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1.11.18

Te rogamos, óyenos - I (Respuestas - XVIII)

     1. Ya el apóstol san Pablo exhortaba: “Ruego, pues, lo primero de todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones, acciones de gracias, por toda la humanidad, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto. Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador” (1Tm 2,1-3).

      Los fieles cristianos, los bautizados, oraban ejerciendo su sacerdocio bautismal; elevaban a Dios preces y súplicas. Pronto, muy pronto, la Iglesia asumió en su liturgia la tarea de pedir e interceder. Recordemos, por ejemplo, el testimonio de san Justino, a mitad del siglo II: “[tras la homilía] luego nos levantamos todos juntos y elevamos nuestras oraciones” (I Apol. 67), “y por todos los demás donde quiera que estén” (I Apol. 65).

    Esta oración de los fieles, con ese carácter de súplica, se extendió a todos los ritos y familias litúrgicas, normalmente tras la homilía y cercana la presentación y ofrenda del pan y del vino. Los catecúmenos y los penitentes asistían a la Misa hasta que acababa la homilía; entonces los despedía el diácono: “Catecúmenos, id en paz”, “Penitentes, id en paz”. Sólo se quedaban en la basílica para el rito eucarístico los ya bautizados, es decir, los fieles cristianos. Por eso estas preces se llaman “oración de los fieles”, porque son los fieles bautizados quienes oran. Es muy importante este matiz, como luego veremos.

     2. Esta oración de los fieles es un gran ejercicio de oración, una intercesión grande, amplia, con un corazón eclesial y católico que presenta súplicas por todos los hombres. Interceder, como Cristo en la cruz por sus propios verdugos, es un ejercicio de caridad teologal. Nadie queda excluido de la oración de la Iglesia, nadie rechazado. Los fieles cristianos en la liturgia ejercen su sacerdocio bautismal elevando oraciones de intercesión.

    Para comprender mejor aún lo que es la oración de intercesión, acudamos al Catecismo, en los nn. 2634-2636. La oración de intercesión “nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús”, el gran intercesor, sumo Sacerdote y Mediador ante el Padre. Interceder es “pedir en favor de otro” y es “lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios”. Al orar intercediendo, participamos de la misma oración de Cristo al Padre y “es la expresión de la comunión de los santos” (CAT 2635). Las súplicas de intercesión, esta oración de los fieles en la liturgia, abarcan a todos los hombres y sus necesidades y sufrimientos: “la intercesión de los cristianos no conoce fronteras: por todos los hombres, por todos los constituidos en autoridad, por los perseguidores, por la salvación de los que rechazan el Evangelio” (CAT 2636).

    Los fieles no sólo oran por sí mismos y sus necesidades personales, o de su comunidad concreta; con Cristo oran por la salvación de todos y así el corazón se dilata, se ensancha, siendo un corazón realmente católico. Por eso, además de “oración de los fieles”, se llama “oración universal” a estas plegarias de la Misa.

    3. En nuestro Misal romano está muy claro el sentido, el alcance y el contenido de la oración de los fieles, restaurado por mandato de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium: “Restablézcase la ‘oración común’ o de los fieles después del Evangelio y la homilía, principalmente los domingos y fiestas de precepto, para que con la participación del pueblo se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del mundo entero” (SC 53).

   Esta oración de los fieles se había dejado de practicar en la liturgia ya por el siglo VII y sólo quedaba un bellísimo vestigio: la oración universal en la Acción litúrgica del Viernes Santo, donde el diácono propone cada intención, se ora en silencio y después viene una oración del sacerdote. Era el modo solemne de hacerlo del rito romano, y se acepta la hipótesis de que aquí tenemos el texto que se venía usando en las comunidades romanas desde el siglo III en el culto ordinario (cf. Jungmann, 608). Ahora lo conservamos y disfrutamos cada Viernes Santo.

   La Ordenación general del Misal romano (nn. 69-70) es clarísima y concluyente a este respecto, aunque generalmente no se suelen conocer estas disposiciones sobre la oración de los fieles, actuando más la buena voluntad o la salvaje creatividad:

69. En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto modo a la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga de ordinario en las Misas con participación del pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo.

70. La serie de intenciones de ordinario será:

a) Por las necesidades de la Iglesia.

b) Por los que gobiernan y por la salvación del mundo.

c) Por los que sufren por cualquier dificultad.

d) Por la comunidad local.

     4. La oración de los fieles, aunque parezca una obviedad, es la oración de todos los fieles presentes: “Te rogamos, óyenos”, “Señor, escucha y ten piedad”… Cuando todos oran juntos así, entonces se está realizando la oración de los fieles.

    Pero ha ocurrido un desplazamiento insano: parece y se ha asumido que la oración de los fieles es la petición que se lee; que oración de los fieles es que algunos fieles pueden -¡como un derecho!- leer una petición para intervenir (“participar”, lo llaman confundiendo qué es participar y qué es intervenir). Es camino equivocado.

     Se ha desplazado lo importante hacia algo muy secundario; de importar la oración en común de todos a una indicación-monición que orienta, a dar todo el peso o importancia a que sean muchos (o varios) lectores los que lean la correspondiente petición. “De los fieles” no es sinónimo de que varios fieles tengan que leer las peticiones, sino de que todos los fieles oren juntos. ¿Se ve con claridad cómo ha cambiado en la práctica realmente el enfoque?

    En las liturgias orientales, siempre y exclusivamente es un diácono, y solo un diácono, quien enumera las intenciones, normalmente breves, para que el pueblo santo ore y encomiende; también así, con un diácono, lo señala el rito hispano-mozárabe en sus dípticos.

    ¿Nuestro Misal romano qué dice? “Las pronuncia el diácono o un cantor o un lector o un fiel laico desde el ambón o desde otro lugar conveniente” (IGMR 71). ¡Uno!, uno solo lee toda la serie de intenciones –no un lector por petición- para que todos los fieles oren intercediendo. Si hay diácono, a él corresponde desde siempre este oficio; si no, un lector. Es necesario reajustar esto, para que se eviten los desfiles de personas subiendo y bajando para leer una petición y se insista más en lo verdaderamente importante: la respuesta orante de los fieles.

     5. A la propuesta de oración que hace el diácono o un lector (“Pidamos por…”), todos los fieles, a una sola voz, oran suplicando a Dios. Ésta sí es la verdadera oración universal u oración de los fieles.

    Dice el Misal romano: “el pueblo, de pie, expresa su súplica, sea con una invocación común después de cada intención, sea orando en silencio” (IGMR 71).

   Los fieles todos oran respondiendo a la intención de oración que se les ha propuesto; y esta respuesta es la auténtica y genuina oración de los fieles:

            -Te rogamos, óyenos.

            -Señor, escucha y ten piedad.

            -Señor, ten piedad.

            -Kyrie eleison.

            -Escúchanos, Señor…

      Esta oración, en los domingos y principales fiestas, muy bien podría ser cantada y así solemnizar la oración de los fieles. Varias melodías para estas respuestas las tenemos en el Cantoral Litúrgico Nacional de España y en las ediciones de libros de Oración de los fieles. El hecho de cantarlas sirve para reforzar la oración de todos y destacar que esto es lo verdaderamente importante, más que el hecho mismo de leer una petición. La Ordenación del Leccionario de la Misa sugiere que se cante (cf. OLM 31).

        6. En casi todas las liturgias orientales y occidentales, el formulario o las preces que se elevan a Dios son un formulario fijo, invariable, recitado por el diácono. No hay lugar para la variedad ni la improvisación. Son largos, en forma de letanías.

    Al restaurarse la oración de los fieles en nuestro rito romano, no se han buscado unas fórmulas fijas, sino que se ha dejado cierta libertad para componer las peticiones mientras incluyan súplicas por la Iglesia, el gobierno de las naciones, los que sufren y la propia comunidad local.

     Como son una ayuda, una indicación, una orientación para que todos los fieles oren, han de ser breves, concisas, y no moniciones amplias o crónica de sucesos: “sean sobrias, formuladas con sabia libertad, en pocas palabras, y han de reflejar la oración de toda la comunidad” (IGMR 71).

    Al redactarlas hay que tener claro que se dirigen como exhortación a los fieles para que oren: “Por la Iglesia…”, “oremos por…”, al igual que las demás moniciones de la Misa: “orad, hermanos…”, “inclinaos para recibir la bendición”, etc. Son indicaciones dirigidas a todos los fieles. En modo alguno son oraciones dirigidas por un lector a Dios: “Te pedimos, Señor, que…”, “Señor, queremos rezar por…”, porque esa es la manera propia del sacerdote orando in persona Christi, no de un diácono o de un lector que propone a todos una intención para orar. Las moniciones y peticiones se dirigen a los fieles, nunca se dirigen a Dios. ¡Es algo básico, fundamental!, que viene de toda la Tradición litúrgica de la Iglesia.

 

 

 

25.10.18

Los tipos de silencio en la Misa

El cultivo del silencio en la acción litúrgica favorece la sacralidad del rito, su profundidad y su verdadera participación plena, consciente, activa, interior y fructuosa.

“Pastoral” será también el trabajo educador en torno al silencio ya que muestra la Presencia de Cristo propiciando la respuesta de fe; en palabras de Juan Pablo II:

“Puesto que la Liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo, es necesario mantener constantemente viva la afirmación del discípulo ante la presencia misteriosa de Cristo: «Es el Señor» (Jn 21, 7). Nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por obra de su Espíritu. La fe vivificada por la caridad, la adoración, la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación, serán siempre los primeros objetivos a alcanzar para una pastoral litúrgica y sacramental” (Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 10).

 

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18.10.18

El Credo II (Respuestas XVII)

    3. Además de ser rezado en la Misa los domingos y solemnidades, el Credo aparece en la liturgia en otros momentos.

      a) Catecumenado y Bautismo

     En primer lugar, como ya apuntábamos y es obvio, en el catecumenado y en la liturgia del Gran Sacramento de la Iniciación cristiana.

    Los catecúmenos, ya “elegidos” para vivir los sacramentos, viven esa Cuaresma previa como un “tiempo de purificación e iluminación” con diversos ritos, entre ellos la entrega del Símbolo: “en el Símbolo, en el que se recuerdan las grandezas y maravillas de Dios para la salvación de los hombres, se inundan de fe y de gozo los ojos de los elegidos” (RICA 25). El Símbolo se les entrega a lo largo de la III semana de Cuaresma (cf. RICA 53) y lo devolverán, es decir, lo recitarán en los ritos previos que tienen lugar la mañana misma del Sábado Santo, preparándose para la Vigilia pascual (RICA 54).

    Así se desarrolla el rito de la entrega del Credo. El diácono los invita a acercarse: “Acérquense los elegidos, para recibir de la Iglesia el Símbolo de la fe”, y el celebrante se dirige a ellos diciéndole: “Queridos hermanos, escuchad las palabras de la fe, por la cual recibiréis la justificación. Las palabras son pocas, pero contienen grandes misterios. Recibidlas y guardadlas con sencillez de corazón” (RICA 186). Comienza a recitar el Credo y todos los fieles presentes se unen a continuación.

   En la mañana del Sábado Santo tienen lugar los ritos para la preparación inmediata al Bautismo. Antes de ser bautizados, han de profesar la fe los catecúmenos. “Con los ritos de la renuncia y de la profesión de fe, el mismo misterio pascual, conmemorado al bendecir el agua y evocado brevemente por el celebrante en las palabras del Bautismo, es confesado por la fe ardiente de los que van a ser bautizados. Porque los adultos no se salvan, sino acercándose por propia voluntad al Bautismo y queriendo recibir el don de Dios, mediante su fe. Pues la fe, cuyo sacramento reciben, no es sólo propia de la Iglesia, sino también de ellos, y se espera que sea activa y operante en ellos” (RICA 30).

    El celebrante reza primero por los elegidos: “Te rogamos, Señor, que concedas a nuestros elegidos, que han recibido la fórmula que resume el designio de tu caridad y los misterios de la vida de Cristo, que sea una misma la fe que confiesan los labios y profesa el corazón, y así cumplan con las obras tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor” (RICA 198). Inmediatamente todos los elegidos recitan el Credo.

     Ya en la noche santa de la Pascua, inmediatamente antes de ser bautizados, son interrogados para que profesen la fe (“Sí, creo”), uno a uno, o por grupos, o si son muchos, todos a la vez (RICA 219).

    Igualmente, en el rito del bautismo de niños, a los padres y padrinos se les pide la profesión de fe en nombre del niño, prometiendo por tanto educarlo en la fe “para que esta vida divina quede preservada del pecado y crezca en él de día en día”, por eso, “recordando vuestro propio bautismo, renunciad al pecado y confesad vuestra fe en Cristo Jesús, que es la fe de la Iglesia, en la que van a ser bautizados vuestros hijos” (RBN 124).

            b) Sacramento de la Crismación-Confirmación

      En segundo lugar, al revisar en la última reforma litúrgica el rito del sacramento de la Confirmación, se vio conveniente destacar su unidad con el Bautismo, formando así una etapa sacramental dentro de la Iniciación cristiana.

    Para ello, y con este fin, delante del Obispo, aquellos que van a ser crismados, después de la homilía renovarán sus promesas bautismales. Es un requisito incluso: “si el fiel tiene ya uso de razón, se requiere que esté en estado de gracia, convenientemente instruido y dispuesto a renovar las promesas bautismales” (RC 12). Por su parte el Catecismo explica el porqué de esta renovación de la fe: “Cuando la Confirmación se celebra separadamente del Bautismo, como es el caso en el rito romano, la liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo” (CAT 1298).

     El Obispo, al concluir la homilía, prepara a los confirmandos “con estas o parecidas palabras, que destacan la relación del Bautismo con la Confirmación” (RC 27):

     “Y ahora, antes de recibir el don del Espíritu Santo, conviene que renovéis ante mí, pastor de la Iglesia, y ante los fieles aquí reunidos, testigos de vuestro compromiso, la fe que vuestros padres y padrinos, en unión de toda la Iglesia, profesaron el día de vuestro bautismo”.

    Renuncian a Satanás, a sus obras y seducciones (: “sí, renuncio”) y responden: “sí, creo”, al Credo que el obispo les pregunta.

            c) El Viático

    En tercer lugar, en el rito del Viático. El moribundo va a comulgar por última vez para que la comunión eucarística le ayude en este último camino, en este tránsito, y se una a su Señor en la muerte para vivir en Él y con Él el misterio pascual.

      Después de una lectura breve de la Palabra de Dios, “conviene también que, antes de recibir el Viático, el enfermo renueve la profesión de fe bautismal. Para ello, el sacerdote, después de crear con palabras adecuadas un ambiente propicio, preguntará al enfermo…” (RU 188) y se realiza el Credo en forma de preguntas y respuesta del fiel. Y es que “conviene, además, que el fiel, durante la celebración del Viático, renueve la fe de su Bautismo, con el que recibió su condición de hijo de Dios y se hizo coheredero de la promesa de la vida eterna” (RU 28).

    En el Bautismo profesó la fe cristiana; vivió su vida a la luz de la fe y dando testimonio de ella; cada domingo la confesó recitando en la Misa el Credo y ahora, al final, sella su vida entera profesando la fe y aguardando encontrarse para siempre con Aquél en quien creyó, esperó y amó.

 

            d) Vigilia de oración por un difunto

      Por último, la vigilia comunitaria de oración por un difunto, antes de las exequias, señala como posible el rezo del Credo después de la lectura bíblica. Rezarlo delante del difunto subraya la fe y la esperanza cristiana: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”.

   El Ritual de exequias ofrece una monición introductoria para explicar su sentido y conveniencia: “Con la esperanza puesta en la resurrección y en la vida eterna que en Cristo nos ha sido prometida, profesemos ahora nuestra fe, luz de nuestra vida cristiana” (Ritual de exequias, lib. IV, Vigilia, n. 7).

      4. ¿Qué valor, qué importancia tiene el Credo? ¿Para qué una fórmula fija? ¿Por qué la misma y recitada de memoria? ¿No sería eso un empobrecimiento? ¿No es la fe un sentimiento, o una experiencia, según nos dice hoy la mentalidad secularizada?

   La Tradición de los Padres nos ofrece las respuestas necesarias cuando explicaban el Símbolo (o Credo) a los catecúmenos.

    El Símbolo está lleno de afirmaciones de las Escrituras, reunidas en una fórmula, más accesible a la memoria. Lo explica san Cirilo de Jerusalén:

    “Posee y conserva sólo la fe que aprendes y prometes, la que ahora te transmite la Iglesia, la que está confirmada por la entera Escritura. Y porque no todos pueden leer la Escritura, ya que a unos la falta de preparación, a otros la falta de tiempo disponible les impide llegar a conocerla, para que el alma no se pierda por falta de instrucción, abarcamos toda la doctrina de la fe en unas pocas líneas. Quiero que la recordéis con las mismas palabras, y que la recitéis entre vosotros con todo esmero, no copiándola en hojas de papiro, sino grabándola con la memoria en el corazón; estando atentos para que, cuando hagáis esto, ningún catecúmeno oiga las verdades que se os han transmitido; y que durante todo el tiempo de vuestra vida sea como los recursos del camino, sin dar cabida a otra fe que ésta; aun en el caso de que nosotros mismos diéramos un giro diciéndoos lo contrario de lo que ahora os estoy explicando, o aunque un ángel hostil transformado en ángel de luz te quisiera engañar… Y entre tanto, mientras escuchas sus palabras exactas, graba la fe en tu memoria; durante el tiempo que haga falta recibe la demostración que la divina Escritura da sobre cada una de las verdades contenidas. Porque el compendio de la fe no se realizó atendiendo el parecer de los hombres, sino después de recoger de toda la Escritura las partes principales, que formarían una completa enseñanza de la fe. Y del mismo modo que el grano de mostaza contiene muchos ramos en una simiente pequeña, así también esta fe encierra en su seno con pocas palabras todo el conocimiento de la religión contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Considerad, pues, hermanos, y mantened firmemente la doctrina transmitida que ahora recibís, e inscribidla en la tabla de vuestro corazón” (Cat. V,12).

   El gran san Agustín también explica el valor del Credo antes de recitárselo a los catecúmenos:

    “Es ya tiempo de que recibáis el símbolo, que contiene, de forma breve, todo lo que creéis para vuestra salvación eterna. Al origen del término ‘símbolo’ está una semejanza; es, pues, un término metafórico. Los mercaderes establecen entre sí un símbolo gracia al cual su agrupación se mantiene unida por un pacto de fidelidad…

    Con esto he cumplido me deuda de predicaros un breve sermón sobre la totalidad del símbolo. Cuando lo escuchéis, reconoceréis que todo ha sido examinado de forma breve en este nuestro sermón. Ni siquiera para retenerlas mejor debéis escribir las palabras del símbolo; tenéis que aprenderlo a fuerza de oírlo, y ni siquiera después de aprendido debéis escribirlo, sino conservarlo y recordarlo siempre de memoria. Todo lo que vais a oír en el símbolo está contenido en las Sagradas Escrituras… He aquí, pues, el símbolo que ya se os ha ido descubriendo por medio de la Escritura y los sermones en la Iglesia, a cuya breve fórmula, sin embargo, los fieles han de aferrarse y en ella han de progresar” (Serm. 212, 1.2).

     Otro sermón agustiniano sobre el valor de la fórmula de la fe:

    “El símbolo es, pues, la regla de la fe, compendiada en pocas palabras para instruir la mente sin cargar la memoria; aunque se expresa en pocas palabras, es mucho lo que se adquiere con ella. Se llama símbolo a aquello en que se reconocen los cristianos; es lo primero que de forma breve voy a proclamar. Después, en la medida en que el Señor se digne concedérmelo, os lo explicaré, pues lo que quiero que aprendáis de memoria, quiero también que lo podáis comprender” (Serm. 213,2).

     Y una última cita agustiniana:

    “El símbolo construye en vosotros lo que debéis creer y confesar para poder alcanzar la salvación. Lo que dentro de poco vais a recibir, confiar a la memoria y proferir verbalmente, no es novedad alguna para vosotros o cosa jamás oída. En efecto, en variedad de formas soléis oírlo tanto en la Sagrada Escritura como en los sermones de la Iglesia. No obstante eso, se os ha de entregar todo junto, brevemente resumido y lógicamente ordenado para edificar vuestra fe, facilitar la recitación y no cargar demasiado a la memoria. Estas son las cosas que, sin cambiar nada, habéis de retener y luego recitar de memoria” (Serm. 214,1).

      5. Es importante y significativo profesar la fe. En el rito romano, situado el Credo después del silencio meditativo, acabada la homilía, se destaca el valor de respuesta o asentimiento a la Palabra escuchada: “El pueblo hace suya esta palabra divina por el silencio y por los cantos; se adhiere a ella por la profesión de fe” (IGMR 55); o con palabras de la Ordenación del Leccionario de la Misa: “El Símbolo o profesión de fe, dentro de la misa, cuando las rúbricas lo prescriben, tiene como finalidad que la asamblea reunida dé su asentimiento y su respuesta a la palabra de Dios oída en las lecturas y en la homilía, y traiga a su memoria, antes de empezar la celebración del misterio de la fe en la eucaristía, la norma de su fe, según la forma aprobada por la Iglesia” (OLM 29). Así la liturgia de la Palabra es un diálogo de Dios con su pueblo, donde la Iglesia responde a su Señor.

   En la Misa dominical es renovación de la fe y actualización, en cierto sentido, de la gracia bautismal:

    “[El pueblo cristiano] se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua ‘conversión’. La asamblea dominical se compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales que, en cierto modo, están implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la Vigilia pascual o cuando se administra el Bautismo durante la Misa” (Juan Pablo II, Carta Dies Domini, 41).

      6. El Credo es una confesión de fe en Dios Uno y Trino y en su actuación salvífica, llena de amor. No es una suma de verdades inconexas, sino el reconocimiento de quién es Dios y lo que ha realizado por nosotros. “En la Iglesia se ha tenido conciencia siempre de que el símbolo de fe, en cualquier estado en que se encontrase, y por breve que fuera, contenía la totalidad de la fe. Así ocurría ya con las fórmulas cristológicas. En cuanto a las primeras fórmulas trinitarias, diremos que se acrecentaron, no por adición de nuevos artículos puestos a continuación de los tres primeros, sino por medio de la explicación o desarrollo de cada uno de ellos” (De Lubac, La fe cristiana, Salamanca 1988, 91). Así contiene explicitado Quién es Dios y lo que ha realizado por nosotros. El teólogo von Balthasar lo enuncia así:

   “Los doce artículos del credo apostólico proceden primeramente de las tres preguntas parciales: ¿Crees en Dios, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo? Pero incluso estas tres palabras son expresión –y Jesucristo nos da prueba de ello- de que el único Dios es, en su esencia, amor y entrega… Tan sólo con la mirada fija en ese fondo de unidad que se nos revela también a nosotros, tendrá sentido desarrollar el credo cristiano: primeramente desarrollándolo en los tres accesos que luego se expanden en doce ‘artículos’… Nosotros no creemos jamás en proposiciones, sino en una sola realidad que se desarrolla ante nosotros, para nosotros y en nosotros, y que al mismo tiempo es verdad altísima y salvación profundísima” (Balthasar, Meditaciones sobre el credo apostólico, Salamanca 1991, 29-30).

    Se cree, no en un ‘algo’ difuso y trascendente, sino en un ‘Tú’ vivo: “Todavía no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo. Su fórmula central reza así: ‘creo en ti’, no ‘creo en algo’. Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la inteligencia como persona… La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga” (Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1987 (6ª), 57).

     No es un Dios una fórmula rara, un teorema incomprensible. Se ha revelado y, además, hemos visto cómo actúa, cómo obra, cómo ama, cómo salva. Y lo afirmamos en el Credo así:

    “El misterio de la Trinidad no se nos ha descubierto a la manera de una teoría sublime, de un teorema celestial, sin relación con lo que somos y con lo que hemos de llegar a ser. Dios es el creador de nuestro mundo y quiso intervenir en nuestra historia. Actuando para nosotros, llamándonos hacia él, obrando nuestra salvación: así es, precisamente, como Dios se nos dio a conocer. Nuestra fe en él, que es respuesta a su llamamiento, no es separable del conocimiento que Dios nos ha dado de su obra en medio de nosotros” (De Lubac, La fe cristiana, 93).

   Digno de mención es destacar cómo la fórmula de la fe, el Símbolo o Credo, aun cuando todos lo recitan juntos, se reza en singular. No se dice: “Creemos en un solo Dios…”, sino: “Creo en un solo Dios”; no se dice: “Sí, creemos…”, sino: “Sí, creo”.

   La fe es fe eclesial, la fe de todo el pueblo santo de Dios, recibida por la Revelación y la predicación apostólica. Vivir como hijo de Dios en la Iglesia es recibir y profesar la norma o canon de la fe, el Credo que se entrega.

   Pero se reza siempre en singular (“creo en Dios”, o “sí, creo”) porque la fe es un acto personal y único delante de Dios mismo. Nadie puede suplirme, nadie reemplazarme. Cada uno debe contestar a Dios personalmente y esa fe eclesial va a determinar toda la existencia cristiana, paso a paso. La fe da forma a la vida.

       “Quien dice Yo creo, dice Yo me adhiero a lo que nosotros creemos. La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe” (CAT 185). Profesar la fe común de la Iglesia es, al mismo tiempo, un acto personalísimo: “la fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras” (CAT 176).

    Aunque en la Iglesia todo es común, y vivimos la Comunión de los santos, sin embargo el fiel cristiano no se disuelve en la masa, ni es un anónimo perdido, ni se despersonaliza. La fe, por el contrario, personaliza y es vivida personalmente. Por eso se responde en singular, cara a cara, ante Dios y la Iglesia.

    Con el Credo decimos “Sí” a Dios, después de haber dicho “no” al demonio y a su imperio del mal. ¡Sí!, como Cristo es “Sí”, el “Amén” de Dios (cf. 2Co 1,20):

    “Un “sí” que se articula en tres adhesiones: “sí” al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; “sí” a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; “sí” a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día” (Benedicto XVI, Hom., 8-enero-2006).

 

 

 

11.10.18

El Credo I (Respuestas XVI)

   1. Los domingos y solemnidades, y en alguna ocasión más importante o especialmente significativa, después del silencio de la homilía (o si no hubiere homilía, tras el Evangelio), todos a una recitan el Credo, la profesión de fe, puestos en pie.

 Las rúbricas del Misal prescriben lo siguiente:

 “El Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y explicada por la homilía. Y para que sea proclamado como regla de fe, mediante una fórmula aprobada para el uso litúrgico, que recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía.

El Símbolo debe ser cantado o recitado por el sacerdote con el pueblo los domingos y en las solemnidades; puede también decirse en celebraciones especiales más solemnes.

Si se canta, lo inicia el sacerdote, o según las circunstancias, el cantor o los cantores, pero será cantado o por todos juntamente, o por el pueblo alternando con los cantores.

Si no se canta, será recitado por todos en conjunto o en dos coros que se alternan” (IGMR 67-68).

    Incluso el cuerpo se integra en la profesión de fe con el gesto de la inclinación: “El Símbolo se canta o se dice por el sacerdote juntamente con el pueblo (cfr. n 68) estando todos de pie. A las palabras: y por la obra del Espíritu Santo, etc., o que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, todos se inclinan profundamente; y en la solemnidades de la Anunciación y de Navidad del Señor, se arrodillan” (IGMR 137).

    Dos son las fórmulas que se pueden emplear: el Credo niceno-constantinopolitano, más desarrollado y preciso, o el Símbolo apostólico, breve y conciso, éste aconsejado especialmente para la Cuaresma y la Pascua (cf. Ordo Missae, 19). Únicamente éstos porque estas fórmulas son la fe de la Iglesia; ya pasó la moda desafortunada de sustituirlo por cualquier canto (“Creo en vos, arquitecto, ingeniero…”) o por la lectura de un manifiesto o compromiso o “fe” elaborada por alguien o por algún grupo de catequesis o de liturgia. Sólo esas dos fórmulas de profesión de fe se pueden emplear.

     Tampoco es de uso habitual, cada domingo, el Credo en forma de pregunta y respuesta (normalmente, para abreviar y correr más), ya que esta fórmula está reservada al rito del Bautismo exclusivamente o relacionada con el Bautismo, como la Vigilia pascual donde todos los fieles renuevan sus promesas bautismales. Esta es una fórmula, con preguntas, sólo para esos momentos, no para cualquier domingo.

       2. Rezar el Credo en la celebración eucarística fue una práctica que tardó en entrar en la liturgia. Como fórmula, el Credo nació para el ámbito bautismal; se les entrega a los catecúmenos en un rito litúrgico para que lo aprendiesen de memoria y luego, antes del bautismo, lo recitasen (lo que se llama la “redditio symboli”). Así, en una fórmula muy bien estructurada, tenían fijadas todas las verdades de la fe.

   El Catecismo recuerda este origen bautismal del Credo:

      “Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos. Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo” (CAT 186).

     “La primera “Profesión de fe” se hace en el Bautismo. El ‘Símbolo de la fe’ es ante todo el símbolo bautismal” (CAT 189).

    Pasados unos siglos fue entrando el Credo en la Misa para que todos los fieles lo repitiesen y no se olvidase la fórmula de la fe cuando tantas herejías (trinitarias, cristológicas, pneumatológicas) se iban difundiendo. Oriente, en el siglo VI, con el emperador Justiniano lo hizo obligatorio en el 586. Lo vemos en la divina liturgia bizantina. Después de la Gran Entrada en el santuario con los santos dones, y las súplicas de los fieles, se reza el Credo; tras el cual, comienza la plegaria eucarística.

    Otro rito que pronto lo introdujo fue el rito hispano-mozárabe, siempre en conflicto con el arrianismo. El III Concilio de Toledo, en el 589, presidido por san Leandro de Sevilla, decretó que se recitase siempre en la Misa y por influjo de este rito hispano, en el s. VIII se difundió en la zona celta y en la liturgia franco-germánica.

    En el rito hispano-mozárabe, el Credo se reza dentro de los ritos previos a la comunión, después de la gran plegaria eucarística y antes del canto “Confractionem” para partir el Pan en 9 trozos, evocando los misterios del Redentor (Encarnación, Nacimiento, etc.). Es introducido por unas breves palabras del sacerdote: “Profesemos con los labios la fe que llevamos en el corazón”.

   El texto del Credo tiene levísimas variantes; la más importante, precisamente en polémica con los arrianos que negaban la divinidad de Cristo y afirmaban que sólo era “semejante” a Dios, viene en las palabras del Credo: “nacido, no hecho, omousion con el Padre, es decir, de la misma naturaleza del Padre”, conservando incluso la palabra griega “omousion” que significa consustancial.

   ¿Y en el ámbito romano? Tardó aún más en entrar el Credo en la Misa. Carlomagno, el emperador del sacro imperio, y san Paulino de Aquileya, mandaron introducir el Credo en la Misa al final de la liturgia de la Palabra. Tardó en hacerse una práctica generalizada; en Roma encontramos el Credo ya en el siglo XI y sólo en el siglo XII vemos el Credo después del Evangelio para los domingos y fiestas.

 

4.10.18