XIV. El mérito de las buenas obras

 

Principios del protestantismo

Desde sus orígenes el protestantismo, que ha  permanecido en el que se ha llamado protestantismo tradicional, ha establecido dos principios fundamentales. El primero, que el hombre depende de manera absoluta de la gracia para su salvación: y  el segundo, que es necesaria la fe en Cristo y de su sacrificio redentor. Consideraba que estos dos principios eran completamente opuestos a otros dos también centrales del humanismo renacentista. El primero, la acentuación de la autonomía del hombre; y el segundo, la consideración de la cultura humana como valor supremo.

El protestantismo creía también, por un lado, que el optimismo naturalista a que conducían los dos principios del humanismo, tenía su origen en la recepción de la filosofía griega por el cristianismo oriental, y en cuya línea se encontraba el pelagianismo posterior en occidente. Por otro, como indica Francisco Canals, en su obra  sobre el protestantismo, que: «La contrarreforma habría sido un movimiento antropocéntrico, enfrentado al radical teocentrismo propugnado por los reformadores»[1].

 

El concilio de Trento y el problema postridentino

Dejando aparte las interpretaciones del protestantismo tradicional respecto al humanismo, al Renacimiento y a la modernidad, e incluso su crítica al denominado «protestantismo liberal» –por haber asumido los  principios de estas tres corrientes, y abandonar los de  sus fundadores–, puede replicarse con Canals que: «No es la Iglesia romana maestra de confianza en el hombre; ella no hace sino enseñar la generosa dispensación de la misericordia divina»[2].

El concilio de Trento no cambió el teocentrismo, siempre reafirmado por los anteriores concilios ecuménicos, sino que  comprendió que: «al minimizar o desconocer la comunicación regeneradora y santificante del don divino a la humanidad caída, su interna liberación y renovación de vida, ciertamente obscureceríamos y disminuiríamos el honor de la sangre redentora»[3]. Por el contrario: «Sería el pesimismo de la teología reformada el que, en dirección inversa a la que pretende denunciar en el catolicismo romano, se habría inspirado en un temor a beber demasiado en la fuente de aguas vivas»[4].

Sin embargo, es cierto que en el campo de la teología existió un «problema postridentino». Recuerda Canals que: «se han dado en el catolicismo posrenacentista actitudes y tendencias antitéticas a las del protestantismo y jansenismo, y no puramente ordenadas a la verdad plena, sino implicadas ellas mismas en la dialéctica que contrapone, y a la vez entre sí, la “protesta” de la reforma y el antropocentrismo del renacimiento»[5]. En los siglos postridentinos, faltaron en algunos «actitudes y expresiones» para dar una  respuesta «unitaria y plenamente comprensivas»[6].

 

El jansenismo

Un ejemplo de esta falta de síntesis unitaria en la solución a las cuestiones de la gracia y de la salvación es, como también ha recordado Canals, que hubo: «en la teología postridentina cierto malestar respecto a la soteriología agustiniana (…) El título de “disciples de Saint Augustin” fue en los siglos siguientes el nombre propio pretendido por los jansenistas; al parecer, no era sólo opinión suya, ya que no faltaban entre sus adversarios sectores inclinados a remover la autoridad del doctor de la gracia, al atribuir a san Agustín, por las “extremosidades” y “exageraciones” de su actitud polémica contra Pelagio, la paternidad del propio jansenismo»[7].

La doctrina jansenista  –inspirada en las obras del obispo holandés Jansenio (1585-1638)–, como ha notado Francisco Marín-Sola, partía del principio que la naturaleza humana caída por el pecado original está muerta para todo bien. Como consecuencia se afirmaba que: «sin la gracia, la naturaleza no puede hacer ningún acto moralmente bueno, por fácil e imperfecto que sea». No sólo, como es patente, con valor sobrenatural y por tanto justificante, sino tampoco en el mismo orden natural, aunque no tenga mérito para la salvación.

Marín-Sola concreta esta imposibilidad en seis tesis, desde su interpretación de la doctrina de Santo Tomás sobre esta cuestión[8]. Para el jansenismo,  el hombre no podría sin la gracia: «1. Tener ningún amor a Dios, ni que se trate de un amor perfecto o eficaz, ni que se trate de un amor ineficaz e imperfecto. 2. Guardar ningún mandamiento, ni difícil ni fácil. 3. Evitar ningún pecado, ni grave ni leve. 4. Vencer ninguna tentación, por leve que sea. 5. Dejar de poner ningún impedimento o de resistir a la gracia, sea en cosas graves o leves, por corto o largo tiempo. 6. Perseverar en el bien hasta el fin, ni perseverar por largo o por corto tiempo, ni perseverar un solo momento»[9].

 

El pelagianismo

En el jansenismo, por estar muerta la naturaleza caída del hombre para todo bien, no tiene sentido la distinción entre actos fáciles, aquellos que no requieren todas las fuerzas de la naturaleza, y los actos difíciles, los que las precisan todas; ni entre actos imperfectos, que se corresponden a los fáciles, porque por su cualidad de inacabados, sólo exigen algunas fuerzas, y los actos perfectos, que son los difíciles,  por la necesidad de que actúen todas las fuerzas de la naturaleza humanan; ni los actos de corto tiempo, que son los fáciles e imperfectos, y los actos de largo tiempo, que son los mismos, pero que el tiempo ha hecho difíciles. En la falta de estas distinciones, el jansenismo coincide con la posición opuesta del pelagianismo.

En la doctrina de Pelagio, combatida por San Agustín, se parte de una tesis opuesta al protestantismo y al jansenismo,  que la naturaleza del hombre está sana y, que aún después del pecado original, conserva todas sus fuerzas naturales. Se infiere del mismo, indica también Marín-Sola, que el hombre: «aún sin la gracia, puede todos los actos del orden natural, por difíciles o perfectos que sean».

Igualmente el teólogo tomista precisa este principio y su consecuencia en seis tesis, que se contraponen a las anteriores jansenistas. Por tanto, la naturaleza puede sin la gracia: «1. Amar a Dios sobre todas las cosas, aunque se trate de un amor perfecto y eficaz, y no solamente ineficaz o imperfecto. 2. Guardar todos los mandamientos y no solamente algunos. 3. Evitar todos los pecados graves colectivamente y siempre, y no solamente algunos, o disyuntivamente, o por algún tiempo. 4. Vencer todas las tentaciones, tanto graves como leves. 5. No poner ningún impedimento o no resistir a la gracia, sea en cosas leves o graves, por corto o por largo tiempo. 6. Perseverar hasta el fin, y no sólo por algún tiempo, en todas las cosas dichas, esto es, haciendo el bien y evitando el mal»[10].

Para el pelagianismo, en definitiva, la naturaleza por estar sana conserva todas sus fuerzas integras y puede realizar todos los actos proporcionados a ella, sin que tengan que ser imperfectos o difíciles y sin tener en cuenta que el tiempo sea poco o mucho.

 

El tomismo postridentino

En la cristiandad postridentina, la actitud de parcialidad y de enfrentamiento antitético entre partes doctrinales, que ignoraba toda la síntesis unitaria fue generalizándose.  De ahí, como indica Canals, que: «efecto de la inspiración desenfocada y antitética, en alguna de sus dimensiones, de la teología antiprotestante y antijansenista, se manifestó en los mismos temas nucleares sobre los que habían versado las definiciones tridentinas»[11].

Añade Canals: «En las nuevas explicaciones para la “concordia del libre albedrío con los dones de la gracia, la divina presciencia, la Providencia, predestinación y reprobación”, se concretó un movimiento que vino a ser representativo de la época del barroco»[12].

No obstante, continuó en la Iglesia la corriente tomista[13]. Además de mantener la solución de Santo Tomás del problema de lo que puede la naturaleza caída sin la gracia, los tomistas reiteraron la doctrina de la soberanía gracia  del Aquinate, que podría resumirse en las siete tesis siguientes:

Primera: La iniciativa de la gracia es únicamente de Dios, por omnipotencia y amor misericordioso gratuito.

Segunda: La gracia es intrínseca y eficaz por sí misma, con independencia del consentimiento de la criatura. No es por la cooperación humana por la que la gracia alcanza a tener su eficacia.

Tercera: La gracia divina no se reparte con la recta voluntad humana, como dos causas independientes en su respectiva actividad concurrente.

Cuarta: La gracia de Dios renueva al hombre, lo hace activo y causa así obras libres.

Quinta: La gracia  causa el querer y el obrar el bien, el natural al que no puede la naturaleza caída y todo el sobrenatural.

Sexta: La gracia es la que hace bueno al hombre en el grado que le corresponde según su naturaleza.

Séptima: Por obrar Dios en nosotros la buena voluntad y la buena obra con eficacia justificante, la obra meritoria es efecto de la gracia.

 

El mérito

Según está última tesis de los tomistas, todo acto meritorio para la salvación,  sea del grado o del tipo que sea, se debe exclusivamente a la gracia, en todas sus clases. Igual e insistentemente San Agustín había enseñado que el mérito es un don de Dios.     

Escribe, por ejemplo: «¿Cuál es, pues, el mérito del hombre antes de la gracia? ¿Por cuáles méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia y si cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus dones[14]. Dios, cuya bondad es tan grande, quiere que lo que son dones suyos sean nuestros méritos[15].   

Tanta es la bondad de Dios que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos. «Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿que otra cosa enumera sino tus dores? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y “quien se gloría se gloriase en el Señor” (1 Cor 10,17)»[16].

Al comentar el versículo del salmo 102: «Él te corona de su misericordia y de sus gracias»[17], escribe San Agustín: «Es evidente que luchaste, y serás coronado, porque venciste; pero ve quien venció primero y quién te hizo vencer a ti en segundo lugar. “Yo –dice Él– vencí al mundo; alegraos» (Jn 16, 33) ¿Y nos alegramos de que él haya vencido al mundo como si nosotros también le hubiéramos vencido? Efectivamente nos alegramos, porque nosotros también le vencimos. Quienes le vencimos en nosotros, por Él le vencimos. Luego te corona, porque corona sus dones, no tus méritos»[18].

De modo parecido, en su comentario el texto de San Pablo: «El estipendio del pecado es la muerte; y es gracia de Dios la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo»,[19] nota San Agustín: «El bienaventurado Apóstol (…) dice: “El estipendio del pecado es la muerte” (Rom 6,23). Es estipendio porque se debe, porque se retribuye dignamente, porque se paga el mérito. En cambio, para que la justicia no se engría con el humano mérito bueno (bono mérito), y a pesar de que no duda de que el pecado es un mérito humano malo, no dice por contraste que la vida eterna sea estipendio de la justicia, sino: “La vida eterna es gracia de Dios”. Y para que esa gracia no se busque por otro camino que el mediador, añadió:”Por Jesucristo nuestro Señor”».

Los que sigan al pecado, como si fuera un general, reciben como paga o soldada la muerte. En cambio, la vida eterna, que reciben los que siguen a Dios, no les es dada como sueldo, sino como dádiva, como una gratificación o donativo. Es como si San Pablo: «dijera: “Al oír que la muerte es estipendio del pecado, ¿por qué tratas ya de engreírte, ¡oh humana no justicia, sino clara soberbia!, embozada en el nombre de justicia? ¿Por qué tratas ya de engreírte y quieres pedir la vida eterna, contraria a la muerte, como un estipendio debido? Sólo se debe la vida eterna a la verdadera justicia; pero si la justicia es verdadera, no proviene de ti, sino que desciende de lo alto, del Padre de las luces. Para que la tuvieses, si es que la tienes, hubiste de recibirla, pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Por lo tanto, ¡oh hombre!, que has de recibir la vida eterna, ella es estipendio de la justicia, pero para ti es una gracia, ya que la misma justicia es para ti una gracia. Se te daría la vida eterna como debida si procediera de ti esa justicia que la merece. Ahora bien, de la plenitud de Cristo hemos recibido no sólo la gracia, por la que ahora justamente vivimos hasta el fin de los trabajos, sino también una gracia por esa gracia, para que luego vivamos sin fin en el descanso»[20].

 

La libertad aparente y la libertad verdadera

De manera parecida, al comentar este pasaje de San Pablo, indica Santo Tomás, con respecto  a  lo debido al pecado, que hay que tener en cuenta, en primer lugar,  la situación del hombre  en estado pecador. «Débese saber que tal estado es de verdadera esclavitud, pues su libertad no es verdadera sino tan sólo aparente. Porque como el hombre es lo que es según la razón, el hombre viene a ser verdadero esclavo cuando por algo extraño se aparta de lo que es de razón».

Sin embargo, su conducta irracional le puede parecer libre. «Pues que alguien no se prive por el freno de la razón de obedecer a la concupiscencia, es libertad en cuanto a su propia opinión, que tiene por bien máximo el entregarse a su deseo».

Es preciso advertir, en segundo lugar, que el efecto del pecado es la muerte: «La cual, aunque ciertamente no sea la finalidad de quien obra el pecado, porque al pecar el pecador no trata de desembocar en la muerte, es, sin embargo, el fin de los propios pecados, porque de suyo están constituidos para conducir a la muerte temporal, porque como el alma aparta de sí a Dios, lógico es que su cuerpo se separe de ella; y también a conducir a la muerte eterna, porque quien quiere separar el tiempo respecto de Dios, por la concupiscencia del pecado, bueno es que de Él sea apartado eternamente, lo cual es la muerte eterna»[21].

 

Donación de los méritos y donación de la vida eterna

San Agustín, en la Carta a Sixto, antes de comentar este versículo de San Pablo, relaciona la tesis del origen divino del mérito de las buenas obras con la de la primacía de la gracia. «¿Cuál es, pues, el mérito del hombre antes de la gracia? ¿Por qué méritos recibirá la gracia, si todo mérito bueno lo produce en nosotros la gracia, y cuando Dios corona nuestros méritos no corona sino sus dones? Como desde el principio de la fe hemos conseguido la misericordia, no porque éramos fieles, sino para que lo fuésemos, del mismo modo al fin, cuando llegue la vida eterna, nos coronará, como  está escrito “En piedad y misericordia” (Sal 102, 4). No cantamos, pues, en vano: “Y su misericordia me prevendrá” (Sal 58. 11); y también: “Su misericordia me seguirá” (Sal 22, 6)».

Afirma San Agustín que la gracia está al principio y al final de la salvación, porque: «La misma vida eterna la alcanzaremos al fin, pero sin fin, y, por lo tanto, supone méritos precedentes. Más, puesto que esos méritos que la consiguen no los hemos alcanzado por nuestra suficiencia, sino que se han producido en nosotros por la gracia, esa misma vida eterna se llama gracia, porque se da gratuitamente. Se da por los méritos, pero se dieron antes los méritos por los que se da la vida eterna»[22].

En esta importante carta, San Agustín había empezado con la afirmación de la acción sanante de la gracia en la voluntad humana haciéndola verdaderamente libre. Decía que algunos pelagianos: «Piensan que se les arrebata la libertad si conceden que el hombre no puede tener buena voluntad sin la ayuda Dios. No entienden que no corroboran la libertad, sino que la empujan a vagar de vanidad en vanidad, en lugar de colocarla sobre el Señor como sobre roca inmóvil. Porque es el Señor quien prepara al voluntad»[23].

 

«Vasos de ira» y «vasos  de misericordia»

Explica además San Agustín que los pelagianos niegan el misterio de la predestinación divina, el que Dios desde toda la eternidad ha determinado conferir la gracia y la vida eterna  a los que ha elegido libremente. «Piensan que les va a quedar un Dios aceptador de personas si creen que se apiada de quien quiere, que llama a quien quiere y que hace religioso a quien quiere, sin mérito alguno precedente. Se fijan muy poco en que al condenado se le propina un castigo debido, y al que se salva se le da una gracia indebida, de modo que ni al primero puede quejarse de ser injustamente castigado ni el segundo puede gloriarse de ser justamente salvado. Antes diríamos que más bien se suprime la aceptación, cuando no hay más que una sola masa de condenación y pecado; así, el que se salva aprenda del que no se salva el suplicio que le esperaba si la gracia no se hubiese interpuesto. Y si es la gracia la que se interpone, no puede ser por méritos ganada, sino por gratuita bondad otorgada»[24].

No obstante, reconoce San Agustín, que parece que se podría replicar con los pelagianos: «“Pero es injusto el que uno sea salvado y el otro castigado en una misma causa mala”».        

Responde a continuación:: «Efectivamente, es justo que ambos sean castigados. ¿Quién lo niega? Demos, pues, gracias al Salvador, cuando vemos que no se nos da lo que en la condenación de los demás vemos que habíamos merecido. Si todos fuesen liberados, quedaría oculto lo que se debe en justicia al pecado; y si nadie se salvara, no se sabría lo que otorga la gracia».

Con el intento de lograr una mayor comprensión de este misterio de  la gratuidad  de la predestinación a la gloria, anterior no sólo a los méritos que tendrán los predestinados sino a su previsión, San Agustín vuelve acudir a San Pablo. «Utilicemos para esta cuestión dificilísima las palabras del Apóstol: “Queriendo Dios mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición; y para mostrar las riquezas de su gloria sobre los vasos de misericordia, que de antemano preparó para la gloria” (Rm 9, 22, 23). El barro no puede decir a Dios: “¿Por qué me hiciste así?” Pues “El tiene poder para fabricar de la misma pasta un vaso de honor y otro de ignominia”. Toda la masa fue condenada; por justicia se le da la ignominia debida, y por gracia se le da el indebido, esto es, no por las prerrogativas del mérito, o por la necesidad del hado, o por la temeridad de la fortuna, sino por la profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios»[25].

Al comentar este pasaje de San Pablo, nota Santo Tomás que el término «ira» significa «la justicia vindicativa. Porque no se habla de la ira en Dios según la agitación o emoción del afecto, sino conforme al cumplimiento de la vindicta», o el castigo que corresponde en justicia. «Contra los malos Dios no sólo de la ira usa, esto es, del castigo, castigando a los a Él sujetos, sino también de su poder sujetándolo todo a Sí mismo (…) la acción que Dios ejerce respecto de ellos no es para disponerlos al mal, porque ellos mismos de suyo están dispuestos para el mal por la corrupción del primer pecado (…) Y lo único que Dios hizo respecto a ellos fue permitirles hacer cuanto quisieran»[26].

La iniciativa la toma Dios en los vasos de misericordia, que Dios ha tomado. En cambio, ante los vasos de ira la actitud de Dios no es ya la misma. Además debe tenerse en cuenta, como advierte San Agustín, que: «”Todos los caminos del Señor son misericordia y verdad” (Sal 24, 10) Son, pues, misteriosas su misericordia y su verdad, ya que “se apiada de quien quiere” (Rm 11,36), y no por justicia, sino por gracia y misericordia; y “endurece a quien quiere” (Rm 11,13), pero no por iniquidad, sino por verdad del castigo. Esa misericordia y verdad se corresponden, como está escrito: “La misericordia y la verdad se encontraron” (Sal 84, 11). De modo que ni la misericordia impide la verdad con que es castigado quien lo merece, ni la verdad impide la misericordia con que es liberado quien no lo merece ¿De qué méritos propios va a engreírse el que se salva, cuando, si se mirase a sus méritos, sería condenado? ¿Quiere decir eso que los justos no tienen mérito alguno? Lo tienen, pues son justos. Pero no hubo méritos para que fuesen justos: fueron hechos justos cuando fueron justificados, y, como dice el Apóstol, “fueron justificados gratuitamente por la gracia divina» (Rom 3, 24)»[27].

 

La gracia de la oración

Aún aceptando la tesis de la primacía de la gracia de Dios, como nota, por último, San Agustín, en esta carta: «Podríamos decir que precede el mérito de la oración para conseguir el don de la gracia. Porque, cuando la oración pide lo que pide, muestra que es don de Dios, para que el hombre no piense que lo tiene de su cosecha; si lo tuviese en su poder no lo pediría»

Sin embargo, la respuesta de San Agustín  a si antecede la oración del hombre a la gracia es negativa. «No se crea que precede ni siquiera ese mérito de la oración en aquellos que en hipótesis han recibido una gracia no gratuita, que no sería ya gracia, sino paga del mérito. Para que nadie crea eso, la misma oración se cuenta entre los dones de la gracia».

Lo confirma a continuación con estas palabras de San Pablo: «Asimismo el Espíritu ayuda también a nuestra flaqueza, porque no sabemos lo que hemos de pedir como conviene pero el mismo espíritu  interpela por nosotros con gemidos inenarrables»[28]. Y comenta: « ¿Por qué dice que interpela por nosotros sino porque nos hace interpelar? Certísimo indicio de indigencia sería interpelar con gemidos, y no hemos de creer que el Espíritu Santo sea indigente de ninguna cosa. Dice que interpela porque nos hace interpelar, porque nos inspira el afecto de gemir e interpelar, según se ve en aquel pasaje del Evangelio: “No sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre habla en vosotros” (Mt 10, 20). No se logra eso de nosotros como si nosotros nada hiciésemos. Luego la ayuda del Espíritu Santo se expresa de modo que se dice que Él hace lo que nos hace hacer»[29].

Para San Agustín, no se atribuyen al Espíritu Santo «gemidos inenarrables» porque  se produzcan en Él, sino porque los produce en el espíritu humano. Igualmente la «interpelación» u oración del Espíritu Santo no es porque pida por los hombres, sino que pone la oración en ellos.

Santo Tomás, al comentar este pasaje,  lo interpreta de igual manera. Hacerlo  de otro modo, advierte: «Parece favorecer el error de Arrío y de Macedonio, quienes afirmaron que el Espíritu Santo es una creatura y menor que el Padre y el Hijo; porque el interceder es del inferior, y si por decir que Él intercede entendemos que es una creatura pasible y menor que el Padre, se sigue también que de la expresión con gemidos entendamos que es Él una creatura pasible carente de la bienaventuranza, cosa que jamás dijo ningún hereje. Porque un gemido por dolor es algo que corresponde a la indigencia. Y por ello se debe explicar el “interpelar” en el sentido de que hace que nosotros pidamos (…) El Espíritu Santo hace que nosotros pidamos, en cuanto causa en nosotros deseos rectos. Porque la petición es cierto despliegue de los deseos. Y los deseos rectos provienen del amor de caridad, la cual es claro que él produce en nosotros “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5)»[30].

 

Eudaldo Forment

 

 



[1] Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder, 1966, p. 52.

[2] Ibíd., p. 56.

[3] Ibíd. Se puede advertir: «En las tendencias centrales del protestantismo la sutil y peligrosa desviación por la que se sitúa inarmónicamente respecto a aquella ley más íntima y radical de la misericordiosa economía de la redención del hombre por el Hijo de Dios hecho hombre» (Ibíd.).

[4] Ibíd., pp. 56-57

[5] Ibíd., p. 58.

[6] Ibíd., p. 59.

[7] Ibíd., pp. 57-58.

[8]Véase:  Francisco Marín-Sola, «Nuevas observaciones acerca del sistema tomista sobre la moción divina», en La Ciencia Tomista (Salamanca), 99 (1926), pp. 321-397, p. 325-326

[9] Ibíd. p. 325.

[10] Ibíd. Debe tenerse en cuenta que: «Respecto a un hombre sano como a un hombre muerto, la distinción entre poder lo fácil y no poder lo difícil, no tiene sentido; respecto a un hombre enfermo o débil, esa distinción no solamente tiene sentido, sino que es esencial, por la proporción que tiene que haber siempre entre el acto y la potencia, esto es, entre la acción y las fuerzas para llevarla a cabo. Por eso, para un jansenista o pelagiano la distinción entre obras fáciles y difíciles, imperfectas y perfectas, por poco o por largo tiempo, es una distinción simplemente necia» (Ibíd., p. 324).

[11] Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, op. cit.,p. 60.

[12] Ibíd., pp. 60-61.

[13] Cf. Ibid., p. 65.

[14] San Agustín, Carta 194, 5, 19.

[15] Cf. CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, c. XVI (DS 1548): «Lejos, del hombre cristiano el confiar o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 10, 17], cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos  lo que son dones de Él».

[16] SAN AGUSTÍn, Confesiones, IX, 13, 34.

[17] Sal. 102, v. 4.

[18] SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum, 102, 7.

[19] Rm 6, 23.

[20] San Agustín, Carta 194, A Sixto, V, 21.

[21] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 6, lec. 4. Al intento de separar el tiempo de Dios podrían aplicarse estas palabras del papa Francisco: «El tiempo no es una realidad ajena a Dios (…) Existe siempre en nuestro camino existencial una tendencia a resistir a la liberación; tenemos miedo a la libertad y, paradójicamente, preferimos más o menos inconscientemente la esclavitud. La libertad nos asusta porque nos sitúa ante el tiempo (…). La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a «momentos» y así nos sentimos más seguros; es decir, nos hace vivir momentos desvinculados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud nos impide vivir plenamente y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra ante el futuro, ante la eternidad (…) En nuestro corazón anida la nostalgia de la esclavitud, porque aparentemente es más tranquilizadora, más que la libertad, que es mucho más arriesgada. Cómo nos gusta estar enjaulados por muchos fuegos artificiales, aparentemente hermosos pero que en realidad duran sólo pocos instantes. Y esto es el reino, esto es la fascinación del momento» (Homilía del Te Deum de acción de gracias, 31-12-2014)

[22] San Agustín, Carta 194, A Sixto., V, 19.

[23] Ibíd., II, 3.

[24] Ibíd.., II, 4.

[25] Íbid., II, 5.

[26] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 9, lec. 4.

[27] San Agustín, Carta 194, A Sixto, III, 6.

[28] Rom 8, 26.

[29] San Agustín, Carta 194, A Sixto, IV, 16.

[30] Santo Tomás, In Epistolam Pauli ad Romanos expositio, 8, lec. 5.

10 comentarios

  
Luis Fernando
Escribí el otro día en el blog de Alonso Gracián y escribo ahora aquí, que en relación a la gracia está más cerca de la fe católica el protestante hereje no arminiano que el "católico" semipelagiano. Siendo que ambos están, obviamente, alejados de la fe verdadera.

Y añado que los católicos no tendríamos mayor problema en aceptar el lema "sola gratia", interpretado de forma católica -lo cual implica que también hay gracia en el mérito-, pero nunca el "sola fide".

31/03/15 6:36 PM
  
Luis Fernando
Los versículos que siguen a Romanos 9,28 son quizás de los más complicados de entender para muchos en toda la Escritura. Y al mismo tiempo, los que más fácilmente se prestan a una mala interpretacón que lleva a auténticas herejías, como es el caso del doble decreto de predestinación de Calvino. Como bien dice San Pedro:

... y considerad que la longanimidad de nuestro Señor es nuestra salvación. Así os lo escribió también nuestro querido hermano Pablo según la sabiduría que se le otorgó, y así lo enseña en todas las cartas en las que trata estos temas. En ellas hay algunas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -lo mismo que las demás Escrituras- para su propia perdición.
Por eso, vosotros, queridísimos, sabiéndolo de antemano, estad alerta, no sea que -arrastrados por el error de esos disolutos- decaigáis de vuestra firmeza.
2 Ped 3,15-17

Es fundamental entender que ese "endurecimiento" no consiste en que Dios provoca que el pecador peque, sino que consigna que la situación pecaminosa previa llegue hasta sus últimas consecuencias, de manera que en vez de gracia sobre gracia, el pecador comete pecado sobre pecado.
31/03/15 7:21 PM
  
amauta
Lusi Fernando, ¿Se le podría comentar al P. Iraburu si estos post cuando vayan cuajando en un cierto cuerpo, si con permiso del profesor Edualdo Forment, pueden ser publicados en los cuadernos de "Gratis Date"?
31/03/15 8:22 PM
  
Luis Fernando
Sí, amauta, seguramente.
31/03/15 8:39 PM
  
DenzingerBergoglio
Sobre el problema de la gracia en la actuación del hombre para su salvación, vale la pena ver lo que nos enseña el Magisterio.

Concilio de Trento:
Sólo son justificados aquellos a quienes se comunica el mérito de la Pasión

Mas, aun cuando El murió por todos (2Co 5,15), no todos, sin embargo, reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunica el mérito de su pasión. En efecto […], si no renacieran en Cristo, nunca serían justificados [Can. 2 y 10], como quiera que, con ese renacer se les da, por el mérito de la pasión de Aquél, la gracia que los hace justos. (Denzinger-Hünermann 1523. Concilio de Trento, sesión sexta, cap. 3, 13 de enero de 1547: decretos sobre la justificación)

El hombre no puede merecer la vida eterna sin la gracia




Can. 2. Si alguno dijere que la gracia divina se da por medio de Cristo Jesús sólo a fin de que el hombre pueda más fácilmente vivir justamente y merecer la vida eterna, como si una y otra cosa las pudiera por medio del libre albedrío, sin la gracia, si bien con trabajo y dificultad, sea anatema. […]
Can. 10. Si alguno dijere que los hombres se justifican, sin la justicia de Cristo, por la que nos mereció justificarnos, o que por ella misma formalmente son justos, sea anatema. (Denzinger-Hünermann 1552.1560. Concilio de Trento. Cánones sobre la justificación)

Beato Pablo VI:
Después del pecado la única solución es la gracia

El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados. La libertad del hombre, herida por el pecado, sólo puede hacer plenamente activa esta ordenación a Dios con la ayuda de la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su propia vida ante el tribunal de Dios, según haya obrado el bien o el mal. (Constitución pastoral Gaudium et Spes, 17)

31/03/15 10:58 PM
  
Grace del Tabor-Argentina
Excelente artículo. Pero me quedan dos dudas: 1 ) para los bautizados y educados en la fe católica, enseñados (con los límites humanos :imperfectamente), que han recibido los Sacramentos, y se han alejado de la fe aunque dicen tenerla, y mucha. Son personas a quienes "el mundo" ha confundido.Obran el bien prescindiendo de la Iglesia, hacen bien a los demás, oran... Nuestras oraciones por ellos, ¿pueden obtener la gracia de su vuelta a la verdadera Iglesia? ¿Qué se esperaría de ellos, que son muchos por desgracia?---2) Para rezar es necesario abrir el corazón al amor de Dios. Esta apertura es moción del Espíritu Santo. El aceptarla sería decisión del hombre usando su libre albedrío , o también gracia solamente, o confluyen ambas ? Gracias.

01/04/15 6:41 AM
  
Manuel Ocampo Ponce
Tan clara y hermosa exposición de estas verdades. Todo lo que escrbe vale oro Dr. Eudaldo. No tengo palabras para agradecer y felicitarle.


02/04/15 7:22 PM
  
María Arratíbel
Apoyo la propuesta de "amauta". Estoy guardando en words e imprimiendo estos artículos para poder estudiarlos despacio, sería muy bienvenida una edición en Gratis Date...
Muchísimas gracias, Don Edualdo. Sabe usted explicar con gran claridad -necesaria para lectores no cultivados en teología, como es mi caso- cuestiones que no son fáciles, pero sí muy hermosas, pues hablan de un Amor que no deja de sostenernos, inspirarnos y -permítame la expresión- mimarnos en cada segundo.

03/04/15 11:15 PM
  
Menka
¿Por qué un hombre no bautizado quiere serlo?
De alguna manera por la gracia, que lo lleva, empuja a hacerlo. Aunque todavía no la ha recibido sacramentalmente.

¿Puede un hombre salvarse, sin conocer a Cristo ni a su Iglesia sin su culpa (esto último es muy importante)? Esto es lo que afirma Pío IX:

«Es necesario sostener como materia de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia apostólica y romana, que la Iglesia es la única arca de salvación y que todo el que no entre en ella morirá ahogado en las aguas. Por otro lado, hay que sostener igualmente como cierto que aquellos que viven ignorantes de la verdadera religión, siendo tal ignorancia invencible, no son culpables de nada a este respecto ante los ojos del Señor».

¿Pero por qué puede salvarse si no ha recibido la gracia? La respuesta es, así lo entiendo, porque de alguna manera la gracia actúa en esa persona, aunque no de forma sacramental. De forma que, si tal persona hubiera conocido la verdad, la acogería, movido por la misma gracia.

En cualquier caso, Dios siempre ama el primero, él es Dios, y nosotros las criaturas; lo nuestro es responder.

14/04/15 8:15 PM
  
Jorge
APOCALIPSIS capítulo 20:12 Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. (Daniel 7. 9-10)
Ap. cap. 20:13 Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras.
22/05/15 7:22 AM

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