Iglesia misionera

Esta mañana, en la Misa a la que asisten los niños de catequesis, se me ocurrió preguntarles quiénes eran los misioneros. Uno de los niños me responde: “Son los que ayudan a los pobres”. Indudablemente, tiene razón: Los misioneros ayudan a los pobres. Pero no es ésa su tarea distintiva. Uno puede ayudar a los pobres sin ser misionero, aunque no pueda ser, coherentemente, misionero sin ayudar a los pobres.

Realmente, el misionero es un “enviado”. Enviado por Dios y por su Iglesia para anunciar la Buena Noticia de Jesucristo a todo el mundo. Algo podría fallar si esta definición esencial no fuese percibida como evidente. Si llegásemos a pensar que lo decisivo de un misionero es que ayude a los pobres, sin más, estaríamos olvidando el elemento que hace que un misionero sea, en el sentido estricto del término, un misionero.

La Iglesia existe para la misión; para anunciar el Evangelio, para bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. San Pablo, el Apóstol de los gentiles, lo comprendió perfectamente: “Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco” (Gálatas 1, 15-17).

La llamada, la revelación, el anuncio… Tres aspectos que definen al creyente y, en consecuencia, al misionero. Pablo VI, en la exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi” señala el vínculo indisociable que une a la Iglesia con la evangelización: “Evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe para evangelizar”.

¿En qué consiste esta tarea? Ante todo, en proclamar el nombre, la enseñanza, la vida y las promesas, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios (cf “Evangelii nuntiandi” 22). Sin esa proclamación y sin ese anuncio no hay evangelización. No hay misión.

Hace años, los niños salían a la calle el día del DOMUND con unas huchas que figuraban la cabeza de un “negrito” o de un “chinito”; es decir, de aquellos que, por la lejanía de sus países, simbolizaban a quienes, tal vez, no habían tenido ocasión de escuchar el anuncio de Jesucristo. Hoy los “negritos” y los “chinitos” están entre nosotros, a nuestro lado. Cada vez más convivimos con gentes que no saben nada de Cristo y menos que nada del proyecto salvador de Dios para la humanidad.

Sin duda, la evangelización supone ayudar a los pobres; o sea, promover la justicia. Pero la mayor pobreza es, aunque muchas veces no acabemos de creerlo, desconocer a Cristo. El anuncio, la celebración, el testimonio son, inseparablemente, consecuencias necesarias de la fe y proclamación de la misma.

Guillermo Juan Morado.

1 comentario

  
gonzalo
Las misiones las tenemos en nuestros respectivos vecindarios, y en el más próximo, en tu hermano

Salud
19/10/08 6:25 PM

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