Una ridícula campaña contra las mitras

Se ve que, con el confinamiento, mucha gente se aburre. Y surgen campañas, “campañitas” diría yo, más que barrocas, rococó, pero de un rococó del malo, de una vulgarización extrema y de una simplificación no menos excesiva.

Tomo como un divertimento que algunas personas – muy poquitas – hayan emprendido una especie de cruzada contra las mitras de los obispos. Es pintoresco. Entre las preocupaciones existenciales que pueden asediarnos a los seres humanos, la urgencia de abolir el uso de la mitra debe de ser de las últimas.

Todo depende, “de según como se mire todo depende”, que cantaba “Jarabe de Palo”. ¿Que la mitra es esencial al episcopado? ¿Que si no se usa es ya el fin del mundo, con virus o sin él? Tampoco.

Pero un mundo ceñido a lo de primerísima necesidad material sería un mundo muy plano, muy aburrido. Por desgracia, lo estamos comprobando en cierto modo. Un mundo reducido a un espacio aséptico, a un quirófano y, si pasamos de fase, a un hospital.

Yo no conozco a nadie normal que desee vivir eternamente en una sala de operaciones o en un sanatorio. Si es necesario, mientras lo sea, se soporta. Pero de ahí a erigirlo como ideal va un trecho.

Con lo de las mitras sucede algo análogo. Eliminar toda la riqueza de lo simbólico y crear un universo unidimensional, meramente funcional, aburre. Suena a campo de concentración, a hospicio de posguerra, a edificios de viviendas soviéticos o fascistas donde no había nada de belleza, sino mera funcionalidad no funcional.

Conviene leer, aunque solo sea por curiosidad, lo que el Ritual de la Ordenación de Obispos dice cuando se unge la cabeza del ordenado: “Dios, que te ha hecho partícipe del sumo sacerdocio de Cristo, derrame sobre ti el bálsamo de la unción, y con sus bendiciones te haga abundar en frutos”.

El papa Francisco, en la celebración de la Misa Crismal, en la que he podido concelebrar en los últimos tres años – en 2020, no - , ha insistido siempre en la importancia de ser “ungidos para ungir”. La unción no es un privilegio, es una señal de la gracia que faculta para servir ministerialmente a los otros.

Cuando, en la liturgia de ordenación de un obispo, al ordenado se le impone la mitra, el ordenante principal dice, con palabras que acompañan el gesto: “Recibe la mitra, brille en ti el resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de los pastores, merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita”.

Palabras y gestos; es decir, la “sacramentalidad”, la lógica concreta de lo cristiano. Que Dios derrame el bálsamo de su unción sobre la cabeza de un obispo es casi lo menos que debemos pedir. Que la mitra le recuerde al obispo, y a su pueblo, la importancia de la santidad es, también, en el lenguaje cristiano, lo menos que se puede desear.

No sé cuál será la próxima “campañita”. Puestos a abolir… Quizá que el papa use corbata, o ni eso, no vaya a parecer un burgués.

Hasta cuando no se toca lo esencial se puede hacer el ridículo.

 

Guillermo Juan Morado.

PS: En el centenario de Juan Pablo II, en Atlántico Diario.