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2.07.18

XXXVII. La felicidad de la prudencia

Salomón

392.     ––Se ha probado que la felicidad no está  en los cuatro bienes exteriores: honor, fama, riquezas y poder. ¿Es posible encontrar la felicidad en alguno de los bienes del cuerpo?

––A esta interrogación responde Santo Tomás: «La felicidad no está en los bienes del cuerpo, tales como la salud, la hermosura y la fortaleza. Pues todas estas cosas son comunes a los buenos y a los malos; además, son inestables y no caen bajo el imperio de la voluntad».

Además de estas tres razones, da otros tres argumentos parta probar  que los bienes del cuerpo no dan la felicidad. En el primero se arguye: «El alma es mejor que el cuerpo, porque éste no vive ni goza de dichos bienes si no es por el alma. Por lo tanto, los bienes del alma, como el entender y otros semejantes, son mejores que los del cuerpo. En consecuencia, los bienes del cuerpo no constituyen el sumo bien del hombre».

El segundo también se basa en el alma espiritual, constitutivo exclusivo del hombre, y que con el cuerpo le constituye. Se argumenta:  «Los bienes del cuerpo son comunes a hombres y animales. Más la felicidad humana es un bien propio del hombre. Luego la felicidad humana no puede consistir en dichos bienes».

Por último, también desde la comparación del hombre con el animal, argumenta: «Hay animales que están mejor dotados que el hombre en bienes corporales, pues unos son más veloces que el hombre, otros más robustos, etc. Por lo tanto, si el sumo bien del hombre consistiera en estas cualidades, el hombre no sería el animal mejor, lo cual es falso. Luego la felicidad humana no consiste en los bienes corporales»[1].

 

393.     ––¿Podría estar la suprema  felicidad en los bienes del alma humana?

––La felicidad, indica también Santo Tomás, no puede estar en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, ni tampoco de la intelectiva. La felicidad no está en los bienes de la parte sensitiva del alma humana, porque: «estos bienes son comunes a hombres y animales»[2].  La felicidad, tal como la definía Boecio es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes». También, como notaba el filósofo romano cristiano, generalmente el hombre la concibe como constituida por cinco bienes: «el deleite, las riquezas, la potestad, la dignidad y la fama» [3]. Esta felicidad natural no pueden disfrutarla los animales.

No obstante, reconoce Santo Tomás que: «Apreciamos los sentidos por la utilidad y conocimiento que reportan. Su utilidad está ordenada a bienes corporales», y ello es común al animal y al hombre. Sin embargo, en este último, además: «el conocimiento sensitivo se ordena a la parte intelectiva». Así se explica que: «los animales privados de entendimiento no se deleitan al sentir sino en lo que mira a la utilidad propia del cuerpo, ya que por los sentidos conocen la comida y el placer venéreo«. Por consiguiente, «el sumo bien del hombre, que es la felicidad», no puede estar en su parte sensitiva»[4].

 

394.     ––¿Por qué la felicidad tampoco está en los bienes de la parte intelectiva del alma humana?

––La felicidad no puede estar en los bienes de la parte intelectiva o espiritual del alma humana, porque tales bienes son las virtudes morales, y «la suprema felicidad del hombre no consiste  en el ejercicio de las virtudes morales». Santo Tomás lo prueba con cinco demostraciones.

Una primera es porque: «La felicidad humana, si es última, no puede ordenarse a un fin ulterior». En cambio: «el ejercicio de las virtudes morales se ordena a algo ulterior, como se ve en las principales de estas virtudes; por ejemplo, el ejercicio de la fortaleza en asuntos bélicos se ordena a la victoria y a la paz, pues sería necio luchar por luchar; igualmente los actos de la justicia se ordenan a conservar la paz entre los hombres, por el hecho de que cada hombre posee lo suyo tranquilamente, y lo propio ocurre con las demás virtudes».

Se obtiene otra prueba, si se atiende la principal propiedad de la virtud –hábito operativo bueno–, el estar en medio del exceso y del defecto, tal como sitúa la recta razón. De manera que: «Las virtudes morales tienen por finalidad la conservación de la justa medida en el funcionamiento de las pasiones internas y en el uso de las cosas externas». Así por ejemplo, la fortaleza ocupa el término medio entre el vicio de la cobardía  y el de la temeridad, y la justicia es el medio de las cosas, en el sentido de dar exactamente lo que le corresponde a cada uno según lo debido estrictamente ni más ni menos.

En las virtudes morales, no puede afirmarse que esté la felicidad suprema, porque: «no es posible que el fin último de la vida humana sea la modificación de las pasiones o de las cosas externas, puesto que tanto las pasiones o de las cosas externas, dicen orden a otra cosa. Luego no es posible que la felicidad última del hombre esté en los actos de las virtudes morales».

Una tercera demostración, basada en la razón, que es la guía de las virtudes, es la siguiente: «Como el hombre es hombre por el hecho de tener razón, es preciso que su propio bien, que es la felicidad, esté en conformidad con lo que es propio de la razón. Lo más propio de la razón no es lo que ella hace con otro, sino lo que tiene en sí. Luego, como el bien de la virtud moral es algo que la razón ha establecido en las otras cosas, no podrá ser lo mejor del hombre, o sea, la felicidad; lo será, si, un bien que esté establecido en la misma razón».

En la siguiente prueba, que es una consecuencia de la tesis ya establecida de la tendencia de todas la criaturas a asemejarse a su creador, se dice:  «Se demostró (III, c. 19) que el fin último de todas las cosas es asemejarse a Dios. Luego aquello según lo cual más se asemeja el hombre a Dios será su felicidad. Y no se asemeja por los actos morales, puesto que unirse a Dios como no sea metafóricamente, ya que a Dios no le conviene tener pasiones o cosas parecidas, sobre las que versan los actos morales. Así, pues, la felicidad última del hombre, que es su último fin, no puede consistir en los actos morales».

El último argumento utiliza como medio demostrativo la total exclusividad de la razón en el hombre, que le distingue absolutamente de los animales. Esta quinta razón se presenta de este modo: «La felicidad es el bien propio del hombre. Luego la felicidad última del hombre deberá buscarse en aquel bien, que entre todos los bienes humanos y con respecto a los demás animales, sea el más propio del hombre. Y éste no puede ser el acto de las virtudes morales, pues hay animales que participan algo de la liberalidad o de la fortaleza. Sin embargo, ningún animal participa de la acción intelectual. Luego, la felicidad última del hombre no está en los actos morales»[5].

 

395.     ––¿Podría estar la felicidad, no obstante, en la virtud de la prudencia, por  controlar a todas las demás virtudes?

––En la importante virtud de la prudencia, no puede encontrarse la felicidad suprema, porque la virtud de la prudencia gobierna rectamente las acciones particulares y concretas para ordenarlas al último fin. Recuerda, Santo Tomás que: «El acto de la prudencia versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales». También, que, como ha probado en el capítulo anterior, la suma felicidad no está en los actos morales. Concluye de ello: «si en el ejercicio de las virtudes morales no consiste la suprema felicidad humana, tampoco consistirá en el ejercicio de la prudencia».

Se puede asimismo probar, si se tiene en cuenta, como igualmente se ha dicho ya, que: «la suprema felicidad del hombre está en su mejor operación», en los actos de la razón, que tienen por objeto lo necesario y universal. «El ejercicio de la prudencia no versa sobre los perfectísimos objetos del entendimiento o de la razón, pues no versa sobre cosas necesarias, sino sobre lo contingente de la acción. Luego no está en su ejercicio de la suprema felicidad humana».

La prudencia es siempre un medio, no un fin. Se puede así presentar este nuevo argumento:  «El ejercicio de la prudencia se ordena a otro como a un fin» y en un doble sentido. Por una parte: «porque todo conocimiento práctico, bajo el cual está la prudencia, se ordena a la operación». Por otra, porque: «la prudencia, como dice Aristóteles (Ética, VI, c. 13), hace que el hombre obre ordenadamente en la elección de medios, para el fin». Puede así inferirse: «la suprema felicidad humana no está en el ejercicio de la prudencia».

Por último, puede darse un cuarto argumento. Si, como se dijo en el último del capítulo anterior, el animal no tiene, en ningún grado,  la felicidad propia del hombre, la de un espíritu que, por informar a un cuerpo, tiene vida animal. De manera que: «los animales irracionales no participan en absoluto de la felicidad, como lo prueba Aristóteles (Ética, I, c. 10)». En cambio, hay que afirmar que: «algunos de ellos participan en alguna medida de la prudencia». Puede así decirse que el acto de la prudencia no puede ser, por consiguiente, el fin último, ni que, por ello, la suprema felicidad consista en el ejercicio de la prudencia[6].

 

396.     ––¿Por qué se dice en el primer argumento, par probar que no se encuentra la felicidad suprema en los actos de la prudencia, que ésta: «versa exclusivamente sobre lo propio de las virtudes morales»?

––En la Suma teológica, explica Santo Tomás que: «Según Aristóteles, la prudencia es “la recta razón en el obrar” (Ética, VI, c. 5, 6), lo cual es propio de la razón práctica»[7]. La prudencia indica lo que se debe hacer en cada acción particular. Por ello, observa que: «Es propio de la prudencia no sólo la consideración racional, sino la aplicación a la obra, que es el fin de la razón práctica»[8]. De manera que: «el mérito de la prudencia no consiste solamente en la consideración, sino en la aplicación a la obra»[9].

Ciertamente: «no puede aplicarse una cosa a otra sin conocerse ambas, esto es, lo que se aplica y aquello a lo cual se aplica». Se aplican así las leyes generales o universales abstractas a las acciones concretas, que son siempre singulares. «Por lo tanto, el prudente necesita conocer los principios universales de la razón y los objetos  singulares, en los cuales se da la acción»[10]. Sin embargo: «los singulares son infinitos y lo infinito no puede se comprendido por la razón»[11].

No representa una dificultad para la aplicación del universal al singular, que deba conocerse a los dos, ya que: «la experiencia reduce los infinitos singulares a algún número finito de casos que se repiten con mayor frecuencia, y cuyo conocimiento es suficiente para constituir prudencia humana»[12]. Se comprende así que se diga en la Escritura:  “son inseguros los pensamientos de los hombres” (Sb, 9, 14)»[13].

La prudencia conoce así de algún modo lo singular, que, en cuanto tal, es sólo percibido por los sentidos. Como enseña la metafísica del conocimiento, sólo es entendido el concepto universal, abstracto y necesario, y, en cambio, el singular se conoce sensiblemente, porque el singular es percibido por los sentidos, cuyo objeto es concreto y contingente. Aunque debe precisarse que: «Como afirma Aristóteles  (Ética, VI, 8, 9), la prudencia no radica en los sentidos exteriores con los que conocemos los sensibles propios, sino en los sentido interiores, que se perfeccionan con la memoria y la experiencia para juzgar con prontitud sobre los objetos particulares, objetos de esa experiencia». Sin embargo: «esto no implica que la prudencia esté en los sentidos interiores como sujeto principal; sino que radica principalmente en el entendimiento, y por cierta aplicación se extiende al sentido»[14].

 

397.     ––En la prudencia. participan el entendimiento y las facultades sensibles. ¿Interviene también la otra facultad de la voluntad?

––Observa también Santo Tomás que.  en el acto de la prudencia, interviene la voluntad, porque: «la prudencia atañe la aplicación de la recta razón a obrar, cosa que no se hace sin la rectificación de la voluntad. De ahí que la prudencia tiene no solamente la esencia de la virtud, como las demás virtudes intelectuales, sino también la noción de virtud propia de las virtudes morales, entre las cuales se enumera»[15].

La esencia de las virtudes intelectuales consiste  en perfeccionar al entendimiento en sus propias operaciones, tanto las del entendimiento especulativo ––virtud del entendimiento o hábito de los primeros principios; virtud de la ciencia o hábito de las conclusiones; y virtud de la sabiduría o hábito del conocimiento de las últimas causas––, como del entendimiento práctico ––la virtud de la prudencia o el hábito de la recta razón en lo agible, o en lo obrado; y el arte, o hábito de la recta razón en lo factible, o en lo fabricado, en las cosas exteriores realizadas,  y  que perfecciona a las bellas artes y a las artes mecánicas o técnicas––. Lo esencial de las virtudes morales, cuyo sujeto es la voluntad, es ordenar a todos los actos humanos al bien honesto.

Desde el orden moral, la esencia de la virtud consiste en  la honestidad, que no está en las virtudes intelectuales, que atienden sólo a la perfección de su objeto, y no regulan la moralidad de su sujeto. Sólo hay una excepción en la virtud del entendimiento práctico de la prudencia, porque su objeto es también moral.

Nota Santo Tomás que, como: «La prudencia radica en el entendimiento se distingue de las demás virtudes intelectuales en función de la diversidad material de los objetos. En efecto, la sabiduría, la ciencia y la inteligencia versan sobre objetos necesarios; la prudencia y el arte, en cambio, sobre cosas contingentes. Pero el arte trata sobre lo factible, es decir, lo que se realiza en alguna materia exterior, por ejemplo, una casa, un cuchillo y cosas semejantes; la prudencia, empero, trata sobre lo agible, o sea, sobre la actividad misma del sujeto que actúa, La prudencia se distingue, a su vez, de las virtudes morales por la distinta modalidad de objeto que especifica las potencias, ya que radica en el entendimiento, y las virtudes morales en la voluntad». Debe concluirse, por ello, que: «es evidente, que la prudencia es virtud especial distinta de todas las demás»[16]. También que: «la prudencia ayuda a todas las virtudes y actúa en todas (…) igual que el sol influye de alguna manera en todos los cuerpos»[17].

 

398.     ––¿En que consiste la «ayuda» e «influencia» de la virtud de la prudencia a todas las otras virtudes?

––Podría decirse, como afirmó Platón, que la prudencia tiene una función directiva y regulativa de todas las otras virtudes, que ordenan toda la vida práctica del hombre. Es como la «auriga»[18] de todas. Este control de la prudencia no es sobre los fines  de cada virtud. Precisa Santo Tomás que, por otra parte: «Enseña de Aristóteles que: “La virtud moral rectifica la intención del fin; la prudencia, en cambio, la de los medios” (Ética, VI, 12, 6).En consecuencia,no incumbe a la prudencia señalar el fin a las virtudes morales, sino únicamente disponer de los medios»[19].

Debe tenerse en cuenta, por un lado, que: «el fin de las virtudes morales es el bien humano. Pero el bien del alma humana consiste en estar regulada por la razón», y, por tanto, por sus principios. De estos últimos: «se ocupa la prudencia que aplica los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso no incumbe a la prudencia imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios»[20].

Por otro lado, debe advertirse que: «a las virtudes morales corresponde el fin, no porque lo impongan ellas, sino por tender al fin señalado por la razón natural. La prudencia les presta en ello su colaboración preparándoles el camino y disponiendo de los medios. De eso resulta que la prudencia es más noble que las virtudes morales y las mueve. La sindéresis, por su parte, mueve a la prudencia como los principios especulativos mueven a la ciencia»[21].

La función de la prudencia para «preparar» la marcha hacia el fin y «disponer» de los medios consiste en «hallar el justo medio en las virtudes morales», porque: «conformarse con la recta razón es el fin propio de cualquier virtud moral. Y así, la templanza va encaminada a que el hombre no se desvíe de la razón por la concupiscencia (o deseo); igualmente, la fortaleza procura que no se aparte del juicio recto de la razón por el temor o la audacia. Ese fin se lo señaló al hombre la razón natural, que dicta a cada uno obrar conforme a la razón. Ahora bien, incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es alcanzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios»[22].

 

399.     ––¿Cómo la denominada sindéresis mueve a la prudencia?

––El término «sindéresis» corrientemente significa la aptitud de pensar con acierto o con prudencia. De manera más concreta, en la filosofía medieval, se designaba al conocimiento de los primeros principios de la moral. Santo Tomás la define como un hábito natural de los primeros principios morales. La sindéresis no se adquiere por la repetición de actos y, en este sentido, es natural, aunque no sea innata. Al igual que el hábito de los primeros principios se constituye necesariamente  a partir de los primeros conceptos. El hábito de la sindéresis se forma inmediatamente del concepto trascendental de bien.

Los principios prácticos regulan toda la vida moral, y al igual que los principios especulativos, que lo hacen a toda la actividad intelectiva, son infalibles y proporcionan una total certeza. Estos últimos están referidos sólo al entendimiento y al orden de la verdad; en cambio, los principios prácticos, por implicar obligación, afectan  también a la voluntad y además se extienden a la misma realidad. Así se manifiesta en el primer principio conocido por sindéresis «hay que hacer el bien y evitar el mal», que se presenta como precepto. Se constituye, porque ante los conceptos de bien y de su privación el no-bien o mal, el entendimiento advierte la necesidad de realizar el bien, que es apetecible, y de rechazar el mal.

En cambio, los otros principios éticos no se deducen  del primero, sino que se obtienen con su aplicación a cada bien humano, aquello que constituye la perfección del hombre, y a lo que también  se siente inclinado de un modo natural. Los preceptos, que son conclusiones próximas del primer principio, en el sentido que se descubren desde su luz en los distintos bienes humanos, pueden considerarse derivados del mismo.

El primer precepto derivado manda todo aquello relacionado con la conservación del propio ser substancial, «a lo que contribuye a conservar la vida del hombre y a evitar sus obstáculos». El segundo, ordena todo lo referente a la conservación de la especie y que: «tiene en común con los demás animales, “las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales” (Digesto, I, tit. 1, leg. 1) tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes». El  tercero, finalmente,  manda lo referente a lo que es propiamente suyo, su naturaleza racional, y, por tanto, a: «conocer las verdades divinas y a vivir en sociedad»[23]. Se preceptúa así la convivencia social, y, por ello, también la sabiduría y el amor, que la posibilitan.

Esta explicación de Santo Tomás revela que entre lo conocido por la sindéresis y las inclinaciones del ser humano hay un perfecto acuerdo. Se infiere así que: «todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende como mal y como vitando»[24]. Aquello a que obliga su contenido, la denominada ley natural, es a la vez deseado por el hombre, desde lo más profundo. Eldeber coincide con el deseo.  

Queda respondida de este modo la futura acusación de Kant a la moral del fin o del bien de heterónoma, por imponérsele, con ella, al hombre una ley ajena, porque la  naturalidad de los contenidos de la ley impide  que quiten ninguna autonomía al sujeto moral. No violentan su libre albedrío, como pretende Kant.

La regulación de la vida moral humana no se hace de manera violenta, como una coacción exterior. Lo ordenado surge de un hábito natural que coincide completamente con los  deseos naturales. Para Santo Tomás, aquello, a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza, es lo que conoce como bueno. Esto conocido como su bien, como bien humano, es a lo que se siente imperado,  a lo que se siente obligado por la sindéresis.

Los principios morales además de los principios derivados –como son los preceptos del decálogo–, que pueden denominarse así porque derivan del primer principio –hay que hacer el bien y evitar el mal–, son también los principios secundarios. Tales principios proceden de los primersos principios,  pero ya no se conocen por sindéresis o de una manera habitual como ellos, sino por raciocinio y por experiencia individual o adquirida.

A diferencia de los primeros principios, que no se pueden borrar nunca, los secundarios son principios remotos –como lo es, por ejemplo, el principio de la la indisolubilidad del matrimonio– no son conocidos universalmente, por ignorancia inculpable temporal o permanente. Los principios primeros siempre están presentes, aunque a  veces se aplican mal o incluso no se tienen en cuenta  por causa de los deseos desordenados y las pasiones. Por el contrario, los secundarios pueden no aparecer y hasta desaparecer completamente, por múltiples motivos, como por convencimientos equivocado,  hábitos malos, o por costumbres corrompidas o viciosas.

 

400.     ––¿La sindéresis es lo mismo que la conciencia moral?     

––A veces se ha confundido la sindéresis con la conciencia. Rousseau, por ejemplo, la denomina conciencia. Al describirla. escribe: «¡Conciencia, conciencia!, instinto divino, inmortal y celestial voz, guía segura de un ser ignorante y limitado, inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios, eres tú la que constituyes la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus actos»[25]. No es así, porque la conciencia no se encuentra en la región de los primeros principios, no es la aprehensión de los mismos, como la sindéresis.

La conciencia es  un acto de la inteligencia, un juicio o dictamen de la razón práctica, en el que se han aplicado los principios, entendidos por la sindéresis —que es la que da el verdadero sentido moral, al que se refiere Rousseau—a un hecho particular y concreto, que se ha ya realizado o se va a realizar. La sindéresis es un hábito del conocimiento de los primeros principios morales prácticos, que son así universales y obligan en general. La conciencia es un acto que preceptúa lo que debe hacerse o debería haberse hecho en un caso particular y concreto.  

Puede decirse de modo más concreto que la conciencia es la conclusión de un razonamiento. La premisa mayor implica el conocimiento de los primeros principios, conocidos por sindéresis. La conciencia, por ello,  no juzga de ninguna manera estos principios, como a veces se cree. La premisa menor aplica las reglas del saber moral –que incluye desde las conclusiones necesarias. que la razón obtiene de los primeros principios, hasta las más remotas–, al acto singular con sus diversas circunstancias, para ajustarlo a aquellos principios, y en ello intervine el hábito de la prudencia.  

En la conclusión de la conciencia se realiza su función propia y primaria de juzgar el acto que se va a realizar aquí y ahora. También, la segunda función, secundaria, que es la de testificar y juzgar sobre el acto ya realizado.

Otra importante diferencia es que no hay error en la sindéresis, en cambio, la conciencia puede errar. «Del mismo modo que el intelecto no se equivoca acerca de los principios considerados en sí mismos, pero se equivoca acerca de ellos en cuanto que se encuentran virtualmente en las conclusiones, debido a un mal razonamiento; así también la luz de la sindéresis en sí misma nunca se extingue».     

En cambio: «puede haber un defecto cuando, al deliberar, se llega a una conclusión de lo operable, en cuanto que una conclusión se deduce de los principios no con rectitud, debido al ímpetu del placer o de alguna pasión, o incluso debido a los errores de una falsa inducción. Por eso no se dice que falla la sindéresis, sino que falla la conciencia, que es la conclusión en la que está la virtud de la sindéresis, como la virtud de los principios está en la conclusión»[26].

 

401.     ––¿Cómo intervienen las pasiones en las equivocaciones de la conciencia?

––Antes del acto de la conciencia, interviene en el razonamiento de la razón práctica un juicio concreto, que precede inmediatamente a la elección de la voluntad. Es el juicio de elección, que, como el de la conciencia, se refiere a algo concreto, aquí y ahora; juzga como ella, pero, a diferencia de la misma, se relaciona con las pasiones o la afectividad. Además, se implica directamente en la acción, porque provoca la decisión última.

No siempre coincide el juicio de la conciencia con el juicio de elección. En el primero, el razonamiento se basa en la premisa mayor racional implícita, que proporciona la sindéresis: el bien debe hacerse y ningún mal moral debe cometerse. En cambio, para concluir en este mal, se toma otra premisa aparentemente racional, porque es movida por la pasión, y que es considerada más universal que la de la sindéresis, como, por ejemplo: «todo lo placentero debe hacerse». Esta cuarta premisa no sólo no es propiamente universal, sino que tampoco es evidente como los primeros principios de la sindéresis. El que elige así: «aunque conozca de modo universal, con todo no conoce de modo universal; pues no lo asume la razón, sino según la concupiscencia»[27]. Si se acepta la «proposición» es únicamente por el deseo desordenado.

 

402.     ––¿En qué se diferencia la sindéresis de la virtud de la prudencia?

––La prudencia y la sindéresis son ambas hábitos. Sin embargo, la virtud de la prudencia no es natural como el hábito de la sindéresis. La prudencia es una virtud adquirida y sostenida por las otras virtudes, para el recto gobierno racional de las acciones humanas. La prudencia, y también la ciencia moral, explicitan y complementan a la sindéresis.

La prudencia representa una ayuda a la conciencia. Los contenidos objetivos y generales de la sindéresis son aplicados o ajustados por la conciencia a un acto singular, y, en este sentido, puede decirse que  se emplean subjetivamente, pero con la actuación de la virtud de la prudencia  adquieren una mayor objetividad.

San Jerónimo, indica Santo Tomás, comparaba la sindéresis  a una «pequeña chispa» que esté en nuestro interior, puesto que: «así como una chispa es una pequeña porción que sale del fuego», la sindéresis es «una pequeña participación de la intelectualidad»[28], que, no obstante, luce y arde, porque ilumina con los principios morales e impulsa al bien. Mientras el hombre tenga la luz del entendimiento nunca se extingue. El remordimiento  de la conciencia se explica por esta chispa y que está incluso en los condenados, porque permanece su sindéresis.

 

Eudaldo Forment

 

 

 

 

 

 



[1] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 32.

[2] Ibíd., III, c. 33.

[3] BOECIO, La consolación de la fil. III, prosa 2.

 

[4] Santo tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 33.

 

[5] Ibíd., III, c. 34.

[6] Ibíd., III, c. 35.

[7] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 2, sed c.

[8] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c.

[9] Ibíd., II-II, q. 47, a. 1, ad 3.

[10] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, in c

[11] Ibíd., II-II, q. 47, a. 3, ob. 2.

[12] II-II, q. 47, a. 3, ad 2.

[13] Sab 9, 14.

[14] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 3, ad 3.

[15] Ibíd., II-II, q. 47, a. 4, in c.

[16] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, in c.

[17] Ibíd., II-II, q. 47, a. 5, ad 2.

[18] Platón, Fedro 246ab ss.

[19] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 47, a. 6, sed c.

[20] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, in c.

[21] Ibíd., II-II, q. 47, a. 6, ad 3.

[22] Ibíd., II-II, q. 47, a. 7, in c.

[23] Ibíd., I-II, q. 94, a. 2, in c. y, por ello,ue la posibilitan. mejantesatodos los animalestar sus obst

[24] Ibíd. Lo deseado por inclinación natural es un bien humano y es lo que manda la ley que debe hacerse. Deseo, bien y deber quedan identificados.

[25] J.J. Rousseau,  Émilio, IV.                                       

[26] Santo Tomás, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1.

[27] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 3, a. 9, ad 7.

[28] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II Sent., dist. 39, q. 3, a. 1, ad 1..