XLI. Necesidad de la pasión de Cristo

Necesidad extrínseca por el fin[1]

Después de estudiar todos los misterios de la entrada de Cristo en el mundo, en trece cuestiones, y en seis los del curso de su vida pública, Santo Tomás lo hace de los que ocurrieron en su salida del mundo. Le ocupa siete largas cuestiones. La primera está dedicada al hecho de la pasión de Cristo. El primer artículo trata de la necesidad de este impresionante sufrimiento en sí mismo.

Comienza precisando el sentido de esta necesidad. Explica que, según Aristóteles (Metafísica, V, .2): «lo «necesario» se entiende de varias maneras. Primera, es necesario aquello que, según su naturaleza, no puede ser de otro modo». y, por tanto, con una necesidad intrínseca. Segunda, «se dice una cosa necesaria por razón de una causa exterior a su propia naturaleza».

A su vez esta necesidad extrínseca puede ser: primero, por coacción externa, porque: «si es una causa eficiente o motriz, crea una necesidad de coacción, por ejemplo la de uno que no puede caminar porque otro le detiene violentamente». Segundo: para conseguir un fin, porque «si esa causa exterior que impone la necesidad es el fin»,

En este caso: «se dice que algo es necesario por imperativo del fin» en doble sentido. Uno: «cuando, un fin no puede lograrse de ningún modo», si no es por el que impone su necesidad. Otro que «no puede serlo convenientemente», y, por tanto, de una manera perfecta sin tal necesidad.

En el primer sentido, el de necesidad intrínseca o por naturaleza: «es evidente que no fue necesario que Cristo padeciese, ni por parte de Dios, ni por parte de los hombres».

En el sentido de coacción externa de una causa eficiente, también lo es que: «no fue necesario que Cristo padeciese con necesidad de coacción, ni por parte de Dios, que decretó que Cristo padeciese; ni por parte del propio Cristo, que padeció voluntariamente».

En cambio, si que la pasión de Cristo fue necesaria por parte del fin, Lo que se comprueba por una triple razón. En primer lugar: «por parte de nosotros, que fuimos liberados por su pasión, según el pasaje del Evangelio: «Es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 14)».

En segundo lugar: «por parte de Cristo mismo, que por la humillación de la pasión mereció la gloria de la exaltación. Y a esto corresponde lo que se dice en el Evangelio: «Fue preciso que el Hijo del hombre padeciera esto y entrase así en su gloria» (Le 24, 26).

Por último, en tercer lugar: «por parte de Dios, cuyas determinaciones sobre la pasión de Cristo fueron profetizadas en la Sagrada Escritura y prefiguradas en las observancias del Antiguo Testamento. Y esto es lo que se dice en el Evangelio de San Lucas: «El Hijo del hombre se va, según está decretado» (Le 22, 22), y, en otro lugar: «Esto es lo que yo os dije estando todavía con vosotros, que era necesario que se cumpliera todo lo que estaba escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24, 44). Y, más adelante: «porque está escrito que era preciso que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos» (Lc 24. 46)»[2].

Necesidad sin coacción

Contra esta afirmación de la necesidad de la pasión de Cristo, podría objetarse: «Sólo por Dios podía ser liberado el género humano, según las palabras de Isaías: «¿No soy yo el Señor y fuera de mí no hay otro Dios? Dios justo y salvador no lo hay fuera de mí» (Is 45, 21). Pero en Dios no cabe necesidad, porque eso sería opuesto a su omnipotencia. Luego no fue necesario que Cristo padeciera»[3].

Se reconoce, por tanto, la necesidad por Dios de la liberación de todos los hombres. Como nota Newman: «Necesitábamos una reconciliación porque por naturaleza éramos unos proscritos. Desde la caída de Adán, todos sus hijos han sido maldecidos. «En Adán todos mueren» (1 Cor 15, 22). De manera que todos nosotros nacemos a este mundo en estado de muerte, esto es nuestra condición natural desde el primer aliento de vida. Somos hijos de la ira, concebidos en pecado, formados en la iniquidad. Estamos esclavizados a un elemento innato de malicia que obstaculiza y sofoca cualquier resto de verdad y de bondad que quede en nosotros en cuanto nos disponemos a actuar movidos por él»[4].

Esta es, cuando llegamos al mundo: «nuestra condición natural; en ese estado nacemos; en este estado se encuentra todo niño». En el recién nacido con el pecado original: «hay en su corazón un espíritu maligno, un espíritu maligno escondido ahí, que Dios ve, y que el hombre no ve –escondido está. Como la serpiente tras los árboles del Paraíso-, un espíritu maligno que desde el principio odia a Dios y que al final será su perdición eterna». Aunque se expulsa por el bautismo, queda la inclinación habitual al desorden, al mal, especialmente en el orden sensible. «Ese es el «cuerpo de muerte» bajo el que San Pablo describe al hombre natural gimiendo y diciendo: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…?» (Rm 7. 24)»[5].

Sin embargo, responde Santo Tomás: «La objeción procede de la necesidad de coacción de parte de Dios»[6]. Ya ha dicho más arriba que la necesidad de la pasión de Cristo no se deriva de la naturaleza de Dios, ni es de necesidad de coacción externa. Estos dos sentidos de la necesidad no se dan en Dios, pero si le es compatible necesidad extrínseca para obtener un fin, que es con palabras de Newman: «nuestra reconciliación con Dios, la expiación de nuestros pecados y nuestra nueva creación en santidad»[7].

La libertad de Cristo

También se podría negar la necesidad de la pasión de Cristo para el triple fin de la pasión de Cristo, porque: «lo necesario se opone a lo voluntario. Pero Cristo padeció por propia voluntad, pues en Isaías se dice: «Se ofreció porque quiso» (Is 53,7). Por tanto, no fue necesario que padeciese».

A ello, replica Santo Tomás que es cierto que la voluntad de Cristo, al aceptar su pasión ya no hubo necesidad, pero en el sentido de necesidad de coacción externa, De manera que: «esta dificultad proviene de la necesidad de coacción por parte de Cristo hombre»[8].

Cristo hombre fue libre y con una libertad o libre albedrío perfecto, Dado que en nosotros: «el libre albedrío es la facultad por la que se elige el bien y el mal»[9], podría parecer que Cristo en cuanto hombre no fue libre. Esta impecabilidad absoluta de Cristo, no impedía su libertad, sino que posibilitaba su perfecto libre albedrío, porque: «poder elegir el mal no es propio de la razón del libre albedrío, sino que sigue al libre albedrío según que sea en una naturaleza creada capaz de defecto»[10].

Cristo siempre quiso el bien y con libre albedrío, porque: «aunque la voluntad de Cristo está determinada al bien no lo está, sin embargo, a este bien en concreto. Por tanto, Cristo, como los bienaventurados, podía elegir por su libre albedrío, ya confirmado en el bien»[11]. Cristo elegía siempre entre bienes concretos.

Con esta libertad perfecta, no dejaba de pertenecer a la naturaleza humana, ser uno de los nuestros, porque «como la voluntad pertenece a la naturaleza, el hecho de querer de una manera determinada, pertenece también a la naturaleza, pero no considerada absolutamente en sí misma, sino en cuanto está en tal persona», o en cuanto que esta naturaleza está sustentada por una concreta y singular persona, la divina. «Por lo mismo, la voluntad humana de Cristo, por estar en la persona divina, tenía un determinado modo de querer; en efecto, se movía siempre de acuerdo con la voluntad divina»[12].

La voluntad divina o «voluntad de Dios era que Cristo padeciese dolores y también la pasión y la muerte; pero estas cosas las quería Dios no por sí mismas, sino por orden a un fin, la salvación de los hombres». Cristo con su voluntad humana podía elegir otros bienes, pero «quería siempre lo mismo que Dios. Lo cual queda de manifiesto en sus propias palabras: «No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39)»[13].

La justicia y la misericordia de Dios

Otra objeción, que afecta más directamente a la comprensión de la razón de la pasión de Cristo es la siguiente: «Se dice en un salmo:»Todas los caminos del Señor son misericordia y verdad» (Sal 24, 10). Pero no parece necesario que padeciese por parte de la misericordia divina, la cual, como reparte gratuitamente sus dones, parece que también puede perdonar gratuitamente las deudas, sin satisfacción».

Tampoco parece necesario que Cristo sufriese la pasión: «por parte de la justicia divina, conforme a la cual el hombre había merecido la condenación eterna. Luego parece que no fue necesario que Cristo padeciese por la liberación de los hombres»[14], porque no sería justo.

La solución a esta dificultad está en esta tesis de Santo Tomás: «La liberación del hombre por la pasión de Cristo convino tanto a la misericordia como a la justicia divinas. A la justicia, porque mediante su pasión Cristo satisfizo por los pecados del género humano, y así fue liberado el hombre por la justicia de Cristo»[15].

Respecto a este atributo divino, explica también Santo Tomás, en otro lugar que: «Merecemos un castigo. La justicia de Dios, exige que quien peca sea castigado. Y el castigo se mide por la culpa. Siendo infinita la culpa del pecado mortal, puesto que va contra el bien infinito, es decir, contra Dios, cuyos mandamientos desprecia el pecador, el castigo merecido por el pecado mortal es infinito. Cristo con su pasión nos libro de tal castigo, y lo sufrió Él mismo. «Él mismo llevó nuestros pecados (esto, el castigo del pecado) en un cuerpo (1Pet 2, 24)»[16].

Como profetizó Isaías: ««tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores (…) él fue llagado por nuestras maldades y molido por nuestros pecados. El castigo precio de nuestra por nuestra paz, cayó sobre él y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, cada uno se desvió por su camino; mientras el Señor cargaba sobre él la culpa de todos nosotros»[17].

Comenta Newman que: «el Hijo del hombres tomó nuestra naturaleza humana sobre sí para que en Él, la naturaleza humana pudiera obrar y padecer lo que, en sí misma le era imposible. Lo que en ella no podía llevar a cabo por sí misma, en Él pudo hacerlo. Él llevó consigo nuestra naturaleza a lo largo de una vida de penitencia. La llevó hasta la agonía y la muerte. En Él nuestra naturaleza pecadora murió y resucitó. Al morir con Él en la cruz, esa muerte supuso su nueva creación». De manera que: «en Él la antigua deuda de nuestra naturaleza quedó satisfecha porque la presencia de su divinidad le daba un mérito trascendente»[18].

En su respuesta a la objeción, Santo Tomás indica además que la liberación del hombre por Cristo con su pasión no iba contra la misericordia divina, sino todo lo contrario, ya que: «convenía también a la misericordia, porque, no pudiendo el hombre satisfacer por sí mismo por el pecado de toda la naturaleza humana, le dio Dios a su Hijo que satisficiese, según la afirmación de San Pablo en la Carta a los romanos: «Todos han sido justificados gratuitamente por su gracia, por la redención realizada en Jesucristo Jesús, a quien Dios ha puesto como sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3, 24-25)».

. Y concluye: «esto fue una obra de misericordia mayor que si hubiese perdonado los pecados sin satisfacción. Por esto dice San Pablo en la Carta a los Efesios: «Dios, que es rico en misericordia, por el excesivo amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos dio vida en Cristo»[19].

En definitiva, fue por misericordia divina que, como dice en el Compendio de teología: «Cristo quiso sufrir la muerte por nuestros pecados para librarnos de la muerte, tomando sobre Sí, siendo inocente, la pena que nosotros mereceríamos»[20], por justicia. El ocupó el lugar que debíamos ocupar cada uno de nosotros por nuestros pecados, el original y los propios.

La pasión de Cristo fue necesaria para obtener el fin de la salvación, no por necesidad de este fin, porque podría haberse logrado de otro modo que el de la reparación de la justicia y de su gran misericordia. Sin embargo, si que fue necesaria con necesidad del fin de modo más conveniente, porque con la pasión se obtuvo el fin del modo más perfecto.

Imposibilidad de la redención angélica

Según lo dicho, podría pensarse que los ángeles caídos o demonios al igual que los hombres podrían ser redimidos por la misericordia de Dios, porque: «mayor es la misericordia de Dios, que es infinita, que la malicia del demonio, que es finita»[21]. Por tanto, tendrían que haber sido rescatados de sus pecados.

Sabemos que no fue así. Por ello, contra la necesidad, en cuanto al fin, de la pasión de Cristo en rescate de los hombres, es posible argumentar: «la naturaleza de los ángeles es superior a la humana, como lo prueba Dionisio (Dion. Aerop. Los nom divin. 4, 2). Cristo no padeció por la reparación de la naturaleza angélica, que había pecado. Parece, por tanto, que tampoco fue necesario que padeciese por la salvación del género humano»[22].

Sin embargo, no se puede llegar a esta conclusión, porque, advierte Santo Tomás que: «el pecado de los ángeles no tenía remedio, como lo tuvo el pecado de los hombres»[23]. Ya había dicho en el Tratado de los ángeles de la Suma teológica: «la voluntad de los ángeles está confirmada en el bien, y la voluntad de los demonios está obstinada en el mal».

La causa de esta obstinación o el aferrase de su voluntad en el mal, está en la naturaleza del entendimiento y de la voluntad angélica. «El conocimiento del ángel difiere del hombre en que el ángel conoce por su entendimiento de un modo inmutable, a la manera como nosotros conocemos de modo inmutable los primeros principios, que son el objeto de la «inteligencia»; y el hombre conoce por la razón de una manera mutable, con el camino abierto para llegar a términos opuestos». Al conocer razonando o discurriendo puede eliminar premisas por considerarlas falsas, introducir nuevas premisas descubiertas, o simplemente por el querer de su voluntad. Siempre podrá, por tanto, llegar a nuevas conclusiones, sean verdaderas o falsas.

De que su conocimiento no sea inmutable, o que puede volverse siempre atrás en sus conclusiones: «se sigue que la voluntad del hombre se adhiere a los objetos de una manera mutable, ya que puede abandonar a uno y unirse a su contrario». La elección que implica el libre albedrío de su voluntad se da antes de elegir, según la información que el proporciona conocimiento discursivo, y después de efectuada la elección, porque por la variabilidad del conocimiento puede elegir otra opción. «Por lo que suele decirse que el libre albedrío del hombre es flexible en sentidos opuestos «antes de la elección y después de ella»[24].

No ocurre así en los ángeles, porque no obtienen nuevos conocimientos, en cuanto ya los tiene por naturaleza, por infusión divina. Desde su creación Dios les ha dado lo inteligible de todas y cada una de las cosas. Las conocen así de manera inmediata y directa, o por intuición, no discurriendo, como el conocimiento natural humano, Con una sola intelección pueden entender completamente la esencia de algo y de todo. El ángel, por tener entendimiento, «conoce la razón universal de bien por el cual puede juzgar que esto o aquello es bueno»[25], puede juzgar que algo es bueno o no, y, en distintos grados. Y su voluntad puede elegir entre las distintas opciones.

De ello se sigue que: «si se considera la voluntad del ángel antes de adherirse puede libremente adherirse a una cosa o a su opuesta (entiéndase de las cosas que no quiere por naturaleza)», Él ángel podía elegir entre bien y el mal, por defecto de su entendimiento no por ignorancia o influencia de pasiones sensibles de las que carecía, sino por inconsideración del orden debido dado por Dios para obtener su fin. Una vez realizada la elección por su voluntad libre, «una vez adherida, esta adhesión es inmutable, y por esto suele decirse que (…) el libre albedrío del ángel lo es antes de la elección, pero no después».

Por consiguiente: «los ángeles buenos, adheridos desde siempre a la justicia, están confirmados en ella, mientras que los malos, los pecadores, están obstinados en su pecado»[26], Ya no pueden cambiar del estado de justicia o del estado de maldad. En este último: «por estar adheridos irrevocablemente al mal, no son capaces de arrepentimiento»[27] y ya no es posible la misericordia de Dios, ni, por tanto, su redención.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Cristo cargando la cruz, obra atribuida a Leonardo da Vinci.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 46, a. 1, in c.

[3] Ibíd., III, q. 46, a. 1, ob. 1.

[4] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. VI, Sermón 6, pp. 85-95, pp. 90-91.

[5] Ibíd., p. 91.

[6] SANTO TOMÁS DE AqunO, Suma teológica, III, q. 46, a. 1, ad 1.

[7] John Henry Newman, Sermones parroquiales, op. cit, p. 90.

[8] SANTO TOMÁS DE AqunO, Suma teológica, III, q. 46, a. 1, ob. 2.

[9] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 24, a. 3, ob. 2.

[10] Ibíd., q. 24, a. 3, ad. 2.

[11] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 18, a. 4, ad 3.

[12] Ibíd., III, q. 18, a. 1, ad. 4.1

[13] Ibíd., III, q. 18, a. 5, in c.

[14] Ibíd., III, q. 46, a. 1, ob. 3.

[15] Ibíd.. III, q. 46, a. 1, ad. 3.

[16] ÍDEM, Exposición del símbolo de los apóstoles, art. 4, n. 917.

[17] Is 53, 4-6.

[18] John Henry Newman, Sermones parroquiales, op. cit, p. 93.

[19] SANTO TOMÁS DE AqunO, Suma teológica, III, q. 46, a. 1, ad 3.

[20] ÍDEM, Compendio de teología, c. 227, n. 475.

[21] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 64, a. 2, ob. 2.

[22] Ibíd., III. q. 46, a. 1, ob. 4.

[23] Ibíd., III, q. 46, a. 1, ad 4.

[24] Ibíd., I, q. 64, a. 2, in c.

[25] Ibíd., I, q. 59, a. 3, in c.,

[26] Ibíd., I, q. 64, a. 2, in c.

[27] Ibíd.  I, q. 64, a. 2, ad 2.

3 comentarios

  
Antonio
Magnífica exposición, me ha hecho mucho bien leerla. Gracias.
03/10/23 3:20 PM
  
jasp
Me extraña que en este tema de la necesidad de la Pasión de Cristo no aparezca la cita de la Carta a los Hebreos, 12, 2. Traducción de José María Bover y José O´Callaghan: «fijos los ojos en el jefe iniciador y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz…» Traducción de Ediciones Paulinas, 1972: «fijando nuestra mirada en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien, para obtener la gloria que se le proponía, soportó la cruz…» Traducción de Nácar Colunga, 1969: «puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz…» Traducción Biblia de Jerusalén, 1999: «fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, por el gozo que se le proponía, soportó la cruz…» De las cuatro traducciones, que aporto, en tres de ellas veo claramente la alternativa, que se le da a Jesús, para elegir el gozo o la cruz en la redención.
10/10/23 11:15 AM
  
Alberto Angulo Johnson
Muy esclarecedor.
18/01/24 4:03 PM

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