El amor del Corazón de Jesús
El Evangelio nos muestra la compasión de Jesús (cf Mt 9,36), que se conmueve al ver a las gentes extenuadas y abandonadas. El Corazón de Cristo no es un corazón insensible o indiferente. En él se manifiesta el amor incondicional y misericordioso de Dios; ese amor que resplandece en la Cruz y que hace decir a San Pablo: “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8).
No solo aquellas gentes, sino también cada uno de nosotros podemos experimentar el cansancio y el abandono; la fatiga que comporta vivir; la carga de los trabajos, de las preocupaciones, de los disgustos; el tributo que hemos de pagar a nuestra propia finitud y limitación. No somos inmunes al desamparo, a la desorientación, en medio de una cultura que borra del horizonte de nuestra existencia las referencias firmes y los motivos sólidos para creer y esperar. Estamos, en parte, sometidos a la intemperie, solicitados casi exclusivamente por lo que, de manera efímera, puede satisfacer de modo inmediato nuestros deseos.
Los santos han acudido al Corazón de Cristo para encontrar el descanso. Santa Margarita María de Alacoque escribía: “Este Corazón divino es abismo que atesora todo bien; y se precisa que en él vacíen los pobres todas sus necesidades. Es abismo de gozo en que sumergir todos nuestros pesares; es abismo de humildad, remedio de nuestro engreimiento. Es abismo de misericordia para los desgraciados y abismo de amor en que sumergir nuestra pobreza”.
Del Corazón de Cristo brota el ministerio pastoral. El Señor eligió a los Doce, los hizo partícipes de su potestad y los envió para que “hicieran a todos los pueblos sus discípulos, los santificaran y los gobernaran, y así extendieran la Iglesia y estuvieran al servicio de ella como pastores bajo la dirección del Señor, todos los días hasta el fin del mundo” (Lumen gentium, 19).