Libros de ningún tiempo: ni antes ni ahora, pero tampoco después
«No hay mejor nave que un libro para llevarnos a tierras lejanas» –E. Dickinson–. Obra de Violet Oakley (1874-1961). |
«Un sello hace una impresión o no de acuerdo a la condición de la cera. Una cera fría se agrieta y se desmorona, mientras que una cera líquida y caliente no retiene ninguna impresión. Solo una cera a una temperatura adecuada recibe y retiene la imagen».
Thomas Dubay
«El aprendizaje no es un juego de niños; no podemos aprender sin dolor».Aristóteles
Libros, libros y más libros
Algunos libros, originalmente escritos para un determinado rango de edad, han terminado siendo adoptados entusiastamente, y con una sostenida intensidad en el tiempo, por quienes no eran sus destinatarios. Me refiero, por ejemplo, a obras concebidas para los adultos, como el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe o el Gulliver (1726) de Jonathan Swift, pero que fueron rápidamente hechas suyas por los niños. De igual manera, tenemos libros que fueron escritos pensando en la infancia y que luego fueron redescubiertos y adoptados como suyos por los adultos, y pienso en El Principito (1943) de Antoine de Saint-Exupéry y las dos Alicias (1865 y 1871) de Lewis Carroll. En uno y otro caso, esas adopciones sobrevenidas no privaron a sus originales destinatarios de su disfrute; solo ampliaron su difusión sobre un mayor rango de edad. Se trata de felices creaciones, porque unos y otros, adultos y niños, han disfrutado y podrán seguir disfrutando de esas geniales obras, sea cual sea el momento en que elijan leerlas.
Al lado de este tipo de libros, sabemos de otros que exigen tener una determinada edad para apreciar su sabiduría, para captar aquello que tratan de decir. Son piezas efímeras, que una vez se dejan de lado ya no podrán ser saboreadas y apreciadas en su grandeza. Libros que, pasado ese su instante, no tolerarán ser ya «probados» ni «tragados», y mucho menos «masticados y digeridos», como diría Francis Bacon. Obras de un momento preciso y no de cualquier otro.
Un ejemplo me viene a la cabeza: El gran Meaulnes (1913), la maravillosa novela de Alain Fournier. Sobre ella flota la idea, inaprensible para un adulto, de que la adolescencia de uno es, de alguna manera, el súmmum de las experiencias emocionales, un reino perdido sobre el que gravita la melancólica intuición de lo irrecuperable. Cuando uno aborda por vez primera la obra en su adultez, siente la imposibilidad de captar emocionalmente esa esencia, por mucho que la identifique su intelecto. El lector adulto se sabe entrante en un mundo prohibido, lo que hace al libro inasequible una vez se ha dejado atrás la primera juventud.
No obstante, esta limitación temporal de comprensión y disfrute no sería de entrada un problema grave; al fin y al cabo, se trataría de leer tales libros en su momento oportuno, sin que se nos impida leerlos en absoluto, porque, sin duda, podrá haber un tiempo y un lugar reservado para ellos, tal y como ha venido haciéndose hasta hace poco.
Un nuevo y grave problema
Sin embargo, hace no mucho tiempo ha surgido un obstáculo nuevo que, si no es removido, impedirá que un número cada vez mayor de niños pueda disfrutar de muchas joyas literarias, la mayoría de ellas escritas especialmente para ellos. Me refiero a la aparición de una falta de correspondencia o decalaje entre la edad cronológica, mental y cultural del potencial lector, y aquella para la que fue en su momento pensado y escrito el libro. Y es que hoy día podemos encontramos con algunos libros que, sobre todo en la infancia, no encuentran el momento oportuno para su lectura, la cual, pues, puede perderse para siempre.
Pensemos en algunos clásicos. El viento en los sauces, escrito por Kenneth Grahame en 1908, tuvo su origen en las historias que el escritor británico inventaba para entretener a su hijo de siete años, Alastair. Por su parte, Alicia en el país de las maravillas (1865), fue creado por Lewis Carroll para las hijas de unos amigos, Alice y Edith Liddell, de 11 y 10 años. Y cuentos como El gigante egoísta o El príncipe feliz (1888), eran contados por Oscar Wilde a sus dos pequeños hijos antes de dormir. Todos estos libros fueron, por lo tanto, concebidos para niños de una determinada edad, entre siete y diez años.
Sin embargo, cuando niños de esa edad son hoy día enfrentados a esos textos, por regla general no son capaces de afrontar con éxito su lectura. La causa no radica en que sean menos inteligentes que los hijos de Grahame o Wilde, o que todos los demás niños que desde aquellos tiempos y hasta hace relativamente poco leyeron con fruición tales libros. El problema se encuentra en que no han leído prácticamente nada desde que aprendieron a deletrear un alfabeto y, consecuentemente, en su carencia de competencias para la lectura, como se dice pomposamente hoy. En suma, se trata simplemente de que no están preparados como lo estaban antaño, al igual que tampoco lo estaríamos la mayoría de nosotros para correr varios kilómetros salvo que hubiésemos estado entrenando para ello.
De esta manera, al no tener ya esos niños capacidad para leer tales obras a la edad para la que fueron escritas, cuando años más tarde alcancen las competencias suficientes para ello (sobre los 13 o 14 años), ya no lo harán. Quizá sea el tema, acaso el argumento, o posiblemente los personajes, lo que ya no les resultará interesante, bien por representar una edad inferior a la suya –mental o cronológica–, bien por no ajustarse a lo que son sus intereses en ese momento, estimulados por la nociva y precoz madurez hacia la que son empujados. Así, esos niños, tristemente, perderán para siempre unas maravillosas obras hechas ex profeso para su instrucción y su deleite, al igual que las perderán aquellos que nazcan en el futuro si antes no hacemos algo para remediarlo.
¿Y por qué ocurre esto?
Hace unos años el famoso crítico literario, Harold Bloom, publicó un libro con una antología de los poemas, cuentos y fragmentos literarios de lo que él consideraba un canon de la literatura infantil y juvenil. El libro se tituló, y no sin malicia, Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes (2001). Sin embargo, no creo que Bloom pensara que los niños de hoy gocen de una menor inteligencia que los del pasado (personalmente tampoco yo lo creo). Probablemente en lo que estaba pensando, es en que su capacidad para leer ha menguado notablemente.
En alguna otra ocasión he hablado de que la lectura profunda, la de verdad, guarda cierta semejanza con realizar ejercicio físico. De la misma manera que no resulta posible desarrollar músculos sin peso o resistencia, es imposible adquirir capacidades de lectura robustas sin leer un texto desafiante. Cada lectura es un tipo de ejercicio y un programa de lecturas es un programa de ejercicios. No solo se trata de una cuestión de gusto por la belleza o de apreciación, por el intelecto y por la imaginación, de aquello que se cuenta o se relata. También hay en el leer una parte más física, y por ello más prosaica y aprehensible: los textos más complejos sirven como adiestramiento para aprender habilidades de comunicación y forjar resistencia y fondo de lectura, amén de proporcionar herramientas valiosas, como estructuras narrativas y vocabulario. Y lo que falta hoy a nuestros chicos es ese entrenamiento lector. Una poquedad que arrastran desde su más tierna infancia, y cuya cura exigirá, por lo tanto, una trabajosa rehabilitación, como la de un miembro lastimado que lleva largo tiempo sin uso.
¿Qué hacer entonces?
Lo ideal sería comenzar cuanto antes con un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo lector. Después llegará un régimen de mantenimiento, para evitar perderlo. Ese plan de ejercicios debería iniciarse ya desde la cuna, si no antes, en el seno materno, con la lectura y el canto en voz alta de cuentos, poemas, rimas y canciones; las de siempre, las cantadas y recitadas por nuestros abuelos, que aprendieron nuestros padres y que nos fueron cantadas y recitadas por ellos. A continuación, deberíamos proseguir con las historias de hadas, con la fantasía de los cuentos tradicionales, con los de los hermanos Grimm, los de Perrault y los de Andersen, leyéndoselas e incitando a que comiencen a leerlas. No deberíamos tampoco dejar de recitar y aprender de memoria con ellos poemas, desde las pequeñas y simples rimas hasta los maravillosos romances. Más tarde llegarán mayores cosas, como Lewis, Tolkien y Stevenson, como Verne, Austen y Dickens, y más allá aún, Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare y nuestro Cervantes aguardarán su llegada, este último con su Quijote.
Junto a esto, no nos engañemos, será decisivo encontrar tiempo para leer. Un tiempo que habrá que arrebatarle a las esclavizantes pantallas digitales. Y eso será una dificultad añadida, y no menor por cierto.
Bien, pero… ¿Qué ocurre con los que ya no son tan niños? ¿Los abandonamos a su suerte? Por supuesto que no. Sin embargo, habremos de saber que recuperarlos para la lectura costará más, mucho más, y que el futuro éxito de la empresa será más sombrío para ellos. Ningún libro está completamente libre de dificultades, y cuanto más grande sea ese libro, mayores serán estas. Si a eso añadimos un potencial lector que no haya contado con el entrenamiento adecuado para fortalecer su imaginación, su intelecto, su concentración y su memoria, la dificultad se multiplica. No obstante, estos inconvenientes no han de privarnos de la esperanza, porque, por difícil que parezca, la tarea no es imposible y, sin duda alguna, valdrá la pena el esfuerzo.
Y voy acabando. C. S. Lewis dijo una vez que «una historia para niños que solo disfrutan los niños, es una mala historia», y creo que, como de costumbre, Lewis tenía razón. Pero una historia para niños que los niños no puedan y/o no quieran ya leer, sobre todo si es una pequeña obra maestra, no será desde luego una mala historia, lo que si será, en cambio, es una malísima noticia, tanto para los niños como para sus padres, y de igual manera para la sociedad en la que les ha tocado en suerte vivir. Esperemos llegar a tiempo para evitarla.