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29.08.19

Magnificat (y II - Respuestas XLV)

3. Puede ayudarnos a captar la grandeza de este cántico evangélico la Tradición de los Padres.

 Escribe S. Ambrosio:

“Que resida, pues, en todos el alma de María, y que esta alma proclame la grandeza del Señor; que resida en todos el espíritu de María, y que este espíritu se alegre en Dios; porque, si bien según la carne hay sólo una madre de Cristo, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros, pues todo aquel que se conserva puro y vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad, puede concebir en sí la Palabra de Dios. 

   El que alcanza, pues, esta perfección proclama, como María, la grandeza del Señor y siente que su espíritu, también como el de María, se alegra en Dios, su salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor.

   El Señor es engrandecido ciertamente, pero no en el sentido de que reciba por medio de nuestras palabras algo que a él le faltaba, sino porque con estas palabras él queda engrandecido en nosotros. En efecto, porque Cristo es la imagen de Dios, cuando alguien actúa con piedad y con justicia engrandece la imagen de Dios -pues todo hombre ha sido creado a su imagen y semejanza- y, al engrandecer esta imagen, también él queda engrandecido por una mayor participación de la grandeza divina” (Exp. In Luc., 2,26-27).

     Por su parte, Beda el Venerable comenta el Magnificat casi versículo a versículo:

 “María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.»

«El Señor -dice- me ha engrandecido con un don tan magnífico e inaudito que no se puede explicar con palabras humanas, y el mismo corazón con todo su amor apenas puede llegar a comprenderlo. Por lo tanto, me entrego con todas mis fuerzas a la alabanza y a la acción de gracias, contemplando la grandeza de aquel que es eterno, y gustosamente le consagro mi vida, sentimientos y pensamientos, porque mi espíritu se alegra en la divinidad eterna de Jesús, es decir, del Salvador, que se ha revestido de mi carne y reposa en mi seno.» 

Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo.

 Estas palabras se relacionan con el comienzo del cántico, donde se dice: Proclama mi alma la grandeza del Señor. Sin duda que sólo aquel en quien el Poderoso hace obras grandes sabrá proclamar dignamente la grandeza del Señor y podrá exhortar a los que, como él, se sienten enriquecidos por Dios, diciendo: Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.

 Pues el que no proclama la grandeza del Señor, sabiendo que es infinita, y no bendice su nombre será el último en el reino de los cielos. Se dice que su nombre es santo porque, por su inmenso poder, trasciende toda creatura y está infinitamente por encima de todas las cosas creadas.

 Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia.

  Con toda propiedad el cántico llama siervo o niño del Señor a Israel, pues, para salvarlo, Dios lo acogió como se acoge a un niño obediente y humilde, según aquello que dice Oseas: Cuando Israel era un niño yo lo amé.

 Porque quien no quiere humillarse no puede tampoco ser salvado ni decir con el profeta: Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida, pues, el que se haga pequeño tal como este niño será el más grande en el reino de los cielos. 

Como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

   Al hablar aquí de la descendencia de Abraham no se refiere a la descendencia según la carne, sino según el espíritu, es decir, no sólo habla de aquellos que han sido engendrados según la carne, sino también de todos aquellos que han seguido los pasos de Abraham por medio de la circuncisión de la fe. Porque Abraham creyó cuando estaba en la circuncisión y, ya entonces, su fe le fue tenida en cuenta para la justificación. 

   Por lo tanto la venida del Salvador fue prometida a Abraham y a su descendencia por siempre, es decir, a los hijos de la promesa, de quienes se dice: Si sois de Cristo sois por lo mismo descendencia de Abraham, herederos según la promesa.

 Con razón la madre del Señor y la madre de Juan se adelantaron con sus respectivas profecías al nacimiento de sus hijos; con ello, de la misma forma que el pecado comenzó por la mujer, también por la mujer se inicia la salvación, y la vida, que fue perdida por el engaño que sedujo a una sola mujer, es ahora devuelta al mundo por la profecía de dos mujeres que compiten en su empeño por anunciar la salvación” (Com. Ev. Luc., Libro 1, 46-55).

   Sigamos con Beda el Venerable. Predica una homilía glosando el Magnificat y termina dando una razón del porqué la Iglesia lo entona en el oficio de Vísperas, al caer la tarde, cuando la jornada declina y miramos al Sol que no conoce el ocaso:

 “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.

 Proclama la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus afectos interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la observancia de los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la majestad de Dios.

 Se alegra en Dios su salvador el espíritu de aquel cuyo deleite consiste únicamente en el recuerdo de su creador, de quien espera la salvación eterna.

 Estas palabras, aunque son aplicables a todos los santos, hallan su lugar más adecuado en los labios de la Madre de Dios, ya que ella, por un privilegio único, ardía en amor espiritual hacia aquel que llevaba corporalmente en su seno.

 Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma y úrica persona, su verdadero hijo y Señor.

 Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.

 Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma: Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.

 Por esto se introdujo en la Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la encarnación del Señor enardece la devoción de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las múltiples preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a encontrar el recogimiento y la paz del espíritu” (Hom., Lib. 1,4).

 

 

22.08.19

Magnificat (I - Respuestas XLIV)

1. Al caer la tarde, en el oficio solemne y sereno de Vísperas, la Iglesia entona el cántico evangélico del Magnificat, como hizo por la mañana, en las Laudes, con el cántico evangélico del Benedictus.

  Como en Laudes, en el oficio litúrgico de Vísperas tampoco se proclama nunca la lectura de un evangelio, sino que el único texto evangélico es este canto tras la lectura breve (en Vísperas, esta lectura breve siempre es del NT porque sigue a un cántico del NT, nunca será del Antiguo Testamento). Todos en pie cantan el Magnificat, se santiguan a las primeras palabras (“Proclama mi alma la grandeza del Señor”) y en celebraciones particularmente solemnes, durante el Magnificat se puede incensar con honor el altar, al sacerdote y a los fieles.

 Se llega así, con este cántico evangélico, al momento culminante de las Vísperas.

      2. Éste es el canto de alabanza que entonó la Virgen María delante de su prima Isabel, en la visitación. Es la exultación de la Santísima Virgen a la acción salvadora de Dios, que cumple las promesas hechas a Israel: ¡Dios es fiel!

 Es éste un canto en el que la Virgen entrelaza distintos versículos de la Escritura y tiene un precedente que le inspira, el cántico de Ana, la madre de Samuel (1S 2): “Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios… Se rompen los arcos de los valientes y a los cobardes los ciñe de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan…”

 La Virgen María irrumpe en la alabanza divina; la Iglesia, en las Vísperas, no le canta a María, sino que canta con ella al Señor, canta con la Virgen y con las mismas disposiciones espirituales del corazón de santa María.

            “Proclama mi alma la grandeza del Señor,

            se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador,

            porque ha mirado la humildad de su esclava”.

   Reconoce su pequeñez; no es una gran reina, o una gran señora de la corte. La madre del Salvador, purísima, santísima, inmaculada, es una joven anónima de una aldea insignificante. Pero la mirada de Dios, que no se fija en las apariencias sino en el corazón, la ha elegido y predestinado. Ella reconoce esta elección gratuita de Dios y su alma canta la grandeza de Dios con profunda alegría espiritual.

“Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:

su nombre es santo,

y su misericordia llega a sus fieles

de generación en generación”.

    Sabe la Virgen María que, por su maternidad, Dios lo va a cambiar todo; es un nuevo inicio, es la plenitud. No sólo afectará a sus contemporáneos, sino a todos los hombres, de todos los tiempos. Por ello, todas las generaciones la felicitarán, y será grande la piedad y la veneración a la Santa Madre de Dios en la Iglesia.

   Dios ha obrado por medio de la Virgen, por ella nos vienen los dones de la salvación, por ella nos viene el Autor mismo de la salvación.

   ¡Dios es bendito, su nombre es santo! Es el Dios fiel que se reveló: “Yo soy el que soy” (Ex 3). ¡Qué admirable es su nombre en toda la tierra! Su misericordia, que es eterna, llega siempre, una generación tras otra. Es compasivo y misericordioso.

“Él hace proezas con su brazo,

dispersa a los soberbios de corazón…”

  La potente intervención de Dios destruye el caos que el pecado ha introducido en el mundo. Todo lo cambia. Lo que ante el mundo es fuerte, potente, magnífico, queda anulado y triunfa la humildad, la sencillez y el corazón dócil. Comienza la Gracia.

 “Auxilia a Israel, su siervo,

acordándose de la misericordia,

como lo había prometido a nuestros padres,

en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.

    El Antiguo Testamento era la promesa y la espera; ahora, pregona la Virgen María, entramos en el cumplimiento y la realidad de las promesas. La salvación que Dios prometió a Abrahán y a su descendencia por siempre se introduce en nuestra historia humana, y tiene un nombre: Jesucristo Salvador, el Unigénito de Dios.

 

14.08.19

Benedictus (y II - Respuestas XLIII)

3. Enriquezcamos toda esta reflexión con el comentario de los Padres de la Iglesia al Benedictus y así beberemos de la Tradición.

 “Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos”:

 “No pensemos que aquí se habla de enemigos corporales, sino espirituales. Porque el Señor Jesús, “fuerte en la batalla”, ha venido para destruir a todos nuestros enemigos, para liberarnos de las insidias que proceden de la mano de todos nuestros enemigos “y de la mano de todos los que nos odian”” (Orígenes, In Luc., X,3).

La misericordia que tuvo con nuestros padres”:

 “Yo pienso que Abraham, Isaac y Jacob han gozado de la misericordia de Dios gracias a la venida de nuestro Señor y Salvador. Pues es inimaginable que quienes vieron y se alegraron con antelación de ese día, no hayan sacado provecho de él a su llegada y de su nacimiento virginal. ¿Y qué digo de los patriarcas? Apoyándome en la autoridad de las Escrituras, tendré la audacia de elevarme aún a más altura y diré que la presencia del Señor Jesús y los planes de su Providencia no solo han sido de provecho para la tierra, sino también para el cielo. Por eso dice el Apóstol. ‘Por su sangre en la cruz ha pacificado la tierra y el cielo’. Así pues, si la presencia del Señor ha sido útil para el cielo y para la tierra, ¿por qué va a tener uno miedo de afirmar que su venida ha aprovechado también a nuestros antecesores, para que se cumpliera aquello que dice: ‘Para hacer misericordia con nuestros padres y acordarse de su alianza santa, del juramento que hizo a nuestro padre Abraham’, con el fin de concedernos ser libres ‘del temor al poder de nuestros enemigos’?” (Orígenes, In Luc., X,3).

“Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo”.

 “Si me pregunto a mí mismo la razón por la que Zacarías no profetiza sobre Juan, sino que se dirige a él, diciéndole: ‘Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo’, etc. –porque es superfluo dirigir la palabra a uno que no oye e interpelar a un pequeño lactante-, entonces pienso que puedo encontrar ésta: que del mismo modo que Juan nació de una manera milagrosa, vino al mundo tras el anuncio del ángel y llegó a la tierra después de que María habitase durante tres meses en casa de Isabel, así también todo lo que sobre él se ha escrito, se narra como un acontecimiento maravilloso” (Orígenes, In Luc., X,5).

“Está bien que en esta profecía sobre el Señor se dirija una palabra a su profeta, para mostrar que él es un beneficio del Señor, para que no pareciese que, al enumerar públicamente sus cosas, callase, ingrato, lo que había recibido y reconocía en su hijo. Puede ser que algunos juzguen irrazonable y extraño que dirigiese la palabra a un niño de ocho días. Si reflexionamos, comprenderemos perfectamente que él, una vez nacido, podía oír la voz de su padre si había escuchado la voz de María antes de nacer. El profeta (Zacarías) sabía que otros son los oídos del profeta, los que abre el Espíritu de Dios y no el crecimiento del cuerpo; (San Juan Bautista) tenía el sentido para comprender, ya que tenía el sentimiento para saltar de gozo” (S. Ambrosio, In Luc., II,34).

“Para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte”.

    Comenta S. Cirilo de Jerusalén: “Para los que vivían bajo la ley y en Judea, el Bautista era como una lámpara que precedía a Cristo, acerca de lo cual Dios había hablado con antelación: ‘He preparado una lámpara para mi ungido’. Y la ley también lo prefiguraba en la lámpara, al ordenar que la lámpara fuera conservada encendida en el primer tabernáculo. Pero los judíos, después de haber sido agradados por él durante un corto tiempo, acudiendo a su bautismo y asombrándose por su forma de vida, rápidamente lo hicieron yacer en la muerte, intentando apagar la lámpara siempre encendida. Por esto también el Salvador dice de él: ‘Aquél era la lámpara que arde y brilla; y vosotros quisisteis durante un corto instante regocijaros en su luz’” (Com. Ev. Luc., 1,79).

    Y san Beda el Venerable explica cómo Dios entra en la oscuridad de nuestro mundo y trae la luz:

 “Cuando dice ‘a su pueblo’ no significa que al venir ha encontrado un pueblo que era suyo, sino que al visitarlo y redimirlo lo ha hecho suyo. ¿Queréis escuchar, hermanos míos, cómo encontró el pueblo y cómo lo transformó? Claramente lo indica al final de este cántico, diciendo: ‘El Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz’. Así pues, nos encontró yaciendo en tinieblas y en sombra de muerte, es decir, atrapados en la honda ceguera de la ignorancia y de los pecados, instalados en el error y burlados por el engaño del antiguo enemigo. Por eso, a éste rectamente se le llama muerte y engaño, mientras que al Señor, por el contrario, verdad y vida. Nos trajo la verdadera luz de su conocimiento y, sacándonos de las tinieblas del error, ha abierto para nosotros el camino seguro de la patria celeste. Él mismo guía el paso de nuestras obras para que marchemos por el camino de la verdad que nos ha mostrado y podamos entrar en la mansión de la paz eterna que nos ha prometido” (Hom. In Ev., 2,20).

    Así, cada mañana, cantamos la salvación que Dios ha realizado por medio de su Hijo. El amanecer, con los primeros rayos de sol, nos evoca al verdadero Sol de justicia, Jesucristo Salvador, que vence toda tiniebla.

7.08.19

Aleluya y sólo Aleluya, no otros cantos ridículos

De pena. No se quieren enterar, ni los coros parroquiales de guitarra y pandereta ni los responsables de la celebración (sacerdotes y obispos). Antes del Evangelio se canta el Aleluya, no otra cosa, no otro canto.

Estando todos en pie, el coro entona «Aleluya», que es repetir varias veces cantada esa bendita palabra: «Aleluya». Luego se canta el versículo breve que propone el Leccionario… y entonces todos cantan y responden alegres «Aleluya», repetido también varias veces.

Eso es cantar el Aleluya. Mientras tanto se impone incienso en el incensario, se da la bendición al diácono, y éste, previa inclinación al altar, toma el Evangeliario y va en procesión, junto a los cirios, al ambón…

¿Qué vemos? Algo raro. Una corruptela. Sustituir el Aleluya por un canto cualquiera que contenga la palabra «Aleluya»… pero que no es la aclamación Aleluya de la liturgia.

Por ejemplo, el divulgado y horrible canto (que no es para la liturgia) «Aleluya cantará quien perdió la esperanza y la tierra sonreirá. Aleluyaaa…»

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