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21.11.22

Contra los Modernistas y los Impíos (III): la Santa Misa

Se ha oído a menudo últimamente que la Eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles; para los pecadores es el perdón, el viático que nos ayuda a andar, a caminar. Y es verdad, si no nos hacemos trampas al solitario. Porque algún teólogo avispado razonaba no hace mucho de esta manera:

  1. Los que sufren, los enfermos, discapacitados y moribundos reciben el Cuerpo de Cristo como viático para su último paso al Reino.
  2. Los divorciados también sufren.
  3. En consecuencia, los divorciados vueltos a casar, que forman parte de ese colectivo de personas que sufren, también deberían poder comulgar, porque la fuerza de la Eucaristía les va a ser de gran ayuda.

Así discurren los impíos. El silogismo (la trampa, la falacia) no puede ser más evidente. ¿Qué tendrá que ver un agonizante con un divorciado vuelto a casar? Quien vive en pecado mortal no debe comulgar, si antes no se arrepiente de sus pecados con propósito de enmienda, se confiesa; y recibe la absolución y cumple la penitencia.

Dice el Apóstol en 1Co 11,27: Quien comiere el pan y el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor.

Nuestro Señor nos manifiesta que es necesario acercarse a recibir el alimento eucarístico con las almas bien preparadas; pues Él mismo, antes de dar a sus Apóstoles el Sacramento, no obstante de estar ya limpios, les lavó los pies (Jn. 13 5.), enseñándonos a acercarnos a este Sacramento con gran pureza de conciencia. Así como aprovecha mucho recibir este Sacramento con buenas disposiciones, siendo causa de vida eterna, también daña mucho el recibirlo con malas, siendo causa de ruina eterna.

El pecador, al trasgredir voluntariamente la ley divina en materia grave, renuncia a la amistad con Dios poniéndose de espaldas a Él como fin último sobrenatural. El pecado mortal se opone diametralmente a la caridad y por eso la destruye totalmente. El pecado mortal nos vuelve enemigos de Dios.

«Como el cuerpo muere cuando le falta el alma, así el alma muere cuando pierde a Dios. Y hay una diferencia: la muerte del cuerpo sucede necesariamente; pero la del alma es voluntaria» (In Ioannis 41,9-12; cf. Rm 7,24-25).

Enseña Santo Tomás de Aquino respecto a la comunión:

No todas las medicinas son buenas para todas las enfermedades. Porque una medicina que se da a quienes se han librado de la fiebre para fortalecerles, dañaría a los que tienen fiebre todavía. Pues así, el bautismo y la penitencia son como medicinas purgativas, que se suministran para quitar la fiebre del pecado. Mientras que este sacramento es una medicina reconfortante, que no debe suministrarse más que a los que se han librado del pecado.

Por lo tanto, el pecado mortal es la muerte para la vida de la gracia y para la caridad. Y no puede comulgar con Dios quien voluntariamente se ha apartado de Él. 

Pero no solo no tienen los réprobos problema con la comunión de los pecadores públicos – no solo los divorciados vueltos a casar, también los políticos que promueven las leyes del aborto o de la eutanasia – sino que tampoco tienen reparos en que comulguen paganos, ateos, budistas, protestantes o musulmanes. ¡Que comulguen todos! ¡Venga, alegría!

Dice Santo Tomás de Aquino

Pero pesa más el impedimento que va contra la caridad misma que contra su fervor. Por eso, el pecado de incredulidad, que separa radicalmente al hombre de la unidad de la Iglesia, hablando en absoluto, es el que hace al hombre más inepto para recibir este sacramento, que es el sacramento de la unidad de la Iglesia, como ya se dijo. De donde se deduce que peca más gravemente el infiel que recibe este sacramento que el pecador fiel; el infiel, además, ultraja más a Cristo, presente en este sacramento, muy especialmente si no cree que Cristo está verdaderamente presente en él, porque, en lo que de él depende, disminuye la santidad de este sacramento y la virtud de Cristo que opera en él, que es ultrajar el sacramento en sí mismo. Sin embargo, el fiel que comulga con conciencia de pecado no ultraja este sacramento en sí mismo, sino en su uso, por recibirlo indignamente. (Suma Teológica III Qu.80).

Para los impíos, el pan consagrado es solo un símbolo, una metáfora. Representa para ellos la solidaridad, la fraternidad universal de todos los hombres de cualquier raza, sexo o religión. La comunión es el símbolo del compartir: cuando todos ponemos lo que tenemos a disposición de los demás, hay suficientes recursos para que todos coman y todavía sobran (así interpretan de forma naturalista la multiplicación de los panes y los peces).

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