VI. El modo de la Anunciación

Jan van Eyck (1390-1441), Anunciación

Aparición corporal del ángel[1]

Después de tratar la conveniencia de la Anunciación de la Encarnación y que fuese un ángel quien anunciase ese misterio, Santo Tomás lo hace sobre el modo que se hizo tal notificación y sobre el orden de la misma. Con respecto a lo primero, nota que San Agustín: «hace comparecer a la Santísima Virgen hablando de esta manera: «Vino a mí el arcángel Gabriel con rostro resplandeciente, con vestido brillante, con una actitud maravillosa» (Serm sup. 195). Pero estas circunstancias sólo pueden convenir a una visión corpórea. Luego el ángel de la anunciación se apareció a la Santísima Virgen en visión corpórea»[2].

San Agustín había distinguido tres clases de visiones, o percepciones de las facultades de conocimiento, de lo que es invisible del modo natural: visiones corporales, visiones imaginarias y visiones intelectuales. En el siguiente pasaje de su comentario al Génesis, explica: «Estas son las tres clases de visiones (…) A la primera visión la llamamos corporal, porque se percibe por el cuerpo y se muestra a los sentidos corporales. A la segunda, espiritual, pues todo lo que no es cuerpo y, sin embargo, es algo, se llama rectamente espíritu, y ciertamente no es cuerpo, aunque sea semejante al cuerpo, la imagen del cuerpo ausente y la mirada con que se ve la imagen. La tercera clase de visión se llama intelectual, del origen de donde procede»[3].

Se podría objetar, en primer lugar, que también «dice San Agustín que «más perfecta es la visión intelectual que la corporal» (Gen a la let., XII, c. 24, n. 51), y, sobre todo, más conveniente al ángel, pues en la visión intelectual se ve al ángel en su propia substancia, mientras que en la corporal es visto en la figura corpórea que toma». Por ello, si: «para anunciar la concepción divina convenía que viniese un mensajero supremo, de igual modo parece conveniente que la categoría de la visión fuese la suprema. Luego parece que el ángel de la anunciación se apareció a la Virgen en visión intelectual»[4].

Algo parecido, en segundo lugar, se podría decir en relación a la visión «espiritual» o imaginaría, porque: «la visión imaginaria parece que también es más noble que la visión corpórea, como la imaginación es una potencia más elevada que el sentido». Además, sabemos también que: «el Ángel se apareció a José en sueños, en visión imaginaria, como es manifiesto por Mt 1,20 y 2,13,19. Luego da la impresión de que también debió aparecerse a la Santísima Virgen en visión imaginaria, y no en visión corpórea»[5].

Por último, la tercera dificultad está en que: «la visión corpórea de una sustancia espiritual causa estupefacción a los que la contemplan, por lo cual se dice en la liturgia de la Anunciación a la Virgen María: «De la luz quedó pasmada la Virgen», Pero hubiera sido mejor que su alma hubiera sido preservada de tal turbación». Puede, por ello, inferirse que: «no fue conveniente que una anunciación de este género se hiciese mediante visión corpórea»[6] y hubiera sido mejor que fuera una visión intelectual.

Conveniencia de la aparición corporal.

A estas dificultades a la afirmación de Santo Tomás de la convenientísima aparición del ángel en forma corporal a la Santísima Virgen en la Anunciación, les da la respuesta con tres razones. En cuanto a la primera, sobre la inferioridad de la visión corporal respecto a la intelectual, por una parte, reconoce que: «la visión intelectual es más perfecta que la visión imaginaria o corpórea, si éstas se toman aisladas». Además acude a San Agustín para recordar que: «dice que es más perfecta la profecía que incluye a la vez la visión intelectual y la imaginaria que aquella que cuenta sólo con una de ellas (Cf. Gen a la letr. XII, c. 9, n. 20)».

Por otra, explica que: «la Santísima Virgen no percibió sólo la visión corporal, sino que disfrutó también de la iluminación intelectual. Por lo cual la aparición fue más perfecta», que la mera visión corporal. No obstante, tal iluminación no fue una visión intelectual. De manera que «hubiera sido todavía más perfecta si le hubiera sido dado ver con visión intelectual al mismo ángel en su substancia». Sin embargo, ello no era posible, porque: «no es compatible con el estado del hombre viador ver al ángel en su esencia»[7].

Respecto a la segunda dificultad, sobre la conveniencia de la visión imaginaria en lugar de la visión corporal en la Anunciación, reconoce Santo Tomás que: «la imaginación es una potencia más noble que los sentidos externos». Sin embargo, precisa que: «como el conocimiento humano tiene su principio en los sentidos, en éstos se asienta la mayor certeza, pues siempre es necesario que los principios del conocimiento sean los más ciertos». Y por eso, «San José, a quien el ángel se le apareció en sueños, no disfrutó de una aparición tan excelente como la de la Santísima Virgen»[8].

En cuanto a la tercera y última, sobre la turbación que causan las visiones corporales, responde santo Tomás que: «es cierto lo que dice San Ambrosio: «nos turbamos y nos sentimos fuera de nosotros mismos cuando estamos subyugados por el encuentro con un poder superior» (Exp. Lc, I, sob. Lc 1, 11)». Sin embargo, esta turbación: «no acontece sólo en la visión corpórea, sino también en la visión imaginaria». Además, tanto en una visión como en otra: «la turbación no es tan grande que obligue a omitir la aparición de un ángel».

Se advierte porque: «Primero, porque cuando el hombre se eleva sobre sí mismo, -lo que realza su dignidad-, sus potencias inferiores se debilitan, de lo que se origina la perturbación mencionada». Segundo, porque: «como dice Orígenes «el ángel, al aparecerse, conociendo la condición humana, empieza por remediar esa perturbación. Por lo que, tras la turbación, tanto a Zacarías como a María les dijo: No temas» (Lc 1,13 y 30)» (Hom. 4)».

Queda confirmado por las siguientes palabras: «que escribe San Atanasio: «no es difícil el discernimiento entre los espíritus buenos y los malos. Si tras el temor surge el gozo, sepamos que el auxilio nos ha venido del Señor, porque la seguridad del alma es un indicio de la presencia de Dios. En cambio, si persevera el temor, es el enemigo quien se aparece» (Vida de San Antonio, 35, 36 y 37)».

Además, se puede decir que: «Incluso la turbación de la Virgen era acorde con su pudor virginal, porque, como dice San Ambrosio «es propio de las vírgenes el inquietarse, y el temer ante cualquier hombre que se les acerque, y el recelarse de las palabras que les dirijan» (Exp. Lc, I, 2 sob. Lc 1, 28)».

También, no obstante, se podría responder que, como dicen algunos: «la Santísima Virgen, por estar acostumbrada a las visiones angélicas, no se turbó de la presencia del Ángel, sino que se admiró de lo que el Ángel le decía, al no poder pensar de sí misma tan altas cosas. Por eso el Evangelista no dice que se turbase con la visión del ángel, sino a causa de sus palabras (cf. Lc 1,29)». Se dice en este pasaje citado: «Cuando ella oyó esto (la salutación angélica) se turbó por las palabras del ángel»[9].

La aparición corporal del ángel

Sostiene Santo Tomás, por todo ello, que: «el ángel anunciante apareció a la madre de Dios en visión corporal». Además fue conveniente por tres razones. Primera: «en cuanto a lo que se anunciaba, pues el Ángel había venido a anunciar la encarnación del Dios invisible, y así era conveniente que, para la declaración de este misterio, una criatura invisible tomase forma visible, tanto más cuanto todas las apariciones del Antiguo Testamento se ordenaban a esta aparición, en la que el Hijo de Dios se dejó ver en carne».

Segunda, porque: «convino a la dignidad de la Madre de Dios, que había de recibir al Hijo de Dios no sólo en la mente, sino también en el seno corporal. Y por tanto, no sólo su mente, sino también sus sentidos corporales debían ser vigorizados por la visión angélica».

Tercera razón, porque: «convino también a la certidumbre de lo que se anunciaba». Como se ha dicho: «las cosas que captan nuestros ojos las percibimos con más seguridad que aquellas que percibimos con la imaginación. Por esto dice San Juan Crisóstomo, que el ángel no se presentó a la Virgen en sueños sino a sus propios ojos, «pues, dado que recibía del ángel una altísima comunicación, necesitaba una visión solemne antes del acontecimiento de un hecho tan grande» (Com. S. Mat., Hom. 4)»[10].

Conveniencia del modo de la Anunciación

En cuanto al orden del contenido de la Anunciación del Ángel, afirma Santo Tomás que: «ésta se realizó en perfectísimo orden». La razón es porque: «dice San Pablo: «Las cosas que proceden de Dios están en orden» (Rm 15, 1)»; y. según San Lucas: «el Ángel «fue enviado por Dios» (Lc 1, 26) para llevar el mensaje a la Virgen»[11].

Explica seguidamente que: «no hay duda que la Anunciación se produjo en el orden más perfecto, pues tres eran los propósitos del Ángel respecto de la Virgen. Primero, llamar su atención sobre un misterio tan grande. Hizo esto saludándola con una forma de salutación nueva y desacostumbrada. De donde dice Orígenes que: «Si la Virgen, que conocía plenamente las Escrituras, hubiera sabido que semejante saludo había sido dirigidas a cualquier otra persona, jamás la hubiese turbado tal saludo como algo extraño» (In Lc, Hom 6)»[12].

Se comprende que el ángel llamará la atención de la Santísima Virgen con la alabanza, porque: «para un corazón humilde, nada hay más sorprendente que oír sus propias alabanzas. La admiración despierta sobremanera la atención de la mente, y por eso el ángel, queriendo llamar la atención de la Virgen hacia el anuncio de un misterio tan grande, comenzó por alabarla»[13].

Además, añade Santo Tomás: «En tal saludo le adelantó su idoneidad para la concepción, al llamarla «llena de gracia»; le expreso la misma concepción, al decirle «el Señor está contigo»; y le predijo el honor subsiguiente, cuando le dijo «Bendita tú entre las mujeres».

El segundo propósito del Ángel era con su mensaje: «intentar instruirla acerca del misterio de la encarnación, que debía realizarse en ella. Y lo hizo prediciendo la concepción y el alumbramiento, al decir: «He aquí que concebirás en tu seno, etc.; también manifestando la dignidad del Hijo concebido, cuando le dijo: «Éste será grande»; e igualmente dándole a conocer el modo de la concepción, al decirle: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti desde lo alto» etc..

El tercero y último era que el Ángel: «intentaba inducirla a que prestase su consentimiento. Y esto lo hizo citando el ejemplo de Isabel y alegando la razón que provenía de la omnipotencia divina»[14].

La lección de la Anunciación

Podría pensarse que, según este relato de la Anunciación, la Virgen María hubiese dudado del mensaje del Ángel realizado de tal modo. Sin embargo, como precisa, por una parte, Santo Tomás que: «dice expresamente San Ambrosio que la Santísima Virgen no dudó de las palabras del Ángel, porque: «La respuesta de María es más adecuada que las palabras del sacerdote (Zacarias). La Virgen dice: «¿Cómo se realizará esto? Mientras que aquél responde: «¿Por dónde lo conoceré?». Rehúsa a creer aquel que niega conocer lo que se le propone. En cambio, no duda de que se hará quien pregunta sobre el modo en que eso se hará» (In Lc, II, sobr 1, 34)»[15] .

Por otra, que el Ángel: «alega la concepción de Isabel estéril, no como argumento suficiente, sino como ejemplo figurativo», porque, como dijo San Ambrosio, anteriormente otras estériles habían dado a luz (Cf. Sob. Hexame. V, 21) Por esta razón, para confirmar este ejemplo, se añade el argumento eficaz de la omnipotencia divina»[16].

De la certeza de la fe de la Santísima Virgen se puede sacar la importante enseñanza, que destacó San John Henry Newman. En la fiesta de la Anunciación, el 25 de marzo de 1832, notaba que «la Santísima Virgen da fe y nos recuerda» algo en este gran hecho, «y saberlo es una lección que nos consuela».

Lo que nos revela es que: «tenemos un corazón tan duro que Dios permite la aflicción, el dolor, la ansiedad, para hacernos así más humildes y disponernos a la verdadera fe en la palabra del cielo. Sólo nuestra obstinada incredulidad hace necesarias estas pruebas».

Se comprende porque: «Las gracias de Dios, en la alianza del evangelio, tienen el poder de renovar y purificar el corazón sin necesidad de providencias desproporcionadas que nos obliguen a recibirlas. Dios nos da su Espíritu en silencio»[17]. Dios no concede siempre gracias especiales o extraordinarias, que cambien nuestro libre impedimento, sin eliminar nuestra libertad.

Si con los propios pecados: «hemos dejado morir la gracia del Bautismo, es que necesitamos pruebas severas que nos vuelvan a la vida. Éste es el caso de la mayoría de la gente, cuyo mejor estado es un ciclo que incluye, castigo, arrepentimiento, petición de perdón y absolución una y otra vez»[18].

Hay otros, en cambio, que: «van adelante con paso calmado y firme, aprendiendo día tras día a amar a Dios, su Redentor, y venciendo las malas inclinaciones con la gracia de Dios. De esos seguidores sin tacha del Cordero, la Santísima Virgen es la primera, fuerte en el Señor y en su poder, su fe «no vaciló en la promesa de Dios» (Rm 4, 20)».

Lo confirma que: «Ella creyó, cuando Zacarías dudó. Con una fe como la de Abrahán, creyó y fue bendita por su fe, y vio las cosas que se le habían dicho de parte de Dios. Y cuando, más adelante, el dolor vino sobre ella, no fue más que la bendita participación en el dolor redentor de su Hijo, no el dolor de los que sufren por sus propios pecados».

De manera que: «en la medida en que seamos conscientes de habernos apartado de Dios, lamentemos nuestro pecado ruin. Reconozcamos de corazón que no hay castigo demasiado severo para nosotros, que ninguna pena será mal recibida (aunque es dura cosa aprender a recibir bien el dolor) si tiene como efecto quemar la corrupción de que se ha poblado nuestra alma. Tengamos todas esas cosas como ganancias que Dios nos manda para purificar las señales del pecado y la vergüenza que llevamos marcada en la frente»[19].

Eudaldo Forment



[1] La imagen es de la pintura Anunciación (1434) de Jan van Eyck (1390-1441).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 30, a. 3, sed. c.

[3] San Agustín, Comentario del Génesis a la letra, XII, c. 7, n. 16.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 30, a. 3, ob. 1

[5] Ibíd., III, q. 30, a. 3, ob. 2.

[6] Ibíd., III, q. 30, a. 3, ob. 3.

[7] Ibíd., III, q. 30, a. 3, ad 1.

[8] Ibíd., III, q. 30, a. 3, ad 2.

[9] Ibíd., III, q. 30, a. 3, ad 3.

[10] Ibíd., III, q. 30, a. 3, in c.

[11] Ibíd., III, q. 30, a. 4, sed c.

[12] Ibíd., III, q. 30, a. 4, in c,

[13] Ibíd., III, q. 30, a. 4, ad 1.

[14] Ibíd., III, q. 30, a. 4, in c.

[15] Ibíd., III, q. 30, a. 4, ad 2..

[16] Ibíd., III, q. 30, a. 4, ad 2..

[17] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. II, Sermón 12, pp. 128-137, p. 135.

[18] Ibíd., pp. 135-136.

[19] Ibíd., p. 136.

1 comentario

  
Javidaba
Muchas gracias, D. Eudaldo.
28/04/22 11:28 PM

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