9.11.20

Literatura cristiana, ¿ayuda u obstáculo?

                          «San Jerónimo» (detalle). Obra de Jan Massys (1509-1575).

 
 
 

«El ojo del poeta ve menos claramente, pero ve más allá que el ojo del científico».

Peter Kreeft


 

Hace no mucho hablé de escritores católicos, de los modernos y los contemporáneos, de su grandeza, de las dificultades de su oficio y del difícil mundo en el que se desenvuelven. Hoy quiero detenerme en la conveniencia o no de servirnos de sus obras. Y a ese respecto me asaltan una serie de preguntas aunque, ni son mías ni son nuevas.

¿Puede la lectura de estas obras ayudar espiritualmente al indeciso, al extraviado, incluso al alejado o al hostil? ¿O podría tratarse de medios de distracción o, incluso, de corrupción? ¿Deben o no deben ser leídas? ¿por quien y cómo? Y, sobre todo, ¿deben serlo en la busca de un apoyo, de una ayuda espiritual, o esto sería un error?

Todas estas preguntas arraigan en un tema más general, ampliamente tratado y discutido desde Platón: si la lectura sirve o no sirve de educadora y de acicate moral y espiritual, o, por el contrario, es un mero divertimento indiferente a la acción y a la conformación del carácter del lector.

Si bien Platón, en el último libro de La República, se manifiesta contrario a la actividad lectora, no lo hace por su inutilidad, sino por su peligrosidad, lo que habla en favor de su influencia (sea esta buena o mala). Aristóteles, por su parte, en su Poética, se muestra a favor de la lectura, al afirmar que el hombre purga así el exceso de emoción y obtiene una visión más racional de las cosas que le rodean.

Ya en el Renacimiento, en Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendió que la poesía revela universales y por ello es profundamente filosófica, para, yendo todavía más lejos que el filósofo, afirmar que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento.

Hoy día la polémica continua. Como muestra de una de las posiciones, el poeta y crítico W. H. Auden, en una famosa línea de su poema En memoria de W. B. Yeats, dice lo siguiente: «La poesía no hace que nada suceda». Auden explicitó en uno de sus ensayos a qué se refería, señalando que la poesía no se ocupa de decirle a la gente qué hacer, sino que solo la empuja a realizar una elección racional y moral, pero sin determinar su sentido. Como ejemplo de la otra, el también poeta contemporáneo Ezra Pound, señala: «propiamente, deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Pero, ¿qué hay de nuestros escritores católicos, más allá de la discutida cripto-confesionalidad de sir Philip Sidney? Para responder a esta pregunta, quizá deberíamos acudir a la opinión de quién, seguramente, es el primer y, por ahora, único santo novelista (a expensas de lo que ocurra con Chesterton): el cardenal Newman.

Apenas una década antes de escribir su primera novela, Perder y ganar (1848), un Newman todavía anglicano había advertido a sus feligreses en el sermón titulado El peligro de los logros, contra los riesgos de leer o escribir novelas: «hacemos daño a nuestro sistema moral interno, al igual que podríamos estropear un reloj u otro mecanismo jugando con las ruedas del mismo. Debilitamos sus resortes y estos dejan de actuar eficazmente» (…) «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción. Cuando leemos novelas no tenemos nada que hacer; leemos, somos afectados, somos enternecidos o somos provocados; pero eso es todo. Nos enfriamos de nuevo y nada resulta de ello». Estos recelos, basados en la posible influencia corruptora, o como mínimo, paralizadora, de la lectura de novelas, son casi tan antiguos como la propia novela como género, o incluso la propia lectura, pues ya hemos visto que de tal rechazo puede seguirse rastro hasta Platón. Así pues, que la lectura de novelas podía conducir a una disipación del sentimiento moral a expensas de la acción moral era una posición conocida en aquel tiempo. A pesar de este inicial recelo, sabemos por sus cartas, que Newman comenzó a disfrutar de la lectura de novelas —por ejemplo, elogió a Walter Scott— y, sobre todo, que finalmente superó sus escrúpulos morales a las mismas, o, la menos, consideró sus efectos beneficiosos superiores a los perniciosos.

En la serie de conferencias recogidas bajo el título Idea de la Universidad (1852), el cardenal escribe en términos elogiosos lo siguiente:

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Aquí, Newman hace una defensa del arte literario, y no solo artística (en referencia a una posible via pulchritudinis), sino de igual manera instrumental, aunque esta utilidad instrumental lo sea para algo tan inmaterial como es el beneficio del corazón y el alma. Se trataba de una defensa intelectual de la bondad de la novela que, a un tiempo, se volvería práctica.

Y es que, cuatro años antes, en 1848, Newman había escrito su primera novela (Perder y ganar, parcialmente autobiográfica) y ocho años después escribiría la segunda (Calixta, 1856). Ambas obras tienen la misma temática ––la experiencia de una conversión––, aunque en diversos escenarios y épocas: el Oxford de su tiempo, la primera, y el Imperio romano de mediados del siglo III bajo las persecuciones del emperador Decio, la segunda.

¿Qué fue lo que llevó a Newman a cambiar de opinión?: El convencimiento de que el arte literario puede ser beneficioso, de acuerdo a la idea (parafraseando lo que C. S. Lewis diría casi cien años después), de que «a veces los cuentos [de hadas] dicen mejor lo que hay que decir».

Newman escribió sus dos novelas movido por dos motivos:

Primero, de acuerdo a sus palabras, como respuesta a un «cuento, dirigido contra los conversos de Oxford a la fe católica». Ese cuento era la novela anti católica titulada De Oxford a Roma (1847), de Elizabeth Harris, que incidía en una temática ya iniciada por otras obras del mismo estilo, como la de su compañero tractariano William Sewall, Hawkstone, publicada en 1845. Newman quiso hacer frente a esos ataques a los conversos al catolicismo con las mismas armas con que eran perpetrados.

Y segundo, para tratar de hacer algo que con sus escritos teológicos y filosóficos sabía que no podría hacer: mover a la fe a sus lectores. Estos dos relatos tienen el poder conmover a quien los lea, independientemente de su fe, y llevarlo a sentir simpatía por el converso, e incluso a identificarse con él. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, obstáculos que él conocía bien por haberlos padecido. Respecto de Calixta, señaló que se trataba de «un intento de imaginar y expresar, desde un punto de vista católico, los sentimientos y relaciones mutuas de cristianos y paganos en el período al que pertenece», y especialmente, el sentimiento de una conversión en un ambiente hostil al cristianismo.

¿Y qué hay del citado Chesterton? En Herejes (1905), un Chesterton temprano nos habla de la lectura de novelas con su original y sorprendente visión:

«En cierto sentido, es más valioso leer literatura mala que buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede revelarnos la mente de muchos hombres. Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho más que eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además, por curioso que parezca, nos dice más cosas cuanto más cínico e inmoral sea el motivo de su creación. Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público. Una novela sincera muestra la simplicidad de un hombre concreto; una novela insincera muestra la simplicidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantes y los ajustes definibles de los hombres pueden hallarse en papiros, en libros fundacionales y en escrituras; pero las ideas básicas y las energías eternas deben buscarse en las novelitas de a un penique [las “chuches” de la época]. Así, un hombre, como muchos hombres de auténtica cultura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en la buena literatura más allá del poder de apreciar la buena literatura. Pero de la mala literatura podría aprender a gobernar imperios y recorrer el mapa de la humanidad».

Chesterton habla aquí, entre otras cosas, de los «buenos libros malos» (que más tarde serían también elogiados por George Orwell), en referencia a aquellos que logran un efecto sorprendentemente estimulante y beneficioso para el alma a pesar de los defectos de estilo y construcción, que los descalifican como literatura. Siguiendo con Herejes, continúa el autor inglés diciendo:

«La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras. En ocasiones, legítimamente, la vida aparece en forma de ensayo científico. A veces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción; puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal vez nuestra existencia no sea una justicia inteligible, o incluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia».

Soy de la opinión de Newman, de que la literatura (la gran literatura, la buena literatura e incluso la buena mala literatura ––las “chuches”––, cada una en su medida) puede ser útil para el corazón y para el alma, como una suerte de bendición. Este es, además, el estilo de Dios, observable en la propia Biblia y en la forma de expresarse de Nuestro Señor, al igual que en la forma y manera que ha dado a nuestras vidas, que, como dice Chesterton, no son otra cosa que una historia. En esta misma línea, George MacDonald decía que desdeñaba las abstracciones, considerándolas «momias de prosa sin vida». Él, como cristiano, prefirió la imaginación y la parábola como formas de liberar la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional, y así despertar la fe moribunda. Estoy de acuerdo con MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O´Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que nos posee», pues, como ella decía «este es un logro modesto, pero quizás necesario».

No obstante, la lectura no puede ser la única, ni siquiera la principal de las ayudas que ofrezcamos a nuestros hijos. Los libros deben limitarse a ser lo que deben ser: guías, muestrarios, ejemplos, o incluso distracciones. Nuestros hijos no deben dejar de frecuentar, en la mayor medida posible, la propia vida, la vida real, la que da sentido a esos mapas y guías, pues si el sentimiento y la voluntad, si el deseo de hacer el bien, de alcanzar la verdad y de contemplar la belleza quedan circunscritos al interior de unos libros, por muy buenos y bellos que estos sean, la misión estará abocada al fracaso. No se trata simplemente de sustituir las pantallas por los libros. Por ello el libro y la lectura habrán de ser un medio y nunca un fin. Quizá a este riesgo se refería Newman cuando advertía de que «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción».

Así que ya termino. Y lo hago con un ejemplo muy gráfico de alguien que hizo uso, junto al rezo y la ayuda de la gracia, de esas buenas lecturas católicas para apuntalar su fe. Para ello les invito a acercarse al Diario de oración de la citada Flannerty O’Connor. Este diario (editado en castellano por Encuentro), abarca desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947. O’Connor tiene en ese momento veinte años, está muy lejos de casa, estudiando en la Universidad de Iowa, y su futuro, no ya como escritora sino como católica, pende de un hilo. Por primera vez en su vida se encuentra sola, bajo la influencia de maestros eruditos pero sin fe y compañeros igual de extraviados, que la arrastran a una situación de crisis espiritual. Ella solo puede aferrarse a la fe de su infancia, pero… ¿será suficiente? O’Connor clama en oración: «Temo, oh Señor, perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Es una presa de todo tipo de charlatanería intelectual». Ella continúa diciendo que tiene «miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que andan a tientas en la oscuridad de mi alma», y le ruega que la proteja.

Flannery rezó y rezó, rogó por su alma y se dejó abrazar por la gracia, pero también participó en la lucha con su propio esfuerzo. Siguiendo el consejo de san Agustín rezó «como si todo dependiera de Dios» y se esforzó «como si todo dependiera de ella», y en este «esfuerzo» tuvieron parte destacada sus buenas lecturas. Ella comienza leyendo a Kafka, pero la pesadumbre del autor checo la atenaza, al darse cuenta que en él la acción de la gracia es prácticamente inexistente. Así que recurre a los franceses Georges Bernanos y su Diario de un cura rural (1936), y Léon Bloy. Y en ellos descubre a la gracia operar sobre las almas. Se trata de escritores católicos que tratan lo sobrenatural con gran seriedad, pero al mismo tiempo, con naturalidad. O’Connor toma a Bloy como modelo de cómo reaccionar ante el mundo contemporáneo; su lectura la perturbaría sanamente. Ella lo describió así: «Bloy es un “iceberg” lanzado contra mí para romper mi Titanic y espero que mi Titanic se rompa». Más tarde llega a sus manos Arte y Escolástica (1947) de Jacques Maritain, de donde la escritora toma con entusiasmo una ars poetica propia; escribe tras leerlo: «Quiero ser la mejor artista que pueda ser bajo la luz de Dios.» (…) «Dios me ha dado todo, todas las herramientas, incluso las instrucciones para su uso, incluso un buen cerebro para usarlas, un cerebro creativo para hacerlas inmediatas a los demás». Todas sus dudas se van disipando y va creciendo en ella la fe; su catolicismo se va manifestando a través de su naturaleza artística. Flannerty O’Connor salvó finalmente el escollo y en ello la ayudó, aunque fuera levemente, sus lecturas, sus buenas lecturas católicas.

¿Qué más quieren que les diga…? Creo que las preguntas han sido respondidas, al menos para mí. Espero que lo aquí escrito les sirva a ustedes de ayuda.

30.10.20

El mar, fuente de aventuras

                     «Capitán en medio de la tormenta». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

 

  

«El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar».

Jorge Luis Borges

  

«El mar nunca cambia y su acción, por más que digan los hombres, está envuelta en misterio».

Joseph Conrad

  

   

El mar es desafío y abandono, aprensión y temor. Una representación de lo más grandioso e indomable. Aquello que sitúa al hombre abruptamente en su lugar, como la mera criatura impotente e indefensa que es. Un lugar en el que –como diría el poeta norteamericano Longfellow–, «navegando en las lúgubres tinieblas, bajo el ronco huracán y la nevada», el hombre se debate y lucha contra la naturaleza desnuda.

Y como el hombre, el mar es una fuente de contradicciones. Es consuelo, tranquilidad y belleza, y nos acuna y nos arrulla, y nos extasía y nos anonada. Sin embargo, al igual que el hombre, también es oscuro y misterioso, profundo y siniestro, incontrolable y mortal. El mar es un conjunto de incongruentes estados que de forma impredecible se suceden y se solapan ante nuestra desesperada incomprensión. Su poder, a la vez catastrófico y generador, fértil y destructor, ha causado desde siempre un formidable impacto en el hombre.

                       «El solitario mar». Obra de Claus Bergen (1885-1964).

Como acabamos de ver en las dos últimas entradas, el mar ha sido tomado con frecuencia como el grandioso escenario de muchos dramas literarios, y más allá de eso, en algunos casos también ha adquirido el rol de co-protagonista de la historia. Byron lo describió como «oscuro; sin límites, interminable y sublime. La imagen de la eternidad: el trono de lo invisible»; Joseph Conrad en Tifón, (1902) lo tildó de fuente salvaje de poder y misterio con aparente voluntad propia, «un ser inteligente que tratara deliberadamente de destruirnos». Baudelaire lo hace rival implacable del hombre, con quien lo compara:

Ambos sois tenebrosos y discretos:

Hombre, nadie ha sondeado el fondo de tus abismos,

¡Oh, mar, nadie conoce tus tesoros íntimos,

Tan celosos sois de guardar vuestros secretos!

Y empero, he aquí los siglos innúmeros

En que os combatís sin piedad ni remordimiento,

Tanto amáis la carnicería y la muerte,

¡Oh, luchadores eternos, oh, hermanos implacables!

Como fuente de inspiración ha dado lugar a efímeras obras populares y a clásicos perdurables, desde la primera gran obra de la literatura marítima, La Odisea de Homero, hasta las excelentes novelas contemporáneas de C. S. Forester y Patrick O’Brian.

Si bien han sido muchos los maestros que han escrito sobre él, fue en el siglo XVIII cuando el mar se convirtió en un poderoso escenario literario con el Robinson Crusoe de Defoe (aquí), y sus continuadores, obras que prepararon el camino a las gloriosas aventuras de más tarde escribirían Stevenson, Melville, Verne o Conrad (La isla del Tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Moby Dick o La línea de sombra).

               «La nave convicta T. K. Hervey». Obra de James Hamilton (1819-1878).

El crítico Edwin M. Hall proporciona una útil definición de este nuevo tipo de relato de aventuras marinas: «una narración de prosa ficticia de la que al menos la mitad de la acción tiene lugar a bordo de un barco y en la que el manejo de este es fundamental para la trama». Hall sostiene que fue James Fenimore Cooper quien dio nacimiento al género con la publicación de El piloto (1824). Sin embargo, si Cooper lo inventó, el capitán Frederick Marryat fue quien lo popularizó, y sus novelas marcan un antes y después en el género. Según A. A. Milne, las obras de Marryat son un «combinando de aventura en una isla desierta por un lado, y un alto tono moral por otro; mermelada y pólvora en las proporciones adecuadas».

Como ha escrito W. H. Auden, desde finales del siglo XVIII y durante el siguiente siglo, el mar se convirtió en «una metáfora del peligro», y el género de aventuras náuticas se construyó sobre la base de varios principios característicos:

1) Abandonar la tierra y la ciudad es el deseo de todo hombre de sensibilidad y honor.

2) El mar es el mundo real y el viaje es la verdadera condición del hombre.

3) El mar es donde tienen lugar los acontecimientos decisivos, los momentos de elección eterna, de tentación, caída y redención. La vida en tierra es siempre trivial.

4) El destino es desconocido, aunque pueda existir: una relación duradera no es posible ni siquiera deseable.

                    «Viento creciente». Obra de Montague Dawson (1895-1973).

Como en toda novela de aventuras la estructura básica de este tipo de relatos es comúnmente conocida: el héroe es separado de su hogar y debe someterse a un período de pruebas y ordalías. En ocasiones conoce a un primitivo y sabio mentor que le enseña virtudes heroicas y habilidad práctica, en ocasiones debe aprender por sí mismo. El héroe inevitablemente crece en carácter, madurez y sabiduría y finalmente regresa a su hogar para demandar su legítimo lugar.

A continuación paso a referir unas cuantas de estas obras. Para ello, en algunos casos echaré mano de las peculiares y concisas referencias de ese pilar de la cultura que fue, durante tantos años, la poco reconocida revista literaria, Novelas y Cuentos (1929-1966):

El piloto (The pilot, 1824), de Fenimore Cooper. Unos héroes de la independencia americana, pilotados por un hombre misterioso, se aventuran hasta las costas inglesas, y tras azarosas luchas, sorteando mil peligros, dos de ellos rescatan a sus amadas. De dieciséis años en adelante.

Propiedad del rey (The King’s Own, 1830) del capitán Frederick Marryat. William Seymour es un joven huérfano que se enrola al servicio del rey en el Aspasia, un navío de guerra donde protagonizará toda clase de aventuras y batallará contra los franceses. Parte de los personajes y hechos que cuenta están basados directamente en experiencias personales del autor, como la escena del combate en medio de una gran tormenta. De dieciséis años en adelante.

 

                                             Portadas de las obras de Marryat.

Aventuras de Newton Forster (Newton Forster, 1832), del capitán Frederick Marryat. Aventuras asombrosas, intriga apasionante. Valor, pericia y suerte allanan mil obstáculos y el amor pone su nota risueña y optimista en el desenlace. De dieciséis años en adelante.

Pedro Simple o De grumete a almirante (Peter Simple, 1834), del capitán Frederick Marryat. Con sólo quince años, Pedro Simple embarca como grumete en el Diomedes. Relatados por él mismo, se suceden los incidentes: hace amigos, asciende, combate con arrojo, pasa tormentas y conoce el amor. Poco a poco, tras ponerse a prueba el valor y audacia del protagonista, la lealtad y el amor se enfrentan y derrotan a la ambición y la maldad. Pedro Simple pasa de ser un «simple grumete bobalicón a ser uno de los hombres más respetados de Inglaterra: el ilustre lord Privilege». De catorce años en adelante.

A bordo de la Harpy (Mr. Midshipman Easy, 1836), del capitán Frederick Marryat. Deliciosa sátira sobre un hijo malcriado y su vuelta al buen camino. El protagonista, desconocedor del mundo e imbuido de un espíritu de rebeldía, ingresa como guardia marina en una corbeta armada en corso. Combates, abordajes, incendios, apresamiento, ironía y humor. Para chicos de catorce años en adelante.

 

                                        Carátulas de algunos de lo títulos referidos.

El pescador de Islandia (Pêcheur d’Islande, 1886), de Pierre Loti. En un pequeño puerto bretón los hombres parten todas las primaveras hacia Islandia, a la pesca del bacalao y a enfrentarse a la mar, esa devoradora de marineros. Hasta su regreso, al final del verano, las mujeres en el pueblo sufren y esperan… Este es el marco de una sencilla y desgarradora historia de amor, con un hombre de mar cuyo corazón vuela desde el océano hacia la aldea donde le espera una mujer. Es la obra maestra de Loti y como evocación del mar es un poema de sombría magnificencia. De dieciséis años en adelante.
Los pescadores de ballenas (I pescatori di balene, 1894), de Emilio Salgari. El Danebrog es un buque ballenero danés al mando del capitán Weimar que surca los mares del Ártico en busca de ballenas. Durante la persecución de una ballena herida, el barco se aleja de las rutas habituales y acaba naufragando en el hielo. Desde este momento los marineros Hostrup y Koninson tendrán que sufrir graves peligros y enormes penalidades en su lucha por sobrevivir y llegar a las costas de Alaska. Un escenario a lo Moby Dick pero destilado de toda trascendencia. De catorce años en adelante.

 

                                        Portadas de algunos de los libros comentados.

Los pescadores de trepang (I pescatori di Trepang, 1896), de Emilio Salgari. Cuenta la historia de un barco comandado por un capitán holandés que se adentra en unas costas poco exploradas de Australia y Papua para pescar trepang, una especie de pepino marino muy apreciado en Asia. Junto a sus sobrinos naufraga y es perseguido por indígenas antropófagos hasta que, tras tribulaciones mil, logra volver a su país. De catorce años en adelante.

Los amotinados de la Bounty (Les révoltés de la Bounty, 1879. De dieciséis años en adelante) y La Trilogía del Bounty (The Bounty Trilogy, 1932-34. De dieciocho años en adelante). El motín de la Bounty es el hecho más novelesco en la historia de la navegación, con ecos de La Odisea. Una tripulación amotinada que se deja hechizar por la belleza y la dulzura de las islas polinésicas, un capitán abandonado con dieciocho hombres en un pequeño bote que se enfrenta victoriosamente a los salvajes, las tormentas y el hambre, en tanto los amotinados, vagando por el Pacífico, cumplen destinos trágicos y extraños. Julio Verne y Nordhoff Charles y Hall James Norman, entre otros, han abordado el tema. El primero en una novela corta, al parecer no enteramente suya, y los segundos en una trilogía que es considerada uno de los más colosales relatos de aventuras náuticas jamás contados.

Les deseo a ustedes y a sus hijos una buena y provechosa lectura.

19.10.20

Capitanes intrépidos o las bondades del patriarcado

                      
              «La advertencia de la niebla». Obra de Winslow Homer (1836-1910).

 

 

«Debo volver a los mares de nuevo, 

A la errante vida gitana,

A la manera de la gaviota y la ballena, 

Donde el viento es como un cuchillo afilado;

Y todo lo que pido es una alegre historia 

Junto a un compañero de aventuras».

 

John Masefield 

 

 

 

El argumento de la novela de Rudyard Kipling Capitanes Intrépidos (1896), puede ser resumido en unas breves frases, como las usadas en su día por la mítica revista literaria Novelas y Cuentos«Libro clásico de aventuras, la obra narra las peripecias de Harvey Cheyne, un niño malcriado e hijo de un multimillonario, que, tras caer al mar desde la cubierta de un lujoso vapor, es recogido por un barco de pescadores».

Como en una de sus obras anteriores, El libro de la Selva (1894), en esta historia Kipling nos presenta a un muchacho a quien las circunstancias fuerzan a vivir en un nuevo entorno y que se ve profundamente afectado por la experiencia. A diferencia del niño de El Libro de la Selva, Mowgli, que no es más que un bebé cuando es adoptado por los lobos, el protagonista de Capitanes intrépidos, Harvey Cheyne, tiene 15 años, y cuando una ola fatal lo arranca de la cubierta de un transatlántico, lo arroja al océano y cambia por completo su vida, ya ha adquirido malos hábitos (los propios del hijo caprichoso y consentido de un millonario). Tras caer al mar, Harvey es providencialmente rescatado por un pescador portugués, Manuel, y llevado al barco pesquero del que este procede, el Estamos aquí, un balandro del puerto de Gloucester, Massachusetts, que navega hacia las aguas de Terranova bajo el mando del veterano capitán Disko Troop. De esta manera, Harvey se ve obligado a pasar la temporada de verano en los grandes bancos del Atlántico Norte, pescando bacalao como un tripulante más del navío. Cuando el Estamos aquí regresa a Gloucester, Harvey se reúne con sus padres como un joven distinto, maduro y dispuesto a afrontar las responsabilidades de una vida adulta, tras haber adquirido en la travesía los atributos morales que le hacen un digno hijo de su padre.

                              Ilustración para la novela de Zdenek Burian (1905-1981).

En cartas a amigos, Kipling describió Capitanes intrépidos como una «pequeña historia en prosa»«una historia de niños», incluso un «boceto para un mejor trabajo», y solo ocasionalmente como una verdadera «novela». Finalmente, poco antes de su publicación, escribió a William James anunciándole que el «cuento largo» estaba terminado. Todos estos calificativos, junto a su breve extensión, conducen a ver la historia como una fábula, una fábula que versa sobre el crecimiento y la madurez, así como sobre la importancia que para el éxito de esta vital empresa, que es hacerse hombre, supone el reconocimiento de la autoridad, sus reglas y su asunción y respeto.

En la obra se abordan tres temas centrales que se entremezclan: el paso del protagonista de la infancia a la juventud, la trascendencia de la paternidad en este proceso (que da título al libro: los capitanes intrépidos y valientes son los dos padres: el capitán de la goleta pesquera, Disko Troop y el empresario y naviero, Mr. Cheyne, ambos modelos paternos para Harvey) y la importancia de la amistad en la adolescencia (entre el protagonista Harvey Cheyne y el hijo del capitán, Dan Troop). Todos ellos son desarrollados en un ambiente propicio, sano y duro, que facilita la rehabilitación moral y el crecimiento espiritual y madurativo del protagonista. Ese ambiente beneficioso representa lo que hoy, despectivamente, se denominaría en la «neolengua» dictatorial que nos asola «el patriarcado». Pero vayamos por partes.

Kipling trató con esta historia de resaltar algo de lo que estaba absolutamente convencido y que ya había esbozado, más tenuemente, en su anterior libro juvenil El libro de la Selva; a saber, que la mejor manera en que un joven puede alcanzar su destino de hombre es conviviendo con hombres ––y esto comienza con un padre como es debido–– y en un ambiente de hombres. Un mundo de hombres regido por reglas que se arbitran y se aplican sobre una estructura de autoridad piramidal a la que se escala desde la base. Ese mundo, llamado hoy, peyorativamente, «patriarcado», no es, ni más ni menos, que la camaradería entre hombres que se unen para afrontar un trabajo difícil o peligroso. Una camaradería que se soporta en una jerarquía y en una disciplina, y que a su vez se asienta en una necesidad de orden y eficacia: en el imperativo de hacer, de proteger a los propios, de cultivar la tierra, de pescar, de cazar, de construir hogares, caminos, templos y puentes, de comandar barcos, de escalar montañas, de forjar espadas y azadas, de blandirlas sin temor y descanso, de atravesar selvas y desiertos, de llevar la cruz y la esperanza a través de ellos, de pilotar aeronaves, de hacer llegar cohetes a los cielos, de excavar minas en las profundidades de la tierra y del mar, en suma, de luchar por la vida, el bien y la verdad. Cientos de cosas, básicas unas, sofisticadas las otras, que hoy damos por supuestas en nuestro cómodo mundo moderno, sin darnos cuenta de que, no solo lo sostienen y apuntalan desde el pasado, si no que todavía hoy siguen haciéndolo gracias al esfuerzo colectivo y ordenado de muchos hombres en condiciones durísimas y esforzadas. Hombres corrientes en desarrollo de labores cotidianas, duras y peligrosas, y en este sentido, épicas.

Y todo ello, reposando en la elemental y atávica relación padre/hijo, tan conflictiva, pero tan fecunda y profunda. Tanto es así, que es el tipo de relación que nos une con la Divinidad. 

Los tripulantes del Estamos aquí a veces se pelearán entre sí, en ocasiones discreparán de las decisiones de su capitán, en otras, protestarán, desesperarán y desearán encontrarse en otro lugar, pero, siempre, siempre, cuidarán unos de los otros, siempre se enseñarán unos a otros, y siempre  obedecerán a quien saben que es su superior, en el que confían y a quien se encomiendan en los peligros y las vicisitudes: su capitán. Y el protagonista hace suyo muy pronto este código de vida.

 
                                                   Varias ediciones de la novela.

El mar es un buen escenario para representar este drama humano tan viejo como la humanidad, pero que hoy se proscribe en casi todas partes. Se trata de la representación de una historia arquetípica en un ambiente marino, una historia que celebra la fidelidad, la compasión, el honor, la amistad, el sacrificio y el servicio.

Es en ese mundo en el que, de improviso, aterriza (ameriza, sería más apropiado), Harvey Cheyne, un chico malcriado, presumido y displicente, que disfruta de una vida cómoda, pero que no sabe lo que cuesta ganarla. La accidentada caída propicia su inmersión en las aguas, de las que emerge a un nuevo mundo propedéutico, con su propia instrucción, aplicada a través de una paideia de choque (el aprendizaje como tripulante y pescador en una goleta de pesca), una enseñanza que pronto da sus frutos haciendo de él un hombre. Su estancia en el velero le lleva a aprender a marchas forzadas el duro oficio de pescador y a entablar amistad con Dan, el hijo adolescente del capitán, dos circunstancias que se revelarán decisivas en su camino hacia la madurez. Harvey y Dan se convierten en amigos íntimos, aunque no sin desencuentros y roces ocasionales que no hacen más que fortalecer sus lazos. Sus aventuras incluyen conocer a fondo el rudo y penoso trabajo del pescador, salando el bacalao y empacándolo, ser testigo del hundimiento de otro barco pesquero abordado por un transatlántico, ayudar en el salvamento de alguno de sus tripulantes y llevar a cabo peligrosas escaramuzas con tiburones. En el microcosmos de la goleta pesquera, despojado de su antigua identidad al igual que de la segura cobertura de sus padres, Harvey debe asumir nuevos hábitos, nuevos comportamientos y una nueva perspectiva sobre su lugar en el mundo, desempeñando el papel de un hombre entre un grupo de hombres, sujeto al código común de camaradería que asegura la supervivencia de la, extraña para él, comunidad que le ha acogido: trabaja duro, escucha las historias entre melancólicas y heroicas de sus compañeros y canta canciones con ellos, como uno más de ellos.

Así, con la lectura de este libro, lo chicos podrán acercarse, como decía otro maestro de las aventuras marítimas, Joseph Conrad, al «mar y a los barcos como pruebas de la virilidad, del temperamento, del coraje, la fidelidad, y del amor», en una historia que muestra como un niño mimado se hace hombre.

Y no me resisto a terminar sin incluir un texto de John Senior que ilustra bellamente el fin espiritual de esa camaradería forjadora de hombres:

«El propósito inmediato (práctico) de beber una taza de café es simplemente mojar un bizcocho. Su propósito próximo (ético) es la comunión personal de los cowboys (sí, los cowboys existen; Will James tenía razón), de pie, junto al fuego del campamento, con los sombreros curvados por la lluvia, el agua cayendo sobre los chubasqueros y sobre las espuelas, mientras el líquido amargo se desliza a través de sus gargantas y llega hasta el corazón de su camaradería. El propósito remoto (político) del café y del fuego del campamento es hacer americanos –nacidos en la frontera, libres, francos, amistosos, susceptibles con el honor, despreciativos con los obstáculos, amantes de los caballos, devotos de las águilas y de las mujeres… Pero el fin último es espiritual. Para un muchacho, beber una taza de café bajo la lluvia con un grupo de vaqueros es, como dijo Odiseo sobre el banquete de Alcinous, una cosa que roza la perfección». 

La restauración de la Inocencia, 1994, John Senior (1923-1999).

9.10.20

La línea de sombra de Conrad

          «Sin viento». Obra de John Conrad Berkey (1932-2008).

 

 
 
«Uno avanza y el tiempo avanza también. Hasta que uno descubre ante sí una línea de sombra que le advierte de que la región de la primera juventud también debe ser dejada atrás». 
 
Joseph Conrad. La línea de sombra
 
  
«Tan ocioso como un barco pintado, 
sobre un océano pintado».
 
Samuel Taylor Coleridge. Rima de un anciano marinero
 
 
 
En estos tiempos relativistas que vivimos, la influencia de la cultura en la comprensión del arte todavía es una verdad compartida, aceptada con poca discusión por la mayoría de nosotros. Los códigos implícitos, los simbolismos, las alusiones, las correspondencias, las relaciones intertextuales, todo un entramado de comunicación tácita se nos revela decisivo para entender aquello que el artista hace y que resulta fundamental para poder disfrutarlo y amarlo. Pero todo eso, en lo que los críticos se detienen con frecuencia y que valoran de forma, a veces, exagerada, se pierde hoy, y con ello se esfuma el mensaje mismo de aquello que el artista trata de decir. Las nuevas generaciones crecen en una tierra baldía, huérfana de significados, amputada de símbolos, desacralizada y descristianizada, y junto con ello, aislada del mundo clásico. Estos nuevos bárbaros ignoran los códigos secretos que por todas partes les rodean, emboscados en los monumentos, las estatuas, los cuadros, la música y, cómo no, los libros. Y así pasan la vida, anodinamente, en una especie de existencia vegetativa, flotando en un vacío espiritual, en lugar de mantenerse atentos y expectantes, los músculos tensos, los ojos bien abiertos, atónitos y fascinados, como corresponde a su naturaleza.
 
Un ejemplo de ello es la obra de la que voy a hablarles, La línea de sombra (1916), una novela corta y abiertamente autobiográfica escrita por Joseph Conrad. No es la obra de un cristiano, pero está escrita en la tradición de la cultura cristiana, en un mundo que comenzaba a descomponerse, pero en el que la Cristiandad todavía conservaba su hegemonía cultural, y que, por esa misma razón, no puede ser verdaderamente entendida si no se lee bajo esa clave. 
 
La historia es fascinante, aunque hoy nos suene remota. Su escenario se remonta a los últimos días de los grandes veleros y está magníficamente escrita. Conrad era un estilista que pensaba que el honor de un escritor estribaba en «cuidar las frases como la tripulación baldea y cuida la cubierta, sin esperar más recompensa que el respeto silencioso de sus iguales». Y a fe que aquí puso ese empeño.
 
La primera capa de la historia, la más superficial, no se capta en su totalidad sin un mínimo conocimiento sobre la crudeza y masculinidad de ese mundo del mar, hoy perdido. Un mundo incomprensible sin la percepción de esos detalles de fondo que nos ilustran sobre cómo eran aquellos hombres. ¿Qué vida es esa del marino, entre foques, nudos y velas, olas y tormentas? ¿Cómo comprender la asunción de ese riesgo y sufrimiento, de ese alejarse de la seguridad y comodidades reconfortantes de nuestro mundo moderno? ¿Qué significa que la vida de un hombre dependa permanentemente de aquellos que le rodean? ¿Cómo situarse en ese punto inicial del relato si casi ignoramos cómo los congelados de nuestros frigoríficos fueron una vez fascinantes seres de una vitalidad intrigante que lucharon, junto con los elementos, contra un hombre que trató de doblegarlos?  
 
La novela es una historia de mar y, a su vez una historia sobre el fin de la inocencia, contada en una prosa concisa y clara para lo que es el estilo complejo de Conrad. Alguien ha llegado a decir sobre ella: «Parte Coleridge, parte Kafka, parte Melville, parte Henry James. Una dosis concentrada de infierno mezclado con comedia negra y con el espectro colonial que atormenta a Occidente de fondo. Corto, formidable». 
 
El relato, inquietante, evoca una sensación de temor ambiguamente sobrenatural. Pero no deben pensar que se trata de una historia fantástica. Joseph Conrad, en su prefacio, rechazó la ficción paranormal, ya que para él «el mundo de los vivos contiene suficientes maravillas y misterios tal como es; maravillas y misterios que actúan sobre nuestras emociones e inteligencia en formas tan inexplicables que casi justificarían la concepción de la vida como un estado encantado. (…) no hay nada en ella [la historia], más allá de los confines de este mundo, que en toda conciencia contiene suficiente misterio y terror en sí mismo». 
 
El propio Conrad nos aclara cuál es el tema central del libro: «El objetivo principal de este escrito era la presentación de ciertos hechos que estaban asociados con el cambio de la etapa juvenil, libre de preocupaciones y ferviente, al período más consciente y más conmovedor de la vida madura». Y el autor desarrolla este tema con lo que mejor conoce, el mundo del mar, y con una historia sobre el primer mando de un inexperto capitán. Conrad envía a su joven y anónimo personaje central ––una figura autobiográfica–– a un peligroso viaje que escenifica la dramatización de una transición hacia la madurez a través de una experiencia del mundo. Una experiencia que, como se dice en la novela, «significa siempre algo desagradable en oposición al encanto y la inocencia de las ilusiones». Michael Oakeshott señala que «para la mayoría, existe lo que Conrad llamó la ‘línea de sombra’, que cuando la traspasamos, revela … un mundo habitado por otros además de nosotros mismos, otros que no pueden reducirse a meros reflejos de nuestras emociones». 
 
                                  Cuatro ediciones de la novela.
 
El inmaduro protagonista se hace con el mando de un mercante llamado Oriente, un barco sobre el que se cierne la sombra de su anterior capitán, fallecido tras perder la razón. El viaje se desenvuelve sobre un mar desesperadamente inmóvil a causa de la falta de viento («quietud, gran espejo ¡de mi desesperación!», que diría Baudelaire) y con una tripulación exhausta por la fiebre pero fiel a su capitán, sumida en la esperanza de un viento esquivo que pueda llevarlos a puerto rompiendo el hechizo que parece condenar al barco. El joven capitán, acosado por la ansiedad y el temor causados por su inexperiencia, logra con la ayuda del viejo cocinero del barco y, a pesar de las dificultades, llevar la nave a su destino y mantener con vida a la tripulación. Tras esta dura experiencia, el protagonista decide volver a partir de nuevo con el barco, esta vez solo, sin  ayuda de nadie más, pero también sin sus ilusiones de juventud, convertido ya en un hombre adulto. No creo que a sus hijos les resulte excesivamente difícil identificarse con el adolescente capitán y la aventura de su esforzada travesía.
 
Pero la parte más profunda de la historia, su significado hondo y trascendente, se encuentra más alejado aún de muchos de los jóvenes de hoy de lo que pudiera estar el relato de aventuras marinas. Gran parte de esta juventud, no tanto atea o agnóstica como intrascendente, lamentablemente no podrá comprender a Conrad. 
 
El inexperto capitán de La línea de sombra comienza su narración reflexionando sobre el curso de las vidas humanas, a fin de poner en el lugar adecuado a su lector, fijándole una perspectiva que se revela imprescindible para entender la historia en toda su complejidad. Al comienzo de la vida, reflexiona, «uno cierra tras de sí la pequeña puerta de los simples niños y entra en un jardín encantado». Pero después de la «seducción» de los caminos de la juventud, nos dice que uno, inevitablemente, llega a una línea de sombra, el límite entre la juventud y la experiencia; y así,  «uno continúa. Y el tiempo también sigue, hasta que se percibe por delante una línea de sombra que advierte de que la región de la juventud temprana también debe ser dejada atrás». 
 
Mientras leemos esto, nuestras asociaciones culturales con la inocencia y la madurez deberían activarse inmediatamente. Así sucedió con generaciones de lectores desde que Conrad escribió su libro. Seamos o no cristianos, la mayoría de nosotros deberíamos pensar en el Jardín del Edén cuando el narrador menciona un «jardín encantado»; y en Adán y Eva y su pecado cuando menciona la seducción y la advertencia; y en la expulsión y el exilio del Paraíso cuando imaginamos el cruce de la línea de sombra, dejando atrás la región de la juventud temprana. Las pocas y muy simples ideas de la novela (juventud versus experiencia, pecado versus expiación) solo adquieren un patrón coherente y universal bajo la óptica de la cultura cristiana. Algunos de nosotros podemos hacer esas asociaciones y llegar a esos significados, en parte porque somos lectores entrenados en la vieja tradición cultural de la Cristiandad, preparados para el salto imaginativo. Pero también, porque Conrad es un artista consumado, criado en nuestra misma cultura cristiana (aunque no profesara la fe), que sabía que la mayor parte de sus lectores contemporáneos, como miembros de esa misma tradición y cultura, responderían a su aparentemente casual alusión. Sin embargo, hoy muchos no van a poder hacerlo, sobre todo numerosos jóvenes. La mayoría de ellos pasarán por esas páginas sin penetrar en el fondo del mensaje, sin conocer al autor, su arte y su palabra.  
 
El poeta T. S. Eliot escribió que él prefería una literatura que fuera «inconscientemente cristiana» antes que una «deliberadamente cristiana». Sin embargo, una literatura cristiana que no tiene conciencia de sí misma, normalmente solo puede funcionar cuando, como acabamos de ver, autor y lector comparten creencias comunes (aun cuando sean basales y de fondo, como es la creencia en la existencia de lo sobrenatural), lo cual no ha sido el caso del siglo pasado ni tampoco de lo que llevamos de este. La razón la esboza el mismo Eliot cuando observa que «toda la literatura moderna está corrompida por el secularismo, (…) simplemente no es consciente, no puede entender el significado de la primacía de lo sobrenatural». Esto sitúa a los autores cristianos en una difícil situación: esa literatura pura, de inconsciencia cristiana, que deseaba Eliot, que de forma natural fluye de un alma cristiana, no resulta ya posible, o si lo fuere, está destinada a la marginalidad. Por ello, el escritor cristiano que pretende hablar de lo sobrenatural a sus lectores ha sentido a menudo la necesidad de elegir sus métodos consciente y deliberadamente y de mostrar crudamente más que insinuar. Tal ha sido el enfoque de muchos de los más importantes escritores católicos de la segunda mitad del siglo pasado, como Graham Green, François Mauriac o Walker Percy.  
 
Quizá deba ser así, quizá sea una necesidad de los tiempos, algo pasajero y contingente, el precio que necesariamente hay que pagar para hacerse entender, pero no puedo dejar de entristecerme, porque esa forma cruda de contar historias, esa manera llamativa de despertar conciencias está, la mayoría de las veces, alejada de la belleza. Y mi duda es: ¿valdrá la pena? 
 
En todo caso, lo que si creo que merece un esfuerzo es educar, entrenar y acostumbrar las mentes y los corazones de nuestros hijos a ese lenguaje ya casi olvidado, a un  simbolismo y una música que les hará capaces de entender todo aquello que se forjó en la belleza y que allí les aguarda. Y la principal forma de hacerlo es, por supuesto, recibir una catequesis que les dé los pilares básicos de su formación religiosa. 
 
No obstante, al lado de esa labor primordial, como una pequeña parte de ese esfuerzo, está quizá la lectura de libros como este; se lo recomiendo a aquellos de ustedes que no lo hayan leído, y no solo como lectura para sus hijos adolescentes.

 

 

1.10.20

La pérdida de la inocencia

         «Oisín cabalga hacia la Tierra de la Juventud». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

   

Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte. 


Walt Whitman

 

La adolescencia es un estado vital complejo y difícil. Crecimiento y desorientación van parejos en esta breve pero intensa etapa de la vida. Su más perfecta definición sería la búsqueda de una identidad, una búsqueda en la cual más que tratar de responder a preguntas como «¿por qué vivir?» o «¿qué razón hay para vivir?», lo que el adolescente intenta es descubrir quién es y dónde encaja. Y todo ello sucede en un momento de frágil y delicado equilibrio, como es el paso de la infancia a la juventud, cuando tiene lugar la siempre dolorosa pérdida de la inocencia. Los adolescentes se encuentran atrapados en una vorágine de sentimientos, deseos, impulsos y temores que les empujan y les retienen, entre entusiasmos y desencantos, hacia un futuro en gran medida amenazante e ignoto. Hay dos poemas, de Walt Whitman y de Robert Frost, que expresan esta incierta dualidad. Dice Whitman sobre esa exultante sensación de suficiencia:

«Nunca ha habido más comienzo que el que hay ahora,
Ni más juventud ni vejez que la que hay ahora;
Y nunca habrá más perfección que la que hay ahora,
Ni más cielo ni infierno que el que hay ahora.
Impulso, impulso, impulso».

Por su parte, Frost escribe sobre la amarga sensación de pérdida:

«De la naturaleza el primer verde es oro,
Su matiz más difícil de asir;
Su más temprana hoja es flor,
Pero por una hora tan solo.
Luego la hoja en hoja queda.
Como el Edén se hundió en el luto,
Así el alba desciende sobre el día.
Nada dorado permanece».

Así es como se sienten, flotando en un ambivalente e inestable estado de ánimo, entre poderosos y frágiles. 

Ante esta situación, los padres queremos darles nuestra ayuda y nuestra guía, pero muchas veces no sabemos cómo. ¿Nos acercamos o nos alejamos? ¿Actuamos o los dejamos hacer? Por un lado, no les estaremos haciendo un favor si no les proporcionamos esa ayuda, si los dejamos solos, aunque ellos nos lo pidan. Los padres estamos ahí para ayudar a nuestros hijos a navegar en este mundo confuso y una de las cosas que debemos hacer es protegerlos de una intempestiva entrada en el mundo adulto (algo que hoy es una frecuente realidad). Pero, por otro lado, tampoco debemos ser excesivamente protectores. John Senior, tantas veces citado en este blog, era de esta opinión:

«Hay familias católicas que con orgullo envían a sus hijos de dieciocho años de edad a la universidad, cuidadosamente conservados y embalados en una edad afectiva y mental de doce; buenos chicos y chicas, bien vestidos y poco ruidosos, que jamás han tenido un problema y que nada saben de la vida ni del amor. El reino de los cielos es el conocimiento y el amor de Dios. No podemos aprender a soportar las llamas vivientes del amor divino si no pasamos por el fuego más temperado de los deseos humanos; y una adolescencia «ardiente» es tan necesaria para el desarrollo normal del cuerpo y el alma como lo es la propia fe. La fe presupone la naturaleza y no puede ser eficaz en un alma atrofiada. ¿De qué serviría proteger a los niños del fuego del infierno si los privamos de los medios para ir al Paraíso?» (La Restauración de la Cultura Cristiana, 1983). 

Se trataría entonces de protegerlos y, a un mismo tiempo, darles la libertad justa y necesaria, de encontrar un equilibrio prudencial entre ser unos padres opresivos («¡Mis padres no me dejan hacer nada!») y unos padres permisivos («¡Todo lo tengo que hacer por mí mismo y depende de mí!»), dos extremos que no son buenos para ellos ni queridos por ellos, dos posturas muy alejadas la una de la otra. Por tanto, es algo complejo y difícil. 

Ese paso de edad, simbolizado en el título de la obra de Joseph Conrad La línea de la sombra, es anhelado por todo adolescente, que desea llegar a él cuanto antes para poder gritar a sus padres: «¡Ahora puedo llevar mi vida a mi manera sin vuestra voz y vuestro mando!». Pero esta es una postura de ingenua esperanza que se frustra nada más se cruza esa línea de sombra, cuando el joven ve cómo se aplastan sus ilusiones de libertad con el peso de la madurez y cómo de una mayor capacidad de elección no resulta, después de todo, una vida tan libre como la soñada. Y es que los padres podríamos contestar a nuestros chicos: «Lo que dices es cierto. Ahora eres libre de conducir tu vida como mejor te plazca. Pero, ahora también deberás asumir por ti mismo la responsabilidad y las consecuencias que de esa autonomía se siguen, y eso no será fácil». Descubrir que hacer lo que a uno le apetece no es la libertad y que no hay verdadera libertad sin responsabilidad es duro, pero también es liberador y te acerca un poco a la verdad. No me resisto a incluir aquí una descripción de esa libertad verdadera a la que aspirar, a través de la apasionada prosa de Anthony Esolen:

«Hay una libertad que se eleva más allá de la visión liberal de la autonomía personal, y también más allá de la visión clásica de pasiones templadas y bien dirigidas al servicio del bien común. Es lo que San Pablo llama “la gloriosa libertad de los hijos de Dios". (…). Esa libertad hace más que reconocer un deber. Se lanza al exterior cuando no hay deber; se ata neciamente en el amor; es la libertad de una promesa de nunca retractarse; la libertad aventurera de la devoción, por la cual el hombre responde e incluso imita la gracia de Dios».

Y quizá en los libros, en los buenos libros, podamos encontrar una ayuda, aunque sea pequeña. Quizá podría ser bueno que nuestros hijos adolescentes se acerquen a libros que, a modo de espejo, les muestren que no están solos en sus tribulaciones, angustias y dilemas, y que otros en similares situaciones también se han visto aquejados por ellas. Libros desde donde puedan observar de qué manera esos otros afrontan y superan las dificultades y finalmente, constatar que esa compleja etapa no es más que un trance pasajero que forja el carácter y puede hacerles mejores. Y hay relatos que muestran esto. 

No fue hasta mediados del siglo XVIII que la adolescencia se convirtió en un motivo literario relevante. De hecho, hasta entonces adolescencia y niñez eran a menudo términos intercambiables. En la Alemania de finales del siglo XVIII el concepto encontró desarrollo en géneros como el Bildungsroman (o novela de crecimiento) y el relacionado Entwicklungsroman (o novela de educación). Pero hay que esperar hasta la primera década después de la I Guerra Mundial para que la novela con protagonistas adolescentes alcance su máxima popularidad. Y la noción de los adolescentes como un grupo separado de lectores con sus propios gustos no fue acogida por los editores hasta la segunda mitad del siglo pasado.

He elegido tres novelas que comentare en próximas entradas y que son anteriores a ese numeroso grupo de obras escritas a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Se tratan, por este orden, de La línea de la sombra (1917) de Joseph Conrad, Capitanes intrépidos (1896) de Rudyard Kipling y El gran Meaulnes (1913) de Alain-Fournier. Sé que hay otros muchos libros y muy estimables: por ejemplo, David Copperfield (1850) y Grandes esperanzas (1861), entre otras novelas de Charles Dickens, Primer amor (1860) de Iván Turguénev, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, El rojo emblema del valor (1895) de Stephen Crane, El guardián entre el centeno (1951) de J. D. Salinger, El señor de las moscas (1954) de William Golding, El vino del estío (1957) de Ray Bradbury o Rebeldes (1966) de Susan Eloise Hinton, pero me he decantado por esos tres, sin perjuicio de que los demás títulos puedan ser nombrados o tengan en su día su propia entrada.

Los tres libros recogen entre sus páginas esa visión dual de la edad adolescente, como etapa de cambio y crecimiento llena de experiencias enriquecedoras y madurativas, y como período nostálgico, lleno de melancolía, en el que se añora la infancia dejada atrás y se lamenta la pérdida de una inocencia y una felicidad que no se sabe si volverá. De la primera visión es expresión la novela Capitanes intrépidos; de la segunda, El gran Meaulnes, y en La línea de la sombra vemos el confluir de ambas. Pero lo que sí encontrarán nuestros hijos en todas ellas son posibles respuestas a su búsqueda de un ideal personal y protagonistas con los que identificarse. 

No suelo hacer distinciones de sexo en cuanto a mis recomendaciones, pero en este caso es posible que algunos de los libros de los que hablaré (a excepción del tercero, apunto) sean más atrayentes para los chicos que para las chicas. Además, en cuanto a libros con protagonistas femeninas que tratan del asunto, ya he comentado algunos en este blog; pienso en Mujercitas (1868) de Louise May Alcott, Ana, la de Tejas Verdes (1908/1939) y Emily (1923/1927), de Lucy Maud Montgomery o La casa de la pradera (1935) de Laura Elizabeth Ingalls.

Sé que la adolescencia es un estado natural y necesario que debe ser atravesado por los chicos para llegar a su madurez, pero esa integración en la edad adulta habrá de traer inevitablemente consigo un despertar al mundo que puede ser traumático para su sentir poético. Pese a ello, espero que una vez hecha la travesía, conserven celosamente en su alma retazos de su ser de niños y que hagan lo que C. S. Lewis aconseja: 

«Preocuparse por ser mayor, admirar al adulto porque ha crecido, sonrojarse ante la sospecha de ser infantil; estas cosas son las marcas de la infancia y la adolescencia. Y en la infancia y la adolescencia son, con moderación, síntomas saludables. Las cosas jóvenes deberían querer crecer. Pero en la vida adulta o incluso en la madurez, esta preocupación por ser mayor es un síntoma de un desarrollo detenido: cuando tenía diez años leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo. Ahora que tengo cincuenta, los leo abiertamente. Cuando me convertí en hombre, dejé de lado cosas infantiles, incluido el miedo a la puerilidad y el deseo de ser adulto».

Porque la apreciación de lo que es realmente el mundo implica (tanto para los niños como para los adultos) el uso de talentos infantiles que nos vienen de fábrica, como el mirar con inocencia las cosas a través del ojo del alma, como la alegría de la invención y el descubrimiento, como la maravilla de la variedad y la fantasía, o la visión fresca de lo diferente, o el asombro ante lo creado; y todo eso, esa visión infantil del mundo, es lo que no debe faltarle a nuestros hijos nunca. por mucho que crezcan.