16.03.16

XXXVII. La perfección del hombre primitivo

 La concupiscencia

            En el hombre primitivo, o el hombre en el estado de inocencia o de justicia originaria, la sujeción de su mente a Dios, efecto de la gracia divina, le permitía disfrutar del don preternatural del dominio perfecto de toda la naturaleza. De esta primera sujeción, se seguían otras dos, la de todas sus facultades a la superior de la mente y la del cuerpo al alma espiritual. Al sometimiento de las facultades inferiores humanas a la razón humana, le seguía un segundo don preternatural, también dado a la naturaleza específica del primer hombre, el llamado de integridad o dominio interior.

            El don preternatural de integridad le permitía al hombre que la sujeción sobrenatural de su mente a Dios no encontrase en su naturaleza humana ningún obstáculo. Con este don concedido por Dios, todas las otras facultades inferiores –la voluntad, los sentidos externos, los sentidos internos y la apetición– obedecían a la facultad superior de la razón. Por la integridad, ningún acto se daba en las facultades inferiores que no siguiese el orden de la razón.

            La llamada «concupiscencia», o el deseo del bien sensible, siempre estaba sujeta totalmente a la razón. La concupiscencia nunca era desordenada o contraria, tal como quedó en el estado de naturaleza caída. Lo que se entiende generalmente por «concupiscencia», el deseo desordenado, no se daba en el hombre en el estado de inocencia. Por la gracia y el don de integridad gozaba de la perfecta inmunidad de la concupiscencia, en el sentido corriente de deseo desordenado.

            La existencia de esta situación humana queda confirmada por una vía negativa, la de su pérdida por el primer pecado del hombre. El Concilio Vaticano II se ocupó del pecado original al declarar: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido (insipiens) corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cf. Rom 1, 21-25)».

            Este pecado personal del hombre primitivo guarda relación con la falta de armonía interna y externa del hombre, porque: «Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al “príncipe de este mundo” (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud»[1].

            Por ello, se explica más adelante que: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo»[2].

            Ya se había indicado al tratar de la constitución del ser humano, que el hombre: «herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón»[3].

            Todo ello hace que su «semejanza divina (esté) deformada por el primer pecado»[4]. Además, se produce una especie de circulo del pecado entre la sociedad y la persona humana, porque: «las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia»[5].

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1.03.16

XXXVI. Estado del hombre primitivo

 

La rectitud humana

El hombre es pecador por sus pecados personales, pero también puede decirse que lo es por el pecado de su naturaleza. Por su naturaleza humana, el hombre se encuentra en un estado de naturaleza caída. Este estado, que, como explica Santo Tomás, es una «posición particular conforme a la naturaleza y, al mismo tiempo, con cierta estabilidad»[1], no es en el que fue creado el hombre. 

Dios hizo al hombre en el llamado estado de «inocencia» o de «justicia original». En este estado, el hombre poseía una naturaleza sin el pecado. Con son ella sola se hubiera encontrado en el denominado «estado de naturaleza pura».

Al tratar en la Suma Teológica, la cuestión sobre la creación del hombre en gracia, explica el Aquinate: «Algunos dicen que el primer hombre no fue creado en gracia, pero que ésta fue dada antes de pecar, ya que muchos santos sostienen que el hombre en estado de inocencia tuvo la gracia»[2].

Advierte que no parece ser esta la posición de San Agustín. Afirma el Aquinate que: «El hombre y el ángel se ordenan de igual modo a la gloria, ya que, según dice San Agustín,  “Dios, en ellos, estaba a la vez como creador de la naturaleza y dador de la gracia” (La Ciudad de Dios, XII, 9, 2). Por lo tanto, el hombre fue creado en gracia»[3].

Según Santo Tomás que el hombre: «fue también creado en gracia, como (también) otros sostienen, parece exigirlo la rectitud del estado primitivo, en el cual, según el Eclesiástico:”Dios hizo al hombre recto” (Ecl 7, 30)».

Entiende que: «Esta rectitud consistía en que la razón estaba bajo la autoridad de Dios, las facultades inferiores a la razón, y el cuerpo al alma. La primera sujeción era causa de las otras dos, ya que, en cuanto que la razón permanecía sujeta a Dios, se le sometían a ella las facultades inferiores, como dice San Agustín»[4].

 En La Ciudad de Dios, en unos capítulos dedicados comentar la caída de los primeros padres, por la desobediencia a Dios, explica San Agustín que: «Apenas habían transgredido el mandato, abandonados de la gracia de Dios, se ruborizaron de la desnudez de sus cuerpos. Por ello, cubrieron sus partes vergonzosas con hojas de higuera, que fueron quizá las primeras que toparon en su turbación; partes que tenían antes también sin considerarlas vergonzosas. Percibieron un nuevo movimiento de desobediencia de su carne, como pena recíproca de su desobediencia. Porque el alma, complaciéndose en el uso perverso de su propia libertad y desdeñándose de estar al servicio de Dios, quedó privada del servicio anterior del cuerpo; y como había abandonado voluntariamente a Dios, superior a ella, no tenía a su arbitrio al cuerpo inferior ni tenía sujeta totalmente la carne, como la hubiera podido tener siempre si ella hubiese permanecido sometida a Dios. Así comenzó entonces la carne a tener apetencias contrarias al espíritu. Nacidos nosotros con esa lucha y arrastrando con nosotros el origen de la muerte, llevamos en nuestros propios miembros y en nuestra naturaleza viciada la lucha o la victoria de la primera prevaricación»[5].

Infiere Santo Tomás que: «Es manifiesto que la sujeción del cuerpo al alma y de las facultades inferiores a la razón no era natural, de serlo hubiera permanecido después de haber pecado, puesto que los dones naturales, como dice Dionisio, en Los nombres divinos (c. 4, 23), permanecieron en los demonios. Por donde la primera sujeción, por la que la razón se subordinaba a Dios, no era sólo natural, sino un don sobrenatural de la gracia, ya que el efecto no puede ser superior a la causa».

Se confirma con lo que dice San Agustín, en el texto citado, que, como consecuencia de la perdida de la gracia, sintieron el desequilibrio o desorden de sus pasiones y por esto se avergonzaron de su desnudez. «De lo cual se da a entender que si, al abandonar la gracia el alma, desapareció la obediencia por la gracia del cuerpo al alma, por la gracia que se daba en el alma se le sometían las facultades inferiores»[6].

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16.02.16

XXXV. Los pecados personales

La causa primera del pecado

            La causa de todos los pecados del hombre es el egoísmo, o del exceso del amor a sí mismo.  Explica Santo Tomás que: «el amor de sí es bueno y obligatorio, como lo confirma el que, en la Escritura se manda al hombre que ame al prójimo como a sí mismo (Lev 19,18)»[1].

            El amor a sí mismo pasa a ser malo, si es desordenado. «El amor ordenado de sí mismo es obligatorio y natural, a condición de que se desee un bien conveniente. En cambio, el amor desordenado, que lleva hasta el desprecio de Dios, como afirma san Agustín, es el que es causa del pecado»[2].

            Santo Tomás se refiere a unas palabras de San Agustín, que cita en el “sed contra” de este mismo artículo, dedicado a la cuestión del amor de sí mismo como principio de todo pecado: «Por otra parte, declara San Agustín que “El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios es quien construye la ciudad de Babilonia” (La ciudad de Dios, XIV, c.28)»[3].

            En este lugar de La Ciudad de Dios, escribe San Agustín: «Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: “Gloria mía, Tú mantienes alta mi cabeza”(Sal 3, 4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: “Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza”(Sal 17, 2)»[4].

            La conversión a sí mismo, que implica el egoísmo, es más radical que la conversión a las criaturas. El dirigirse desordenadamente a lo creado, y anteponer lo así  a Dios mismo y a sus leyes, de manera primaria y directa o secundaria e indirecta, característica que se encuentra en todo pecado, no es su causa primera y fundamental. Lo es, en cambio, el desorden del amor a sí mismo, porque es la causa del desorden del amor a los bienes terrenos, causa inmediata del pecado.

            Nota el Aquinate que: «la voluntad que, apartándose de la regla de la razón y ley divina, persigue un bien temporal, produce directamente un acto pecaminoso»[5], y de este modo: «La causa propia y directa del pecado hay que tomarla de su conversión al bien temporal; en este sentido, todo acto de pecado procede de algún desordenado apetito del bien temporal. Y a su vez, el que uno apetezca desordenadamente bienes temporales procede del amor desordenado de sí mismo, pues amar a uno es quererle bien para él»[6].

            En todo pecado los bienes terrenos o temporales, que se desean de manera desordenada, se quieren, en definitiva, para sí mismo. Aunque parezca que la causa de cualquier pecado esté en la conversión desordenada de los bienes terrenos y temporales, su inicio se encuentra básicamente en el egoísmo. En el pecado, se desean desordenadamente los bienes para sí mismo, pero tales deseos han brotado del amor a sí mismo.

            El deseo del egoísmo es una conversión a sí mismo. En el egoísmo uno mismo se toma como el fin absoluto de la propia vida o en el valor supremo. Por tanto, es un desorden del amor de sí mismo, porque se tiene un amor a sí con prioridad y hasta con exclusión de Dios y de todos los demás. Este amor egoísta es la causa universal interna de todo pecado.

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1.02.16

XXXIV. La memoria de la Misericordia

El pecado y la gracia

            La memoria del pecado, que supone su reconocimiento como tal, es efecto de la gracia de Dios. Explica el Catecismo que: «Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado»[1]

            A la conciencia y confesión de los propios pecados ante Dios, sigue la misericordia divina. Dios no abandona a los hombres pecadores. «El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (Cf. Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28)»[2].

            El pecado va contra el amor misericordioso de Dios. «El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones»[3]. La misericordia de Dios produce en el pecador el acogimiento de la misma misericordia, aunque sin quitarle la posibilidad de rechazarla, si quiere seguir la inclinación de sus pecados. El hombre pecador impotente para alcanzar por sus mismas fuerzas la misericordia de Dios necesitó a Cristo, porque «En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado»[4]. Advierte Santo Tomás que: «Dios quiere que todos por su misericordia se salven, para que por esto mismo se humillen, y no se atribuyan a sí mismos su salvación sino a sólo Dios»[5].

           

La misericordia

            En la Suma Teológica, en el Tratado de la caridad, el Aquinate dedica una cuestión a la misericordia de Dios, después de ocuparse del amor, «efecto principal»[6] de la caridad, en la cuestión anterior a la de la misericordia, comienza con la siguiente indicación: «Ahora se han de estudiar los efectos consiguientes al amor, acto principal de la caridad. Primeramente los efectos interiores (…) tres cosas se han de considerar: el gozo, la paz y la misericordia»[7].

Sobre el efecto interior de la misericordia, el Aquinate da la siguiente definición, que toma de San Agustín: «La misericordia es cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerle si está en nuestra mano»[8].

El apenarse por el sufrimiento del otro está implícito en la misma palabra, porque la etimología de misericordia es de los términos latinos «miser» y «cor, cordis» y que significan miseria o infelicidad y corazón respectivamente. Explica Santo Tomás que: «se llama misericordia por tornársele a uno “el corazón compasivo” por la miseria del otro»[9].

Añade que «la miseria», en el sentido de la falta de algo necesario que es una desgracia o que produce pena, «se opone a la felicidad», porque le es esencial a esta última que no falte ningún bien. Según la definición de Boecio, felicidad es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes»[10]. Nota el Aquinate que son los bienes que se desean. «Es de esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, pues como dice San Agustín: “Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y nada malo quiere” (De Trinit., XIII, c. 5). Por el contrario, a la miseria pertenece el que el hombre sufra lo que no quiere».

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15.01.16

XXXIII. El olvido del pecado

El pecado

            No se puede negar que, en la actualidad, entre otros olvidos, se ha olvidado el pecado. El cardenal Ratzinger, cuando era Arzobispo de Munich, había dicho que: «El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal»[1].

            Advertía también que, aunque es innegable que: «El tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo». Se puede comprobar incluso en: «la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia»[2].

            Este hecho, que implica el querer cambiar las cosas por la violencia, revela que es «expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir (…) Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla»[3].

            En nuestra sociedad se ha perdido la conciencia de pecado. Al empezar el siglo XXI, en el libro Dios y el mundo, decía el entonces cardenal Ratzinger: «Es la extinción de la capacidad de percibir la culpa porque la persona se ha endurecido y ha enfermado por dentro (…) La capacidad de percibir la culpa es soportable y se despliega cuando existe la salvación (…) La culpa sólo puede superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de Dios»[4].

            Se necesita la gracia de Dios. «En este sentido, ya desde el pecado original somos seres embrutecidos y, cuando tratamos al prójimo de manera inconveniente, intentamos ocultarlo tras el velo del olvido. Queremos, por ejemplo, aceptar fácilmente la mentira y cosas por el estilo. Este embrutecimiento de la conciencia es nuestro gran peligro. Envilece a la persona»[5].

            En el Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia ya había recordado que: «Como todos tropezamos en muchas cosas (Cf. Sant 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12)»[6].

 

La maldad del pecado

            En el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado para la aplicación del Concilio Vaticano II, se dice: «El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; cf. Santo Tomas de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 71, a. 6)[7].

            San Agustín, en el lugar citado, escribe: «Pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[8].

            Santo Tomás cita esta definición y explica que : «el pecado es un acto humano malo (…) Y es malo por carecer de la medida obligada, que siempre se toma en orden a una regla; separarse de ella es pecado. Pero la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios».

            Comenta seguidamente, refiriéndose directamente a la definición agustiniana: «Por eso, San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está caracterizada en dicho, hecho o deseo; la otra pertenece a la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley eterna»[9].

            Por ser el pecado una infracción o trasgresión a un precepto o ley divina: «el pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9)»[10].

            En el Catecismo también se divide el pecado, en razón de su gravedad, en mortal o grave, con el que se pierde la gracia, y en venial o leve. «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere»[11].

            Se advierte más adelante que: «Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (1984), 17)»[12].

            Los Diez Mandamientos, tal como indicó Cristo, determinan la materia grave del pecado mortal.  «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño»[13].

            También el nuevo Catecismo asegura que si del pecado mortal el hombre no se arrepiente y obtiene el perdón de Dios, durante su vida y hasta el final de la misma, se condena. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»[14].

            Sobre la pena eterna a que lleva el reato, u obligación de expiación de la pena del pecado mortal, Santo Tomás presenta la siguiente objeción a la afirmación de este efecto del pecado: «El pecado es temporal. Luego no lleva consigo reato de pena eterna»[15].

            La respuesta del Aquinate es la siguiente:  «Tanto en los juicios de Dios como en los juicios de los hombres, la pena es, en cuanto a su rigor, proporcionada al pecado. Sin embargo, como afirma San Agustín, en la Ciudad de Dios (XXI, 11), en ningún juicio se requiere que la pena se adecue a la falta en cuanto a la duración. No porque el adulterio u homicidio se cometen en un instante deben ser castigados con pena momentánea»[16].

            Además, en el pecado, aunque sea temporal, hay una cierta eternidad, una eternidad propia, que hace que el «pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva»[17]. Si el pecador opta por el pecado sólo por un tiempo determinado de dicha, que se termina, arriesgando la bienaventuranza eterna, mucha más lo elegiría si pudiera permanecer en el pecado sin que la dicha fuera fugaz, sino que durara eternamente.

            Así lo indica el Aquinate, en su respuesta, al concluir: «Es justo, nos dice San Gregorio, que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea castigado. Y decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre. Por lo que afirma San Gregorio en sus Morales, (XXXIV, c. 19) que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer siempre en su iniquidad”»[18].

            Más adelante, al final de la Suma se encuentra entre otros el siguiente argumento para explicar una pena eterna para un pecado: «El hombre pecó siempre. Y así dice San Gregorio: “A la gran justicia del que juzga toca que nunca carezcan de suplicio quienes no quisieron carecer de pecado” (Libri Dialogarum., c. 41). Y si se objetase que algunos que pecaron mortalmente se proponen enmendar su vida y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos de suplicio eterno, como es claro, se contesta, según algunos, que San Gregorio habla de la voluntad que se manifiesta por la obra; pues el que por propia voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado sino por la divinidad. En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. “El hombre es un espíritu que va”, a saber, al pecado y “no vuelve” por sí mismo. Como se podría decir de alguien que se echara en un pozo, del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa»[19]

 

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