Los buenos y grandes libros de siempre: ¿También para hoy?
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«Naturaleza muerta con libros». François Foisse (1708-1763). |
«La “Ilíada” es grande porque toda la vida es una batalla, la “Odisea” porque toda la vida es un viaje, El “libro de Job” porque toda la vida es un enigma».
G. K. Chesterton
«Mientras que la verdad … está fuera del tiempo, las herejías siempre están atadas a los tiempos».G. K. Chesterton
«Lo que fue, eso será;
lo que se hizo, lo mismo se hará;
nada hay de nuevo bajo el sol».Eclesiastés, 1, 9-10
Hoy día se escucha con frecuencia la siguiente afirmación: muchos libros clásicos para jóvenes son geniales, pero están demasiado alejados de la vida moderna como para inspirarles. Necesitamos un renacimiento literario, se dice, uno que sea capaz de ofrecer a los jóvenes libros que sean relevantes en este nuestro moderno y progresista siglo XXI.
Esto suele traducirse, bien en arrinconar a una esquina oscura a los clásicos por su inutilidad, bien en centrarse en fragmentos de ellos que parecen prefigurar nuestras creencias de hoy día. En uno u otro caso la conclusión es la misma: no tiene sentido alguno leerlos. ¿Para qué hacerlo, –piensan los jóvenes– si no nos dicen nada, o lo que dicen ya lo sabemos?
Sin embargo, esta postura, aunque bienintencionada, está profundamente equivocada.
Hagámonos una pregunta: ¿qué caracteriza a los clásicos y a los grandes libros y los distingue de los demás? La respuesta es un extraordinario y atemporal atractivo que reside, no solo en su forma u originalidad, sino también en su fondo, al abordar temas acrónicos, constantes e imperecederos: la naturaleza humana y los mitos arquetípicos que explican el mundo. ¿Qué relevancia pudo tener la Odisea para los jóvenes atenienses del siglo V a. C. o para la juventud europea del siglo XIX que no pueda tener también para los jóvenes de hoy?
Aunque, la palabra relevancia es inapropiada aquí. La búsqueda de esa relevancia actualizada, aggiornada a los tiempos modernos, no es el camino. Los clásicos son lo que son y así hay que tomarlos. Solo así, en su atemporal integridad, nos harán bien. Únicamente así mantendrán su atractivo. Los clásicos son más fascinantes para los jóvenes ya que les revelan formas de ver las cosas que contrastan con lo que la gente da por sentado hoy en día: novedosas visiones, frescas, sorprendentes, incluso, revolucionarias, pero que son, no obstante, inteligibles e incluso razonables. Así que, esa relevancia tan buscada hoy día, es aburrida para ellos porque no supone ningún desafío. Que las obras antiguas te cuestionen e interpelen es interesante y fascinante y, de hecho, es esa misma razón la que les da verdadero valor a nuestros ojos.
Los clásicos son atemporales precisamente porque no se limitan a una determinada época. Nos hablan de lo que siempre ha sido humano, de lo que nos define más allá de las modas pasajeras. Y no hay mejor manera de educar, inspirar y formar a los jóvenes que poniéndolos en contacto con estas obras.
Consideremos algunos ejemplos. El Robinson Crusoe celebra la perseverancia frente a la adversidad; Los viajes de Gulliver critica la intolerancia con ironía mordaz; los cuentos de hadas y los cuentos tradicionales están repletos de lecciones morales, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía; las novelas de Julio Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre; las de Salgari y Sabatini una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares; las de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres; las leyendas y los mitos griegos y nórdicos hablarán a los chicos de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio; las novelas de Alcott, Austen y las hermanas Brontë les educaran sentimentalmente y les enseñaran a apreciar la caballerosidad, el valor de la renuncia, y el amor verdadero; por su parte, la valentía, el honor y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo, del Cid, del rey Arturo o en las novelas de Tolkien; y tantas y tantas otras cosas hallarán que les abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de sí mismos, como las maravillas de lo creado que les rodean.
Pero los beneficios de los clásicos no se limitan a los jóvenes. El intercambio de ideas que surge de su lectura ayuda a toda persona a superar la miopía de las modas. Como señaló C. S. Lewis en Cautivado por la alegría (1955), evitan lo que él denominó «esnobismo cronológico»: la creencia de que solo las ideas modernas son válidas, relegando todo lo anteriormente dicho y pensado al olvido. Este sesgo lleva a una especie de esclavitud mental, que da por sentado que lo más reciente siempre es lo mejor. Chesterton había escrito sobre la misma idea en un ensayo titulado Sobre el hombre: heredero de todas las épocas (1934).
Y, sin embargo, ¿qué puede ser más distante de la verdad que lo que está en boga? Las modas son efímeras, inconsistentes y, a menudo, superficiales. Como decía León Bloy, «cuando quiero estar al tanto de las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Esta chocante afirmación nos recuerda que lo verdaderamente importante trasciende las épocas y las modas humanas. William Hazlitt también abordó esta idea en su ensayo Sobre la moda (1818), señalando que «la moda vive en una rutina constante de innovación vertiginosa y vanidad sin sosiego». Nada en ella es suficientemente relevante como para durar, pues la tendencia que está de moda «ayer era ridícula por nueva y mañana será aborrecible por común». Por eso la verdad y la realidad le son ajenas: lo nuevo es lo mejor, pero no tiene permanencia. En cambio, los clásicos nos ofrecen una visión inmune a los caprichos del hombre, pues abordan lo eterno y esencial. Además, son ventanas privilegiadas a la historia. No sustituyen a los historiadores, pero complementan sus relatos con experiencias vividas de quienes habitaron otras épocas. Como decía Chesterton refiriéndose a la Edad Media, los humildes hombres que vivieron entonces tienen mucho que contarnos. Su perspectiva, transmitida a través de la literatura, es un puente invaluable hacia el pasado.
Podemos corregir nuestra miopía cronológica, pero solo si cultivamos la virtud, especialmente la humildad —quizá la más incomprendida— y la prudencia, la mayor de todas. La humildad nos permitirá ver nuestra época simplemente como una pequeña parte de una historia más grande, de la Historia que Dios está escribiendo para hacer nuevas todas las cosas. Y la prudencia nos llevará a no menospreciar el pasado solo por serlo, ni a sobrevalorar el futuro por la misma razón, y viceversa. Job dice: «Con los ancianos está la sabiduría, y con la longevidad la inteligencia», pero Pablo, sabiendo bien eso, exhorta a un joven Timoteo: «Que nadie te menosprecie por ser joven; al contrario, sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza». El pasado y el futuro tienen valor en la medida en que se orientan hacia el bien.
Por eso, no debemos temer poner en manos de los jóvenes estos magníficos libros. A pesar de que será un costoso esfuerzo en un mundo dominado por la inmediatez y las distracciones, valdrá la pena. No solo estaremos formando a lectores, sino a hombres y mujeres capaces de enfrentarse al mundo con una mente amplia, un corazón firme y un espíritu abierto a la trascendencia. Estos libros son la herencia de generaciones pasadas, un legado que los jóvenes deben conocer para entender quiénes son y hacia dónde pueden dirigirse.
Así que, aunque pueda ser difícil, aunque implique vencer la resistencia de un entorno que idolatra lo nuevo y desprecia lo antiguo, debemos hacerlo. Tómenlo como un acto de amor y responsabilidad hacia las nuevas generaciones: que descubran en estas obras no solo son historias, sino herramientas para navegar un mundo cambiante y turbulento… con raíces asentadas en lo eterno.
Como escribió Chesterton en el ensayo citado:
«El hombre debería ser un príncipe mirando desde el pináculo de una torre construida por sus padres, y no un canalla desdeñoso, derruyendo perpetuamente las escaleras por las que subió».
3 comentarios
Eso es muy difícil. Hay que tener un criterio muy bien formado, y, sobre todo, afilado. Es todo un arte, y yo, lamentablemente, no lo domino. Es más, creo que padezco una especie de síndrome de Diogenes en cuanto a libros (quede claro que, únicamente, en cuanto al aspecto de la acumulación excesiva de objetos). 12 son pocos.
Saludos.
Miguel Sanmartin Fenollera.
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