El Templo y los templos
La Basílica de Letrán, edificada por el emperador Constantino y dedicada en el año 324, es la catedral del Papa, la sede del Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Desde el siglo XI, la Iglesia Romana celebra la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán el día 9 de noviembre. Esta Basílica es llamada “cabeza y madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe” y constituye un punto de referencia para todos nosotros porque nos recuerda nuestra unión con el Papa. Como enseña el Concilio Vaticano II, el Sumo Pontífice “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen gentium 23). Sin el Papa, y mucho menos contra el Papa, no podemos vivir plenamente el misterio de la unidad de la Iglesia.
El “templo” es la morada de Dios entre los hombres; el ámbito privilegiado para encontrase con Él. Los israelitas veneraban el templo de Jerusalén. Y Jesús mismo comparte esta veneración y este respeto. Al expulsar a los mercaderes del templo, les dice: “No hagáis de la Casa de mi padre una casa de mercado” (Juan 2,16). Pero el templo de Jerusalén es prefiguración del Misterio de Cristo. La morada de Dios entre los hombres, el verdadero “lugar” de encuentro con Él, no es tanto un edificio construido por hombres, sino la misma Persona de Cristo, el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre. Cuando el Señor profetiza la destrucción del templo, en realidad estaba hablando, como anota San Juan, “del templo de su cuerpo”, destruido en la muerte de cruz y levantado a los tres días por su gloriosa resurrección. El Cuerpo del Señor Resucitado es el Templo definitivo de Dios, “el lugar donde reside su gloria”.

¿Pueden comunicarse los difuntos con los vivos? ¿Son eficaces las diversas técnicas que se suelen considerar al respecto: la psicofonía, la escritura automática, los trances de los médiums…? ¿Se puede evocar a los espíritus de los muertos para conocer el futuro o alguna otra cosa desconocida?
La muerte, la cesación o término de la vida, se nos impone como una realidad que no podemos evitar; que se nos escapa de las manos. De algún modo, la repugnancia instintiva que experimentamos hacia la muerte constituye una proclama en favor de la vida. Lo deseable, nos parece, es la vida; la vida propia y también la vida de aquellos a quienes amamos. ¿Quién prefiere la muerte de un ser querido a su vida? Si dependiese de nosotros aquellos a quienes amamos no morirían nunca.
Aunque la Casa Real – quizá por órdenes del Gobierno, supongo yo – ha publicado un comunicado “tranquilizador” para la opinión pública políticamente correcta, no se puede dejar de aplaudir las declaraciones de Su Majestad la Reina que recoge Pilar Urbano en un libro-entrevista, con ocasión del setenta cumpleaños de Doña Sofía.












