Nuestra Salud es Jesucristo

Nuestra Salud es Jesucristo. San Pedro afirma que “bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (Hechos 4, 12).

Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, encarnado en el seno de la Virgen María “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Él nos ofrece la salud plena, la posibilidad de una vida nueva, reconciliada con Dios, vivida en el amor de Dios: la vida de los hijos de Dios, “partícipes de la naturaleza divina” ( 2 Pedro 1, 4).

El Señor, en el Evangelio, aparece curando a algunos enfermos, como a la suegra de Pedro, para devolverles la salud. Pero esas curaciones son signos de una salud más profunda: la liberación de la esclavitud del pecado, la salud del alma, la salvación. Jesús es el verdadero Médico de los cuerpos y de las almas (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1503).

A un paralítico que habían llevado a la presencia del Señor para que lo curase, Jesús le dice: “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mateo 9, 2). Y a quienes asistían a esa escena, les explica: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados – se dirigió entonces al paralítico - , levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 6).

Sus curaciones y sus milagros testimonian que Él es el enviado del Padre, el Mesías, el Hijo de Dios. Las curaciones invitan a creer en Él, a aceptarle como Salvador. A la hemorroísa, que se acerca al Señor para tocar el borde de su manto, Jesús le contesta: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado” (Mateo 9, 22).

Toda la vida terrena del Señor se resume y se condensa en su muerte en la Cruz. Movido por el “amor hasta el extremo” (Juan 13, 1), Jesucristo toma sobre sí los pecados de los hombres y se ofrece al Padre en sacrificio por todos (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 616). Su obediencia perfecta repara nuestra desobediencia.

“Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”, canta uno de los prefacios pascuales. Por su Resurrección, el Señor nos abre las puertas de la vida de gracia, y nos permite esperar nuestra propia resurrección futura, para que podamos gozar para siempre de la gloria de Dios y de la compañía de los santos.

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