Vestimenta en las iglesias
De vez en cuando, afortunadamente en muy contadas ocasiones, algún pelmazo o pelmaza se toma la molestia de hacerme llegar un anónimo quejándose de alguna cosa sobre el funcionamiento de la parroquia. Tenga o no tenga razón el comunicante anónimo – que, habitualmente, no la tiene – su sugerencia o reclamación es, por sistema, desechada. Jamás es ni será tenida en cuenta. Y es que los anónimos deben ser ignorados por salud mental. Quien es incapaz de dar su nombre, resulta un sujeto inhábil para que se tome en consideración lo que dice.
Hoy, sin embargo, he recibido una carta firmada. Circunstancia que cambia completamente la situación. Y máxime si la redacción es correcta, como lo es, y el tono respetuoso y propositivo. Y si, en medio de la queja u observación, sabe hacerse eco de aspectos positivos, los que sean, porque alguno habrá.
El eternamente disgustado, contrariado, descontento se convierte en un reo sospechoso del delito imperdonable de causar, gratuitamente, el tedio ajeno. Que si se enciende este foco en vez de aquel otro. Que si se coloca una hortensia en vez de una orquídea, que si se hace ruido al respirar o al andar. La cultura del “libro de reclamaciones” se impone hasta en los anónimos, con escaso fundamento.

No deja de sorprenderme la preocupación de tantos por la seguridad y la asepsia de las iglesias de cara a evitar la propagación de la “gripe A”. Leyendo ciertas cosas, uno podría pensar que un humilde templo parroquial es algo parecido al metro de Tokio en hora punta; es decir, una especie de lata de sardinas de última generación donde los viajeros apenas pueden respirar de tan pegados que están los unos a los otros. Basta una visita a la parroquia más próxima para comprobar que, en la mayoría de los casos, no es así.






