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14.06.15

XIX. La gracia en los sistemas medios

 

La eficacia de la gracia en el jansenismo

            Las discusiones  sobre la concordia o avenencia entre la gracia de Dios y la libertad humana no terminaron a principios del siglo XVII, porque, además de los sistemas de Molina y Báñez, se crearon otros nuevos en el siglo XVIII. El primero de ellos fue el llamado jansenismo, que debe su nombre a Cornelio Jansenio (1585-1638), cuyas proposiciones fueron condenadas sucesivamente por la Iglesia. Su solución al problema de la gracia y la libertad se encuentra en su obra póstuma Augustinus (1640).

            Con el intento de  conciliar la gracia de Dios inmerecida y absolutamente libre con la libertad y responsabilidad humana, como explica Marín-Sola: «partiendo del principio de que la naturaleza caída está muerta, Jansenio dedujo que, sin la gracia, la naturaleza no puede hacer ningún acto moralmente bueno, por fácil e imperfecto que sea».

            Si la actual naturaleza del hombre, heredera del pecado de Adán, no puede hacer nada bueno, porque está muerta: «tampoco lo podrá con una gracia general, o acomodada a la naturaleza, la cual es la gracia suficiente. A un muerto para nada le sirven todas las mociones transeúntes, mientras no se le de la vida, esto es, mientras no se le dé la vida, esto es, mientras no se le dé una gracia perfectamente sanante, cual solamente es la gracia eficaz».

            Concluía Jansenio que, con la mera gracia suficiente, la naturaleza caída: «no puede de hecho: 1. Tener ningún amor de Dios, ni perfecto ni imperfecto. 2. Guardar ningún mandamiento. 3. Evitar ningún pecado. 4.  Vencer ninguna tentación. 5. Quitar ningún impedimento o ninguna resistencia a la gracia. 6. Tener ninguna perseverancia en nada bueno, ni larga ni corta».

            Nota el tomista navarro que, con estas seis negaciones, que se infieren lógicamente del estado en que los jansenistas consideran a la naturaleza caída por el pecado original: «equivalen simplemente a negar la existencia o la utilidad de la gracia suficiente. En realidad, si la gracia suficiente no sirve de hecho para hacer nada, la gracia eficaz es necesaria para todo»[1].

 

La eficacia de la gracia en el agustinismo

            Igualmente con la intención de seguir a San Agustín, el sistema denominado agustinismo, que siguieron los agustinoscardenal Enrique de Noris (1631-1704) y Lorenzo Berti (1696-1766), también se enfrentó al molinismo. Con el bañecianismo afirmaba la  eficacia de la gracia por sí misma o intrínsecamente, pero consideraba que  no predeterminaba físicamente a la voluntad humana, sino que lo hacía de un modo moral.

            La predeterminación de la gracia consistía  en infundir una «victoriosa delectación», según la expresión de San Agustín  «delectatio victrix». Este deleite o gusto por el bien, que infunde la gracia, vence al que la voluntad tiene por el mal, que desea movida por sus facultades desordenadas. La voluntad infaliblemente consiente, pero no por eso deja de hacerlo libremente.

            Este sistema de la predeterminación moral se diferencia del jansenismo, porque la gracia  que hace que venza el deleite celestial frente al terreno es la gracia suficiente. La gracia  es suficiente, porque da solamente el poder. Se requiere también la gracia eficaz, para  que dé el obrar.

 

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30.05.15

XVIII. La gracia en el molinismo y en el bañecianismo

 

El molinismo

            Puede entenderse la obra de Luis de Molina, Concordia, publicada en Lisboa en 1588, «con las debidas licencias», como un intento de salvar la libertad humana, que se consideraba negada por el protestantismo.  Desde el mismo molinismo, se ha dicho que: «Ya el primer renacimiento era, en la intención, conciliador del mundo de naturaleza y de la gracia. La conciliación, que fracasó en sus manos, la alcanzó la fuerza asimiladora de la renovación católica. Era lo que podríamos llamar espíritu molinista. Por esto tomó forma en la Compañía: “El órgano –dice F. Strowski– que unió el espíritu religioso al espíritu del mundo, fue la Compañía de Jesús”. La Compañía encarnaba esencialmente la Antirreforma, y así, por una especie de necesidad biológica, se proclamó la defensora por excelencia del libre albedrío, de su valor y de sus derechos. La Compañía nació molinista»[1].

            Más recientemente Marcelino Ocaña, experto conocedor y traductor de Molina, en su libro Molinismo y libertad, presenta el «mensaje» de Molina como «mensaje de libertad, de libertad íntegramente humana, de libertad a pesar de los obstáculos, de las objeciones, de las realidades innegables que se le contraponen»[2]. Para confirmarlo, se apoya en la siguiente cita, que tiene  la autoridad del historiador de la Iglesia en España  Melquíades Andrés Martín: «Molina destaca un concepto de libertad de arbitrio pleno y perfecto, y entraña un paso importante en orden a resaltar la plena responsabilidad de la persona humana, que tan hondamente caracteriza al hombre moderno. Total libertad y responsabilidad del hombre ante Dios y ante los demás. Molina fue un paladín de la libertad»[3].

            Molina habría luchado contra  muchos para defender la idea del libre arbitrio humano. Después de exponer su defensa de la libertad, concluye el profesor  Ocaña con esta indicación: «Es cierto que los acordes de su Concordia sonaron discordantes en algunos oídos, que se propusieron hacerle desistir de su composición. Pero no es menos cierto que aquellos compases no eran sino la exteriorización del espíritu de su Orden, el desarrollo de la semilla puesta por su Fundador en los Ejercicios Espirituales. Por eso, la tenacidad –que no la testarudez-, en defender su teoría; por eso, la facilidad con que consiguió que todos sus hermanos de Religión formaran coro alrededor de él y de su Concordia»[4].

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15.05.15

XVII. Las controversias sobre la gracia

La polémica «de auxiliis»

En las controversias teológicas y filosófica «de auxiliis», de finales del siglo XVI,  el centro de las mismas fue el problema de la libertad. La escuela tomista o bañeciana se enfrentó a la molinista, que había revisado la doctrina católica, tal como se expuso en el concilio de Trento, con el fin de superar la crítica luterana a la libertad humana, que presentaba fundada en la tradición agustiniana [1].

Está probado históricamente que el molinismo se mostraba como una reacción ante el luteranismo para salvar la libertad del hombre, y, a su vez, que el bañecianismo había surgido para oponerse a la respuesta molinista al protestantismo, porque con ella disminuía la eficacia de la causalidad divina. Sin embargo el problema decisivo y fundamental, como advirtió el tomista Francisco Canals, en su libro sobre el diálogo católico protestante, la «opción decisiva» –que muchas veces no se advierte, porque la ocultan otras cuestiones filosóficas y teológicas– fue la siguiente: «O bien se afirma que es la gracia de Dios la que hace bueno al hombre en orden a su salvación o, por el contrario, se sostiene que es por la cooperación del hombre por la que la divina gracia alcanza a tener su eficacia para el bien» [2].

            Notó también, en otro estudio muy posterior, que esta advertencia queda confirmada por la decisión del papa Paulo V, quien ordenó la suspensión de la comisión, que casi durante diez años (1598-1607)  había mantenido las «disputaciones» entre dominicos tomistas y jesuitas molinistas. Sin embargo, éstos últimos, según las modificaciones de los teólogos de la Compañía de Jesús, Francisco Suárez y San Roberto Bellarmino, atenuaron para las disputas las posiciones  del molinismo con el llamado sistema congruista.

            El Papa no definió ni se pronuncio por ninguna de las dos soluciones presentadas, pero impuso prudencia y moderación en las críticas mutuas. En el documento que envió al Maestro de la Orden Dominicana y al General de la Compañía de Jesús (5 de septiembre de 1607), se decía: «En el asunto de los auxilios, el Sumo Pontífice ha concedido permiso tanto a los disputantes como a los consultores, para volver a sus patrias y casas respectivas; y se añade que Su Santidad promulgará oportunamente la declaración y determinación que se esperaba. Más por el mismo Santísimo Padre queda con extrema seriedad prohibido que al tratar esta cuestión nadie califique a la parte opuesta a la suya o la note con censura alguna…Más bien desea que mutuamente se abstengan de palabras demasiado ásperas que denotan animosidad» [3].

            Comenta Canals que: «Al calificar como opinables a los dos sistemas que mantienen tesis que se oponen entre sí “contradictoriamente”, según afirma Gredt respecto de la “predeterminación física” y de su negación, de la que se sigue la afirmación de la “ciencia media”, no se quería evidentemente imponer ni un escepticismo metafísico, ni mucho menos la simultánea afirmación de tesis contradictorias» [4].

            La demora en la resolución no implicaba: «diferir una definición sobre materias dogmáticas, sino a no dar todavía sentencia sobre la compatibilidad y coherencia con el misterio revelado de alguna de las dos explicaciones teológicas, que se apoyaban como en instrumento subordinado a la fe en concepciones metafísicas opuestas» [5].

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4.05.15

XVI. Necesidad de la gracia

 

La naturaleza íntegra

            En el tratado de la gracia de la Suma Teológica, en la cuestión titulada «De la necesidad de la gracia», indica Santo Tomás que: «De dos modos podemos considerar la naturaleza del hombre: primero, en su integridad (…) segundo, corrompido en nosotros después del pecado de nuestro primer padre»[1].

            Distingue, por tanto,  entre la naturaleza íntegra y la naturaleza caída. El estado de naturaleza íntegra es el de la naturaleza humana con todas sus  fuerzas, e incluso con los dones preternaturales concedidos al primer hombre y transmitibles a sus descendientes –integridad, perfecto dominio de todas las cosas, impasibilidad, inmortalidad–, pero sin la gracia. Es un estado hipotético, porque desde la creación del hombre y antes del pecado de Adán, Dios  había elevado, con la gracia, a la naturaleza humana para que consiguiera el fin sobrenatural, a la que la destinaba; y la había enriquecido con los dones preternaturales,  que perfeccionaban en grado eminente a la naturaleza humana en orden a este fin sobrenatural.

 

Fin natural y fin sobrenatural

            Argumenta Santo Tomás sobre el fin sobrenatural que: «La beatitud perfecta del hombre consiste (…) en la visión de la divina esencia. Ver a Dios en su esencia es algo que excede, no sólo a la naturaleza humana, sino también a la de toda criatura»[2].

            Puede también distinguirse entre un fin natural y otro sobrenatural, porque: «Las criaturas están ordenadas por Dios a un doble fin. Uno, desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura (…) El otro es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias fuerzas»[3].

            Se podría objetar con este argumento de tipo pelagiano: «La vida eterna es el último fin de la vida humana. Pero cualquier cosa natural puede alcanzar su fin mediante sus fuerzas naturales. Luego con mayor razón el hombre, que es de una naturaleza superior, puede alcanzar la vida eterna con sus fuerzas naturales sin la gracia»[4].

            La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «La objeción se refiere al fin connatural al hombre»[5]. Es un fin que: «es proporcionado a la naturaleza creada, o sea un fin que la naturaleza puede alcanzar con sus propias fuerzas»[6]. Consiste en llegar a Dios, conocido como principio y fin de todo lo creado –y, por tanto, como providente[7]–, por las facultades espirituales del entendimiento y de la voluntad, y de acuerdo con ello vivir conforme a la recta razón o vivir una vida honesta, que es «el buen vivir total»[8]. En conseguir este fin último está la «felicidad perfecta»[9] natural.

            En la respuesta a la objeción, se refiere seguidamente al fin sobrenatural, que, a diferencia del natural, es «desproporcionado por exceso con la capacidad de la naturaleza creada, y este fin es la vida eterna, que consiste en la visión de Dios y que está por encima de la naturaleza de toda criatura»[10]. El hombre elevado sobrenaturalmente podrá ver a Dios en sí mismo, en su unidad de esencia y trinidad de personas.

            Aunque el hombre sólo podría alcanzar su fin natural, puede, sin embargo, ser ordenado  a un fin sobrenatural por la acción de la gracia de Dios, porque: «La naturaleza humana por lo mismo que es más noble, puede dirigirse a un fin superior –al menos con el auxilio de la gracia–, al cual las naturalezas inferiores en modo alguno pueden llegar. Así como está mejor dispuesto para conseguir la salud el hombre, que puede conseguirla con algunos auxilios de la medicina, que aquel que no puede conseguirla de ninguna manera»[11]

            Se puede decir que la naturaleza humana, además de estar en «potencia natural» con respecto a su fin natural, también con relación al fin sobrenatural está en «potencia obediencial». Explica Santo Tomás que: «Algo está en potencia para otra cosa de una doble manera; la primera en potencia natural, y así el intelecto creado está en potencia para conocer todas aquellas cosas que pueden ser manifiestas con su luz natural (…); en cambio, de algunas cosas la potencia es sólo obediencial, lo mismo que se dice que algo está en potencia para aquellas cosas que Dios puede hacer en él por encima de la naturaleza»[12].

            Esta parte de la respuesta queda precisada con la siguiente conclusión del Aquinate, en el mismo lugar: «La vida eterna es un fin que excede la proporción de la naturaleza humana; por lo cual el hombre, con sus fuerzas naturales, no puede hacer obras meritorias proporcionadas a la vida eterna, sino que para esto  necesita una fuerza superior, que es la fuerza de la gracia. Luego sin la gracia no puede merecer la vida eterna»[13].

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15.04.15

XV. La eficacia de la Gracia

El mérito y la caridad

            Está definido por la Iglesia que el hombre por sus buenas obras merece el aumento de la gracia –con el de los hábitos infusos de las virtudes y el de los dones del Espíritu Santo, que implica–, la vida eterna y el grado de gloria. Expresamente ha declarado: «Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado, de tal manera  que no son también méritos del mismo justificado; o que el mismo justificado por las buenas obras, que hace por la gracia de Dios y los méritos de Cristo, de quien es un miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de la gracia, de la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna, con tal de que muriese en gracia, y el aumento de la gloria, sea anatema»[1].

            Las obras meritorias suponen siempre la libertad regenerada por la misma gracia de Dios. Afirma Santo Tomás que: «Nuestros actos son meritorios en cuanto proceden del libre albedrío, movido por Dios por la gracia. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio»[2].

            Esta referencia a Dios hace que: «La obra meritoria no se diferencia de la no meritoria, en que se haga, sino en como se haga. Pues nada hay que un hombre realice meritoriamente y por caridad, que otro no pueda querer o hacer e incluso querer sin mérito»[3].

            Una obra muy pequeña realizada por caridad, virtud sobrenatural que se refiere a Dios como fin último sobrenatural, es sí misma mucho más meritoria que otra más grande realizada con menos caridad o por otro motivo. El mérito viene así determinado por la caridad, por el amor a Dios, que, a la vez hace amar todo aquello que pertenece a Dios y en donde se refleja.

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