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16.11.22

Contra los modernistas y los impíos (II): el Pecado

 

Creo que en los últimos artículos publicados en este blog y, sobre todo en los comentarios que los lectores han ido dejando, ha quedado de manifiesto que hay dos iglesias distintas con doctrinas diferentes: la Iglesia Católica (la única verdadera) y la Iglesia del Anticristo, que es la que llaman del nuevo paradigma. Esta iglesia del nuevo paradigma cree que puede cambiar la ley de Dios a capricho. Sus jerarcas y teólogos se creen dios. Y así pueden determinar que lo que antes era pecado, ahora ya no lo es. Esta nueva iglesia no tiene a Cristo en el centro, sino a la persona: al hombre. La nueva iglesia predica la antropolatría. Y de este modo, el hombre se creyó capaz de cambiar la Ley de Dios a su gusto y decretar por su propia voluntad que lo que antes era pecado – como la sodomía, el adulterio o la fornicación – dejara de serlo. Y se creyó el impío capaz de enmendarle la plana a Dios y cambiar el Decálogo para adaptarlo a sus gustos y a los gustos de su amo y señor, que no es otro que el demonio. Y las herejías entraron todas en la Iglesia en tromba.

El hombre quiere ser dios. Esta es la causa y la raíz de todos los males. El gran pecado del hombre es la soberbia, que conduce a la desobediencia de la Ley de Dios. «Dios ha muerto y el hombre está por encima del bien y del mal». «Yo soy dios y me autolegislo: me doy a mí mismo mis propias leyes morales. Yo decido lo que está bien y lo que está mal según mi propia voluntad endiosada». La soberbia del hombre moderno llega al extremo de creerse capaz de modificar el clima del planeta o, incluso, su propia naturaleza, conforme a su voluntad soberana.

La antropolatría – la adoración a la persona – es la religión del Anticristo. Ya no es Dios el centro. Ya no es Cristo el Señor y Salvador. El hombre es señor de sí mismo: es autónomo y fin en sí mimo. Su fin ya no es dar gloria a Dios, sino darse gloria a sí. El hombre cree que no necesita a Dios para nada: cree que su vida es suya, que se autoposee y que se puede autodeterminar, como si su vida les perteneciera y no fueran causas segundas. El hombre moderno, que quiere hacer lo que le da la gana con su vida en cada momento, es como el necio de la parábola que se dice a sí mismo:

Alma, tienes muchos bienes guardados para muchos años; relájate, come, bebe y disfruta de la vida.

Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.

Decía Jorge Manrique que «querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura». Y, efectivamente, el hombre moderno está loco. Rematadamente loco. Porque nuestra vida está en manos de Dios y nadie sabe el día ni la hora pero todos vamos a morir. «¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?» (Mt. 6, 27).

El hombre moderno cree que en el progreso: los avances científicos y técnicos nos harán inmortales (transhumanismo) y nos devolverán al paraíso perdido. En un futuro indeterminado «tomaremos el cielo al asalto». Para construir el nuevo Jardín del Edén, el hombre ya no necesita a Dios. Se basta a sí mismo. «Habrá un día en que todos los hombres vivirán en paz, como hermanos, en una sociedad en la que reinará la paz y la justicia. Y para ello no necesitamos a Dios para nada».

El futuro será mejor que el pasado y que el presente. El futuro, más o menos lejano, coincidirá con la plenitud. Por eso el progresista desprecia la tradición, el arte y la historia; desprecia los clásicos y babea ante cualquier novedad, aunque se trate de un mingitorio colocado en la pared de un museo. Lo nuevo siempre es lo mejor y lo viejo es despreciable por el mero hecho de pertenecer la pasado. El culto a la máquina y a la juventud es signo de nuestro tiempo. Hay un adanismo que considera que la historia empieza con él y que lo de antes no sirve. Se da culto al cuerpo, a los avances tecnológicos y científicos. Hay un ansia de inmortalidad pero puramente terrenal. En definitiva, «yo soy dios y me creo mi propio paraíso terrenal y confío en que la ciencia y la técnica impidan que me muera, si yo no quiero». Y Dios no existe y, si existe, resulta irrelevante. La ley de Dios resulta molesta y el hombre moderno se rebela contra ella. Siempre ha pasado, desde el non serviam de Satanás y desde el pecado original de Adán y Eva. No hay nada nuevo bajo el sol. El hombre moderno se da a sí mismo sus propias leyes y no acepta que nadie – ni siquiera Dios – le imponga nada.

Por eso, al hombre moderno le molestan profundamente dos conceptos: el de pecado y el de la condenación al infierno. Para el hombre moderno progresista no existe el pecado ni la condenación y se creen que, si hay un dios, a nadie condena y todos van al cielo. La religión del nuevo orden mundial es la religión del Anticristo: nada es pecado y todos al cielo de cabeza. El relativismo moral (nada está bien o está mal: depende de cada uno) ha cambiado la Ley Moral Universal (la Ley de Dios) por las leyes positivas aprobadas por las mayorías en los parlamentos. Y así, el mal se convierte en bien, e incluso en un derecho (el aborto o la eutanasia); y el bien, en mal (rezar ante un abortorio es delito).

¿Quieren saber cuál es la religión del Nuevo Orden Mundial, la religión de la Iglesia del Nuevo Paradigma, la religión del Anticristo? Vean el video.

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