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15.06.23

XXXIV. Los milagros de Cristo

Significado de milagro[1]

Además de enseñar, Cristo realizó numerosos milagros. «Decían de Él sus adversarios: «¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?» (Jn 11, 47)»[2]. A ellos, dedica Santo Tomás la cuestión siguiente.

El término milagro, del latín «miraculi», significa lo que produce admiración, y en este caso, por un hecho que no sigue el orden natural. Por tomarse de admiración, indica también que el hecho producido tiene que mostrarse sensiblemente, porque: «la admiración se refiere a cosas patentes a los sentidos»[3]. Así se explica que, por no cumplir esta primera condición, no sean milagros en sentido estricto, aunque sean insólitos, por ejemplo, la eucaristía, o la conversión del pecador por la gracia, hechos más extraordinarios que cualquier milagro.

En la definición de milagro de San Agustín, se da una segunda condición, porque escribe: «Llamo milagro a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla»[4]. Para que algo sea un milagro debe ser arduo o difícil, insólito, y, por tanto, fuera del poder de la naturaleza.

Al comentarla, advierte Santo Tomás que: «el milagro se dice que es una obra ardua, no precisamente por la condición del sujeto o materia en que se realiza, sino porque excede el poder de la naturaleza». Es, en este sentido, un hecho extraño. «Asimismo se dice insólito, no precisamente porque acontezca raras veces, sino porque acontece fuera del orden naturalmente acostumbrado». Sale así del curso ordinario de las cosas. Por último: «respecto a exceder el poder de la naturaleza, se ha de entender esto no sólo en cuanto a la substancia de lo hecho, sino también en cuanto al orden con que se hace»[5].

La tercera y última condición es que el hecho supere a las leyes de la naturaleza de modo absoluto. «Como una misma causa es a veces conocida por unos e ignorada por otros, de ahí resulta que, entre quienes ven un efecto simultáneamente, unos se admiren y otros no. Por ejemplo, el astrólogo no se admira viendo un eclipse de sol, porque conoce la causa; sin embargo, quien desconoce esta ciencia ignorando la causa, ha de admirarse necesariamente. Así, pues, hay algo admirable para éste y no para aquél. Luego será admirable en absoluto lo que tenga una causa absolutamente oculta»[6].

No puede argüirse, por ello, que algo se considere milagroso por desconocerse, en aquel momento histórico, leyes de la naturaleza, que podrán descubrirse más adelante. La tercera condición implica que no es necesario conocer todo el poder de la naturaleza. Basta advertir que aquello extraordinario, calificado de milagroso, no puede hacerlo la naturaleza, porque desde ella no se podrá descubrir su causa, porque la sobrepasa.

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1.06.23

XXXIII. El modo de la enseñanza de Cristo

La enseñanza pública de Jesús[1]

En el artículo tercero de la cuestión dedicada a la enseñanza de Cristo, Santo Tomás, después de establecer que Cristo enseñó toda su doctrina, aunque a veces lo hiciera con parábolas, y confirmar esta tesis con: «lo que dice Él mismo «No he hablado nada a escondidas» (Jn 18, 20)»[2], resuelve tres objeciones posibles, que a su afirmación. La primera objeción, por la que parece que Cristo no debía enseñar públicamente toda su doctrina, es la siguiente: «Se lee en los evangelios que enseñó muchas cosas aparte a sus discípulos, como es evidente en el sermón de la Cena (cf. Jn 13). Por lo que también dijo: «Lo que habéis oído en secreto, será proclamado desde los terrados (Mt 10, 27; cf. Le 12, 3). Luego, no enseñó públicamente toda su doctrina»[3].

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