Noble sencillez
La Constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II dice, a propósito de la estructura de los ritos, que “deben resplandecer con noble sencillez; deben ser breves, claros, evitando las repeticiones inútiles, adaptados a la capacidad de los fieles y, en general, no deben tener necesidad de muchas explicaciones” (SC 34).
Me parece un principio muy sabio, válido para muchas otras esferas de la vida y no sólo para la Liturgia. Lo “noble” es lo excelente, lo honroso, lo estimable. Un metal noble es aquel que no se oxida ni altera con facilidad; aquel que, de algún modo, perdura. Y lo “sencillo” es lo carente de artificio, de ostentación, de adornos innecesarios. Es una buena combinación la que aúna nobleza y sencillez, excelencia y simplicidad; en definitiva, algo así como lo que podemos llamar “buen gusto”.
En la disposición de un templo, en la selección del ajuar litúrgico, en la elección de los ornamentos; en suma, en tantas cosas, debemos buscar esa noble sencillez. También en el modo de vestir o de presentarnos. Una faceta en la que todos, pero especialmente los clérigos, podemos pecar por exceso o por defecto.