31.05.24

Las aventuras de Huckleberry Finn

   «Mapa de “La aventuras de Huckleberry Finn"». Obra de Everett Henry (1893-1961).

   

    

      

 

«Porque lo que está bien, está bien y lo que está mal, está mal, y cuando uno no es un ignorante y sabe lo que se pesca, no tiene derecho a obrar mal».

Mark Twain. Las aventuras de Huckleberry Finn

 

 

 

¿Novela infantil y juvenil o novela para adultos? ¿Clásico indiscutible o desafortunado intento? Por supuesto que tengo mi opinión personal sobre estas cuestiones, pero, que quieren que les diga; en cierto modo, tales disquisiciones académicas me dan un poco igual. Les recomiendo que lean Las aventuras de Huckleberry Finn si todavía no lo ha hecho, o lo relean si lo hicieron en sus años mozos; y, si les gusta y les parece conveniente, dénselo a leer a sus hijos. Yo lo hice, todo ello, y puedo decirles que estoy muy satisfecho (y mis hijas, también).

Dicho esto –que los expertos en retórica criticarían, pues semeja más la conclusión que la apertura–, si les parece bien, podemos contar algunas cosas sobre Huck y sus aventuras por el Misisipí.

Allá por el año 1875, Mark Twain acababa de terminar uno de sus mayores éxitos literarios, Las aventuras de Tom Sawyer (publicado al año siguiente, y comentado aquí), pero en una carta por esas fechas nos indica que ya estaba pensando en Huck:

«He terminado la historia [Tom Sawyer] y no he llevado al chico más allá de la niñez. Creo que sería fatal hacerlo de cualquier otra forma. En algún momento tomaré a un niño de doce años y lo llevaré por la vida (en primera persona), pero no a Tom Sawyer; no sería un buen personaje para ello».

Un año más tarde, vuelve sobre el asunto en otra misiva:

«Empecé otro libro para chicos, más para trabajar que para otra cosa. Llevo escritas unas cuatrocientas páginas, por lo que está casi a la mitad. Es la Autobiografía de Huck Finn. Me gusta bastante, por lo que he podido leer, y es posible que cuando termine el esbozo, o bien lo titule y lo maquete, o bien lo queme».

Y ya en 1883, en otra carta, escribe:

«Estoy avanzando en un libro extenso que dejé a medias hace dos o tres años. Espero terminarlo en un mes, seis semanas, o, como mucho, dos meses. (…). Es una especie de compañero de Tom Sawyer. Hay en él un episodio con una balsa».

Finalmente, el libro vio la luz (aunque por el camino Twain abandonó su intención inicial de seguir el desarrollo de Huck hasta la edad adulta), siendo publicado primero en Inglaterra en diciembre de 1884, y datando la primera edición en Estados Unidos de febrero de 1885.

La recepción del libro por la crítica fue, por decirlo suavemente, polémica. Recibió gran número de críticas negativas, por ejemplo, Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, reprochó a Twain que, si no tenía algo mejor que decir a los chicos, dejara de escribir para ellos. Este clima crítico difícilmente podía anticipar los elogios de figuras como T. S. Eliot y Ernest Hemingway cincuenta años después, y, sobre todo, su enorme éxito de ventas, pero entronca con el fuego aniquilador y censurador que soporta la obra en nuestros días, animada por los nuevos movimientos woke que nos asolan.

Eliot elogió la novela en un famoso prólogo, y fue uno de los pocos críticos que consideró “correcto” que la historia volviese en su final, en los capítulos denominados de “evasión”, al estado de ánimo de su precuela Tom Sawyer. Pero, Ernest Hemingway, al tiempo que dedicaba a la novela las mayores alabanzas, diciendo que toda la literatura estadounidense moderna proviene de ella, y que se trata del mejor de los libros estadounidenses, no dejó de advertir lo siguiente:

«Si, debes leerlo, pero debes detenerte donde los chicos recuperan al negro Jim. Ese es el verdadero final. El resto es simplemente hacer trampa».

Discrepo de Hemingway y estoy con Eliot. Quizá porque, como el poeta angloamericano señaló, al igual que «la mayoría de nosotros», Mark Twain «nunca llegó a ser maduro en todos los aspectos. Incluso podríamos decir que su lado adulto era juvenil, y que solo el niño que había en él, que era Huck Finn, era adulto», lo que explicaría su facilidad para trasladarnos, con diversión y deleite, los recuerdos de su propia infancia, «aún dignos de desear, aunque perdidos y desaparecidos para siempre», para que sus lectores pudiéramos disfrutarlos tanto como él.

La trama de la historia es bien conocida, narrando las tribulaciones y peripecias de joven Huck Finn tras huir de su padre borracho y encontrase con su futuro amigo, el esclavo fugitivo Jim; ambos deciden efectuar una accidentada bajada por el río Misisipí en una balsa, culminando el relato con un reencuentro final con su camarada Tom.

Pero el libro guarda entre sus tapas mucho más que eso. Hay en él, por supuesto, una enseñanza moral, aunque esta no esté garabateada en cada página, y a pesar de la advertencia –muy probablemente humorística– con la que Twain presenta su libro:

«AVISO

Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán perseguidas. Aquellas que intenten hallar una moraleja serán desterradas.
Y las que traten de encontrar un argumento serán fusiladas».

Decía Chesterton que la Odisea es, y siempre será, uno de los grandes libros de la literatura universal, porque realmente toda vida es como un viaje. Una idea que ha sido objeto de innumerables declinaciones literarias, aunque quizá tenga su versión más auténtica y trascendente en la parábola del hijo pródigo. Y una de esas variaciones podrían encontrarse ciertamente en las aventuras de Huck Finn; hay en esta historia algo de la Odisea, y en su protagonista, Huck, algo de Ulises.

El viaje —representado por la navegación en balsa por el Misisipí—, es el centro de la historia. Un viaje que transforma al protagonista en muchos aspectos. Andrew Lang opinaba que Mark Twain se había vuelto homérico con este libro, aunque quizás no se había dado cuenta; lo cierto es que se han señalado muchas analogías entre las dos obras, no solo la del viaje en sí: el uso de disfraces de Tom y Huck al final del libro está en la tradición del regreso a casa de Ulises y de su buscado anonimato una vez llega; y el encarcelamiento de Huck en la cabaña, la destrucción de la balsa, e incluso, Huck fingiendo su propia muerte y más tarde escondiendo oro en un ataúd, en una especie de descenso al mundo de muertos, pueden verse como reflejos —algunos muy tenues, es verdad— del viaje que nos cantó Homero.

Pero si hay alguna moraleja en el libro —sea a causa o a pesar de su autor—, es la forma en la que se produce el crecimiento moral del protagonista, la lucha que en su interior libran su conciencia y su conformidad con el estado de opinión en el que había crecido al respecto de la legitimidad de la esclavitud. Huck había sido educado en un perverso ambiente esclavista, pero su odisea por el río se convierte para él en una camino hacia la verdad, y la amistad que brota entre Jim y él desencadena la liberación de su conciencia, dándole su verdadera dimensión de profundidad y verdad (he tratado este tema aquí).

El crítico Lionel Trilling, escribió una buena recomendación sobre Huck y sus aventuras que no me resisto a reproducir:

«Uno puede leerlo a los diez años y luego cada año, y cada nuevo año descubrir que es tan fresco como el año anterior, que sólo ha cambiado algo por hacerse un poco más grande. Leerlo joven es como plantar un árbol joven: cada año añade un nuevo anillo de crecimiento de significado, y es tan poco probable que el libro se vuelva aburrido como el mismo árbol. Así, podremos imaginar como habrá sido el crecimiento de un niño ateniense junto a la Odisea. Hay pocos libros que podamos conocer tan jóvenes y amar durante tanto tiempo…».

Totalmente de acuerdo.

Así que, ahora toca acabar, pues tras esto nada más se puede añadir; y lo hago al estilo de Huck:

«No queda nada más por escribir».

20.05.24

El misterio y la tragedia de un lamentable olvido

    «Los cinco cerditos». Elizabeth Shippen Green (1871-1954).

    

 

«Algunos libros nos dejan libres y otros nos hacen libres».

Ralph Waldo Emerson


«La lectura es importante porque si sabes leer, puedes aprender cualquier cosa sobre todo y todo sobre cualquier cosa».

Tomie de Paola

 

 

Uno de esos pequeños misterios que nos rodean es por qué los libros para niños han recibido –y, a pesar de todo, siguen recibiendo– tan poca atención. Y, también, por qué han sido relegados siempre –hoy, también–, a la cola de los retrasados y menos favorecidos y elogiados. Vamos, que suele considerarse a esta literatura como de segunda categoría. Sin embargo, ninguna clase de libros es tan importante en el desarrollo de los hábitos de lectura de una nación, y, por ende, son tan cruciales para elevar, no solo en grado de alfabetización de su población, sino, igualmente, su nivel de espíritu crítico, independencia y libertad. Consecuentemente, aunque sólo fuera por esta razón, deberían ser estudiados, apreciados y, en su caso, alabados como ningún otro tipo de libro. 

Lo curioso del caso es que, además de todo ello, son igualmente dignos de atención por sí mismos, lo que acrecienta enormemente el misterio. Grandes clásicos de la belleza literaria, la poesía y el romance se cuentan a docenas entre ellos. Autores consagrados de todos los tiempos recurren a la mente y el espíritu infantil en momentos de exuberancia creativa, alegría y fantasía y, en ese trance, crean un tipo muy especial de libro que a menudo surge de una inspiración profunda, bebiendo, como ninguno, de la emoción más propicia y creadora: el asombro.

Más, a pesar de todo ello, la literatura infantil y juvenil sigue siendo la hermanita pequeña, fea y desaliñada, que nadie quiere, la cenicienta olvidada por todos, a la que todos repudian, y con la que nadie desea relacionarse públicamente, o a lo sumo el juguete ocasional con el que algunos se distraen y otros experimentan magnanimidad y generosa grandeza de corazón: migajas del supuesto talento artístico de muchos, un talento que se pretende poseer en cantidades a espuertas, pero del que se da poca cuenta y razón.

Sin embargo, si nos fijamos bien, esa descalificación, que se anuda con insistencia a la literatura para niños y jóvenes, no tiene fundamento. Como ya he apuntado, los libros para niños puede ser una muy útil herramienta para el desarrollo y la formación lingüística, cognitiva y moral, amén de un eficaz medio de entretenimiento y distracción. Es más, muchas de esas obras tienen igualmente valor literario, artístico y estético, tanto como pudiera tener cualesquiera otro tipo de literatura. Por esta razón, la literatura infantil y juvenil escapa a cualquier tipo de encasillamiento, y se resiste a ser encerrada entre las estrechas paredes cronológicas de la infancia y la juventud. Trasciende y desborda esos límites, abarcando todas las épocas, todos los estilos y géneros (poesía, narración, teatro, humor, fantasía, relato histórico, detectivesco, entre otros), y todas las edades (desde la primera hasta tercera edad).

Así, algunos estudiosos sostienen que sus inicios podrían rastrearse en la antigua civilización babilónica, en la tercera dinastía Ur; en todo caso, las Fábulas de Esopo tienen su claro origen en la Grecia clásica, y los cuentos de hadas populares se forjaron en las duras noches de inviernos inmemoriales, con las familias –niños incluidos– reunidas alrededor de una hoguera.

Por otro lado, ¿es Emilio y los detectives, de Erich Kästner, un simple thriller? ¿Es la serie de La casa de la Pradera, de Laura Ingalls Wilder, un caso de novela histórica? ¿Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle, es quizá una clásica historia de ciencia ficción? ¿Podría ser El conejo de terciopelo, de Margery Williams Bianco, un relato de juguetes como cualquier otro? ¿Son acaso los cuentos de Beatrix Potter meras historias de animales? ¿Es Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, únicamente una narración de humor absurdo? La respuesta a todas estas preguntas es sí, pero también no, ya que en tales obras hay más de lo que esas simples etiquetas pueden expresar.

Por último, muchas de las obras de la literatura infantil y juvenil van más allá de la infancia y la juventud. Tienen un largo alcance que las hace intemporales. Alguno de sus clásicos autores nos lo explican, como por ejemplo, el gran George MacDonald, quien sostenía lo siguiente:

«Yo escribo, no para niños, sino para aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta, o setenta y cinco años».

Por su parte, su discípulo espiritual, C. S. Lewis, apuntalaba el caso diciendo que «no merece la pena leer ningún libro a los cinco años a menos que valga la pena leerlo también a los cincuenta y más», y continuaba argumentando de esta manera:

«Cuando tenía diez años leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo. Ahora que tengo cincuenta los leo abiertamente. Cuando me convertí en hombre, dejé de lado las cosas infantiles, incluido el miedo a la infantilidad y el deseo de ser muy adulto».

Lewis pone aquí de manifiesto una especie de complejo a ser calificado de infantil, y, por tanto, inmaduro y poco sofisticado, que anida, no nos engañemos, en las profundidades del alma de muchos adultos, cosa que por otro lado no afecta al niño, quien, como apunta agudamente Gianni Rodari, sin complejo alguno «trepa a la estantería de los adultos y se apodera en donde puede de las obras maestras de la imaginación»; ya les hablé de esto aquí. Por tales razones, la mayoría de los grandes y buenos libros infantiles y juveniles son para todo tiempo y edad.

Pero lo que acabamos de relatar que acontece a la literatura infantil no es un fenómeno aislado; lo mismo ocurre con la enseñanza y con el rol de aquellos en quienes debe, por naturaleza y disposición, descansar aquella: padres y maestros –verdaderos padres y maestros, aclaro, no solo nominales y figurantes–. No se les reconoce, ni siquiera, la obligación –no digamos el derecho–, y no se da la suficiente importancia y trascendencia a esa digna y fundamental labor a la que están llamados.

La razón de uno y otro olvido, de una y otra relegación y desprecio, está el mismo lugar, y no por escandalosa es menos cierta. No hay un deseo real de criar y educar hombres libres, espíritus críticos (de ahí la postergación de aquella, antaño central, educación liberal); una educación liberal que consistía en la formación integral del hombre, lo que el cardenal Newman identifica como educación bajo la llama de una razón iluminada o esclarecedora, un «cultivo real de la mente» que permita a una persona «tener una visión o comprensión coherente de las cosas», que le dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real». Una educación que se manifiesta en «buen sentido, sobriedad de pensamiento, razonabilidad, franqueza, autocontrol y firmeza de visión», de tal manera que dé a su destinatario la «facultad de entrar con relativa facilidad en cualquier tema de pensamiento, y de emprender con aptitud cualquier ciencia o profesión»; «el poder de ver muchas cosas a la vez como un todo, de remitirlas por separado a su verdadero lugar en el sistema universal, de comprender sus respectivos valores y determinar su dependencia mutua».

Sin embargo, hoy, lo que se pretende con aviesa intención, es formar buenos esclavos, dóciles, manipulables, fabricar en serie zombis espirituales a los que domeñar y conducir doquiera lugar deseen los que ostentan el poder.

Y es que, muchas veces –si no, la mayoría de ellas– la simpleza y la sencillez adquieren el destello deslumbrante de la verdad. A menudo, el misterio de la existencia misma es más fácilmente intuido en el breve esbozo de un relato infantil, o en un poema en apariencia trivial, impactando profundamente en el fondo del alma. Somos más simples, y a la vez más complejos, de lo que nos imaginamos. Ocurre que nos creemos complejos en aquellos aspectos en los que no lo somos, y más simples de lo que en ocasiones nuestro orgullo nos permitiría aceptar.

Pero lo cierto, guste o no a nuestro ego, es que, como resalta Romano Guardini en su libro Los sentidos y el conocimiento religioso (1922), en todas y cada una de las cosas creadas hay un algo originario, peculiar y propio que se encuentra detrás de su realidad concreta y singular, de aquello que aparentemente vemos con nuestros ojos físicos, y que eso es, ni más ni menos, «el poder creador de Dios». Esta experiencia originaria, centrada en el verdadero asombro, es lo que puede conducirnos a un hecho básico: que todas las cosas –y nosotros entre ellas– han sido creadas. Un hecho que, según Guardini, se ve. Pero, ciertamente, hoy día muchos no ven ni con sus ojos físicos. Solo aquellos más simples, menos sofisticados, menos adocenados y artificialmente condicionados –como son los niños– pueden realmente ver. De esta manera, sus ojos, al mirar las cosas, les dicen:

«¡Mira el misterio; siente tu condición de criatura!».

Así que, lo que nos resta para alcanzar esa visión es la humildad primigenia de la infancia, los «ojos del alma» del niño. Nos falta rescatar para nosotros la original, la lúcida y pura mirada del pequeño que se asombra con todo, volver a poseer esos ojos infantiles, según Chesterton, tan «grandes y brillantes que parecen contener en su admiración a todas las estrellas»; y nos falta también ayudar a nuestros hijos a que conserven esa preclara visión suya, como el precioso tesoro que es. Pero, antes, hay que volver a hacer nuestra una virtud nada popular hoy (en realidad nunca lo ha sido), la ya mentada humildad. El cardenal Newman nos lo explica:

«Su percepción (de la belleza poética de las cosas y lo que nos transmite sobre la realidad), exige pues, como condición primordial, que no nos acerquemos a los objetos en los que reside, sino a sus pies: que los consideremos por encima y más allá de nosotros. Que debemos mirar hacia arriba, por sobre ellos. Y que, en lugar de imaginarnos que podemos superarlos, debemos dar por sentado que nosotros mismos estamos rodeados y comprendidos por ellos».

Solo así podremos intentar acercarnos al misterio de la existencia misma. Y si los libros infantiles alcanzan alguna vez la importancia y trascendencia que realmente encierran, en verdad estaremos cerca de ello.

15.04.24

Leer a Evelyn Waugh, o cómo evitar la decadencia y caída en lo vil

                              Ilustración de Kate Baylay,  para Cuerpos viles.

          

               

          

«¿Cómo puede existir la vergüenza en un mundo, como el moderno, en el que el vicio ya no rinde pleitesía a la virtud?».

Evelyn Waugh

 

 

Voy a hablarles de dos novelitas –por extensión, solo por extensión– del británico y católico Evelyn Waugh, Decadencia y caída (1928), y Cuerpos viles (1930). Dos obras con las que, en su día, reí a carcajadas, y que, en una segunda y reciente lectura, me mostraron un plano más profundo, que, a menudo, pasa desapercibido.

La primera de ellas, Decadencia y caída, escrita por Waugh en 1928, sigue las andanzas de su protagonista, Paul Pennyfeather, estudiante de Oxford convertido en maestro de escuela y finalmente presidiario, que se abre camino a tientas por una Inglaterra que se está descivilizando rápidamente, al tiempo que pone al descubierto la corrupción y disolución de instituciones fundamentales como la enseñanza, la iglesia anglicana y el régimen penitenciario.

Por su parte, la segunda en el tiempo, Cuerpos viles, publicada en 1930, es otra divertida sátira que describe un mundo que ha perdido su brújula moral. La trama consiste en la inmersión del protagonista, Adam Fenwick-Symes, en el tipo de vida vacía y fútil que llevaban los denominados en la época, jóvenes brillantes, los «Bright Young Things», navegando sobre un mar de frivolidad, en el que las fiestas, la infidelidad desenfrenada y religión superficial hacen de falsas balizas en medio de una tormenta moral.

Alguien podría sostener –y muchos lo han hecho y lo seguirán haciendo–, que estas dos novelitas pertenecen a un Waugh pre católico y secularizado, a un autor frívolo que, haciendo uso de su maestría con las letras y de su evidente talento para la sátira, solo buscaba en estos dos divertimentos la risa fácil, y el silencio del vacío moral que nos deja el final de una efímera carcajada. Sin embargo, nada más lejos de ello.

Sin negar la evidente comicidad y extraordinaria diversión que nos proporcionan estas lecturas –lo cual es muy bienvenido–, se trata de obras serias que retratan las convicciones morales de Waugh, y que prefiguran su defensa de una visión del mundo completamente católica. Las dos novelas son como espejos que, con clara intención crítica, el autor sostiene ante una sociedad que, en aquel momento, venía promoviendo dichos «elementos perversos»; tal y como continúa haciendo hoy, por cierto. Y por eso estas dos obras representan una vuelta a las prácticas de una crítica cautelar, burlona y satírica, ya conocidas en la literatura inglesa y de las que es máximo representante el viejo Swift.

Tanto en Decadencia y caída, como en Cuerpos viles, Waugh presenta a sus lectores un mundo desprovisto de moralidad objetiva, donde los personajes deambulan por entre medias de una vertiginosa combinación de sinsentido y decadencia. Lo cierto es que ambos títulos son muy gráficos: el primero de ellos, en homenaje a las grandes obras de los historiadores Gibbon y Spengler; y el segundo, a una epístola de san Pablo a los Filipenses. Es pues claro que el autor no esconde su visión pesimista del mundo secular que le tocó vivir, concretamente de ese mundo descarnado, desenfrenado y cínico que surgió tras la desolación de la Gran Guerra. El hecho de que Waugh presente la sociedad europea de comienzos del siglo XX de forma tan burlona demuestra su propia incomodidad, la desaprobación de muchos de sus principios, y lo cerca que estaba a su próxima conversión (el 28 de septiembre de 1930).

En estas dos novelas, Waugh rechaza sin ambages, tanto el blando humanismo, como el duro utilitarismo que dominaban su tiempo, y a la vez, afirma sutilmente los puntos de vista católicos sobre el pecado original, la santidad de la vida humana y el matrimonio. Todo lo que sucede, sucede al revés de lo que señala la naturaleza de las cosas: los que deben casarse no lo hacen, mientras aquellos que no deben hacerlo lo hacen, los culpables salen indemnes al tiempo que los inocentes cargan con la culpa, los incompetentes ocupan puestos de poder en tanto los capaces son arrinconados, y todo, todo se sume en el desastre, la locura y la soledad.

En Decadencia y caída, esto se hace evidente a través de sus retratos del reformador de prisiones Sir Wilfred-Lucas Dockery, como representante de ese humanismo descafeinado, y del arquitecto Otto Silenus, claro ejemplo del pujante y árido utilitarismo.

Sir Wilfred Lucas-Dockery insiste, ingenua y rousseaunamente, en que toda actividad delictiva es simplemente el resultado del «deseo reprimido de expresión estética», y, por lo tanto, retuerce la realidad de todo lo que acontece en la prisión para tratar de encajarla en su teoría; así, espera que los presos estén agradecidos por la oportunidad que les ofrece de participar en sus experimentos. El profesor Otto Silenus, por su parte, es un cínico arquitecto ultramoderno que prefiere construir edificios que «alberguen máquinas, y no hombres»; unos hombres vulgares a los que desprecia, pues, según él, «¡qué repugnantes e inenarrables son todos los pensamientos y la autoaprobación de este subproducto biológico!».

Estos dos personajes expresan el irónico desprecio de Waugh por ese humanismo al servicio de sí mismo, y el espíritu mecanicista y utilitario que le acompaña, tan de hoy, y muestran, crudamente, la superficialidad de tales ideologías. Ambos exponen al lector, como dos caras de Jano, la ambivalencia de lo moderno, que por lado encumbra al hombre y finge preocuparse por sus más pequeños infortunios, lo que culmina en un humanismo naif, y por otro, desprecia, desde sus élites, al hombre común, al que menosprecia y al que pretende eliminar eugenesizándolo.

Consecuentemente, ambos tipos patentizan la oposición de todas esas ideologías modernas a un catolicismo que, trasciende la humanidad meramente natural y buenista del director de prisiones, y sacraliza el destino humano, alejándolo del utilitarismo mecanicista del arquitecto. Pero todo ello hecho con un tremendo humor, pues la seriedad con la que tanto Lucas-Dockery como Silenus se toman sus ideologías resulta cómica precisamente por su absurdo.

También en estas dos novelas el tratamiento de la muerte es revelador. A pesar del tono burlón, las muertes y suicidios se suceden a un cierto, y por ello, aparentemente banal ritmo. La vida es barata y la muerte se toma a la ligera. El hecho de que esto resulte cómico demuestra el erróneo enfoque de una sociedad que no valora la vida humana. Innumerables personajes de estas sátiras de Waugh sufren destinos trágicos, y su desaparición se trata casi siempre con una brevedad superficial. Tomemos, por ejemplo, el fallecimiento de Flossie en un hotel, en Cuerpos viles. Puede parecer divertido cuando el dueño del hotel comenta egoístamente el fallecimiento («lo que me molesta, es tener una muerte en casa y todo el alboroto. No hace ningún bien a nadie que la gente se mate en una casa»), pero al exponer la ligereza con la que los personajes observan la tragedia, Waugh está exponiendo su falta de corazón y su deshumanizada naturaleza.

Por último, la concepción del sexo y el matrimonio es significativa. En Cuerpos viles, Adam y su prometida, Nina, consienten en tener relaciones prematrimoniales. El resultado es frustrante para ambos, sobre todo para Nina. Para mostrar hasta qué punto el sexo fuera del matrimonio, y meramente recreativo, puede arruinar una relación sana, Waugh escribe sobre el trato que se da la pareja después de su encuentro: «Adam se inclinaba a ser egoísta y abatido; Nina estaba más bien crecida y desilusionada y claramente enfadada». Ambos también se toman la relación matrimonial con evidente ligereza, en marcado contraste con la afirmación católica de su sacralidad e indisolubilidad. Waugh trata de darnos una explicación, muy de hoy:

«La verdad es que, como tantos jóvenes de su edad y clase, Adam y Nina sufrían por ser sofisticados en materia de sexo».

Adam continúa diciéndole a Nina: «No sé si suena absurdo… pero creo que un matrimonio debe durar bastante tiempo», en contraposición a la idea tradicional del matrimonio para toda la vida. En cuanto a la felicidad conyugal, Nina no cree que «esas cosas divinas ocurran alguna vez», y, de hecho, ambos participan en una aventura adúltera después de que Nina se case finalmente con otro pretendiente. Después de varios encuentros, rupturas y nuevos reencuentros, la culminación de ese adulterio es la concepción de un hijo, lo que para Nina es «demasiado horrible». La falta de fundamentos morales de Nina no la ha preparado para el sacrificio que requiere criar a un hijo, ya que no puede concebir un mundo en el que sus propios deseos no sean el centro de todo.

Evelyn Waugh comparó una vez su conversión con «cruzar la chimenea y salir de un mundo de espejos, donde todo es una caricatura absurda, para entrar en el mundo real que Dios creó». La frase parece hacer referencia al famoso pasaje de san Pablo en la primera epístola a los Corintios, cuando habla de ver, oscuramente, a través de un borroso espejo. De esta manera, los mundos de Decadencia y caída y Cuerpos viles, son un buen indicador de lo que Waugh quería decir con la expresión «caricatura absurda». Waugh reconocía el sin sentido de un mundo sin Dios, pues estaba ya en ciernes su conversión, y esto es claramente visible en la forma en que retrata a personajes, divertidos pero vacíos. Ello, a pesar de que, formalmente, tales obras puedan encajarse en del movimiento modernista, propio de la época, y su humor pueda, en consecuencia, malinterpretarse como mero divertimento que juega con la perversión. Abundando en esta idea, para algunos, este estilo modernista y desencantando es abandonado abruptamente por el autor, en Retorno Brideshead, transformando ese frívolo «elemento perverso» en implacable pecado, lo que prueba la ausencia de toda profundidad en las dos novelas que comento aquí. Nada de esto es así, como acabamos de ver. Simplemente en Retorno se hace explícito lo que estaba larvado y en ciernes en estas dos divertidísimas y aleccionadoras sátiras. Basta para ello hacer una lectura desprovista de prejuicios ideológicos, y ver que resulta abrumadoramente claro que sus convicciones morales y teológicas, esas que llevaron a Waugh a abrazar una fe católica, existían ya en él y en estas obras, y sólo se hicieron más explícitas en su vuelta a Brideshead.

Retorno a Brideshead es, ni más ni menos, la respuesta de Waugh a la decadencia y destrucción presentadas en estas dos obras. Charles Ryder fue, en algún momento, un joven brillante como Adam Fenwick-Symes y Paul Pennyfeather, pero, el contacto con el catolicismo de la familia Flyte y la acción de la gracia, le salvan, permitiéndole, como al propio Waugh, «cruzar la chimenea». Nuestro autor hace uso en la novela de una imagen del chesternoniano padre Brown para ilustrar esa actuación de la gracia que, a modo de anzuelo bien provisto, nos tiende el Pescador, y que es recogido en su momento no importando cuán lejos estemos:

«Le cogí (al ladrón) con un anzuelo y una caña invisibles, lo bastante largos como para dejarle caminar hasta el fin del mundo y hacerle regresar con un tirón del hilo».

Pero toda esta profundidad viene acompañada, en estas dos novelas breves, de risas e ironías. Evelyn Waugh es muy divertido aquí. Casi tan divertido como su admirado P. G. Wodehouse. No obstante, aunque estas dos novelistas de Waugh son dos buenas lecturas, y divertidas ambas, y, aun cuando sus jóvenes protagonistas, Paul y Adam, podrían, a simple vista, cruzarse con Bertie y sus zánganos en sus muy similares escenarios del barrio londinense de Mayfair y las mansiones de la campiña inglesa, hay algo que las separa de las historias wodehousianas.

En Decadencia y caída y en Cuerpos viles, Waugh usa el humor para criticar el mal social que contemplaba, y, por tanto, utiliza la hilaridad para hacernos ver la «caricatura absurda» en medio de la cual vivía y el desastre al que se dirigía un mundo así. Por el contrario, Wodehouse, abstrayéndose de esa misma realidad, nos muestra en toda su producción literaria como sería nuestra existencia sin maldad, corrupción y libertinaje; esto es, como dejó dicho el propio Waugh:

«Para Wodehouse no ha habido ninguna caída del hombre; ningún pecado original. Sus personajes nunca han probado el fruto prohibido. Todavía están en el Edén. Los jardines del Castillo de Blandings son ese jardín primigenio del que todos estamos exiliados».

Sin embargo, uno y otro apuntan a lo mismo, y a lo que apuntan es bueno. Y por eso, es bueno leer a ambos, y reír y aprender de ellos y con ellos.

 

8.04.24

Las listas, los libros, y la serendipia

                            «En la librería». Obra de Norman Mills Price (1877-1951).

                

        

      

«Con una biblioteca es más fácil esperar la casualidad que buscar una respuesta precisa».

Lemony Snicket

  

«Una biblioteca socava cualquier orden que pueda poseer, con emparejamientos aleatorios y fraternidades casuales».

Alberto Manguel

  

«Una parte de la verdad surge de lo aparentemente irrelevante».

Edgar Allan Poe. El misterio de Mary Roget.

 

 

Sé del atractivo y la utilidad de las listas de recomendaciones de libros. Ya les hablé en alguna otra ocasión de ellas (aquí, aquí, aquí, y aquí), y reconozco que he sido y sigo siendo aficionado; a veces, es cierto, un casi obsesionado amante. Un atractivo este que, sin duda, está estrechamente unido a esa utilidad. No nos engañemos; ese es su aliciente, su interés; por eso nos gustan las listas, porque nos facilitan algo, y lo hacen de forma extraordinaria. Nos dan un camino, una ruta que seguir, y solo tenemos que empezar a andar. Cierto que, para su éxito, el itinerario y sus etapas habrá de estar elaborado por alguien en el que confiemos, alguien que nos parece que conoce el terreno y no se va a equivocar. Pero, una vez encontramos el guía confiable, nos abandonamos, y agradecemos, con alivio, ese abandono.

Sin embargo, a un lado de esta valiosa utilidad, las listas son como esos viajes organizados, en los que todo está empaquetado y preestablecido, donde no hay lugar para la improvisación, para la exploración, para la magia y el encanto de lo inesperado; para el asombro del descubrimiento; y porque no: para la propia satisfacción del logro personal del hallazgo mismo. Hay en las listas un encorsetamiento castrante; una conformidad esclava.

Por eso, en mi modesta opinión, las listas deben ser, de vez en cuando, sanamente combinadas con algo que tiene que ver, para algunos con el azar, para otros con la Providencia, y para unos terceros, quizá con algo que sea una mezcla de búsqueda y sagacidad; de curiosidad y prudencia; de intuición y atención. Hay para esto último una palabra, adoptada por el castellano, pero de origen inglés, de bonita dicción: serendipia, que según el diccionario de la RAE significa «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual». Su creador fue el polígrafo inglés, Horacio Walpole, conocido por su Castillo de Otranto (gustado por Catherine Morland, la heroína de Jane Austen de La Abadía de Northanger), obra precursora de las novelas de terror gótico.

El origen de esta palabra es curioso y vale la pena contarlo. En una carta a un amigo, Walpole describe su descubrimiento de un curioso escudo de armas veneciano, y se detiene para decir que «este descubrimiento, de hecho, es casi de ese tipo que yo llamo serendipia». Más adelante, explica que esa palabra es de su propia invención, y le relata a su amigo cómo llegó hasta ella: «Una vez leí un sencillo cuento de hadas, titulado ‘Los Tres Príncipes de Serendip’» (hay que precisar que, Serendip es un nombre antiguo para Sri Lanka). Según Walpole, en ese cuento, los príncipes protagonistas, mientras viajaban, hacían fantásticos descubrimientos de cosas que no estaban buscando. Y estos descubrimientos inesperados los hacían, literalmente, «por accidentes y sagacidad», una frase sobre la que luego vuelve en su carta Walpole, y que refina con la expresión «sagacidad accidental». Ese descubrimiento, improbable y maravilloso, de algo que no se busca, y que es encontrado por «sagacidad accidental» es lo que Walpole llama «serendipia».

Pues algo de serendipia debemos desear que nos acontezca con los libros. Debemos dejar que se den las condiciones para que esos hallazgos maravillosos e inesperados acontezcan en nuestras vidas. Y para ello deberemos actuar con sagacidad incidental.
Así que, alejémonos de vez en cuando de las listas, para así, aprovechar las casualidades, los imprevistos, y las raras coincidencias y extrañas confluencias que, a veces, se dan en nuestras vidas. Aunque para ello, a veces, sea conveniente forzar un poco al destino: paseen por librerías, que cuanto más viejas y destartaladas sean mejor será para estos fines serendípicos; descansen su mirada por los escaparates de las librerías que salgan a su paso (en este caso valdrá cualquiera); nunca dejen de perderse la ocasión de husmear distraídamente por los estantes de cualquier biblioteca a su alcance; ojeen descansada y superficialmente las secciones literarias de los periódicos o revistas, a veces, simplemente leyendo los titulares de los distintos artículos o selecciones; curioseen los grandes o pequeños estantes de las casas de sus amigos, buscando no se sabe qué; o déjense llevar por los inesperados e improbables enlaces que la caótica internet nos pone delante, cuando buscamos una cosa y terminamos en otra; muchas veces una cosa inesperada pero valiosa e inencontrable por los medios ordinarios y extraordinarios de los más famosos buscadores, encorsetados por sus algoritmos cancerberos (las computadoras actúan orientadas por criterios muy específicos. En otras palabras, tienen que ser programadas para el tipo de resultados que el observador/programador espera).

Y, sobre todo, no nos contentemos con aquello –listas– que otros (en la mayor parte personas de honestas intenciones y confiables criterios) han hecho. Lancémonos alguna que otra vez a la aventura. Asúmanos el riesgo y esfuerzo que toda aventura encierra en su interior. Aprovechemos los accidentes de la fortuna –incluso, como hemos visto, forcémoslos– e intentemos convertirlos en algún tesoro en forma de libro, que seguramente habría sido inaccesible para nosotros si nos hubiéramos limitado, bien, a seguir una lista, por buena que ella sea, o bien, a rastrear, inflexible y estrictamente, tan solo aquello que inicialmente íbamos buscando. Y además, obtendremos una recompensa adicional; porque la necesidad de la búsqueda disminuye el placer del hallazgo, pero el descubrimiento inesperado, lo acrecienta.

Háganlo, entonces, por favor, háganlo. Inviten a la serendipia a su mundo literario. Estén atentos, abran los ojos, déjenla entrar. Supondrá un pequeño esfuerzo; sin duda. Pero, valdrá la pena, se lo aseguro, ya que, aun no encontrando ustedes aquello que persigan, si están atentos quizá se topen, como por arte de magia, con alguna otra cosa que también desean; en esto reside la maravilla.

1.04.24

Más relatos: los favoritos de los escritores

                    «La plaza de san Marcos». Obra de Friedrich Nerly (1807-1878).

 

   

    

 
 

«Tal vez todos los novelistas quieren escribir poesía primero, descubren que no pueden, y luego prueban con la historia corta, que es la forma más exigente después de la poesía».

William Faulkner

 

 

 

Por una vez –y para su felicidad– voy a abandonar mis propias preferencias y mis precarios juicios, para traerles la sabia opinión de los expertos. ¿Y que mejores expertos que aquellos mismos que son maestros en el arte del que se quiere tratar? Voy a mostrarles algunos de los relatos favoritos de, quizá, los mejores cuentistas de la literatura universal. Los más son ajenos a la obra que juzgan; los menos nos hablan de sus propias criaturas.

Curiosamente, en esto de los relatos cortos y de los cuentos literarios, abunda la paradoja siguiente: a los escritores suelen gustarle más los cuentos que a sus lectores.

Basado en este axioma, es un lugar común entre los literatos hablar de la enorme presión que agentes, editores y críticos ejercen sobre ellos para que abandonen el cuento lo antes posible y se dediquen a algo serio, como por ejemplo escribir una novela; una presión esta que es inflexible e implacable. Todos los implicados en el negocio editorial saben que para sobrevivir, han de proporcionarle a los lectores aquello que estos demandan, y, para ello, han de conocer sus gustos y preferencias; pero, para el escritor profesional, esas exigencias no cuentan. Para muchos de ellos, el relato corto es, a diferencia de la novela, algo invariable y profundamente literario, plenamente artístico, y por esto lo prefieren, al margen de cualesquiera consideraciones, incluidas las del mercado.

¿Pero, por qué es estimado tan poco el relato corto? Quizá, como apunta algún crítico solitario, una de las razones —sino la principal— por la que esto es así es que este género exige un interés por la forma, además del contenido, mucho mayor que una novela, y hoy en día la gente no parece tan interesada en la forma, centrándose únicamente en la historia.

Por otro lado, casi todos los brillantes escritores que han abordado el género del relato corto han coincidido en que su principal característica diferenciadora es que lo que en él prima es el ambiente, el tono, más que el argumento o la trama, algo que, por el contrario, resulta fundamental en la novela. Esto nos lleva a la idea de que, por su concentración y economía, el cuento está más cerca de la poesía que de la novela. Y por eso, al ser artísticamente más puro, no es de extrañar que atraiga más fuertemente al verdadero poeta.

A continuación, veremos algunas preferencias de varios de esos artistas.


EL HOMBRE QUE QUERIA SER REY, de Rudyard Kipling.

Al parecer, este era el relato favorito de Marcel Proust y de William Faulkner. El propio Henry James se declaró «profundamente afectado por ese extraordinario cuento». Por su parte, para J. M. Barrie, la historia es de «lo más audaz de la ficción». Sin embargo, Kingsley Amis opinaba que el cuento era largo y estaba sobrevalorado, siendo, según él, una «broma tonta que termina en un desastre predecible y completamente merecido».

LIGEIA, de Edgar Allan Poe.

El cuento favorito de su autor, y, según D. H. Lawrence, la principal historia de Poe. George Bernard Shaw, que la admiraba profundamente, dijo sobre ella:

«La historia de Lady Ligeia no es simplemente una de las maravillas de la literatura: no tiene paralelo y es inalcanzable».

LA BANDA DE LOS LUNARES, de Arthur Conan Doyle.

Si bien Monseñor Ronald Knox consideraba que El estudio en escarlata era el tipo e ideal de una historia de Holmes, también señalaba que, en cierta medida, era «un tipo primitivo, cuyos elementos se descartaron más tarde». Quizá, para acercarnos más a la pureza del relato holmesiano, nadie pueda orientarnos mejor que el propio autor. En 1927, Sir Arthur Conan Doyle seleccionó lo que consideraba sus mejores relatos cortos de Sherlock Holmes para la revista Strand Magazine de Londres. Los puso en orden descendente, comenzando con su favorito, La banda de los lunares, «una historia sombría» que, según él, estaría incluida «en todas las listas».


LA CASA DE HUÉSPEDES, de James Joyce.

Incluido en su libro, Dublineses, es uno de los relatos favoritos de Mario Vargas Llosa, «por su inigualable maestría que lo hace digno de figurar, entre los más admirables que ha producido ese género tan breve e intenso —⁠ como sólo puede serlo la poesía— que es el cuento». Un relato donde el sentido del honor y del deber, y la obligación de reparar el daño causado por parte de un hombre vulgar, es mostrado magistralmente por Joyce, contribuyendo así, como escribió Erza Pound, «a la dignificación artística de la vida mediocre».

LOS TRES JINETES DEL APOCALIPSIS, de G. K. Chesterton.

Uno de los relatos incluidos en el libro Las paradojas del Sr. Pond (1936), que Borges sentía como el mejor cuento de Chesterton, y en el cual, el escritor inglés, «arma con un largo camino blanco, con húsares blancos y con caballos blancos una hermosa jugada de ajedrez».


EL MÁS HERMOSO CUENTO DEL MUNDO, de Rudyard Kipling.

El cuento favorito de Borges («La mejor historia del mundo», «una riquísima invención de detalles»). Como se dice en el relato: «Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría».


DONDE SU FUEGO NUNCA SE APAGA, de May Sinclair.

Otra de las historias favoritas de Jorge Luis Borges es este relato alucinatorio, de título poco equívoco, y que el escritor argentino ensalza «en gracia de su poca notoriedad y de su valor indudable». Su tema es el Canto V de la Divina Comedia, la historia de Francesca y Paolo y los peligros de la lujuria:

«Questi, che mai da me non fia diviso,
La boca me bacciò tutto tremante».


LA HISTORIA DE SIGURD, Anónimo.

A Tolkien le fascinaban los cuentos de hadas de Andrew Lang, y en especial, El libro rojo de los cuentos de hadas, porque, oculto entre sus apretadas páginas, se encontraba el mejor cuento que había leído. Se trataba de La historia de Sigurd, una vieja historia de origen danés que versa sobre la hazaña del joven Sigurd derrotando al dragón Fafnir. Una poderosa y extraña narración situada en el inefable Norte, que al joven Tolkien le fascinaba leer. «Deseaba a los dragones con profundo deseo —escribió mucho después—. Por supuesto, con mi tímido cuerpo, no los deseo en las cercanías. Pero el mundo que encerraba la imaginación de Fafnir era más rico y más hermoso, cualquiera que fuese el coste del riesgo».


LA POSADA DE MAL HOSPEDAJE, de Lope de Vega.

Este relato, incluido en la obra, El peregrino en su patria (1604), fue alabado por George Borrow a mediados del siglo XIX. El famoso viajero inglés pensaba que se trataba del mejor cuento de miedo que jamás se había escrito. El protagonista, Pánfilo, asiste epatado y horrorizado a los aterradores sucesos provocados por los trasgos, «espíritus de la menos noble jerarquía», pero la luz del día, vencedora de las tinieblas, da fin de forma satisfactoria a este episodio de fantástico horror.


LA MUERTE Y LA BRÚJULA, de Jorge Luis Borges.

Para el crítico Harold Bloom, el favorito de entre los cuentos de Borges es «el cabalístico “La muerte y la brújula", que relata la destrucción de Erik Lonnrot, un Auguste Dupin cuya «temeraria perspicacia» lo arrastra hacia la trampa laberíntica tendida por Red Scarlach el Dandy, un criminal que habría hecho migas con el Benia Krik de Bábel».


UN ÁNGEL, de Antón Chéjov.

De todos los maravillosos cuentos de Chéjov, el preferido de León Tolstoi era el titulado, Un ángel. Los críticos han visto en este relato versiones del antiguo mito griego de Psique, pero, sin dejar de ser esto cierto, el relato de Chéjov encierra en sus profundidades algo más. Tolstoi fue quien dio con ello al afirmar que el ángel, Olenka, tiene un alma «maravillosa y llena de santidad». Y aunque Olenka puede ser vista por ojos seculares como un personaje infantil o maternal, debemos seguir a Tolstoi, quien vio en ella un alma santa, lo que, además, casa ciertamente con el título de la historia.


OH, SILBA Y VENDRÉ A TI, MUCHACHO, de M. R. James.

Según muchos críticos, la mejor historia de fantasmas jamás escrita por el mejor escritor de cuentos de fantasmas que ha habido. Un relato magistral donde un silbato antiguo, una reliquia arqueológica aparentemente inofensiva, suscita una aparición aterradora que persigue a un anciano profesor durante unas vacaciones en la costa este de Inglaterra.


EL SIGNO AMARILLO, de Robert W. Chambers.

Y siguiendo con relatos de miedo, el cuento favorito de H. P. Lovecraft fue siempre El signo amarillo, de Robert W. Chambers, «el más poderoso de los relatos» incluidos en el mejor libro de su autor, El rey amarillo, «una serie de historias cortas vagamente conectadas que tienen como trasfondo un monstruoso y censurado libro cuya lectura provoca temor, locura y espectral tragedia». Un misterioso libro que no deja de hacernos pensar en la influencia que la lectura de Chambers tuvo para Lovecraft, y en concreto para su famoso Necronomicon del «árabe loco» Abdul Alhazred.


ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA, Anónimo.

Uno de los más conocidos relatos de la famosa compilación oriental conocida como las Mil y una noches, y que Thomas De Quincey juzgaba como el mejor de todos los incluidos en ella, aunque, curiosamente, no figure en los textos originales. Según Borges conjeturaba, quizá «se trata de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente».


UN LUGAR LIMPIO Y BIEN ILUMINADO, de Enest Hemingway.

Según James Joyce, esta es la mejor historia corta que se haya escrito. Esta pieza supone un rápido vistazo existencial a la religión, la vida y la vejez, y podría ser una de las obras más antologizadas de Ernest Hemingway.


WAKEFIELD, de Nathaniel Hawthorne.

Historia de toques kafkianos (aunque, obviamente, la influencia debe ser inversa), que Jorge Luis Borges consideraba uno de sus cuentos favoritos. ¿La trama? El extrañísimo autoexilio sin motivo aparente, a pocos metros de su hogar, de un esposo amantísimo, que vuelve tras veinte años de ausencia, y reanuda su feliz vida familiar sin trauma ni dolor para ninguno de sus miembros.


¿CUÁNTA TIERRA NECESITA EL HOMBRE?, de León Tolstoi.

Otro cuento recomendado por James Joyce, hasta el punto que algunas fuentes lo reputan como aquel que el autor irlandés consideraba el mejor relato que se había escrito. La propia esposa de Tolstoi, Sofía, tras leerlo, le escribió a su marido una carta en los siguientes términos:

«La impresión es que el estilo es maravillosamente riguroso, conciso, sin una palabra de más, todo es preciso, acertado, como un acorde; hay mucho contenido, pocas palabras y satisface hasta el final».

¿Una proscripción moral de un determinado tipo de conducta? ¿Una pesimista descripción de la condición humana? No importa cuál sea nuestra respuesta; sea una o la otra, o las dos a un tiempo, en todo caso, estamos ante una historia absorbente en las manos magistrales de un maestro.


VENDRÁN LLUVIAS SUAVES, de Ray Bradbury.

Apocalíptica historia de tintes cautelares, muy apropiada en estos días de desconcierto y temor guerrero. Conocido como el preferido por Bradbury de entre todos los cuentos cortos que había escrito, su historia es de lo más conmovedora debido a su uso suave y dulce de la ironía.