13.04.17

Estilo de la Oración de los fieles (III)

Las intenciones se proponen a los fieles para que ellos oren, por tanto, es un lenguaje que tiene por interlocutor a la asamblea santa. Se trata de señalar la intención, marcar la dirección de la oración, sin grandes artificios y, por supuesto, sin convertir este momento en una catequesis o en un discurso para explicar lo que hay que pedir. Normalmente lo más adecuado serían fórmulas así:

  1. Encabezadas “Por…”: “Por la Iglesia, por el papa, por el colegio episcopal, los presbíteros y diáconos. Roguemos al Señor”.
  2. Encabezadas señalando el fin de la petición “Para que…”: “Para que los pobres sean socorridos, los enfermos aliviados. Roguemos al Señor”.
  3. O como fórmula diaconal: “Oremos por…”, “Pidamos por…”: “Oremos por los enfermos y quienes los atienden, por los hospitalizados y por los agonizantes”; “Pidamos por los catequistas y por sus grupos; pidamos por los padres y madres de familia”.

Estos son los tres modos que hallamos en las intenciones de diferentes rituales y celebraciones litúrgicas, que, por tanto, sirven de pauta y modelo para todos.

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7.04.17

Jesús no abolió lo sagrado (Sacralidad - II)

Una mala teología, de influencia protestante liberal, insiste y repite que Cristo abolió lo sagrado y ya no hay diferencia ni distancia entre lo sagrado y lo profano. Por eso la liturgia cristiana debería despojarse de sacralidad, solemnidad y belleza, y se profana, simplista, convencional, más parecida a una reunión de amigos y colegas, sin un lenguaje litúrgico sino tomando las expresiones coloquiales de la vida cotidiana, los gestos de lo cotidiano, y cuanta menos diferencia exista, mejor.

¿Responde esto a la verdad de la fe? ¿La sacralidad de la liturgia es un invento humano y ya fue abolida por Jesucristo? ¿Lo sagrado de la liturgia es una barrera, un impedimento, un obstáculo? ¿Cuánto menos sagrada sea la liturgia y más informal y populista, es más fiel al deseo e intención de Cristo?

Aporta mucha luz a esta cuestión la palabra de Benedicto XVI:

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3.04.17

¡Cuidado con las partículas!

Bandeja de comulgar

Tomando pie de un texto conocidísimo, un clásico, del teólogo y exégeta alejandrino Orígenes, del siglo III, podríamos hacer unas cuantas reflexiones que nos ayuden a mejorar nuestra vida litúrgica y sacramental, o sea, en definitiva, nuestra vida espiritual.

En una de las homilías sobre el libro del Éxodo, predica:

“Sabéis, vosotros que soléis estar presentes en los misterios divinos, cómo, cuando recibís el cuerpo del Señor, lo conserváis con toda cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada del don consagrado. Os consideráis culpables, y con razón, si cae algo por negligencia. Ahora bien… ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio que despreciar su cuerpo?” (Ex., h. 13, 3).

1) El primer dato que salta a la vista: la práctica habitual durante siglos fue recibir la sagrada comunión en la mano. Es lo que testimonia Orígenes que conoce tanto la práctica de su Iglesia natal, la de Alejandría, como la de Cesarea de Palestina. Comulgar en la mano, es decir, recibir del ministro en las propias manos el Pan santísimo.

Para la Iglesia de los Padres, recibir al Señor en las manos no era una irreverencia ni una falta de adoración. Orígenes en el texto resalta el sumo cuidado que tenían los fieles en que no cayera ni la más mínima partícula al suelo, que no se perdiera nada del don consagrado. Los fieles sabían bien a Quién recibían y lo hacían con “cautela y veneración”, con conciencia clara, sin pensar que recibían algo, un símbolo, una cosa.

Hoy, para nosotros, deberíamos sacar una lección práctica: quienes según el uso permitido comulgan en la mano, deben hacerlo delante del sacerdote y vigilar que no quede ninguna partícula en su mano, y si la hay, consumirla inmediatamente. Es verdad que ahora es más difícil con las obleas que si fuera pan fermentado o pan ázimo, pero el cuidado debe extremarse, como lo hicieron generaciones de hermanos nuestros antes de nosotros.

2) Y, ya que estamos, hemos de pensar la seriedad del acto de comulgar. Hay que discernir en la conciencia si podemos o no acercarnos al sagrado banquete para evitar comer y beber la propia condenación, según amonesta el Apóstol (cf. 1Co 11,29). Jamás en pecado mortal podemos acceder a la Mesa santa. No se trata del gusto personal, o de si sentimos o no necesidad piadosa de comulgar, sino de examinar realmente la vida y ver si estamos o no en pecado mortal, si tendríamos más bien que ir al confesionario en vez de al comulgatorio.

De nuevo un texto de Orígenes a este respecto; comentando un salmo, se dirige a los pecadores diciendo:

“¿No temes comulgar el cuerpo de Cristo al acercarte a la Eucaristía, como si fueras inocente y puro, como si no hubiera nada en ti indigno, y en todo esto te persuades de que escaparás del juicio de Dios? ¿No te acuerdas de lo que está escrito que “entre vosotros hay muchos impedidos, y enfermos, y durmientes”? ¿Y por qué muchos impedidos? Porque no se juzgan a sí mismos, no se examinan, no comprenden lo que es comulgar con la Iglesia y acercarse a un misterio tan excelente y tan sublime” (Ps. 37, 2, 6).

3) Si tanto cuidado es necesario para que no se pierda nada del Cuerpo del Señor al comulgar, el mismo cuidado es necesario –recalcaba Orígenes- con la Palabra del Señor que se lee en la sagrada liturgia.

En cualquier versículo, en cualquier lectura, en el canto del salmo, etc., puede el Señor derramar su gracia y su luz sobre el alma. Cuando se proclama la Palabra de Dios es imprescindible el recogimiento, la actitud serena del alma atenta a lo que el Señor pueda y quiera darle. La distracción durante las lecturas de la Escritura hace que caigan al suelo y se pierdan partículas de la Palabra. No digamos nada de quienes habitualmente llegan tarde a la Santa Misa y entran ya por el Evangelio. ¡Quién sabe lo que el Señor hoy y aquí, en esta lectura, en este versículo, quiere darme a mí!

Así que… ¡cuidado con las partículas! ¡Que no se pierdan ni del Cuerpo eucarístico de Cristo ni de su Palabra!

27.03.17

Más sobre la Oración de los fieles (II)

En su solemnidad, ¡los bautizados oran movidos por el Espíritu intercediendo por la Iglesia, el mundo y los que sufren!, el desarrollo ritual es sencillo:

  • El sacerdote invita a todos a la oración.
  • Un diácono o un lector proponen la serie de intenciones para orar.
  • Los fieles oran respondiendo a cada intención.
  • El sacerdote concluye recitando una breve plegaria con las manos extendidas.

De nuevo la IGMR que marca la pauta (obligatoriamente) para todos:

“Dicho el Símbolo, en la sede, el sacerdote de pie y con las manos juntas, invita a los fieles a la oración universal con una breve monición. Después el cantor o el lector u otro, desde el ambón o desde otro sitio conveniente, vuelto hacia el pueblo, propone las intenciones; el pueblo, por su parte, responde suplicante. Finalmente, el sacerdote con las manos extendidas, concluye la súplica con la oración” (IGMR 138).

“Las intenciones de la oración de los fieles, después de la introducción del sacerdote, de ordinario las dice el diácono desde el ambón” (IGMR 177).

Por si fuera poco:

“Pertenece al sacerdote celebrante dirigir las preces desde la sede. Él mismo las introduce con una breve monición, en la que invita a los fieles a orar, y la termina con la oración. Las intenciones que se proponen deben ser sobrias, compuestas con sabia libertad y con pocas palabras y expresar la súplica de toda la comunidad.

Las propone el diácono, o un cantor, o un lector, o bien, uno de los fieles laicos desde el ambón o desde otro lugar conveniente.

Por su parte, el pueblo, de pie, expresa su súplica, sea con una invocación común después de cada intención, sea orando en silencio” (IGMR 71).

Cuando se oye decir que “van a participar en la oración de los fieles”, se suele estar diciendo más bien, no que los fieles van a orar ya que esa es la participación, sino que cada intención la va a leer una persona distinta, convirtiendo este momento orante en un movimiento de personas y micrófono, pensando que eso es participar en la oración de los fieles. ¿Pero no hemos quedado en que son los fieles los que oran y así participan? Pues acabamos confundiendo los términos, dejamos de pensar en que los fieles oren y hacemos que cada intención la lea una persona distinta soñando equivocadamente que eso es participar, ¡y no lo es!
Las Orientaciones pastorales de la Comisión Episcopal de Liturgia ya advertían que “de suyo ha de ser un solo ministro el que proponga las intenciones, salvo que sea conveniente usar más de una lengua en las peticiones a causa de la composición de la asamblea. La formulación de las intenciones por varias personas que van turnándose, exagera el carácter funcional de esta parte de la Oración de los fieles y resta importancia a la súplica de la asamblea” (n. 9).

El Misal, garantizando el orden y el decoro, insiste más en la oración como tal de los fieles que en los lectores de las intenciones: un diácono, y si no lo hay, un cantor o un lector: en todo caso, una sola persona señala a todos los fieles los motivos y necesidades para que oren.

Los niños de Primera Comunión, o los jóvenes recién confirmados, o una cofradía en una Novena, por ejemplo, no participan más porque 6 lectores enuncien uno a uno las intenciones, sino que participan más cuando juntos oran a lo que un diácono o un lector les ha invitado. Y es que participar no es sinónimo de intervenir, ejerciendo un servicio o un ministerio.

21.03.17

Lo sagrado es propio de la liturgia (Sacralidad - I)

Uno de los elementos que está muy desfigurado hoy, en nuestra práctica pastoral, es la sacralidad de la liturgia, su solemnidad y sentido espiritual de estar ante Dios. Vamos a dedicar una serie de artículos a la sacralidad en la liturgia para retomar, recuperar, algo que jamás debería haber desaparecido.

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 Afirmar la sacralidad de la liturgia no es corriente hoy; más bien, concurriendo diversas causas para esto, se afirma lo contrario, desacralizándola, haciéndola vulgar y banal, de modo que no haya diferencia alguna entre la liturgia y lo profano, entre la liturgia y lo cotidiano. En gran medida, se ha relegado a Dios al segundo plano para exaltar al hombre y la comunidad, sus emociones, su subjetividad. La desacralización de la liturgia ha sido una opción querida y buscada, potenciando lo lúdico, lo festivo y lo didáctico.

La liturgia es glorificación de Dios y santificación de los hombres. En la liturgia ha de cumplirse lo que Cristo recordó a Satanás en el desierto: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4,10). El culto divino, la expresión humana de adoración a Dios, se realiza en la liturgia de la Iglesia.

Tampoco acaba de ser cierta la afirmación de que Cristo ha roto la separación entre lo sagrado y lo profano cuando al expirar se rasgó el velo del Templo, porque la redención aún no se ha completado y el mundo sigue siendo mundo, secular, dominado por el Príncipe de las tinieblas (cf. Jn 12,31; 2Co 4,4), el padre de la mentira (Jn 8,44), mientras que la Iglesia –y su liturgia- es el ámbito claro de lo divino, del encuentro con Dios y de su actuación salvífica. Por eso la liturgia marca un hiato, una ruptura, entre lo profano (aún por redimir) y lo sagrado, entre el mundo terreno en el que nos desenvolvemos y las realidades celestiales que pregustamos en la liturgia.

Sí, la liturgia es el ámbito de lo sagrado; más aún, la liturgia es sagrada. Una buena imagen de lo que ocurre en la sagrada liturgia y de la actitud y el comportamiento necesarios los tenemos en el episodio de Moisés ante la zarza ardiente: se le manda que se descalce y adore porque “el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3).

Cristo mismo vivió en su existencia terrena la sacralidad de la liturgia de la Antigua Alianza –salmos, oraciones, bendiciones, peregrinaciones al Templo de Jerusalén, etc-. La Cena pascual era un gran acto litúrgico, solemne y sagrado. Cualquiera que conozca el desarrolla del seder pascual ve la disposición solemne de la mesa, la mejor vajilla y copas, el ritual establecido, los salmos cantados, etc., y así Cristo celebró la Última Cena, añadiendo la Eucaristía, consagrando el pan y el vino. Esto está lejos de la consideración secularizada de que esta Última Cena fue una comida con unos colegas, informal y dramática, sino una verdadera liturgia, sagrada, ritual, de Jesucristo, el verdadero Cordero pascual.

La liturgia es glorificación de Dios, como después, la existencia cristiana entre las realidades temporales, será su prolongación, una glorificación de Dios en el mundo: “glorificad a Dios en vuestros corazones” (1P 3,15), “ofreced vuestros cuerpos como hostia viva” (Rm 12,1), “servid a Cristo Señor” (Col 3,23).

Desacralizar la liturgia es desnaturalizarla, hacerla irreconocible e inservible. Al final se acaba sustituyendo a Dios por el hombre, y la glorificación de Dios por el culto al hombre y la exaltación de sus emociones, afectos, compromisos.

Muchos años llevamos ya asistiendo a esta pobreza litúrgica, cada vez más antropocéntrica y menos sagrada, cada vez más convertida en espectáculo y menos recogida, interior y espiritual. Ratzinger, atento a todas estas realidades, desgranaba sus raíces y consecuencias hace ya años:

“En los últimos quince años hemos estado demasiado condicionados por la idea de ‘desacralización’. Estuvimos bajo el impacto de las palabras de la carta a los Hebreos: ‘Cristo murió fuera de la puerta’ (13,12). Además, esto se puso en conexión con otra frase que dice que en el momento de la muerte del Señor el velo del templo se rasgó en dos. El templo, ahora, está vacío. El sacrum, la santa presencia de Dios, ya no se oculta en él; está fuera, en el exterior de la ciudad. El culto se ha trasladado desde la casa santa a la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Él fue presencia auténtica de Dios ya durante su vida. Al rasgarse el velo del templo –habíamos pensado-, habían sido desgarrados los límites entre lo sagrado y lo profano. El culto ya no es algo separado de la vida cotidiana, sino que lo santo habita en la cotidianeidad. Lo sagrado ya no es un ámbito especial, sino que quiere estar en todas partes, se quiere realizar precisamente en el ámbito mundano. De aquí se han sacado consecuencias muy concretas, incluso para las vestiduras de los sacerdotes, para la forma del culto litúrgico y la arquitectura de iglesias. En todas partes se debían abatir los bastiones: en ningún ambiente debían ya ser distinguibles entre sí la vida y el culto…

En la medida en que el mundo no ha llegado a plenitud, permanece en él la diferencia entre lo sagrado y lo profano, pues Dios no le priva de la presencia de su santidad, pero tampoco esa santidad suya lo ha asumido todavía en su totalidad. La pasión de Jesucristo fuera de los muros de la ciudad y la ruptura del velo del templo no significan que ahora todo espacio sea templo o que absolutamente nada lo pueda ser ya. Esto solamente ocurrirá en la nueva Jerusalén…

Esto quiere decir que aquí la sacralidad es más densa y más potente, porque es más auténtica de lo que era en la Antigua Alianza… La reverencia no se ha hecho superflua, sino más exigente. Y como el hombre está formado de cuerpo y alma, y además es un ser sociable, también necesitamos siempre la expresión visible de la reverencia, las reglas de juego de su configuración colectiva, de sus signos visibles en este mundo no salvado y no-santo” (Ratzinger, J., Homilía, en Obras Completas, vol. XI, 356-357).

Nadie puede excusarse con palabras mágicas, como si fueran un talismán, para continuar desacralizando la liturgia e impidiendo el encuentro con Dios; no es “pastoral” desfigurar la liturgia, sino lo más anti-pastoral, impropio de un pastor que quiera llevar a su rebaño a los prados fértiles; no es “creatividad” reinventar la liturgia constantemente a gusto del consumidor humano, degradándola en espectáculo, sino que “creatividad” será buscar medios de evangelización para las nuevas realidades y desafíos; no es “evangelizar” hacer de la liturgia un discurso de moniciones constantes y amplias homilías con el nuevo moralismo de hoy (¡hablar de valores!) porque la liturgia evangeliza por sí misma y es distinta por completo del ámbito didáctico de la catequesis.

La liturgia, que es sagrada, tiene su propia función, su propio camino y su propia naturaleza; cuando se desacraliza, se destruye, prestando un pésimo servicio a las comunidades cristianas.