XLVIII. La justificación y las obras

El don de la fe

«El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1]. La primera parte de esta afirmación del versículo del capítulo tercero de la Epístola a los romanos, permite fundamentar la tesis de Santo Tomás, en su segundo comentario a este escrito paulino: lo que justifica al hombre es la fe. La primera tesis de su doctrina de la justificación implica que«la justicia viene de Dios (…) por la fe en Jesucristo»[2].

Al comentar Santo Tomás esta precisión de San Pablo, establece una segunda tesis: «Se dice que la justicia de Dios es por la fe de Jesucristo, no de modo que por la fe merezcamos ser justificados como si la propia fe existiera a causa de nosotros mismos y por ella mereciéramos la justicia de Dios, según decían los pelagianos, sino porque en la propia justificación por la que somos justificados por Dios, el primer movimiento de la mente hacia Dios es por la fe. “El que se llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan” (Hb 11, 6). De aquí que la misma fe, como primera parte de la justicia, nos la da Dios “De gracia habéis sido salvados por la fe (Ef 2, 5)».

La segunda tesis, implícita en la primera, es que la fe nos la da Dios. Por ser la «primera parte” de la justificación, procede también de Dios. Sin embargo: «esta fe de la cual procede la justicia no es la fe informe, de la cual se dice en Santiago 2, 20: “la fe sin obras está muerta”, sino que es la fe formada por la caridad, de la cual se dice en Ga 5, 6: “Por cuanto en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por amor”. Y Ef 3, 17: “Y Cristo por la fe habite en vuestros corazones”, lo cual no se realiza sin la caridad. “El que permanece en la caridad en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn, 4 16). Esta es también la fe de la que se dice en Hch 15, 9: “Ha purificado sus corazones por la fe” purificación que no se opera sin la caridad. “La caridad cubre todas las faltas” (Pr 10, 12)»[3].

La fe informada por la caridad es una gracia dada por Dios. La fe proviene de Dios y únicamente el hombre puede impedirla, después de recibida. El hombre libremente puede ponerle impedimento en su curso. No cabe impedimento en su incoación, como tampoco pudo ponerlo Adán a su vida, cuando Dios se la dio. En cambio, si podía después haberse quitado la vida dada por Dios. Dios permite su frustrabilidad, aunque podría quitar la resistencia, como a veces hace, sin modificar la libertad humana, al igual que tampoco la modifica al perfeccionarla, al regenerar la voluntad humana para que pueda aceptar este don.

Por ella misma, la libertad humana sólo tiene el poder de resistir a la fe. La misma fe, dada por Dios gratuitamente, le da el otro poder de no resistirla. La naturaleza humana por sí misma no puede nada en el orden sobrenatural, ni merecerlo ni tampoco dejar de frustrarlo. El recibir la fe y aceptarla es efecto de la gracia, pero sin impedir la libertad y, por ello, que los actos sean de la misma voluntad. Como sintetiza el mismo San Pablo: «no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[4].

Las obras humanas

Una tercera tesis se encuentra en el pasaje de San Pablo, que incluye la afirmación: ««el hombre es justificado por la fe», sobre las que se fundamentan las dos tesis indicadas, es la concreción: «sin las obras de la ley»[5]. Santo Tomás establece, por ello, en esta última tesis, que cualesquiera de las obras, que realiza el hombre, sin que haya intervenido la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican ni le salvan.

Desde su época de fariseo, San Pablo ya sabía que el hombre está bajo el trágico poder del pecado, que lo invade todo y a todos. Con una acusada violencia, el mundo lleno de pecado arrastra al hombre a su perdición. Sin embargo, le habían enseñado que el hombre por sí mismo podía oponerse a su influencia y así frenarlo, si cumplía con la ley de Dios. Como consecuencia, la justificación se conseguía por el cumplimiento de la Ley.

El fiel observante de la misma tenía la completa seguridad que obtendría la justificación y con ella la salvación. Tendrá así que esforzarse por sí mismo frente a las dificultades externas e internas para cumplir la ley de Dios. Su fuerza de voluntad para seguir las leyes divinas le permitirá liberarse de la esclavitud del pecado. Dios le pagará su éxito con la justificación y salvación, que habrá obtenido por el precio de su fidelidad

Frente a esta interpretación de la justificación de los fariseos, que el mismo San Pablo había asumido, y que, por implicar la autosuficiencia de la naturaleza humana, es afín al pelagianismo, nota ahora, en la Epístola a los romanos, en primer lugar, que no es posible observar ni todas, ni correctamente, las prescripciones de la ley. Se pregunta San Pablo, refiriéndose a los judíos: «¿Qué decir entonces? ¿Tenemos acaso alguna ventaja nosotros? No, de ningún modo, porque hemos probado ya que tanto los judíos como los griegos, todos, están bajo el pecado; según está escrito “no hay justo, ni siquiera uno” (Sal 13, 1) (…) Sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y el mundo entero sea reo ante Dios: dado que por obras de la Ley “nadie será justificado delante de El carne alguna” (Sal 142, 2); pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[6].

Sobre este pasaje, considera Santo Tomás que «Los judíos, contra quienes hablaba el Apóstol, pudieran para su excusa torcer el sentido de la autoridad invocada, diciendo que las palabras anteriormente dichas débense entender acerca de los gentiles, no de los judíos»[7]. Sin embargo, en este mismo lugar dice San Pablo: «sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero sea reo ante Dios»[8].

Todavía podrían replicar: «La palabras arriba invocadas no están tomadas de la Ley sino de un Salmo. Pero a esto débese decir que a veces el nombre de Ley se toma por todo el Antiguo Testamento, no sólo por los cinco libros de Moisés, según aquello de Jn 15, 25: “Es para que se cumpla, la palabra escrita en su Ley”, lo cual está escrito en el Antiguo Testamento, no en los cinco libros de Moisés, que propiamente reciben el nombre de Ley. Y también así se entiende aquí la palabra ley».

Una segunda objeción podría ser la siguiente: «En el Antiguo Testamento, se dicen muchas cosas relativas a otras naciones, como es patente en muchos lugares de Isaías y Jeremías, donde leemos muchas cosas contra Babilonia y de manera semejante contra otras naciones. Así es que no por mencionarse la ley se habla de las personas ni de las cosas que en la ley aparecen», es decir, de los judíos.

A esta objeción, indica Santo Tomás que: «débese decir que lo que indeterminadamente se dice es claro que se refiere a los que se les da la Ley, pues cuando habla de veras la Escritura de otros, de manera especial los designa, como cuando dice: “Duro anuncio contra Babilonia” (Is 13, 1) y cuando amenaza a Tiro (Am 1, 19).

Por consiguiente: «Las cosas que se dicen en el Antiguo Testamento contra otras naciones de algún modo les correspondían a los judíos, en cuanto los infortunios de aquello se decían para la consolación o para terror de éstos, así como también el predicador debe decir aquello que les toca a los que les predica, no lo que corresponde a otros».

Además, nota el Aquinate que San Pablo en este último versículo «cuando dice “, para que toda boca enmudezca” (Rm 3, 19), indica el alcance del predicho argumento, pues por dos motivos arguye a todos de injusticia la Sagrada Escritura. Lo primero para reprimirles su jactancia, por la cual se juzgaban ser justos (…) Lo segundo para que reconociendo su culpa se sujetaran a Dios, como el enfermo al médico».

Argumenta seguidamente Santo Tomás: «Por lo cual añade: “Y el mundo entero sea reo ante Dios” (Rm 3, 19) esto es, no sólo el gentil. Sino también el judío, reconociendo el uno y el otro su culpa “¿Cómo no ha de estar mi alma sometida a Dios? (Sal 61, 2)»[9].

Las obras de la ley

Como consecuencia, puede afirmar San Pablo: « por obras de la Ley “nadie será justificado»[10]. Comenta Santo Tomás: «Nadie es justo porque ninguna carne, esto es, ningún hombre se justifica ante sí mismo, o sea, según su juicio por las obras de la Ley, porque, como se dice en Ga 2, 21: “Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano”. El Apóstol también dice: “El nos salvó, no a causa de obras de justicia, que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia” (Tt, 3, 5)».

Acude seguidamente una distinción que se encuentra en la Glosa. «Es doble la obra de la Ley: la una es propia de la ley de Moisés, como la observancia de los preceptos ceremoniales; la otra es obra de la ley de la naturaleza, porque pertenece a la ley natural, como “no matarás”, “no hurtarás”, etc.».

Refiere a continuación la exégesis de la Glosa de la afirmación paulina que la justificación no es por el cumplimiento de la obras de la ley, interpretación que el Aquinate no asume. «Algunos entienden que esto se dice de las primeras obras de la ley, a saber que las ceremoniales no conferían la gracia por la que los hombres son justificados». Al decir San Pablo que las obras que se siguen del cumplimiento de la ley no justifican, se referiría a las leyes ceremoniales o rituales. La negación no alcanzaría a la obras de la práctica de la ley natural, que se confirmó en el Decálogo. San Pablo, por tanto, no negaría la eficacia justificadora de las obras morales.

En este segundo comentario a la Epístola a los romanos rechaza abiertamente esta interpretación, que seguían muchos autores. Nota a continuación Santo Tomás que: «Más no parece ser ésta la intención del Apóstol, lo cual es evidente porque en seguida agrega: “pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado”. Y es claro que los pecados se conocen por la prohibición de los preceptos morales, y así el Apóstol quiere decir que por todas las obras de la Ley, aun las que están mandadas por los preceptos morales, nadie se justifica de modo que por las obras se opere en él la justicia, porque como se dice más adelante: “Y si es por gracia ya no es por obras” (Rm 11, 6)»[11].

Al comentar este otro lugar de la Epístola de los romanos –«Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia»[12]–, indica el Aquinate que San Pablo refiriéndose a los judíos, que siguen la ley, dice: «”Y si es por gracia” por lo que han sido salvos”, “ya no es por obras” de ellos. “El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia (Tt, 3, 5) (…) si la gracia proviene de las obras, “la gracia dejaría de ser gracia”, que así se llama por otorgarse gratuitamente. “Justificados gratuitamente por su gracia” (Rm 3, 24)»[13]. Con ninguna obra de la ley, ya sea ceremonial o natural, se consigue la justificación. Con las obras no se «compra» la gracia[14].

Después de declarar San Pablo que la observancia de la ley no es eficaz para la justificación del hombre, y añadir: «pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[15], explica Santo Tomás que con ello: «demuestra lo que dijera, o sea, que las obras de la ley no justifican. En efecto, la ley se da para que el hombre sepa qué debe hacer y qué evitar. “No ha hecho otro tanto con las demás naciones, ni les ha manifestado a ellas sus juicios” (Sal 147, 20). “El mandamiento es una antorcha, y la Ley es una luz y el camino de la vida” (Pr 6, 23)».

Ni el cumplimiento de la ley de Moisés, o la ley natural expresada en ella, ni tampoco su mero conocimiento justifican al pecador. A los judíos, que estaban bajo la ley del Moisés, o a los gentiles, que lo estaban bajo la ley natural, la ley les servía para el conocimiento de sus pecados. «Ahora bien, de que el hombre conozca el pecado el cual debe evitar por cuanto está prohibido, no se sigue formalmente que lo evite, lo cual pertenece al orden de la justicia, porque la concupiscencia subvierte el juicio de la razón en el obrar concreto. Y por lo mismo la ley no basta para justificar, sino que se necesita otro remedio por el cual se reprima la concupiscencia»[16]. La gracia de Dios es, por ellos, la que permitirá que se cumplan las obras de la ley.

La fe en Jesucristo

En el Comentario a laEpístola a los Gálatas, que pertenece al primer comentario del Aquinate a las catorce cartas de San Pablo[17], Santo Tomás había comentado ya el texto citado de dicha epístola –“Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano” (Ga 2, 21)–, que había citado en su segundo Comentario a la Epístola a los romanos, para apoyar la consecuencia de su cuarta tesis, que nadie se justifica por las meras obras morales. Esta otra explicación es anterior a la acaba de examinar, porque el segundo comentario a las epístolas de San Pablo se quedó en el capítulo 10 de la Primera epístola a los corintios [18], por la muerte del Aquinate, en 1274, que impidió su terminación[19].

Después de citar el versículo completo –«No desecho la gracia de Dios. Porque si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano» (Gal 2, 21)–, explica, Santo Tomás, en su Comentario a laEpístola a los Gálatas, que, respecto a la gracia de Dios: «la manera de rechazarla y de ser ingrato sería el decir que la Ley es necesaria para ser justificado. Por lo cual dice: “Porque si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano”, esto es, si la Ley es suficiente, o sea, si las obras de la Ley bastan para justificar al hombre, sin motivo murió Cristo, y en balde, porque murió precisamente para justificarnos».

Además, añade el Aquinate, que dice San Pedro: «Cristo murió una vez por nuestros pecados»[20], y comenta: «Y si esto pudiera realizarse por la Ley, inútil sería la muerte de Cristo. Pero no murió Él en balde, ni en vano sufrió (…) porque sólo por Él existe la gracia justificante y la verdad (…) Y si antes de la Pasión de Cristo hubo justos, esto fue también por la fe en el Cristo que habría de venir, en quien creían y por cuya fe se salvaron»[21].

En este mismo capítulo de la Epístola a los Gálatas, se encuentra un versículo que expresa lo mismo que el de la Epístola a los romanos –«el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[22]–. Declara San Pablo: «Sabemos que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; y nosotros creemos en Jesucristo para obtener la justicia por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto que por las obras de la ley no será justificada carne alguna»[23].

Al comentar este último versículo, en esta primera versión de sus comentarios a San Pablo, escribía Santo Tomás que San Pablo: «indica en donde radica la confianza de los apóstoles: no en las prescripciones legales sin en la fe de Cristo. Y acerca de esto hace dos cosas. Primero expresa la razón de la confianza apostólica; segundo, asienta esa misma confianza apostólica: “nosotros creemos en Jesucristo”. Así es que la confianza apostólica estaba en la fe y no en las dichas prescripciones. Y la razón de ello es que aun cuando éramos judíos de nacimiento y amamantados con esas prescripciones, sin embargo, sabiendo con certeza que no se justifica el hombre por las obras de la Ley, esto es, por las obras legales, sino por la fe de Jesucristo, por eso, abandonándolas nos convertimos a los preceptos de la fe».

Notaba el Aquinate, que podría hacerse una objeción, basada en el mismo San Pablo, porque: «en contra está lo que se dice en Rm 2, 13: “No son justos delante de Dios los que oyen la Ley, sino los que la cumplen, esos serán justificados”. Por lo tanto, parece que el hombre es justificado por las obras de la ley».

Respondía entonces Santo Tomás a esta objeción, en primer lugar, con una distinción sobre la justificación. «Débese decir que ser justificado se puede entender de dos maneras: a saber, realizar la justicia y ser hecho justo». El término justificación puede referirse al hecho de ser justificado, pero la causa está en uno mismo, que se es activo en el acto de justificar, o bien a ser hecho justo pero por la acción de otro, en este caso el sujeto que la recibe es pasivo.

Debe decirse que: «del primer modo es justificado el hombre que hace las obras de justicia». Sería justificado por sus buenas obras, que le harían así justo. Del segundo modo el sujeto que recibe la justificación es justificado por Dios. Está es la manera que hay que entenderla, porque: «nadie se hace justo sino por Dios, por la gracia».

Seguidamente Santo Tomás acude a la distinción de las buenas obras, que serían fruto del cumplimiento de la ley divina, que se encuentra en el Antiguo Testamento. «Así es que débese saber que de las obras de la ley unas eran morales y otras ceremoniales». Sobre las primeras, indica que: «Las morales, aun cuando se incluían en la ley, sin embargo, no se podían llamar propiamente obras de la ley, siendo que por moción natural y por la ley natural es llevado el hombre a ellas».

Aunque las leyes morales estaban en el decálogo, dado por Dios a Moisés, por incluir las leyes fundamentales de la ley natural, su cumplimiento era el de la ley natural. «En cambio, las ceremoniales se llaman propiamente obras de la ley». Las obras ceremoniales eran realizadas según las leyes rituales, que se encontraban sólo en la ley de Moisés. Se les podía llamar propiamente obras de la ley divina.

La obediencia a estas prescripciones ceremoniales, que prefiguraban los misterios de Cristo, implicaba la fe y una fe en Cristo explícita, aunque conocido en una modalidad inferior a la que se tiene después de su Encarnación. «Así es que por lo que ve al cumplimiento de la justicia por las obras morales y también por las ceremoniales, en tanto es justificado el hombre en cuanto el observarlas sea obra de obediencia, para que alcancen a ser sacramentos».

Unos sacramentos con una eficacia distinta a los del nuevo Testamento, porque no proporcionaban la gracia por sí mismos, sino por la fe que motivaban y expresaban en el Mesías que tenía que venir. No proporcionaban por sí mismos o de manera inmediata la gracia. Por ello:

«En cuanto a hacerse justo el hombre por las obras de la ley es claro que el hombre no es justificado por éstas, porque los sacramentos de la antigua ley no conferían la gracia». No tenían la gracia físicamente, derivada de Cristo, que es su causa eficiente, como los de la Nueva Ley.

A diferencia de los sacramentos los instituidos por Jesucristo, los anteriores: «ni confieren la gracia ni la contienen. En cambio, los sacramentos de la Nueva Ley, aun cuando sean elementos materiales, sin embargo, no son elementos sin eficacia, porque en sí mismos contienen la gracia, por lo cual también pueden justificar».

No quiere decir que antes de Cristo no sirvieran los sacramentos del Antiguo Testamento para la justificación. Sin embargo: «Los que en la antigua ley eran justos no eran justos por las obras de la ley, sino solamente por la fe de Cristo, a quien Dios estableció como mediador por la fe».

Se comprende su necesidad, porque: «los propios sacramentos de la antigua ley no fueron sino ciertas declaraciones de fe en Cristo, como también lo son nuestros sacramentos, pero de manera diferente, porque aquellos sacramentos configuraban la gracia de Cristo como futura; y en cambio de nuestros sacramentos se afirma que contienen la gracia actual y presente. Y por eso claramente dice que “el hombre no es justificado por obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (Gal 2, 16), porque aun cuando antiguamente algunos de los observantes de la Ley eran justificados, sin embargo, esto no se debía sino a la fe en Jesucristo».

Así se explica que: «del conocimiento que los Apóstoles tenían de que la justificación no es por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, se explica el cambio de los Apóstoles eligiendo la fe de Cristo y abandonando las obras de la Ley».

De aquí, que agrega San Pablo, en este mismo versículo de la Epístola a los Gálatas: “y nosotros creemos en Jesucristo” (Gal 2, 16), porque, como se dice en Hch 4, 12: “No se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, en el cual debamos ser salvos”. De aquí que diga: “justificados, pues, por la fe estemos en paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo” (Rm 5, 1). Y para que nadie crea que juntamente con la ley de Cristo justifican las obras de la ley, agrega: “y no por las obras de la ley” (“Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” Rm 3, 28)».

Confirman esta interpretación las palabras finales de este versículo sobre la fe y las obras de la Epístola de los Gálatas, porque en ellas San Pablo: «concluye su principal propósito, diciendo que si los Apóstoles, que son judíos por nacimiento, no tratan de justificarse por las obras de la Ley, sino por la fe, puesto que “por las obras de la ley no será justificada carne alguna” (Gal 2, 16), ningún hombre podrá justificarse por las obras de la ley. Porque aquí se toma la palabra carne con el significado de hombre, esto es, la parte significa el todo, como en Is 40, 5: “Se revelará la gloria de Yahvéh, y toda carne a una la verá”»[24].

Las buenas obras y la fe

Se ha conservado un único comentario de Santo Tomás a las catorce epístolas de San Pablo, pero no es ni el primero escrito en París y ni el segundo de Italia, sino una composición de ambos. Como el segundo comentario no pudo terminarlo, Santo Tomás llegó hasta un poco más de la mitad de la segunda epístola –Primera epístola a los Corintios–, al publicarse se continuó hasta el final con la primera versión, escrita diez años antes. Por este motivo no apareció como una obra nueva y la parte de la primera versión, que no se utilizó se perdió[25]. El texto que ha llegado hasta nuestros días, por tanto, es de diferentes épocas.

Puede advertirse esta doble serie de comentarios en la diferencia de perspectiva y profundización en los textos examinados de la afirmación de la Epístola a los –Romanos, «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[26]; y de la Epístola a los Gálatas, «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo (…) por cuanto que por las obras de la ley no será justificada carne alguna»[27]. Lo que comenta Santo Tomás de este último pasaje es lo mismo que debió decir cuando explicó la afirmación del primero, de la Epístola a los Romanos, unos pocos meses antes, o quizás días, en su primer comentario a esta epístola, pero que se ha perdido.

En todo el Comentario de laEpístola a los Gálatas,, la expresión «obras de la ley” la entiende el Aquinate, al igual que la Glossa ordinaria –que distinguía ente obras ceremoniales y obras morales–, como obras ceremoniales Por consiguiente, parece inferirse que al negar San Pablo que la justificación se consiga con la práctica de las buenas obras, que se siguen de la fidelidad de la ley, se está refiriendo a las obras ceremoniales y, que, por tanto, no quedan negadas las obras morales.

En cambio, en el posterior Comentario a epístola a los Romanos, la segunda versión, pero la única que se dispone, declara el Aquinate que con esta expresión paulina no deben entenderse únicamente las obras ceremoniales, sino «todas las obras de la Ley»[28]. No puede, por consiguiente inferirse que, para la justificación, tengan valor las meras obras morales.

En el texto del Comentario de laEpístola a los Gálatas, paralelo al de la Epístola los Romanos, que expresa la tercera tesis –no justifican las buenas obras- Santo Tomás se limita a referir la interpretación de la Glosa sin rechazarla. Sin embargo, en otro lugar de este mismo comentario a la Epístola a los Gálatas le contrapone también lo que sería su propia interpretación, que en la segunda versión del Comentario a laEpístola a los Romanos, la presentará con todo detalle y la afirmará claramente como la única adecuada.

Su opinión la ofrece al comentar este otro versículo de la Epístola de los Gálatas: «Porque cuantos vivan de las obras de la ley están bajo maldición. Porque escrito está: “Maldito todo aquel que no persevere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley y no la cumple con obras” (Dt 27, 26)»[29].

Explica el Aquinate que: «Esto se debe entender rectamente. Y débese ver que el Apóstol no dice: “cualesquiera” que observen las obras de la ley están bajo la maldición, porque esto es falso en cuanto al tiempo de la ley, sino que dice: “cuantos vivan de las obras de la ley”, esto es, cuantos confíen en las obras de la ley y piensen quedar justificados por ellas, bajo la maldición están».

La razón que da es la distinción entre confiar en la ley o en cumplirla: «Porque una cosa es vivir de las obras de la ley, y otra es guardar la ley; porque esto es cumplir la ley, y quien la cumple no está bajo la maldición. Porque vivir de las obras de la ley es confiar en ellas y en ellas poner la esperanza. Y quienes de ellas de esta manera viven, bajo la maldición están». La maldición no sólo no queda limitada a un período histórico, como el que va de Moisés hasta Cristo, sino que afecta a todos en los que hay quienes confíen su salvación en el cumplimiento de la ley.

La maldición es por no cumplirla, no por la misma ley, porque: “«es claro que de la trasgresión, lo cual ciertamente no hace la ley, porque la concupiscencia no viene de la ley, sino el conocimiento del pecado, al cual estamos inclinados por la concupiscencia prohibida por la Ley. Así es que en cuanto la ley da el conocimiento del pecado, y ningún auxilio ofrece contra el pecado, se dice que están bajo la maldición, por no poder evadirlo por esas mismas obras». La ley no da ni el auxilio para cumplirla, ya que lo hace gracia, ni tampoco es la causa que no se cumpla, puesto que el no cumplimiento procede de la concupiscencia o deseos desordenados del hombre, herencia del pecado original.

Sin embargo, puede tenerse en cuenta que en este período de la ley antes de Cristo: «Hay ciertas obras ceremoniales de la ley que se cumplían en las observancias. Otras son las obras que corresponden a las costumbres y de estos son los mandamientos morales. Así es que según la Glosa lo que aquí se dice “cuantos vivan de las obras de la ley”, débese entender acerca de las obras ceremoniales y no de las morales», y, por tanto, no se rechaza la confianza en las buenas obras morales.

Indica ahora Santo Tomás, en este lugar, que hay otra posibilidad, al añadir: «O bien débese decir que habla aquí el Apóstol de todas las obras, tanto las ceremoniales como las morales. Porque las obras no son la causa de que alguien sea justo delante de Dios, sino que más bien son actos y manifestaciones de la justicia». Las buenas obras no producen la justificación divina, sino que son efecto de la justificación.

Precisa a continuación: «Porque por simples obras nadie es justificado delante de Dios, sino por el hábito de la fe, no ciertamente adquirido, sino infuso». Se presentan así las tres tesis sobre la justificación, porque se afirma que el hombre se justifica por la fe, que es un don de Dios y no por las «simples obras», obras que no sean efecto de la gracia.

De esta segunda interpretación, se sigue que: «cuantos tratan de justificarse por las obras, bajo la maldición están, porque por ella no se suprimen los pecados, ni nadie es justificado en lo tocante a Dios, sino por el hábito de la fe informado por la caridad»[30].

Maldición y bendición

Respecto a la segunda frase del versículo –«Porque escrito está: “Maldito todo aquel que no persevere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley y no la cumple con obras”»[31]–, indica el Aquinate que San Pablo «prueba su propósito», el mostrar la insuficiencia de la ley. La maldición se referiría: «según la Glosa, por el hecho de que nadie puede guardar la ley de la manera que la ley manda (Dt 28, 15-68), muestra que todo aquel que permaneciere en todas las cosas que están escritas en el Libro de la ley para hacerlas, esto es, que no cumpla toda la ley, sea maldito. Pero cumplir toda la ley es imposible, como se dice en Hch 15, 10: “Pues ¿por qué tientan a Dios, imponer sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar?”. Luego ninguno hay que por las obras de la ley no sea maldito». Las leyes ceremoniales, como se indica, en este último pasaje de la Escritura, no se podían cumplir y por ello, los que confiaban en ellas, recibían la maldición. La segunda parte del versículo sería así una confirmación de la primera.

Santo Tomás también ahora presenta otra interpretación, al añadir: «Se puede también entender esta expresión: “Porque escrito está, etc.”, no como prueba de la tesis, sino para mostrar su explicación; como si dijera: Digo que están bajo la maldición de la que dice la ley: “Porque escrito está: maldito todo aquel, etc.”, para que se entienda acerca del pecado, esto es, de lo maldito»[32]. Se maldice o se reprueba el pecado, el mal, Lo maldito o lo que provoca aborrecimiento o disgusto es el pecado.

Más adelante, Santo Tomás presenta como objeción una de las virtudes cristianas que enumera San Pablo en la Epístola a los romanos: «Bendecid y no maldigáis»[33]. Parece que, según estas palabras, no habría que maldecir al pecado. Sin embargo, advierte el Aquinate que no puede hacerse esta inferencia del texto de San Pablo, porque: «Maldecir no es otra cosa que decir mal; así es que puedo decir que lo bueno es malo, y que lo malo es bueno, y al contrario; que lo bueno es bueno, y que lo malo es malo».

Por una parte, se puede «decir mal», en el sentido que el decir sea malo, como lo es decir lo opuesto de lo que es bueno o malo en la realidad. La maledicencia, en este primer sentido: «lo prohíbe ciertamente el Apóstol, diciendo: “no maldigáis”, esto es, no os permitáis decir que lo bueno es malo, ni al contrario; sino conforme a lo que es lícito». Este es el significado de la maldición prohibida por San Pablo.

Por otra parte, es posible que decir el mal, manifestar que lo malo es malo. «Por lo cual cuando censuramos el pecado, ciertamente maldecimos, pero no diciendo que lo bueno sea malo, sino que decimos que lo malo es malo». En este segundo sentido de la maledicencia, que no expresa una falsedad, sino la verdad: «es lícito maldecir al pecador, esto es, decir que él está adherido al mal o que es malo»[34]. Sin faltar con ello a la caridad, porque se hace para su corrección.

Al comentar este pasaje –«Bendecid y no maldigáis»– en su Comentario a la Epístola a los Romanos, explica Santo Tomás, que para comprender como hay que guardar la caridad con los enemigos: «débese considerar que a la caridad le corresponden tres cosas. Primero la benevolencia, que consiste en querer el bien para otro, y no desearle el mal; segundo, la concordia, que consiste en que sea uno mismo el no querer y el querer de los amigos; tercero, la beneficencia, que consiste en beneficiar al que se quiere y en no lastimarlo»[35].

Al decir San Pablo, en este mismo versículo, «bendecid a los que os persigan»[36], nota Santo Tomás que: «amonesta que la benevolencia sea amplia, de modo que abarque aun a los enemigos». Explica ahora que «bendecir» es «decir lo bueno».

Parecidamente al término “maldecir”, bendecir tiene varios significados, porque: «de tres maneras se puede decir lo bueno. De un modo, por simple afirmación, por ejemplo alabando alguien lo bueno de otro». En este sentido bendecir es manifestar un bien objetivo, decir lo que es bueno en la realidad.

Un segundo sentido es el que se emplea cuando se pide la bendición de Dios o que Él nos conceda bienes. Decir lo bueno significaría hacer lo bueno. De este modo, se dice lo bueno: «mandando, y así es como bendice la autoridad, y es lo propio de Dios, por cuyo mandato se deriva el bien a las criaturas; y el ministerio corresponde a los ministros de Dios, que invocan el nombre de Dios sobre el pueblo.”De esta suerte daréis la bendición a los hijos de Israel, diciéndoles: El Señor te bendiga y te guarde. El Señor te muestre su rostro, y tenga misericordia de ti. El Señor vuelva su rostro hacia ti y te conceda la paz” (Nm 6, 24-26).

Todavía «bendecir» tiene un tercer sentido, porque: «alguno bendice eligiendo: “Y no dicen tampoco los que pasan: la bendición del Señor sobre vosotros” (Sal 128, 8). Y según esto bendecir es querer el bien para alguien y en cuanto es bien pedirlo para otro».

En este versículo de San Pablo, la bendición se toma en este tercer sentido, porque: «se da a entender que aun con los enemigos y perseguidores debemos ser benévolos, eligiendo para ellos el bien y orando por ellos. “Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5, 44)»[37].

Al decir «bendecid, y no maldigáis»[38], San Pablo, en este versículo: «lo que enseña es que la benevolencia o bendición sea limpia, esto es, sin mezcla de lo contrario (…) o sea, que de tal manera bendigáis que de ningún modo maldigáis. Lo cual es contra algunos que bendicen de palabra y maldicen con el corazón (…) Y también contra los que a veces bendicen y a veces maldicen, o sea a unos bendicen y a otros maldicen»[39].

En la interpretación del versículo de la Epístola a los Gálatas –«Porque escrito está: “Maldito todo aquel que no persevere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley y no la cumple con obras”»[40]–, después de determinar que el término «maldito» se refiere al pecado, del pecado del que confía en toda clase de ley: «porque la ley manda los bienes que se deben hacer y los males que se han de evitar, y al mandar impone una obligación, pero no da la virtud de obedecer».

Todos los que están bajo toda ley no pueden cumplirla, pecan. «Por lo cual dice “maldito”, como arrojado al mal, todo aquel, sin exceptuar a nadie, porque, como se dice en Hch 10, 34: “Dios no hace acepción de personas”».

No es posible cumplir la ley, con la sola voluntad humana y la sola ley, ya sea ceremonial o moral, por ello: «En el pasaje se dice maldito a “aquel que no persevere” hasta el fin. En cambio: «”el que perseverare hacia el fin, ése se salvará (Mt 24, 13)». Se añade: “en todas las cosas”, no sólo en algunas, porque, como se dice en St 2, 10: “aunque uno guarde toda la ley, si quebranta un mandamiento, viene a ser reo de todos los demás”.

Aunque no se pueda cumplir la ley, no obstante: «“Las cosas están escritas en el libro de la Ley para cumplirlas” (St. 2, 8), no para que tan sólo crea o únicamente quiera, sino para que la cumpla de obra “Muy cuerdos son todos lo que lo practican” (Sal 110, 10)».

No quería decir San Pablo que los que estaban sujetos a la ley, pero no a la ley evangélica, no pudieran salvarse, porque concluye Santo Tomás en el comentario a este versículo: «los Santos Padres, aunque vivían en las obras de la ley, sin embargo se salvaban en la fe del que vendría, confiados en su gracia y al menos cumpliendo la ley espiritualmente. Porque Moisés, como se dice en la Glosa, ciertamente muchas cosas preceptuó, las cuales nadie pudo cumplir para domar la soberbia de los judíos que decían no falta quien cumpla, sólo falta quien aconseje»[41].

Importancia de las obras

En su comentario a la Epístola a los Romanos, al explicar el versículo «.Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[42], y presentar completa y definitivamente su interpretación, en este comentario posterior al de la Epístola a los Gálatas, resuelve lo que parece una contradicción de la Escritura, porque se dice en la Epístola de Santiago: «La fe sino tiene obras es muerta»[43]. En el primer versículo, las obras no se consideran necesarias para la justificación. En el segundo, por el contrario, se afirman que son imprescindibles.

Santo Tomás no ve los dos pasajes como opuestos y que supondrían una opción, por uno de ellos, como se hace en posiciones protestantes y en voluntarismos pelagianos, que tanto persisten en la actualidad. Santo Tomás las supera antes de que aparecieran como posiciones históricas , porque ve las dos proposiciones implicadas entre sí, sin oposición alguna, sino en continuidad.

Argumenta que San Pablo en el versículo citado de la Epístola a los Romanos: «indica el modo como por medio de la ley de la fe se excluye la gloria de los judíos, diciendo: “así concluimos” nosotros los Apóstoles, sabedores de la Verdad por Cristo, que todo “hombre” lo mismo judío que gentil, “es justificado por la fe”. “Ha purificado sus corazones por la fe” (Hch 15, 9), y esto sin las obras de la ley: no sólo sin las obras ceremoniales, que no conferían la gracia, pues sólo la significaban, sino que también sin las obras de los preceptos morales, según aquello de la epístola a Tito 3, 5: “El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia”, de tal manera, sin embargo, que esto se entienda que sin obras precedentes a la justicia, más no sin obras consecuentes».

De manera que ciertamente el hombre es justificado por la fe, y sin las obras de la ley, ni ceremoniales ni morales, pero sin obras antecedentes, sin obras que precedan a la fe. Añade seguidamente Santo Tomás que son necesarias las obras consecuentes: «porque, como se dice en la Epístola a Santiago: “la fe sin obras”, esto es obras subsecuentes, “muerta es”. Y por lo mismo no puede justificar»[44]. Si a la fe no le siguen obras, que son así consecuentes, es que no hay fe y sin ella tampoco hay justificación.

Puede enunciarse como cuarta tesis sobre la justificación que la fe produce obras meritorias. El hombre produce obras meritorias, porque es la misma fe, que mueve a su voluntad libre, a que realice obras morales buenas, que tienen así su origen y son mantenidas por la gracia. Afirma, por ello, San Pablo, más adelante: «de pura gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no viene de vosotros, siendo como es un don de Dios; tampoco en virtud de vuestras obras anteriores, puramente naturales, para que nadie pueda gloriarse»[45].

Explica Santo Tomás que San Pablo, en estos últimos versículos: «en cuanto a la fe, que es el fundamento de todo el edificio espiritual (…) cierra la puerta a dos errores. Primero, ya que había dicho que por la fe nos salvamos, pudiese alguno creer que esta fe procedía de nosotros y que a nuestro arbitrio quedaba creer o no. Por esto dice, para referirse a este error: ”y esto no viene de vosotros” (Ef 2, 8); pues no basta para creer el libre albedrío ya que las cosas de la fe están por encima de la razón: “muchas cosas se te han enseñado que sobrepujan la humana inteligencia (Eclo. 3, 25); “las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el espíritu de Dios” (1 Co, 2, 11)».

Este argumento, confirmado por al escritura, le permite concluir que: «Por consiguiente, de sí no puede tener el hombre, a no dársele Dios, el don de creer, según aquello: “¿Quién podrá conocer tus designios, si Tú no le das sabiduría, y no envías desde lo más alto de los cielos tu santo espíritu?” (Sb 9, 17). Por eso añade aquí San Pablo: “siendo como es un don de Dios” (Ef 2, 8), es a saber, la misma fe: “pues por los méritos de Cristo se os ha hecho la gracia, no sólo de creer en Él, sino también de padecer por su amor” (Flm 1, 29)».

El segundo error, es que pudiese alguno creer que la fe se nos daba por mérito de las obras precedentes, y para cerrar la puerta a este error, agrega: “tampoco en virtud de vuestras buenas obras” (Ef 2, 9) es a saber, anteriores, merecimos alguna vez este don de salvarnos, porque esto, como ya se dijo, es de pura gracia, “si de gracia, luego no por las obras; de otra suerte la gracia ya no sería gracia” (Rm 11, 6). Y da la razón de por qué salva Dios a los hombres por la fe sin méritos anteriores: “para que nadie pueda gloriarse”, en sí mismo, sino que toda la gloria se refiera a Dios, “no a nosotros, Señor, no a nosotros” (Sal 112, 1 Co 1, 29)»[46].

La fe y la ley

Consecuencia de esta última tesis sobre la fe como causa de las buenas obras y, por tanto, de las obras de la ley, es que la fe no deroga ninguna ley. El mismo San Pablo escribe: «¿Anulamos entonces nosotros la Ley por la ley por la fe? De ninguna manera. Antes bien confirmamos la ley?»[47].

Explica Santo Tomás que al preguntar: «”¿Anulamos entonces nosotros la ley por la fe”, puesto que decimos que el hombre es justificado sin las obras de la ley? Y responde: “De ninguna manera”, según aquello de Mt, 5, 18: “ni una jota, ni u ápice de la ley pasará”. Sino que agrega: “antes bien confirmamos la ley”, o sea, que por la fe perfeccionamos la ley y la cumplimos, según aquello de Mt 5, 17: “no he venido a abolir la ley, sino para darle cumplimiento”, y esto en cuanto a los preceptos ceremoniales, que como fuesen simbólicos, se fortalecen y se cumplen por la verdad que significada por ellos se muestra en la fe de Cristo; y también en cuanto a los morales».

Se comprende la razón: «porque la fe de Cristo confiere el auxilio de la gracia para cumplir con los preceptos morales de la ley. Y les agrega también ciertos consejos que sirven para observar de manera más segura y firme los preceptos morales»[48]. Por la fe se pueden hacer las obras que manda la ley moral. Además estas obras morales incluso se perfeccionan.

La fe actúa por las obras. Santiago escribe también, por ello, en el mismo lugar, que: «te mostraré mi fe por las obras»[49] y «la fe sin las obras es estéril»[50]. La fe tiene así una capital importancia para la salvación., tal como se revela en las cuatro tesis de Santo Tomás, con la que se puede sintetizar su interpretación de la justificación: la fe justifica al pecador; la fe justificante en un don divino; no intervienen en la justificación las obras realizadas por el pecador sin la fe o la gracia de Dios; y la fe es la que causa la obras meritorias, obras que son un signo de la existencia de la fe, que se ha aceptado o no se ha puesto impedimento a esta primera gracia.

Puede ayudar a comprender esta doctrina tomista, que no es más que la afirmación de la necesidad absoluta de la gracia, conseguida por Cristo, el siguiente ejemplo, que pone Madre Laura de Santa Catalina en su autobiografía: «Recordaba yo haber visto en un museo unos animalitos monstruosos, conservados en frascos llenos de alcohol y que se conservan allí por años y años, y me decía: Estos animalitos tienen tal tendencia a corromperse que han tenido que dejarlos entre alcohol y si de él los sacaran, al momento se pondrían insufribles. Pues así veía mi alma, conservada por una gracia especial y si de ella saliera o si ella se me apartara, al momento estaría buena sólo para tizón del infierno».

Añade la sabia santa colombiana: «Pero hay más: Aquellos animalitos, a pesar de estar conservados por el alcohol, son siempre fastidiosos y nadie quisiera ponerles ni la punta del dedo, y su gran corruptibilidad contenida por alcohol y todo, siempre va presentando ciertas manchitas y ciertas arrugas que denuncian bien lo que son esos animalejos. Pues así veía mi alma: Aunque preservada por la gracia, de grandes pecados, ha presentado a los divinos ojos imperfecciones y cosas que bien denuncian lo que soy y lo que fuera sin esa gracia misericordiosa»[51].

La fe nos permite reconocer nuestros pecados y advertir la necesidad de la gracia. Como ha indicado el papa Francisco: «La fe nos dice que somos «hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; (…) Dios es fiel en su amor, y hasta obstinado. Nos ayudará pensar que nos ama más de lo que nosotros nos amamos (…) somos siempre sus hijos amados. Recordemos esto al comienzo de cada día. Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración: «Señor, te doy gracias porque me amas; estoy seguro de que me amas; haz que me enamore de mi vida». No de mis defectos, que hay que corregir, sino de la vida, que es un gran regalo: es el tiempo para amar y ser amado»[52].

Eudaldo Forment



[1] Rm 3, 28.

[2] Rm 3, 22.

[3] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 3.

[4] 1 Co 15, 10.

[5] Rm 3, 28.

[6] Rm 3, 10-20.

[7] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 2.

[8] Rm 3, 19.

[9] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 2.

[10] Rm 3, 20.

[11] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 2.

[12] Rm 11, 6..

[13] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. XI, lec. 1.

[14] Véase: FRANZ WERFEL, El cielo a buen precio, Madrid, Ediciones Palabra, 1992.

[15] Rm 3, 20.

[16] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 2.

[17] Lo terminó en 1266, en su primer año de docencia en Roma, pero que ya lo había iniciado en Nápoles en 1259 –al regresar de su primera regencia de la cátedra de teología llamada de extranjeros de la Universidad de París–, y que había continuado en Orvieto.

[18]Lo empezó escribir a partir de 1269, en París, pero que por dejar en 1272 la segunda regencia de la cátedra parisiense, lo continuó en Nápoles.

[19] El orden en que se presentan las epístolas en la Sagrada Escritura es el siguiente: Epístola a los Romanos; Primera epístola a los Corintios; Segunda epístola a los Corintios; Epístola a los Gálatas; Epístola a los Efesios; Epístola a los Filipenses; Epístola a los Colosenses; Primera epístola a los Tesalonicenses; Segunda epístola a los Tesalonicenses; Primera epístola a Timoteo; Segunda epístola a Timoteo; Epístola a Tito; Epístola a Filemón; y Epístola a los Hebreos.

[20] 1 Pd 3, 18.

[21] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los Gálatas,, c. II, lec. 6.

[22] Rm 3, 28.

[23] Ga 2, 16.

[24] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. II, lec. 4

[25] También se perdió la parte final de la segunda versión del comentario a Primera carta a los corintios, que se quedó en el versículo 9 del capítulo 7. Después del versículo 10 de este capítulo hasta el final del capítulo 10. Para llenar este vacío se incluyó el texto correspondiente del dominico Pedro de Tarantasia (m. 1276).

[26] Rm 3, 28.

[27] Ga 2, 16.

[28] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. III, lec. 2.

[29] Ga 3, 10

[30] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. III, lec. IV.

[31] Ga, 3, 10.

[32] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. III, lec. IV.

[33] Rm 12, 14.

[34] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. III, lec. IV.

[35] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. XII, lec. 3.

[36] Rm 12, 14.

[37] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. XII, lec. 3

[38] Rm 12, 14.

[39] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. XII, lec. 3

[40] Gal, 3, 10

[41] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. III, lec. IV.

[42] Rm 3, 28.

[43] St 2, 17.

[44] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos,, c. 3, lec 4.

[45] Ef 2, 8-9.

[46] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 2, lec 3.

[47] Rm 3, 31.

[48] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 3, lec. 4.

[49] St 2, 18.

[50] St 2, 20.

[51]Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Impr., Carvajal, 1991, 2ª ed., c.L, ¡Díos mío, cuánto alumbra y serena la verdad!, p. 712.

[52] FRANCISCO, Homilía del Santo Padre, Jornada Mundial de la Juventud, Campus Misericordiae, 31-7-16.

3 comentarios

  
Luis Fernando
Los protestantes son claro ejemplo de la advertencia que da san Pedro en su segunda epístola sobre las cartas de San Pablo:

y considerad que la longanimidad de nuestro Señor es nuestra salvación. Así os lo escribió también nuestro querido hermano Pablo según la sabiduría que se le otorgó, y así lo enseña en todas las cartas en las que trata estos temas. En ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -lo mismo que las demás Escrituras- para su propia perdición.
2ª Pe 3,15-16


El solafideísmo protestante no solo contradice la Escritura, sino al mismísmo san Pablo, de quien supuestamente sacan esa herejía. Romanos 2 deja en muy mal lugar a los que presentan a un apóstol solafideísta:

Tú, sin embargo, con tu dureza y con tu corazón que no se quiere arrepentir, atesoras contra ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual retribuirá a cada uno según sus obras: la vida eterna para quienes, mediante la perseverancia en el buen obrar, buscan gloria, honor e incorrupción; la ira y la indignación, en cambio, para quienes, con contumacia, no sólo se rebelan contra la verdad, sino que obedecen a la injusticia.
Rom 2,5-8


Ya lo ven ustedes. Dice el apóstol que Dios retribuye con vida eterna a los que perseveran en obrar bien. Por supuesto, por otros versículos sabemos que tal cosa solo es posible por gracia, ya que Dios es quien obra en nosotros para que obremos conforme a su voluntad. Pero las obras SON necesarias. De hecho, por ellas seremos juzgados.
04/09/16 10:26 AM
  
Rexjhs
Excelente, D. Eudaldo. Post para guardar, sin duda.

Siempre se ha dicho en la tradición de la Iglesia que los 2000 primeros años fueron de ley natural, que los 2000 años siguientes fueron de ley mosaica, y que los 2000 años que siguieron a la encarnación, muerte y resurrección de Cristo son de gracia... Me ha gustado leer que los judíos que vivieron bajo la ley mosaica fueron justificados, no por sus obras rituales o morales, sino por la fe en Cristo, es decir, en el Mesías que había de venir. Por eso Cristo dice en Lucas 10, 24: "Les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron; escuchar lo que ustedes escuchan, y no lo escucharon". Es por ello por lo que el padre D. Leonardo Castellani dice que "lo mejor del judaísmo entró de forma natural en el cristianismo", mientras que los judíos fariseos que esperaban un Mesías batallador y dominador del mundo le rechazaron, como le rechazan aún hoy día, y por eso se echarán en manos del Anticristo, que será ese Mesías guerrero, que les libre de sus enemigos infieles, los cristianos y los musulmanes.... ¿No fue, a fin de cuentas, someterse a Cristo, encarnado como hombre, la misma prueba que Dios padre les puso a sus ángeles, por la que 1/3 de los mismos cayeron? ¿Y no es la misma prueba que Dios pondrá a la Iglesia en el fin de los tiempos, ya que San Juan nos dice que el Anticristo es el que niega la divinidad de Cristo? Cristo, ayer, hoy y siempre, es el parteaguas, la piedra de tropiezo. El que cree en él recibe la gracia para hacer buenas obras y dejar el pecado; el que no cree en él es un Anticristo. Bendiciones y muchas gracias.
04/09/16 2:59 PM
  
Manuel Ocampo Ponce
Excelente como todo lo que escribe. Sin duda el más profundo y el mejor autor de Infocatólica.
Muchas gracias por sus enseñanzas que tanto bien nos hacen.
Saludos:
Manuel Ocampo Ponce.
13/09/16 12:54 AM

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