XLVI. Lugar y circunstancias de la Pasión

1. Conveniencia del lugar de la Pasión de Cristo[1]

El siguiente artículo del dedicado al tiempo de la Pasión es sobre su lugar Afirma Santo Tomás en el mismo que: «fue conveniente que Cristo padeciese en Jerusalén»[2]. Argumenta que: «en el libro Cuestiones del Antiguo y nuevo Testamento se dice: «Cumpliió, el Salvador todas las cosas en los lugares y en sus lugares y tiempos» (Pseudo-Ambrosio, p. I, q. 55), porque, como todos los tiempos están en sus manos, así también lo están todos los lugares. Y así como padeció en el tiempo conveniente así también en el lugar»[3].

Seguidamente da cuatro motivos de la conveniencia del lugar de Jerusalén para que Cristo sufriese allí los padecimientos de su Pasión. Primero: «porque Jerusalén era el lugar escogido por Dios para que en esta ciudad le fueran ofrecidos los sacrificios, figurativos de la pasión de Cristo, en que está el verdadero sacrificio, según aquellas palabras del Apóstol: «Se entregó a si mismo como hostia y oblación de suave olor» (Ef 5,2). Por lo cual dice Beda el Venerable en una homilía: «Acercándose la hora de la Pasión, quiso el Señor acercarse al lugar de la Pasión» (Homilías, l. l, 1 hom. 23),es decir, a Jerusalén,adonde llegó cinco días antes de laPascua; como el cordero pascual, cinco díasantes de la Pascua, es decir, en la luna décima, era conducido al lugar de la inmolación,conforme al precepto de la ley (cf. Ex 12, 3)».

Segundo: «como la eficacia de su pasión debía extenderse a todo el mundo, quiso padecer en medio de la tierra habitable, es decir, en Jerusalén. Por esto se dice en el Salmo: «Pues Dios es ya de antiguo nuestro rey, que obra la salvación en medio de la tierra» (Sal 73,12:), es decir, Jerusalén, que se dice ser «el ombligo de la tierra» (S. Jerónimo, Com. Prof. Ezeq., l. 2, 5, 5)». En aquellos momentos, Jerusalén estaba en el centro geográfico del mundo conocido.

Tercero: «porque esto convenía sobre todo a su humildad; pues como eligió el más infame género de muerte, así convenía a su humildad que no rehusara padecer tal ignominia en un lugar tan insigne. Por lo que el papa San León dice en un sermón de la Epifanía: «El que había tomado la forma de siervo, escogió Belénpara su nacimiento, Jerusalén para su pasión» (Sermones, Serm. 31, c. 2)».

Cuarto: «para mostrar que la iniquidad de los que le mataron tuvo su origen en los príncipes del pueblo. Y por eso quiso padecer en Jerusalén, donde ellos vivían. De donde, en dice en los Hechos de los apóstoles: «Juntáronse en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel» (Hch 4, 27)»[4].

Más concretamente da tres razones que explican porqué «Cristo padeció no en el templo o sino fuera de las puertas de la ciudad».

Primera: «para que la verdad correspondiese a la figura, pues el becerro y el macho cabrío, que en sacrificio solemnísimo se ofrecían para expiación de los pecados de todo el pueblo, eran quemados fuera del campamento, como está mandado en el Levítico (cf, Lev 16,27. Por esto se dice en la Epístola a los Hebreos: «La sangre de los animales sacrificados por el pecado, es introducida en el santuario por el pontífice, y los cuerpos quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar con su sangre al pueblo, padeció fuera de las puertas (Heb 13, 11, 12)».

Segunda: «para darnos ejemplo de cómo hemos de abandonar la vida mundana,. Por eso, en el mismo pasaje se añade: «Salgamos, pues, a Él fuera del campamento, cargando con su oprobio»(Heb 13, 11, 13)».

Tercera: porque: «como dice San Juan Crisóstomo: «no quiso el Señor padecer bajo techado, ni en el Templo, para que los judíos no se apropiasen el sacrificio de la salvación, y no pensaras tú que por aquel pueblo sólo había sido ofrecido. Y por eso padeció fuera de la ciudad extramuros, para que aprendieses que el sacrificio era común, ofrecido por toda la tierra, y universal la purificación (Homilías, hom. 2)».

2. Crucifixión entre ladrones

En el siguiente artículo, se pregunta Santo Tomás por la conveniencia de la crucifixión de Cristo con dos ladrones. Recuerda que: «en el profeta Isaías estaba profetizado:»fue contado entre los criminales» (Is 53,12)»[5].Además, se profetiza también esta aclaración:: «aunque no hizo maldad, ni hubo engaño en su boca»[6].

Explica Santo Tomás que: «Cristo fue crucificado entre ladrones, por dos razones. Una fue la de los judíos al intentarlo (…) pues la intención de los judíos al crucificarle en medio de los dos ladrones fue, dice el San Juan Crisóstomo: «para hacerle participante de la infamia de aquéllos. Pero no lo lograron, pues de los dos ladrones nadie se acuerda, mientras que la cruz de Cristo es honrada en todas partes. Los reyes, quitándose la corona, toman la cruz; en las púrpuras, en las diademas, en las armas, en los altares, en toda la tierra, resplandece la cruz»(Com. Evang. S. Mateo, hom. 87).

La otra razón fue, añade Santo Tomás: «de Dios al ordenarlo». Se comprende la conveniencia de esta disposición divina en cuatro motivos. Primero: «Cristo fue crucificado con los ladrones porque, como dice San Jerónimo: «así como Cristo se hizo maldición por nosotros, así, por la salvación de todos, fue crucificado entre criminales como uno más» (Com. Evang. S. Mat. L. 4, sob. 27, 33)».

Segundo: «como dice el papa San León: «son crucificados dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda, para que en la misma forma del patíbulo se mostrase aquella distinción entre todos los hombres, que en el juicio se había de realizar» (Sermones, serm. 55, c. 1). Y San Agustín comenta: «La misma cruz, si bien se considera, fue un tribunal. Colocado el juez en el centro, uno, el que creyó, fue absuelto; otro, el que injurió, fue condenado. Con esto significaba lo que ha de hacer con los vivos y con los muertos, colocando unos a la derecha y a otros a la izquierda»(Trat. Evang. S. Juan, trat. 31, sob. 7, 37)».

Tercero: «según San Hilario: «Dos ladrones son enclavados a la izquierda y a la derecha, para mostrar que toda la diversidad del género humano es llamada a participar el misterio de la pasión del Señor .Mas, porque la diversidad de los fieles y de los infieles figura la división de todos, colocados a la derecha y a la izquierda, uno de los dos, el situado a la derecha, se salva por la justificación de la fe» (Com. Evang. S. Mat., c.33)».

Cuarto, porque, «como dice San Beda: «los ladrones que fueron crucificados con el Señor significan a cuantos en la fe y en la confesión de Cristo, sufren el martirio o las reglas de una disciplina más severa. Los que esto practican por la gloria eterna, son designados por la fe del ladrón de la derecha; más los que la practican con la intención puesta en la alabanza humana, imitan la intención y la conducta del ladrón de la izquierda» (Exp. Evang. S. Mat., l. 4, sob. 15, 27)»[7].

Por último, sobre la conveniencia que Cristo fuera crucificado con los ladrones, argumenta Santo Tomás, que a diferencia de los demás hombres: «Cristo no tuvo la deuda de la muerte, pero la sufrió voluntariamente para vencerla con su poder, así tampoco mereció ser colocado entre los ladrones; pero quiso ser contado entre los criminales para destruir la iniquidad con su virtud. Por eso dice San Juan Crisóstomo que «convertir a un ladrón crucificado y llevarlo al paraíso, no fue menor obra que quebrantar las rocas» (Com. Evang. S.Juan, hom. 85)»[8], tal como sucedió a su muerte[9].

3. La divinidad de Cristo y la Pasión

La extensa cuestión de la Suma teológica dedicada a la Pasión de Cristo en sí misma termina con el artículo siguiente, en el que se ocupa de si la Pasión de Cristo pertenece a su divinidad. Su respuesta es negativa, porque, como: «dice San Atanasio: «Permaneciendo Dios por naturaleza, el Verbo es impasible»(.Epist. a Epicteto, n. 6). Pero lo impasible no puede padecer. Luego la Pasión de Cristo no pertenecía a la divinidad»[10].

Argumenta Santo Tomás a continuación que: «la unión de la naturaleza humana con la divina se realizó en la persona, hipóstasis o supuesto, permaneciendo firme, sin embargo, la distinción de las naturalezas; de manera que una misma sea la persona o hipóstasis de la naturaleza humana y de la divina, pero permanece3n también las propiedades de una y otra naturaleza»[11].

Enseña la fe católica, tal como se definió en el Concilio de Efeso (431) contra Nestorio, que la naturaleza íntima de la Encarnación, o el modo que se realizó la unión de las dos naturalezas en Cristo, fue en la persona divina del Verbo. Cristo, por tanto, no es más que una sola persona, que es la divina del Verbo. En cambio, en el nestorianismo se sostenía que había en Cristo, además de dos naturalezas, la divina y la humana, dos personas, cada una con sus atributos o propiedades propias, unas humanas y otras divinas. De este modo, los actos y pasiones humanas de Cristo sólo eran atribuibles a la persona humana, que es su sujeto, y, las propiedades divinas, como la eternidad, la creación y su omnipotencia, debían atribuirse al sujeto o persona divina.

Debe tenerse en cuenta que: «Sólo a la hipóstasis son atribuidas las operaciones y las propiedades de la naturaleza y también las cosas que en el individuo pertenecen a la naturaleza. Decimos en efecto: «este hombre» razona, es visible, es animal racional. Por eso se le llama supuesto, porque es el «sujeto» de atribución de todas las cosas pertenecientes al hombre».

Se infiere de ello, que: «Si en Cristo se diese otra hipóstasis distinta de la del Verbo, resultaría que las realidades humanas –haber nacido de una virgen, haber padecido, etc.– no pertenecerían al Verbo, sino a otro sujeto»[12].

Respecto a la Pasión de Cristo, debe concluirse que «se atribuye al supuesto o persona de la naturaleza divina la Pasión, no por razón de la naturaleza divina, que es impasible, sino de la naturaleza humana. Por lo cual, dice San Cirilo en su epístola sinodal: «Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios padeció en la carne y fue crucificado en la carne, sea anatema»(Epist 17, A Nestorio. Anatema 12). Por consiguiente, la Pasión de Cristo pertenece al supuesto de la naturaleza divina por razón de la naturaleza, que había tomado, pero no por razón de la naturaleza divina, que es impasible»[13].

Por esto: «se dice en un Sermón del Concilio de Efeso que: «la muerte de Cristo, que viene a ser la muerte de Dios, debido a la unión en la persona, destruyó la muerte, porque Dios y hombre era el que padecía; no que sufriese daño la naturaleza de Dios ni experimentase cambio alguno en la Pasión» (p. III, c. 10)»[14].

. Se añade en el mismo lugar que « los judíos no crucificaron a un puro hombre, porque es a Dios a quien infirieron las injurias. Supón que un príncipe habla mediante su palabra, y que tal palabra es puesta por escrito en un pergamino y enviada a las ciudades. Viene luego un rebelde y, rasga dicho pergamino. Sería condenado a pena de muerte no por rasgar el pergamino, sino por destruir un edicto imperial. Por consiguiente, no se crea seguro el judío como si hubiera crucificado a un puro hombre. Lo que él veía era como un pergamino, pero lo que en el pergamino se ocultaba era el Verbo imperial, nacido de la naturaleza, no proferido por la lengua» (Con. Ef. p.III, c. 10)»[15].

4. La comunicación de las propiedades en Cristo

Dado que en Cristo hay una sola persona divina con dos naturalezas distintas, la divina y la humana, las propiedades divinas y humanas son todas de la única persona divina. Y aunque lo predicado sea opuesto: «no importa diversidad de supuestos o hipóstasis, sino sólo de naturalezas»[16].

Como «es imposible atribuir a un mismo sujeto cosas opuestas; y las propiedades pertenecientes a la naturaleza humana son contrarias a aquellas que son propias de Dios. Por ejemplo, Dios es increado, inmutable y eterno; al contrario, la naturaleza humana es creada, temporal y mudable». Parece, por tanto, que: «las propiedades de la naturaleza humana no se pueden atribuir a Dios»[17].

Esta dificultad la resuelve Santo Tomás al advertir que: «No es posible predicar de un mismo sujeto realidades opuestas, si se hace bajo idéntica razón, pero no si se hace bajo razones diversas». Justamente: «de esta manera es como se predican de Cristo cosas opuestas, esto es, no bajo la misma razón, sino en razón de la diversidad de sus naturalezas»[18].

En cambio, los nestorianos: «sostenían que los términos que se aplican a Cristo y que se refieren a su naturaleza humana no pueden predicarse de Dios; y que los que se aplican a la naturaleza divina no pueden predicarse del hombre».

Frente a ellos los católicos deben afirmar, según lo expuesto, que: «lo que se dice de Cristo, bien sea referente a su naturaleza divina, bien lo sea a su naturaleza humana, puede predicarse tanto de Dios como del hombre. Por lo cual dice San Cirilo: «Si alguien divide las expresiones usadas a propósito de Cristo en los escritos evangélicos y apostólicos entre personas o hipóstasis, o hace lo propio con las usadas por los santos o por Cristo mismo y aplica las unas al hombre únicamente y las otras al sólo Verbo, que sea anatema» (Ep. 17, A Nest, Anat. 4)».

Todo ello, se explica porque: «teniendo las dos naturalezas la misma hipóstasis,o persona, al nombrar a la una y a la otra se designa siempre a esta única hipóstasis; y así ya se pronuncie la palabra «hombre», ya se pronuncie la palabra «Dios», es la persona o hipóstasis de la naturaleza divina y de la naturaleza humana la que es siempre es significada».

Puede así decirse de la única y misma hipóstasis o persona de Cristo, que: «es el Unigénito del Padre»; y también que: «Cristo murió». Además: «se puede atribuir al hombre lo que pertenece a la naturaleza divina, y a Dios lo que pertenece a la naturaleza humana». De manera que puede decirse: «El Verbo divino es hombre» o «Cristo-hombre es Dios». Sin embargo, siempre que lo que se diga de la naturaleza humana o divina, se haga por medio de la única persona de Cristo, porque no sería correcto decirlo de la naturaleza en cuanto tal. Se dice siempre del sujeto o supuesto, de la persona.

No obstante, teniendo en cuenta esta advertencia: «en toda proposición, en que una realidad es predicada de otra, no solamente se hace consideración del sujeto, sino también del modo de predicación». De manera que: «aunque entre las realidades atribuidas a Cristo no se haga distinción alguna, se hace, sin embargo, respecto del modo como le son atribuidas». Al predicarse que Cristo es hombre o es Dios se hace en cuanto la persona de Cristo tiene naturaleza humana o tiene naturaleza divina. «Así, lo que es propio de la naturaleza divina se predica de Cristo según esa misma naturaleza, y lo que es propio de la humana se atribuye a Cristo según esta naturaleza»[19].

Santo Tomás, sigue con ello la ley que formuló San Agustín del modo siguiente: «La regla para entender rectamente las Escrituras, cuando del Hijo hablan, es distinguir entre lo que se dice según la forma de Dios, en la que es igual al Padre, y la forma de siervo que asumió en el tiempo, en la que es al Padre inferior»[20]. Indica también, un poco más adelante, que estos modos de predicación no explícitos no presentan problema alguno porque: «con la ayuda de Dios, un lector prudente, diligente y piadoso, entenderá por qué y de qué modo se dice cada cosa»[21].

Con este artículo dedicado a lo que se denomina «comunicación de idiomas», porque se toma este último termino en el sentido etimológico de propiedades, finaliza la larga y sobrecogedora cuestión sobre la Pasión de Cristo en sí misma.

Como colofón podrían tenerse en cuenta estas palabras del tomista José Torras y Bages sobre el deseo de comunión y comunicación de los padecimientos de la pasión y muerte de Cristo y nuestra condición pecadora: «No a todos los hombres destina Dios a sufrir los extraordinarios tormentos de los mártires, porque no a todos destina al heroísmo: ni el vencer y dominar la naturaleza humana, transformándola bajo la influencia divina, es ley general establecida por la divina Providencia, que gobierna el mundo de los espíritus con un amor mayor que el mundo de los cuerpos».

En cambio, si que es general: «que todo hombre deberá recibir sus espaldas, un día u otro, en su peregrinación terrena, el azote de la justicia divina, que en ningún ser de la naturaleza puede mejor emplearse que en este criminal y traidor que llamamos pecador. De la condición de penitenciado nadie se excusa entre los hijos de Adán, y por tanto, si estás destinado al castigo, prepárate para llevar dignamente la penitencia»[22].

Es cierto, añade, que: «el sufrir repugna en gran manera a la humana naturaleza, que fue criada para gozar, y que precisamente por el amor desordenado al goce se pierde; pero todo lo podemos en Aquél que nos conforta, y la confianza en el auxilio divino y la resignación a esa voluntad soberana, hacen descender sobre nuestra flaqueza tales influencias de la divina gracia, que vuelven fácil, asequible a todos, el ejercicio de la virtud de la paciencia».

Por consiguiente: «si descarga tal vez sobre ti la justicia divina el azote de su furor, y sientes el cruel dolor del castigo ya en enfermedades corporales, ya en aflicciones del espíritu, acuérdate de que eres culpable y que tienes merecida aquella pena; confórtate en la consideración de los tormentos y desprecios de Cristo y comenzará tu alivio desde que empiece la resignación; al paso que debes tener por seguro que nunca levanta Dios su mano sobre el criminal que se resiste a reconocer la justicia de su castigo, y a confesar que es merecedor del mismo»[23].

 

Eudaldo Forment



[1] James, Tissot (1836-1902), Stabat Mater.

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 10, sed c.

[3] Ibíd., III, q. 46, a. 10, in c.

[4] Ibíd., III, q. 46, a. 10, ad 1.

[5] Ibíd., III, q. 46, a. 11, sed c.

[6] Is 53, 9.

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 11, in  c.

[8] Ibíd.., III, q.46, a. 11, ad 1.

[9] Cf. Mt, 27, 51.

[10] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 12, sed c.

[11] Ibíd., III, q. 46, a. 12, in c.

[12] Ibíd., III, q. 2, a. 3, in c.

[13] Ibíd., III, q. 46, a. 12, in c.

[14] Ibíd., III, q. q46, a. 12, ad 2.

[15] Ibíd., III, q. q46, a. 12, ad 3.

[16] Ibíd., III, q. 2, a. 3, ad 1.

[17] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ob. 1.

[18] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ad 1.

[19] Ibíd., III, q. 16, a. 4, in c.

[20] San Agustín, La Trinidad, I, c. 11, n. 22.

[21] Ibíd., I, c. 13, n. 28.

[22] J. Torras y Bages, El rosario y su mística filosofía,  en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp.  143-276, p. 243.

[23] Ibíd., pp. 243-244.

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