Naturaleza y cultura: La fuente de Troncoso

Una persona muy cercana a mí me ha enviado dos preciosas fotografías, de su autoría, de la fuente de Troncoso, en Mondariz-Balneario. La fuente de Troncoso, en lo que queda, una marquesina dotada con barandillas modernistas de fundición, preserva su belleza, ahora romántica y decadente. Es casi una ruina, pero una ruina que impone respeto.

El arquitecto Antonio Palacios había logrado, con esa “fuente”, un perfecto equilibrio entre paisaje natural – el río Tea – y construcción, la marquesina. Palacios fue un genio, que dejó obras insignes en Mondariz-Balneario, entonces el Balneario de Mondariz, en muchos otros lugares de Galicia y, sobre todo, en Madrid.

Hay ruinas que sobrecogen. Yo creo que una de las que más me han impactado ha sido lo que queda de “Villa Adriana”, en Tívoli, cerca de Roma. Es imposible no emocionarse si uno la visita.

Dicen que, en el Renacimiento, un cardenal, Hipólito d’Este, trasladó parte de las ruinas de “Villa Adriana” a su residencia, la famosa “Villa d’Este”. Ambas “villas” se pueden visitar actualmente. Ambas son de una enorme belleza.

Las fotos de la fuente de Troncoso, en su magnífica agonía, han hecho brotar una protesta de uno de los receptores de esas imágenes: “Parece que el vientre de la tierra hace digestión de las quimeras forjadas por los hombres”. Es el cuasi eterno debate entre naturaleza y arte, entre naturaleza y cultura.

Es un debate largo en la historia del arte y de la estética. No deseo entrar en ello. No me gusta contraponer naturaleza y cultura. Para mí, como ser humano, la naturaleza nunca, o casi nunca, es “pura naturaleza”. Para mí, como ser humano, la naturaleza, hasta la mía, es naturaleza “humanizada”.

Los seres humanos tenemos que ser muy respetuosos con la naturaleza, en primer lugar con la nuestra, que consiste en que somos “animales racionales”. Pero en la entraña de nuestra naturaleza está la posibilidad de ir, a partir de ella, más allá de ella. Somos lo que somos, pero podemos llegar a ser más, y mejores, de lo que, por nacimiento, digámoslo así, nos viene dado.

Alguien podría argumentar que “la naturaleza” es obra de Dios y “la cultura” es obra del hombre. Y que, en consecuencia, sería casi idolátrico equiparar naturaleza y cultura. Es verdad que hay un pasaje del Evangelio que parece apoyar esta tesis: Cuando Jesús habla de “los pájaros del cielo” y de “los lirios del campo” (Mateo 6, 26-29). Un pasaje que dio pie a Kierkegaard a escribir “Los lirios del campo y las aves del cielo” tratando, decía el filósofo luterano danés, “de introducir el cristianismo en la cristiandad”.

Yo creo que ese pasaje puede ser interpretado. La grandeza de Dios se manifiesta en contar con sus criaturas; sobre todo, en contar con el hombre, la más “divina” de sus criaturas. En una mentalidad evolucionista – ahora que se conmemoran los doscientos doce años del nacimiento de Darwin- la obra de Dios cuenta con la “colaboración” de lo creado; más aun con la colaboración del hombre. En cualquier caso, es innegable el brillo literario de la frase de Jesús.

El arte, el mejor arte, humaniza la naturaleza y la transfigura, la hace divina. La materia permite que el artista refleje algo de la grandeza de Dios. Es un debate largo y complejo, en el que no voy a detenerme. Agradezco a su autor las preciosas fotos – muy románticas – de la fuente de Troncoso y espero que el buen hacer de los hombres haga posible su necesaria y urgente restauración.

 

Guillermo Juan Morado.

Publicado en “Atlántico Diario”.

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