9.11.17

Inclinaciones, postura para participar (X)

Prosiguiendo con los gestos y posturas corporales, veremos cómo su variedad permiten expresar en cada momento los sentimientos interiores, el afecto y la devoción, celebrando la liturgia. El cuerpo se expresa en la liturgia a la vez que permite crear disposiciones internas para un culto verdadero.

 Así, participar es estar de pie, sentados, de rodillas… según lo requiere cada parte de la liturgia. Esta participación es sencilla e implica estar atentos y conscientes en la celebración litúrgica, buscando además la unidad en gestos, posturas, palabras y oraciones de todo el pueblo cristiano.

 

            d) Inclinaciones

  La liturgia lleva al hombre a inclinarse ante Dios, reconociéndole y adorándole. No es la postura erguida, de dura cerviz que le cuesta inclinarse ante Dios, sino la del hombre que se inclina, que adora, que se hace pequeño porque él mismo es pequeño ante la grandeza de Dios.

  Es, pues, un modo de adorar al Señor. El criado de Abraham, al encontrar a Rebeca, “se inclinó en señal de adoración al Señor” (Gn 24,26). Los levitas, a petición del rey Ezequías alabaron al Señor con canciones de David, “lo hicieron con júbilo; se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,30).

 Es también un modo reverente de saludar a alguien superior o más importante, o simplemente una deferencia cortés, como Abraham ante los hititas para dirigirles su discurso (Gn 23,7) o los hijos de Jacob ante José en Egipto que “se inclinaron respetuosamente” (Gn 43,28). Betsabé saluda al rey David inclinándose ante él y luego postrándose (cf. 1R 1,16) y Betsabé es saludada con una inclinación por su hijo el rey Salomón (1R 2,19). Ya aconseja el Eclesiástico: “Hazte amar por la asamblea, y ante un grande baja la cabeza” (Eclo 4,7).

  Inclinarse es siempre signo de condescendencia, de bondad. Dios mismo se inclina hacia el hombre que le grita en el peligro: “Inclinó el cielo y bajó, con nubarrones debajo de sus pies” (Sal 17,10); “él se inclinó y escuchó mi grito” (Sal 39,2). Dios se inclina, como una madre hacia su pequeño, cuidando a Israel: “fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer” (Os 11,4).

El orante suplica que Dios se incline o que incline su oído a la súplica: “inclina el oído y escucha mis palabras” (Sal 16,6), “inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme” (Sal 30,3), “inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado” (Sal 85,1).

 Un hombre bueno, imitando la condescendencia de Dios, inclinará su oído ante el pobre que le suplica: “Inclina tu oído hacia el pobre, y respóndele con suaves palabras de paz” (Eclo 4,8). Jesús mismo, viendo a la suegra de Simón con fiebre, “inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre” (Lc 4,39) y propone al buen samaritano como modelo, que se acerca al hombre herido, lo toma en sus brazos y lo monta en su propia cabalgadura (cf. Lc 10,34).

 Y quien se resiste a inclinarse, es el de dura cerviz, el orgulloso y altanero, que se resiste a Dios y que es incapaz de inclinarse hacia quien sufre con un corazón duro.

 Estos valores, este sentido claro, tan visual, posee la inclinación en la liturgia: es adoración y reconocimiento de Dios, es saludo reverente, es humildad y docilidad. Bien hechas las distintas inclinaciones, provocan un clima espiritual, subrayan la sacralidad de la liturgia; sin embargo, omitir las inclinaciones, hacerlas precipitadamente y sin hondura, empobrecen el aspecto no sólo ritual, sino también espiritual, de la liturgia.

  Todos los fieles participan en la liturgia cuando se inclinan profundamente en el Credo a las palabras “Y por obra del Espíritu” hasta “y se hizo hombre” (IGMR 137).

   Si por causas justificadas –estrechez del lugar, o por enfermedad- están de pie en la consagración, harán inclinación profunda cuando el sacerdote adora cada especie con la genuflexión: “Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).

 En el momento de acercarse a comulgar, todos deben expresar la adoración al Señor, con una inclinación profunda y después acercarse al ministro: “Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

Por último, y como elemento habitual, en la oración super populum (cada día de Cuaresma) y en la bendición solemne a la que se responde con triple “Amén”, el diácono (o el sacerdote si no hay diácono) advierte “Inclinaos para recibir la bendición” (IGMR 186) y todos participan inclinándose para la bendición final.

 Además, todos cuantos pasan por delante del altar (o del Obispo) para proclamar una lectura, o para hacer la colecta, etc., hacen inclinación profunda o en el momento de entregar las ofrendas al Obispo o sacerdote, hacen inclinación.

  Hay dos tipos de inclinaciones, pensando sobre todo en el sacerdote y los ministros, la inclinación de cabeza y la inclinación profunda (de cintura). El Misal prescribe:

 “Con la inclinación se significa la reverencia y el honor que se tributa a las personas mismas o a sus signos. Hay dos clases de inclinaciones, es a saber, de cabeza y de cuerpo:

 a) La inclinación de cabeza se hace cuando se nombran al mismo tiempo las tres Divinas Personas, y al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y del Santo en cuyo honor se celebra la Misa.

 b) La inclinación de cuerpo, o inclinación profunda, se hace: al altar, en las oraciones Purifica mi corazón y Acepta, Señor, nuestro corazón contrito; en el Símbolo, a las palabras y por obra del Espíritu Santo o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; en el Canon Romano, a las palabras Te pedimos humildemente. El diácono hace la misma inclinación cuando pide la bendición antes de la proclamación el Evangelio. El sacerdote, además, se inclina un poco cuando, en la consagración, pronuncia las palabras del Señor” (IGMR 275).

  También se hace inclinación profunda antes y después de incensar (al sacerdote, a los fieles, a la cruz) exceptuando las ofrendas en el altar.

 Y es costumbre antiquísima de la Iglesia, que hoy mantienen algunas Órdenes monásticas, saludar al Santísimo en el Sagrario con una inclinación profunda (no simplemente con la cabeza), ya que éste es el gesto más tradicional de la liturgia; el Catecismo lo recuerda:

“En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor” (CAT 1378).

 Estas inclinaciones, tanto las que hacen los fieles como las que realizan los ministros en el transcurso de la liturgia, son un medio de participación de todos.

 

 

2.11.17

El ambón

El ambón: La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que, durante la liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fieles” (Catecismo de la Iglesia, nº 1184).

En la iglesia ha de haber, de conformidad con su estructura y en proporción y armonía con el altar un lugar elevado y fijo (no un simple atril), dotado de la adecuada disposición y nobleza, que corresponda a la dignidad de la palabra de Dios… El ambón debe tener amplitud suficiente, ha de estar bien iluminado… Después de la celebración, puede permanecer el leccionario abierto sobre el ambón como un recordatorio de la palabra proclamada (SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Ambientación y arte en el lugar de la celebración, 1987, nº 15).

La identidad de nuestras iglesias cristianas tiene, además del altar y de la sede, un tercer elemento, cuya importancia significativa puede parangonarse con los dos ya mencionados: el ambón o lugar de la Palabra.

El uso postconciliar que ha aumentado el número de lecturas bíblicas y el mayor uso de las Escrituras ha influido en la mentalidad bíblica de las asambleas litúrgicas. Pero esta adquisición de lo que representa la Palabra en la liturgia debe manifestarse también, no sólo en la forma de proclamar las lecturas, sino incluso en la materialidad del lugar desde donde éstas se leen en asamblea litúrgica.

Características del ambón

1. El ambón es un lugar, no un mueble. No son tolerables un facistol, o un pequeño atril que se mueve y se cambia de lugar. Establece más bien la actual liturgia que sea un lugar, amplio para estar incluso dos lectores, cuyo caso típico sería la lectura de la Pasión (cronista y sinagoga):

Ha de haber un lugar elevado, fijo… que corresponda a la dignidad de la palabra de Dios[1].

De la misma manera que a través de la visión constante de la mesa del Señor se ha de ir captando cómo todo el anuncio evangélico tiende al festín pascual, profecía de la fiesta eterna, así la presencia destacada y permanente de un lugar elevado ante la asamblea debe ir recordando al pueblo que cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es el mismo Señor el que está hablando a su pueblo (SC 7). Con ello irá calando en la comunidad que la liturgia cristiana tiene dos partes imprescindibles: la palabra y el sacramento; a estas dos partes corresponden el lugar de la palabra y la mesa del Señor.

2. No es un mueble que se quita y se pone. No se traslada a un rincón cuando acaba la celebración. Queda en su sitio igual que el altar, destacando los dos polos de la celebración, los dos polos de la vida cristiana.

3. Con suficiente separación de la sede y del altar. Pegado a la sede pierde relieve. Los espacios en el presbiterio deben ser amplios y cómodos, que se distingan visualmente.

4. Debe ser fijo. Pegado al suelo, de material noble. Si no hay más remedio que tener un atril, que sea digno, encima de una tarima, con una alfombra, paños, flores… es un lugar privilegiado de la presencia del Señor.

5. Visibilidad. Durante la liturgia de la Palabra la asamblea no sólo debe oír bien al lector, sino también verlo con facilidad. Debe tener, al menos, un escalón propio, que sea un lugar elevado, que se domine a la asamblea bien, y que el lector no quede oculto tras la atrilera con el leccionario.

6. Adornado. El ambón merece cariño y cuidado: paños según los colores litúrgicos, flores… El adorno más expresivo del ambón, cuando éste es una construcción fija, lo constituye el candelabro del cirio pascual. Éste, en efecto, debe colocarse siempre junto al ambón, nunca cerca del altar. Evidentemente, que, si seguimos esta opción, aunque el candelabro permanezca habitualmente junto al ambón, el cirio, en cambio, sólo estará allí durante la Pascua. Este aparecer sólo durante los días de Pascua la columna con su cirio puede ser una manera muy expresiva de significar que la Iglesia tiene su centro en Pascua y que en ningún otro tiempo se siente plenamente realizada como durante la cincuentena pascual.

Para un uso expresivo del ambón

Lo más propio para el ambón es

a) proclamar los textos bíblicos: las lecturas bíblicas, el canto del salmo responsorial.

b) El canto del Pregón Pascual es el único texto no bíblico que, desde la más remota antigüedad se canta desde el ambón.

Menos propio, aunque permitido:

a) Hacer la homilía. Lo más expresivo es desde la sede, pero se puede hacer desde el ambón, aunque se corre el riesgo de equiparar la homilía con la misma Palabra de Dios.

b) Las preces: es preferible “otro lugar", tal vez un atril auxiliar. Pero también el diácono las puede hacer desde el ambón.

Nunca en el ambón (pero sí desde un atril auxiliar, discreto y pequeño):

a) Las moniciones: son palabras de la asamblea a la misma asamblea. Su lugar no es el sitio de la única Palabra.

b) Dirección de cantos

c) Avisos al pueblo.

d) Oraciones presidenciales

e) Rosario, viacrucis, devociones, ejercicios del triduo, etc…

 



[1] En esta misma óptica, el reciente documento “Conciertos en las iglesias” insiste en que el ambón no debe retirarse de su lugar cuando el Ordinario permite usar excepcionalmente una iglesia para un concierto. (cf. ORACIÓN DE LAS HORAS, febrero, 1988, pág. 49.).

26.10.17

De rodillas, postura para participar (IX)

c) De rodillas

  En la liturgia, hay distintos momentos en que todos los fieles se ponen de rodillas. Es un modo de participación exterior, activa, en que el cuerpo nos ayuda a vivir las realidades interiores. Así, de rodillas, se pide perdón, se ruega, se hace penitencia y de rodillas también se adora.

 Por eso participar es también ponerse de rodillas en los momentos que la liturgia prescribe.

  Una súplica intensa y urgente queda reforzada con la actitud humilde de quien se arrodilla, humillándose, para lograr ser escuchado (cf. 2R 1,13). Es también el gesto de quien invoca a Dios, le suplica, eleva sus preces: Salomón reza una larga plegaria ante el altar del Señor “donde había estado arrodillado con las manos extendidas hacia el cielo” (1R 8,54); Daniel, “se ponía de rodillas tres veces al día, rezaba y daba gracias a Dios como solía hacerlo antes” (Dn 6,11); Ana se postra ante el Señor pidiendo un hijo (1S 1,19; 1,28).

 Ante Jesús mismo, el padre del paralítico implora la curación de su hijo “cayendo de rodillas” (Mt 17,14-15) y también del leproso que pide su sanación “suplicándole de rodillas” (Mc 1,40), así como un jefe de los judíos “se arrodilló ante él” pidiendo la curación de su hija a la que, finalmente, resucitó porque ya había fallecido (cf. Mt 9,18-26). El mismo Cristo, en su angustia ante la muerte, reza de rodillas al Padre en Getsemaní (cf. Lc 22,41) y el apóstol Pedro reza de rodillas antes de resucitar a Tabita (cf. Hch 9,40). En la playa de Tiro, antes de despedirse Pablo y embarcar, todos se arrodillan y rezan (cf. Hch 21,5).

  La petición de perdón, suplicando misericordia, se hace también de rodillas, como gesto penitencial elocuente y claro. Esdras invoca así el perdón de Dios: “con mi vestidura y el manto rasgados, me arrodillé, extendí las palmas de mis manos hacia el Señor, mi Dios, y exclamé: ‘Dios mío estoy avergonzado y confundido…’” (Esd 9,5-6; 10,1). Junto a las lamentaciones y el ayuno, postrarse de rodillas es uno de los gestos penitenciales ante Dios (2M 13,12). De rodillas tiene mayor fuerza la súplica del perdón, como aparece en la parábola en que el rey ajusta cuentas con dos de sus criados y uno de ellos, después, no tiene misericordia con el otro (cf. Mt 18,21-34).

  La adoración está vinculada espontáneamente al gesto de arrodillarse, de modo que uno se empequeñece ante la grandeza de Dios, a quien se reconoce como Único y Santo. La adoración busca un modo de expresarse ante Dios y la liturgia lo ha hallado, en el rito romano, y en la piedad personal, mediante la postura de rodillas.

  Cuando pasa el Señor y cubre con su mano a Moisés, éste “cayó de rodillas y se postró” (Ex 34,8) ante la majestad de Dios y el pueblo entero “se postró en señal de adoración” ante la promesa de liberación de Dios (Ex 4,31). El profeta Elías sube hasta el monte Carmelo buscando al Dios vivo e implorando la lluvia, “para encorvarse hacia tierra, con el rostro entre las rodillas” (1R 18,42). Doblar las rodillas ante Dios es reconocer su señorío, sin embargo doblarlas ante los ídolos es hacerse esclavo de ellos y recibir el rechazo de Dios (cf. 1R 19,18).

  En adoración, el pueblo está de rodillas mientras se ofrece el holocausto, y terminado éste, el rey y los sacerdotes también se postran: “toda la comunidad permaneció postrada hasta que se consumió el holocausto; se cantaban cánticos y sonaban las trompetas. Consumido el holocausto, el rey y su séquito se inclinaron y adoraron” (2Cron 29,28-29). Ante Dios “se doblará toda rodilla” (Is 45, 23), ante El “postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro” (Sal 94). A Dios le adora el pueblo de Israel postrándose ante Él (Jdt 6,18; 13,17).

 En la Iglesia, quienes participen en la asamblea litúrgica y oigan los cantos, vean las profecías, escuchen el don de lenguas, etc., caerá de rodillas adorando a Dios, postrado, reconociendo la presencia de Dios (cf. 1Co 14,24-25). San Pablo, “dobla sus rodillas” (Ef 3,14) ante el Padre por su designio de salvación y la revelación que nos ha entregado y al nombre de Jesús, exaltado a la derecha del Padre, “toda rodilla se doble” (Flp 2,10), como fue adorado por los Magos que “de rodillas” le entregaron sus dones: oro, incienso y mirra (Mt 2,11); después de la tempestad calmada, los discípulos en la barca “se postraron ante él diciendo: ‘Realmente eres Hijo de Dios’” (Mt 14,33) reconociendo su divinidad. En el cielo, la liturgia celestial del Apocalipsis, los veinticuatro ancianos de rodillas, se postran, adorando (cf. Ap 4,10; 5,8).

  La Iglesia naciente asumió pronto la postura de orar de rodillas:

“Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado [en Getsemaní]. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesia naciente. Los cristianos, al arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa in Coena Domini, 5-abril-2012).

 Todos estos significados se entrecruzan y se realizan en la liturgia.

   En el rito romano y sólo en este, la piedad desembocó en adoptar la forma de rodillas para la adoración en el momento central de la Misa, la consagración, después de muchos siglos, como un elemento nuevo. A raíz de las controversias eucarísticas del siglo XI y el incremento de la piedad eucarística en el s. XIII, la inclinación profunda de los fieles, que era y es el signo más tradicional, fue muy poco a poco sustituida por la postura de rodillas en la consagración; el ordo missae de Burcardo (1502) pide a los fieles que se arrodillen y de ahí pasó, fácilmente al Misal de san Pío V.

  Ahora, en el rito romano, de rodillas participamos en la Misa durante la consagración, y es obligatorio para todos los fieles y ministros (diáconos, acólitos):

“estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración. Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración” (IGMR 43).

 También se puede estar de rodillas para recibir la Comunión:

 “No está permitido a los fieles tomar por sí mismos el pan consagrado ni el cáliz sagrado, ni mucho menos pasarlo de mano en mano entre ellos. Los fieles comulgan estando de rodillas o de pie, según lo haya determinado la Conferencia de Obispos. Cuando comulgan estando de pie, se recomienda que antes de recibir el Sacramento, hagan la debida reverencia, la cual debe ser determinada por las mismas normas” (IGMR 160).

  En los demás ritos occidentales y sobre todo orientales, tanto en  la consagración (la plegaria eucarística entera) como en la comunión, los fieles están de pie, pero con inclinaciones profundas de adoración, siguiendo el uso más tradicional y primitivo.

  Una acción litúrgica propia y original del rito romano es la exposición del Santísimo y la bendición eucarística, de tanta raigambre y beneficio espiritual Su carácter de adoración y culto a Jesucristo presente real y sustancialmente se expresa con la postura de rodillas. Cuando se expone el Santísimo, los fieles están arrodillados y transcurrido el tiempo de la adoración, el sacerdote o diácono se acerca, hace genuflexión sencilla y a continuación, de rodillas, inciensa el Sacramento; tras rezar una oración, hace genuflexión e imparte la Bendición con el Santísimo. Todos mientras permanecen de rodillas (cf. RCCE 97).

El Viernes Santo, todos se arrodillan cuando se desvela la cruz en tres veces, en señal de adoración[1].

Y de rodillas se cantará “Et incarnatus est” en el Credo del día de la Natividad del Señor y de la Anunciación[2], adorando el Misterio, así como de rodillas estarán todos, en silencio, cuando leída la Pasión el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, se llega al versículo en que Jesús expira[3].

 Distinto sentido tiene estar de rodillas penitencialmente. La Iglesia conoció desde el principio este uso, y lo prohibió expresamente en los domingos y en todo el tiempo pascual. Y oró de rodillas en señal de penitencia y aún hoy continúa. El sacramento de la Penitencia, al menos en el momento de la absolución en la Forma A, se recibe de rodillas, mientras el sacerdote impone las manos al recitar la fórmula de la absolución. También en la Forma B, celebración comunitaria de la penitencia con confesión y absolución individual, cuando todos juntos piden perdón a Dios antes del Sacramento, el diácono invita a todos a ponerse de rodillas (o profundamente inclinados) para recitar el “Yo confieso…” y las peticiones de perdón o letanías penitenciales (RP 27).

En cierto sentido es igualmente penitencial, en el rito romano, el inicio de la acción litúrgica de la Pasión del Señor en el Viernes Santo; mientras el sacerdote se postra por completo en el suelo, delante del altar, en profundo silencio –no hay canto de entrada-, todos los fieles se ponen de rodillas y oran a Dios: “El sacerdote y los ministros, hecha la debida reverencia al altar, se postran rostro en tierra; esta postración, que es un rito propio de este día, se ha de conservar diligentemente por cuanto significa tanto la humillación “del hombre terreno", cuanto la tristeza y el dolor de la Iglesia. Los fieles durante el ingreso de los ministros están de pie, y después se arrodillan y oran en silencio”[4].

 También la oración común y súplica se expresa con la postura arrodillada: las letanías de los santos en las Ordenaciones y profesiones religiosas se cantan estando todos de rodillas –y los candidatos postrados por completo en el suelo- excepto los domingos y los cincuenta días de Pascua[5]. La serie de oraciones en el Viernes Santo, después de la lectura de la Pasión, son un vestigio, un testigo, del modo en que el rito romano desarrolló la oración de los fieles u oración universal. Un diácono enunciaba la intención, a continuación se invitaba a la oración silenciosa de rodillas (“Pongámonos de rodillas”, “Flectamus genua”), transcurrido un lapso de tiempo se invitaba a ponerse de pie (“Poneos en pie”, “Levate”), y el sacerdote rezaba la oración[6]. Lo mismo habría que decir, antiguamente, para los dípticos de la Misa hispano-mozárabe donde se recitaban y los fieles se arrodillaban reforzando la plegaria común.

  La postura arrodillada concentra la súplica interior y la recepción del Don de Dios. De rodillas recibe el candidato la imposición de manos del Obispo en la ordenación y de rodillas permanecerá mientras se reza la plegaria de ordenación[7]. Los nuevos profesos de rodillas permanecerán mientras se reza la solemne plegaria de profesión[8] e igualmente en el rito de consagración de vírgenes[9]. Los nuevos esposos, en el sacramento del Matrimonio, después del Padrenuestro se pondrán de rodillas y el sacerdote con las manos extendidas sobre ellos recitará la solemne plegaria de bendición nupcial[10].

  ¿Qué es participar y cómo logramos que todos participen? Entre otras cosas, con las posturas corporales durante la celebración. Así, participar, es también ponerse de rodillas en los momentos en que la liturgia lo prescribe y no quedarse de pie.

 Será también un modo de participación más intenso para quienes reciben un sacramento (ordenación, matrimonio, penitencia…) o una consagración (profesión, consagración de vírgenes…) sin necesidad de buscar e introducir elementos añadidos para que “participen más”. Orar de rodillas, pedir perdón de rodillas o adorar juntos de rodillas son elementos para la participación de los fieles en la liturgia de manera interior y exterior, activa, consciente.

 



[1] Caeremoniale episcoporum (: CE), 321. 322.

[2] CE, 143.

[3] CE, 273.

[4] Cong. Culto Divino, Carta sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales, n. 65.

[5] Cf. CE, 507, 529, 580…

[6] “La Conferencia Episcopal pueden establecer una aclamación del pueblo antes de la oración del sacerdote o determinar que se conserve la tradicional monición del diácono: Pongámonos de rodillas, y: Podéis levantaros, con un espacio de oración en silencio que todos hacen arrodillados” (MR, Viernes Santo, n. 11).

[7] CE 509-510; 531-533.

[8] CE 762. 783.

[9] CE 733.

[10] Ritual del Matrimonio, n. 81. 112.

19.10.17

Más posturas corporales para participar (VIII)

b) Sentados

  La postura de estar sentados, juntos, a la vez, es otro modo de participar activamente en la liturgia y es expresión de nuestro interior orante.

Es una postura relajada, cómoda, que tiende a que podamos recogernos mejor y estar disponibles para una escucha atenta. Favorece el silencio. Sentados también esperamos y aguardamos la salvación que siempre nos viene de Dios, nunca de nosotros mismos.

 Sentados lloraban ante el Señor los hijos de Israel: “los hijos de Israel y todo el pueblo subieron a Betel. Allí lloraron sentados ante el Señor. Aquel día ayunaron hasta el atardecer” (Jue 20,26), “sentados ante Dios” (Jue 21,2).

  Quienes gobiernan (1R 1,46; 22,10; Est 5,1), quienes juzgan, como ancianos (Rut 4,4) o como jueces (Ex 18,13; Jr 26,10; Ez 8,1; Hch 16,15; Mt 27,19; Hch 25,6),  y quienes enseñan están sentados como expresión de su autoridad “en la cátedra de Moisés” (Mt 23,2). Reinar es estar sentado en el trono como señorío y dominio (1R 1,48; 3,6; Prov 20,8).

  Dios mismo está sentado en su trono para juzgar (cf. 1R 22,19; Is 6,1; 40,22; Mt 23,22), “el Señor se sienta como rey eterno” (Sal 28,10), “Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46) “sentado sobre querubines, vacile la tierra” (Sal 98).

  Jesús será el verdadero Hijo de David, que “se sentará en el trono de David, padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre” (Lc 1,26ss).  Junto al Señor, el Cordero degollado, están sentados los veinticuatro ancianos que reinan junto a Él (Ap 4,4; 11,16). Cristo está sentado a la derecha del Padre (Mc 16,19; Col 3,1): el Señor triunfante (Ap 3,21; 7,10; 21,5). Y vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos: “se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones” (Mt 25,31).

  Para enseñar como maestro y para estar atentos como discípulos, la postura sentada es la más expresiva; en un caso, el del maestro, por autoridad delante de los discípulos; en el otro caso, para escuchar atentamente, dócilmente.

  Como auténtico Maestro, Jesús enseña sentado a sus apóstoles en casa (Mc 9,35) y en una montaña (Mt 24,3), y se sienta en el monte para predicar a sus discípulos (Mt 5,1); sentado en la barca, enseña a la multitud que está en la orilla (Mt 13,1-3) y sentado en la montaña va curando a la multitud de enfermos que le acercan (Mt 15,29s). En la sinagoga, Jesús enseña, predica, sentado (Lc 4,20).

  Alrededor de Jesús, la multitud estaba sentada pendiente de sus palabras (Mc 3,32) y ejemplo y tipo de docilidad y escucha obediente será María, hermana de Marta, que “sentada a junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Lc 10,39).

 Los apóstoles mismos se sientan el sábado en la sinagoga para escuchar la ley y los profetas antes de intervenir, anunciando a Jesucristo (Hch 13,14). El paralítico de Listra escuchaba sentado hablar a Pablo (Hch 14,9) así como los fieles de Tróade (Hch 20,9).

 En la liturgia hoy tanto los fieles como el sacerdote se sientan en diversos momentos de la liturgia participando así de la acción común, pero con valor y sentido distintos.

  Los fieles en la liturgia están sentados para orar, meditar en silencio o escuchar más atentamente las lecturas bíblicas y la homilía. Dice la Ordenación del Misal:

“En cambio, estarán sentados mientras se proclaman las lecturas antes del Evangelio y el salmo responsorial; durante la homilía y mientras se hace la preparación de los dones para el ofertorio; también, según las circunstancias, mientras se guarda el sagrado silencio después de la Comunión” (IGMR 43).

En la Liturgia de las Horas, todos estarán sentados durante la salmodia, para la escucha de las lecturas, para la homilía y además, en el Oficio de Vigilias, para los cánticos. En las demás celebraciones sacramentales, permanecerán los fieles sentados durante los escrutinios o interrogatorios (Profesión solemne, Ordenación, matrimonio).

 Fundamentalmente, sentados escuchamos las Palabras divinas, las lecturas de la Escritura, por las que Dios continúa hablando a su pueblo y Cristo sigue anunciando el Evangelio[1]. La Palabra de Dios debe ser acogida con fe y docilidad, en clima meditativo: “La liturgia de la palabra debe celebrarse de tal manera, que favorezca la meditación; por eso se ha de evitar toda clase de prisa, que impide el recogimiento. El diálogo entre Dios y los hombres, que se realiza con la ayuda del Espíritu Santo, requiere breves momentos de silencio, adecuados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de Dios sea acogida interiormente y se prepare una respuesta por medio de la oración” (OLM 28); sin duda, estar sentados es lo más conveniente para esta interiorización.

“Por medio de la palabra de Dios escuchada y meditada, los fieles pueden dar una respuesta llena de fe, esperanza y amor, de oración y de entrega de sí mismos, no sólo durante la celebración de la Misa, sino también en toda su vida cristiana” (OLM 48).

 Los fieles reproducen aquello mismo que María hizo en Betania: estar a los pies del Señor, sentados, para escuchar su Palabra.

 Por su parte, aquel que preside, obispo o sacerdote, reproducirá a Cristo Maestro que sentado en medio de sus hermanos, enseña, instruye y exhorta. La sede del sacerdote -¡y cuánto más la cátedra del Obispo!- posee un valor simbólico, no meramente funcional: es algo más que un asiento para que se siente como todos. La sede es el signo del mismo Cristo, Cabeza y Maestro, que un día vendrá con gloria y se sentará para juzgar a vivos y muertos.

 “La sede del sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecuado es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio u otra circunstancia lo impidan, por ejemplo, si por la gran distancia se torna difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea congregada, o si el tabernáculo está situado en la mitad, detrás del altar. Evítese, además, toda apariencia de trono. Conviene que la sede se bendiga según el rito descrito en el Ritual Romano, antes de ser destinada al uso litúrgico.

Asimismo dispónganse en el presbiterio sillas para los sacerdotes concelebrantes” (IGMR 310)

  La sede del sacerdote debe tener su relieve, destacada, sin que quede ocultada por el altar, sino elevada. Además es única, y, por tanto, es reprobable la costumbre de disponer tres sillones exactamente iguales juntos; como signo de Cristo Cabeza y Maestro, la sede del sacerdote es única en su forma y realce, y los demás concelebrantes y ministros deben disponer de asientos funcionales, discretos. “La sede (cátedra) del obispo o del sacerdote debe significar su oficio de presidente de la asamblea y director de la oración” (CAT n. 1184).

 En la sede, el sacerdote eleva las oraciones a Dios, moderando la oración de los fieles, entona la alabanza divina (el Gloria) y también en la sede puede, y es más significativo, realizar la homilía, ya sea sentado o de pie: “El sacerdote celebrante dice la homilía desde la sede, de pie o sentado, o desde el ambón” (OLM 26). En la sede, al final de la Misa, recita la última oración e imparte la bendición.

 Por su parte, el Obispo en su cátedra realiza las grandes acciones sacramentales como ungir con el santo crisma en la Confirmación, o el rito de Ordenación ya sea de diáconos, ya sea de presbíteros.

   Algo tan sencillo como sentarse, juntos, a la vez, es ya participar en la acción litúrgica: primero por el valor de las posturas comunes de todos, que expresan la unidad, y segundo por lo que suponen y conllevan de oración, meditación, recogimiento, escucha y disponibilidad ante la Palabra (lecturas y homilías), ante la presencia de Cristo (después de comulgar), ante la oración eclesial (la salmodia en la Liturgia de las Horas).

 



[1] Cf. SC 33.

12.10.17

El altar

   El altar de la Nueva Alianza es la cruz del Señor, de la que manan los sacramentos del Misterio Pascual. Sobre el altar, que es el centro de la Iglesia, se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales. El altar es también la mesa del Señor, a la que el Pueblo de Dios es invitado. En algunas liturgias orientales, el altar es también símbolo del sepulcro (Cristo murió y resucitó verdaderamente) (Catecismo de la Iglesia, nº 1182).

  La mesa no debe ser alargada, sino más bien cuadrada o ligeramente rectangular, digna y elegante, de acuerdo con la forma tradicional… Conviene que la base del altar descanse sobre una grada, que ha de ser de tal extensión que rodee por igual todos los lados del altar y permite circular cómodamente sobre ella (SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Ambientación y arte en el lugar de la celebración, 1987, nº 12).

       El altar es la mesa, la mesa del Señor en la casa de Dios. Ver el altar exclusivamente como “ara del sacrificio” es propio de todas las religiones; verlo también como “Mesa del Señor” es propio del cristianismo (el mantel es propio de la mesa donde se come, no del ara de sacrificios…). “El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es, además, la mesa del Señor, para cuya participación es convocado en la Misa el pueblo de Dios; es también el centro de la acción de gracias que se realiza en la Eucaristía” (IGMR, n. 296).

            Características del altar.-

            a) El altar debe ser y aparecer como una mesa santa.

            b) El altar debe estar separado de la pared para celebrar de cara al pueblo y poder circundarlo, especialmente en la incensación.

            c) El altar debe ser el centro de atención de toda la asamblea. Su lugar más querido, está en el centro del presbiterio; más importante que cualquier imagen o cuadro…

            d) El altar debe ser único y dedicado sólo a Dios. Un solo altar (o, como mucho, uno para celebrar los días feriales).

            e) Sobre el altar no debe haber imágenes ni reliquias. Sí las reliquias al pie del altar, bajo el altar.

            f) El altar, consagrado, o al menos bendecido.

            g) El altar debe ser de piedra natural o de otra materia noble, porque significa a Cristo, piedra angular de la Iglesia.

            Disposición del altar.-

      Para que el altar aparezca sobre todo como mesa no es conveniente que presente la forma de un rectángulo exageradamente alargado; más bien, cuadrado, sin ser exageradamente grande.

      El altar debe tener su realce. Un escalón o una tarima propia, su alfombra festiva, etc… El altar se debe cubrir para la Eucaristía, banquete pascual, con un mantel, grande, proporcionado al estilo del altar y grandes manteles de las grandes fiestas: ¡el convite pascual de Jesucristo!, siempre con elegancia, estilo y discreción. El mantel siempre ha de ser blanco (distinto del antipendio o paño con el que se reviste en días solemnes y encima el mantel).

  La cruz de la celebración sobre o junto al altar, al igual que los candeleros. Todo también en proporción con las dimensiones del altar. Una cruz bien visible, significativa, que atraiga las miradas de todos y manifiesten cómo la cruz y el altar están unidos en la identidad del mismo sacrificio, difiriendo sólo en la modalidad de su realización: cruento en el Calvario, incruento y sacramental en el altar. Atendíamos así a IGMR, 3º ed.: “También se ha de cuidar con todo esmero cuanto se relaciona directamente con el altar y con la celebración eucarística, como son, por ejemplo, la cruz del altar y la cruz procesional” (n. 350).

    El altar jamás ha estado en las distintas tradiciones y familias litúrgicas en el centro de la nave rodeado de bancos de los fieles. Eso destaca el nivel únicamente de la “comensalidad” y es una disposición del lugar nueva y no excesivamente acertada.

     El altar, que nunca ha tenido grandes dimensiones, estaba situado en el ámbito del “santuario", en el “ábside". Posee mucho simbolismo. El santuario presidido por una gran cruz y bóveda, lo circular, es el ámbito de Dios, perfecto. La nave, el lugar de todos los fieles, es cuadrado, limitado y desemboca en lo divino (lo circular). Es además la línea de la peregrinación: se camina hacia el altar y la cruz, término de la peregrinación terrena.

       El altar situado en el santuario (presbiterio) con su bóveda-cúpula es signo del altar del cielo, del que habla el Apocalipsis, por eso se rodea de las grandes pinturas de la Gloria, o de los iconos de los santos. Todos los fieles en la misma dirección miran al altar terreno esperando participar del Altar del cielo.

    Esta sí sería la disposición correcta si nos atenemos a nuestra Tradición.

    Uso del altar.-

    El altar se besa al principio y al final de la Santa Misa así como en la Liturgia de las Horas.

    Durante la Misa, el sacerdote sólo estará en el altar desde el ofertorio hasta terminar la purificación de los vasos sagrados, si bien puede en el altar recitar la oración de postcomunión e impartir la bendición. Los ritos iniciales nunca se hacen desde el altar, sino desde la sede (saludo, acto penitencial, Gloria, oración colecta). La homilía tampoco se hace en la mesa de altar, sino en su lugar propio (en la sede de pie o sentado, o en el ambón).

   Sobre el altar sólo se colocan las ofrendas de pan y de vino; las ofrendas de otro tipo (económicas, de alimentos, etc.) se colocan al pie del altar. Es indigno ver -cuando las ofrendas son ya cualquier cosa- ver el altar convertido en un expositor de libros, programas pastorales, carteles, etc. ¡El altar es santo!

  Nunca puede estar la materia del sacrificio sobre el altar antes del ofertorio, desde antes de la Misa (ni patena, ni cáliz, ni lavabo…) sino que estarán en la mesa auxiliar llamada credencia.