perfección que se predica a la vez de las criaturas y de Dios es completamente diferente en ambos, tal como ocurre con los términos equívocos. Explica Santo Tomás que hay términos equívocos por azar. Con el mismo nombre se expresan cosas distintas, con significados también diferentes, pero la coincidencia en el término es puramente casual. Son palabras denominadas «equívocos por casualidad», porque: «No hay orden o relación entre aquellas cosas que son equívocas casualmente, sino que es totalmente accidental que se atribuya un mismo nombre a diversas cosas, puesto que el nombre impuesto a una cosa no significa tenga relación con otro».

Los nombres de los atributos positivos de Dios no son equívocos de esta manera, porque: «esto no sucede en los nombres que se dicen de Dios y de las criaturas. Porque, como se ha dicho (c. 32), en lo que tienen en común estos nombres, existe un orden de causa a causado. Por consiguiente, no se afirma algo de Dios y de los otros seres según una pura denominación equívoca»[9].

La perfección en la criatura y el Creador no se expresa con un nombre unívoco ni equívoco, porque: «de lo dicho se deduce que cuanto se afirma de Dios y de los otros entes, se predica, no unívoca ni equívocamente, sino analógicamente, o sea, por orden o relación a algo».

Se atribuyen a Dios, por tanto, las perfecciones positivas de las criaturas de modo analógico. Santo Tomás, en este lugar, indica que la analogía: «puede ser de dos maneras. La primera, cuando muchos guardan relación con uno solo; por ejemplo, con respecto a una única salud, se aplica el concepto “sano” al animal como sujeto; a la medicina, como causa; al alimento, como conservador; y a la orina, como señal»[10].Se refiere Santo Tomás a la llamada analogía de atribución[11].

La llamada analogía de atribución, o por orden o relación a algo, implica un primer analogado, cuyo nombre o concepto es atribuido a los otros analogados, o analogados secundarios, por la relación que mantienen éstos con el primero, fundada en la causalidad. El ejemplo de analogía de atribución, que pone el Aquinate, se encuentra en el término «sano», que se predica de esta manera. «Sano» se atribuye intrínsecamente al sujeto de la salud, al animal, pero también por denominación extrínseca a todo aquello que tenga relación con el analogado principal, como el clima, que causa la salud, o el aspecto, al que se denomina también «sano», porque es su efecto.

Hay una segunda clase de analogía, que no explica Santo Tomás en este lugar. Es la denominada de proporcionalidad[12], o de semejanza de relaciones o proporciones, que no implica, en cuanto tal, un primer analogado, sino una serie de relaciones semejantes y, por tanto, proporcionales. Un ejemplo de analogía de proporcionalidad es el término «visión». Se predica con analogía de proporcionalidad el nombre «visión», porque se atribuye al sentido de la vista y al entendimiento. Se hace correctamente, porque la relación de lo visto con el sentido es parecida, o semejante proporcionalmente, a la de lo entendido con el entendimiento.

La analogía de atribución se divide en dos clases. La primera, que como ha indicado Santo Tomás, al definir la analogía de atribución, es la de «muchos a otro», que se denomina analogado principal[13]. Entre la medicina y el aspecto del enfermo se aplica sano con analogía de proporcionalidad, porque los dos, y otros como la orina, guardan una relación con un tercero, que es la salud, uno como causa y el otro como efecto.

Añade seguidamente Santo Tomás que: «La segunda manera es cuando se considera el orden o relación no de cada uno a otro, sino entre sí. Por ejemplo, ente se predica de la substancia y del accidente, según que éste dice relación a la substancia, y no porque la substancia y el accidente se refieran a un tercero».

Todavía es necesaria otra distinción, porque: «En este segundo modo de esta predicación analógica, unas veces el orden es el mismo según el nombre y según la realidad y otras no lo es. Pues el orden nominal sigue al orden del conocimiento, porque es el signo del concepto inteligible».

En el primer caso: «cuando lo que es primero según la realidad lo es también conceptualmente, ocupará el primer lugar tanto si atendemos a la significación del nombre como a la naturaleza de la cosa. Así, por ejemplo, en la realidad, la substancia es antes que el accidente, porque la substancia es causa del accidente, y también en su conocimiento, porque la substancia se pone en la definición del accidente. Y por eso esto “ente” se dice antes de la substancia que del accidente tanto en la realidad como en la significación del nombre».

En el segundo caso: «cuando, en cambio, lo que es antes según la realidad y posterior según su conocimiento, entonces en los analogados no es lo mismo el orden según la realidad y según el significado del nombre. Así, por ejemplo, el poder de sanar que hay en las medicinas es anterior en la realidad a la salud recuperada del animal, como la causa es anterior al efecto; pero puesto que este poder de sanar lo conocemos en el efecto que ha causado, lo nombramos como sano o sanativo en las medicinas. Y por esto aunque sanativo o sano en la medicina sea anterior en el orden de la realidad, en la significación del nombre antes se llama sano al animal».

Los atributos positivos de Dios se predican de Dios y las criaturas con analogía de atribución, pero no según el primero modo, con una relación de «dos a un tercero», porque de esta manera equivaldría a colocar una realidad por encima de Dios, a la que como las criaturas guardaría orden. La analogía de atribución de la predicación de los atributos divinos es la del segundo modo, con una relación de «uno a otro», pero, además con una distinta relación en la realidad y en el conocimiento. La razón es porque entre la criatura y Dios hay una relación de efecto a su causa y conocemos primero los efectos que la causa.

Como concluye el Aquinate:«Así pues, puesto que llegamos al conocimiento de Dios desde las cosas creadas, la realidad expresada por el nombre que se predica de Dios y de las criaturas se halla primero en Dios, según su modo, pero la significación del nombre que se le predica es posterior. Por eso se dice que Dios es nombrado por lo que ha causado»[14]. Es así, porque el significado del término análogo se ha obtenido de las criaturas y después se predica de Dios, aunque la realidad expresada primero esté en Dios, como causa, y después en las criaturas, que son su efecto.

Debe advertirse, por último que las perfecciones de las criaturas, sin el conocimiento de su causa, se conocen con la analogía de proporcionalidad. Después, desde el conocimiento de la semejanza de relaciones o proporciones en las criaturas se puede realizar el ascenso conceptual a Dios. La analogía de proporcionalidad tiene prioridad frente a la analogía de atribución, tanto en el orden de los entes creados como en el trascendente de la teología natural.

98. ––Por la semejanza y desemejanza de las criaturas con su Creador en distintos grados o proporciones, que se expresan con analogía de proporcionalidad, y que permiten atribuir a Dios perfecciones con analogía de atribución, se pueden predicar de Dios nombres de perfecciones en grado eminente. Indica el Aquinate que: «A la luz de esta doctrina, podemos considerar que puede y qué no puede decirse de Dios qué es lo que se afirma solamente de Él y también que se dice de Él y de las otras cosas conjuntamente»[15]. Según esta indicación, ¿Todas las perfecciones, que se encuentran en las criaturas se pueden atribuir a Dios?

––La diferencia del grado y el modo de encontrarse las perfecciones en las criaturas hace que no se puedan predicar de Dios todas las perfecciones de distinta clase. Por una parte: «Por estar en Dios, pero de modo más eminente, toda perfección de la criatura, cualquier nombre que signifique una perfección absoluta, sin defecto alguno se predica de Dios y de las criaturas; como, por ejemplo, la bondad, la sabiduría, el ser y otros».

En las criaturas, en diferentes grados, se hallan perfecciones absolutas, que en sí mismas son simples o «puras» –según la denominación posterior de los tomistas–, porque sólo implican perfección. Las perfecciones puras, como bondad, sabiduría, etc., se predican de Dios, formalmente y de modo eminente, con un término expresado con analogía de atribución, en el sentido explicado, y con analogía de proporcionalidad, pero sin quedar determinado el modo de perfección. Sólo se sabe que el nombre que significa una perfección absoluta está de un modo semejante, pero infinitamente más eminente que en las criaturas.

Hay también perfecciones «mixtas», que son las que esencialmente están mezcladas con imperfecciones. Por una parte: «De esta clase son todos los nombres que designan la especie de las cosas creadas, como “hombre” y “piedra”; pues a toda especie corresponde un determinado modo de perfección y de ser». Por otra: «lo mismo hay que decir de cualquier nombre que signifiquen propiedades, que procedan de los principios propios de la especie».

Se sigue de ello que tales «nombres que expresan perfecciones con modalidades propias de las criaturas no pueden aplicarse a Dios, a no ser por semejanza y metáfora, por las que suele aplicarse a otro lo que es propio de uno; se dice, por ejemplo, que tal hombre es “piedra”, por la dureza de su entendimiento».

Las perfecciones mixtas se predican de Dios de manera metafórica o con otra clase de analogía. La metáfora o analogía de proporcionalidad impropia se da cuando la semejanza de un significado con otro no lo es en la esencia, sino sólo en un efecto o bien una operación, que se deriva de cada una de las esencias no semejantes. Así, por ejemplo, el término «roca» se puede predicar con analogía de proporcionalidad impropia o metafórica. Se dice de Dios «roca» como metáfora, porque con el significado propio de este término se predica de lo material, formado por minerales, que se encuentra en la superficie de la tierra, pero uno de sus efectos la firmeza o la estabilidad se puede también atribuir parecidamente a Dios.

99. ––Las perfecciones, que se encuentran en la criaturas, permiten conocer los atributos positivos de Dios, que se expresan con las distintas clases de analogía. ¿Las perfecciones conocidas permiten conocer la perfección divina en sí misma?

––Dado que: «Nombramos las cosas del modo que las conocemos. Y nuestro entendimiento, que empieza siempre por los sentidos, no trasciende el modo que se encuentra en las cosas sensible».

Como consecuencia: «En todos los nombres que decimos, hay una imperfección en cuanto al modo de significar, que no conviene a Dios, aunque le convenga en un grado eminente lo significado por el nombre, como se ve claro en los nombres de “bondad” y de “bien”; la “bondad” significa, en efecto, algo no subsistente, y el “bien”, algo concreto. Y en este sentido ningún nombre es aplicado a Dios con propiedad, sino en cuanto a aquello para cuya significación fue impuesto. Estos nombres como enseña Dionisio (De EcclesiaticaHierarchia, II, 3), pueden afirmarse y negarse de Dios; afirmarse, en cuanto a la significación del nombre, y negarse en cuanto al modo de significar».

En las perfecciones divinas, por consiguiente hay que distinguir entre lo que significan y el modo de significarlo. El atributo se predica propia y formalmente de Dios, pero no con las condiciones de finitud, que le acompañan cuando está en las criaturas, que lo participan en cierto grado, y, por ello, la poseen en composición. Sabemos, por tanto, que Dios es esta perfección, pero no cómo es, en su grado de una eminencia, que trasciende todo grado. Dios siempre es trascendente con respecto al entendimiento humano.

El único modo de expresar el grado de eminencia de las perfecciones divinas, que se le predican, es de manera negativa, porque: «el grado sobreeminente con que se encuentran en las perfecciones indicadas no puede expresarse por nombres nuestros, si no es, o por negación, como cuando decimos Dios “eterno” o “infinito”, o también por relación del mismo Dios con las criaturas, como cuando decimos “causa primera” o “sumo bien”».

Sí se tiene presente que, en el grado sobreeminente con que se encuentran en Dios las perfecciones, no pueden expresarse perfectamente por nuestras nombres, porque se hace o por negación, o bien por la relación de los entes con Dios, debe concluirse que: «No podemos captar lo que es Dios, sino lo que no es y la relación que con Él guardan las criaturas»[16].

100. ––Al hombre no le es posible comprender con un concepto directo y adecuado la esencia de Dios. No obstante, se nombra a Dios con toda una diversidad de nombres. ¿Con nuestro actual conocimiento natural de Dios es posible darle algún nombre propio?

––Según lo dicho, por las vías de la remoción y de la eminencia, no se obtiene un concepto que cuadre perfectamente a Dios, ni tampoco se puede encontrar un nombre totalmente adecuado. Estas vías sólo proporcionan una multiplicidad de nombres divinos, que dan un pequeño atisbo de lo que es Dios. Como no se puede conocer a Dios directamente por la luz natural de la razón, sino por medio de sus efectos, es necesario que sean diversos los nombres con que expresamos sus perfecciones, según que las encontramos en las cosas creadas.

No obstante, se pude entender la esencia divina en cuanto es creadora y aplicarle un nombre propio, que se expresará con un solo nombre El nombre propio de Dios en cuanto a nuestro conocimiento, que ha tomado como punto de partida las criaturas, sería el de ser (esse), constitutivo metafísico de Dios, porque es el atributo exclusivo de Dios y raíz de todos los otros atributos y que se ha logrado a partir del ser de lo creado. Puede decirse, en este sentido, que el nombre de Dios es Ser (Esse).

Además, considera Santo Tomás que el nombre propio divino de ser no sólo se descubre desde la filosofía de Dios o de la teología natural, porque la afirmación de que el ser es el nombre propio idóneo de Dios, en cuanto al punto de partida de nuestro conocimiento limitado e indirecto, se ve confirmada por la Escritura. Cuando Moisés preguntó a Dios: «Si los hijos de Israel me dicen cuál es su nombre, ¿qué voy a responderles?», le contestó: «Yo soy el que soy. Así responderás a los hijos de Israel: El que es me manda a vosotros» (Ex, 3, 13, 14). Con ello le hizo ver que su nombre propio es el que es.

Añadirá después el Aquinate, en la Suma teológica, que: «más propio todavía, el nombre de Tetragrammaton, impuesto para significar el substancia de Dios incomunicable o, por decirlo así singular»[17]. El Tetragammaton, «Yahveh», podría expresar la esencia individual, porque: «Si hubiese algún nombre que significase a Dios, no por parte de la naturaleza, sino del supuesto (substancia individual), considerado como “este individuo”, y tal vez (forte) sea así el nombre Tetragrammatom de los hebreos, este nombre sería incomunicable (o propio) en todas las formas. Como sucedería si alguien diese al sol el nombre que significase este individuo»[18].

Eudaldo Forment



[1]Étienne Gilson, Dios y la filosofía, Buenos Aires, 1945, p. 81.

[2] Ibíd., p. 83.

[3]Santo Tomás, Suma contra los gentiles, I, c. 26.

[4]Francisco Canals Vidal,Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 204, pp. 323.

[5]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 28.

[6]Pseudo Dionisio, Los nombres divinos, c. IX, 7.

[7]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 29.

[8] Ibíd., I, c. 32.

[9] Ibíd., I, c. 33.

[10] Ibíd. I, c. 34.

[11] Cf. IDEM, Suma theologiae, I q. 13, a. 15.

[12] Cf. Idem, De veritate, q. 2, a. 11.

[13]Cayetano, De nominum analogia, Roma, Institutum Angelicum, 1952, II, 17.

[14]Santo Tomás, Suma contra gentiles, I, c. 34.

[15] Ibíd., I, c. 35.

[16]Ibíd. I, c. 30.

[17] IDEM, Suma teológica, I, q. 13, a. 11, ad 1.

[18] Ibíd. I, q. 13, a. 9, in c.