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26.07.21

Volver a la poesía

            «El sermón de la montaña». Obra de Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

   

 

 


«La primera cosa que debe hacerse con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria».

Denis Quinn

 


«El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto».
Jorge Luis Borges

 

  

  

   

Vuelvo a la poesía. Y no me cansaré de volver, se lo advierto a ustedes. Si escribo sobre ello una y otra vez es para tratar de transmitirles la importancia que tiene una visión poética del mundo, la relevancia de su ausencia e, igualmente, la fatalidad de su abandono. Un abandono que hoy sufrimos y que quizá sea uno de los factores de nuestra desorientación y desamparo. Si fuera poeta, si estuviera bendecido por las musas, les escribiría incesantemente versos instándoles a que los recitaran en voz alta. Pero he de conformarme con lo que me ha sido dado.

Hoy podrá resultar un hecho algo curioso y hasta chocante pero la primera forma de contar historias fue la poesía y no el relato. Con ella el hombre tenía a su disposición un instrumento inigualable para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto.

Porque el oído estaba en el principio, pues la Palabra no fue escrita sino dicha. La recitación, apoyada en la memoria, era el medio primigenio de transmisión del conocimiento. A esto se refieren las palabras de C. S. Lewis cuando dice que «toda la poesía es oral, pronunciada por la voz, no leída, y, por lo que se nos dice, tampoco escrita. Y toda la poesía es musical». A ello se refiere Borges en la frase de inicio, porque lo que los poemas nos recuerdan, una y otra vez, es que inicialmente fueron un canto.

Pero llegó un día en que el hombre gutembergiano cambió el oído por la vista y entonces todo comenzó a cambiar. Platón y Sócrates lo habían advertido mucho tiempo antes (Fedro, 370 a. C.), en una profecía que hoy resuena muy actual:

«Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán valiéndose de caracteres ajenos, no desde su propio interior y de por sí. (…). Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos».

C. S. Lewis también nos ilustró sobre esta cuestión en dos de sus libros, La alegoría del amor (1936) y Un prefacio al Paraíso Perdido (1942). En estas obras, y desde su posición de erudito, explica que la poesía alegórica y épica fueron desde un principio las formas dominantes de contar historias en Occidente, y traza su desarrollo a través del tiempo, de los griegos a los renacentistas, comenzando con La Ilíada de Homero y terminando con El Paraíso Perdido de Milton y El Progreso del Peregrino de Bunyan. Las obras citadas de Milton y Bunyan, publicadas en 1667 y 1678, respectivamente, fueron según Lewis las dos últimas epopeyas alegóricas escritas en inglés. Con la publicación de estos dos grandes poemas la cultura occidental inició el abandono de su ancestral manera de contar historias. Las formas antiguas fueron muriendo poco a poco, pero la sed del hombre por las historias no cesó. El teatro de Shakespeare y la prosa de Cervantes remplazaron a la poesía alegórica y épica, y en este primer momento pareció que nada se había perdido. Pero fue un espejismo como vemos hoy. Borges lo enuncia así en el prólogo a su libro de versos, La rosa profunda (1975):

«La literatura parte del verso y puede tardar siglos en discernir la posibilidad de la prosa. Al cabo de cuatrocientos años, los anglosajones dejaron una poesía no pocas veces admirable y una prosa apenas explícita. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar».

De esta forma, el hombre comenzó a abandonar la poesía y a abrazar la retórica, la narrativa histórica, los hechos y los datos. Dejó el mito sin darse cuenta de que se abalanzaba sobre la fría información. Y de la palabra hablada pasó a la escrita, y del signo gramático se deslizó hacia el numérico. La palabra, incluso la escrita, fue arrinconada, siendo sustituida, casi imperceptiblemente pero de manera incesante, por el dato. La novela y el relato escrito iniciaron su era, aunque en vez de servir pasaron a reinar, y la voz y la memoria se fueron apagando. Y la forma se apartó del fondo, y comenzó a diluirse en un extenso mar de confusión, y la verdadera sabiduría se fue extinguiendo, lenta e inexorablemente, como la luz de una vela.

Sin embargo, la forma natural de comunicar de todo hombre es y ha sido siempre la palabra oral. En todas la culturas han existido personas que se han ocupado de llevar a cabo esta transmisión combinando el verbo y la memoria: rapsodas griegos, bardos celtas, poetas árabes, guslares rusos, ritmadores touaregs, juglares medievales y meturgemanes hebreos, entre los cuales, según Castellani, se encontraba nuestro Señor.

¿No se han preguntado nunca porque Él, el Logos, La Palabra, no dejó escrito para nosotros ningún libro? Sin embargo, nos dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Optó por la poesía, por la oralidad musical de la parábola y del aforismo, en un lenguaje ardiente, imaginativo y poderoso. Resulta imposible no sentir lo poético de sus palabras, y ello, a pesar de que hayan sido traducidas, transcritas y forzadas a permanecer encorsetadas en una retórica narrativa, perdiendo así parte de su vivacidad poética. Unas palabras que, como dice el escritor norteamericano Joseph Sobran, «tienen un poder único que las diferencia de todas las demás palabras, meramente humanas. Incluso alejadas de su idioma original, todavía nos penetran y gobiernan nuestras conciencias. Han cambiado el mundo profundamente. Él no sólo hizo milagros, sino que habló milagros. Las palabras que leemos de su boca son milagros. Tienen un efecto sobrenatural».

Quizá fue así, debido a esta incapacidad nuestra para vivir permanentemente en lo poético, que solo podemos recibir como a pequeños sorbos, a través de un mero reflejo (per speculum…), mediante la transformación del poema en narración, o por medio del impacto de lo extraordinario y lo insólito de la naturaleza creada. Sabedor de ello, Cristo instauró y dio ejemplo de una vida sacramental y de una enseñanza verbal y conductual. Es en esa combinación de actos, gestos y palabras, unida a la facultad de la memoria y la imaginación, donde Cristo depositó su Evangelio, y no en el relato secuencial de hechos escrita en libros. En escolio de Gómez Dávila podría decirse que «Cristo al morir no dejó documentos, sino discípulos».

A este respecto, vuelvo a Sobran, quien escribe: «La vida de la Iglesia, tal como la prescribió Cristo, era sacramental. Nunca les dijo a los Apóstoles que escribieran libros; les dijo que bautizaran, que predicaran el Evangelio, que perdonaran los pecados y que conmemoraran el momento culminante de su ministerio antes de la Pasión, la Última Cena. Les delegó su propia autoridad y dejó mucho a su discreción, bajo la guía del Espíritu Santo». Por eso la imaginación cristiana está pegada a la palabra vibrante y discurre entre lo simbólico y lo sacramental.

Ocurre que, si descuidamos esta limitada capacidad para captar lo poético del mundo la iremos perdiendo sin remedio. Y no debemos dejar que esto ocurra. C. S. Lewis nos habla de su relevancia:

«La poesía tiene como objetivo producir algo más parecido a la visión que a la acción. Pero la visión, en este sentido, incluye las pasiones. Ciertas cosas, si no son vistas como encantadoras o detestables, no son vistas en absoluto. (…). En la retórica, la imaginación está presente por el bien de la pasión, mientras que en la poesía, la pasión está presente en aras de la imaginación, y por lo tanto, a largo plazo, en aras de la sabiduría, la salud espiritual, la rectitud y la riqueza de la plena respuesta del hombre al mundo».

El sonido y el ritmo, esa música propia de la poesía, cobra vida cuando se recita y declama en voz alta, de memoria. Borges nos dice: «Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación». Una pronunciación que nos ofrece una melodía, que nos envuelve en una canción.

El filósofo católico Peter Kreeft, hablando de la belleza ínsita en una obra como El Señor de los Anillos (1954/55), escribe al respecto lo siguiente:

«El Señor de los Anillos está lleno de música, lleno de música. En uno sus índices, al final del libro, se enumeran canciones o poemas. Nombres propios, claro. Lugares, por supuesto que sí. Pero, ¿canciones o poemas? Sin embargo, hay tantos, tantos, que necesita un índice. Los hobbits cantan himnos a El-Beret, y canciones para caminar y para el baño. Al igual que Tolkien, Bombadil es un escritor de prosa que está lleno de poesía y música. Peter Beagle, en la introducción a “A Tolkien Reader", lo llama “un escritor cuya propia prosa está en sí misma rebosante de plena poesía". Creo que la música es una parte esencial del encanto élfico. Cuando la Comunidad entra en Lothlorien, Sam dice: “Siento como si estuviera dentro de una canción, si entiende lo que quiero decir". Y así es como nos sentimos cuando entramos de lleno en este libro».

A eso es a lo que me refiero. Así es como quiero que se sientan mis hijas, como si estuvieran dentro de una canción. ¿Ustedes no?

Pero hoy día, ni en casa ni en la escuela, ni siquiera en nuestras iglesias, se educa la sensibilidad poética, y mucho menos en la televisión, el cine o las redes sociales. Recitar en voz alta y aprender viejos poemas y canciones es algo que ya no se estila. Se nos pide, mejor dicho, exige, que olvidemos la memoria y la recitación y que renunciemos a su belleza, total ¿para qué sirve? La tosquedad con la que se lleva acabo esta deserción es pareja a la barbarie con la que trata de cubrirse el vacío resultante. Esas recitaciones, esos esfuerzos memorísticos de cantos y rimas, son quizá uno de los últimos enlaces que nos quedan con el mundo de la tradición oral. Un puente por el que podríamos transitar hacia nuestra propia identidad, que la fuerza de la imprenta no pudo romper, pero que la seducción de la imagen está quebrando ya.

Quizá deba ser así. Es posible que, como dijo Gómez Dávila, la literatura ha de pasar por tres edades, «primero sueño, después inventario, en fin confesión», y que hoy estemos en «el inventario». Pero me resisto a ello. «El sueño» de la etapa primera no debe perderse. Todavía hay esperanza, todavía podemos traer la poesía a nuestras vidas y a las de nuestros hijos.

El profesor Anthony Esolen lo dice mucho mejor:

«“Quien quiera salvar su vida debe perderla", dice el Señor, y eso es una ley del propio ser. Es la ley de la peligrosa vida de la belleza y el amor. Las artes pueden atraernos a esa vida y ayudarnos a salir del moderno mecanicismo del trabajo por el trabajo. No podemos hacer ninguna apuesta segura sobre a dónde nos llevará la lectura del “Paraíso Perdido”. Si se lee con espíritu de fiesta, recibiéndolo como un regalo al que no se tiene derecho, su belleza, siempre gratuita y desbordante más allá del estrecho mundo de la utilidad, puede cambiarnos para siempre. Si entramos en ese templo, podemos aprender a quitarnos los zapatos de los pies, a liberarnos de la brida de la espalda. Puede que veamos cosas que nuestros amos no desean porque entonces ya no serían nuestros amos. Podemos inclinar el oído y el corazón a una música que ellos han tratado de ahogar. Podemos incluso captar la insinuación fugaz, como una voz leve y queda en la cima de una montaña, del Amor que mueve el sol y las estrellas».

Sin embargo, no esperen recibir mucha ayuda en lo que será un regreso ingrato y duro. Así y todo: ¡volvamos a la poesía! ¡Recobrémosla! ¡Hagamos que recupere su voz! Y como decía el filósofo ruso Pavel Florensky, no dejemos nunca de leer en voz alta hermosos poemas.

 
 

10.07.21

De por qué los buenos y los grandes libros son hoy tan necesarios

            Retrato de Lucrezia Panciatichi (detalle). Obra de Bronzino (1503-1572).

    

   

    

«Las virtudes también andan desencadenadas; y vagan con mayor desorden y causan todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias».

G. K. Chesterton. Ortodoxia.

   

    

   

No sé si ustedes se habrán apercibido, pero últimamente se ha hecho muy común un grave vicio del intelecto: muchas personas, incluido en ocasiones yo mismo, hacemos poco uso de la reflexión, y además, en las cada vez más escasas ocasiones en que nos ponemos a pensar, esta operación con frecuencia no responde a un proceso racional. Gran cantidad de gente se lanza hoy a actuar movida por impulsos y sentimientos, bajo el dominio de sus apetitos, que son quienes se han adueñado de su voluntad. Así vemos, día sí día también, socavarse impunemente los más básicos principios de la lógica.

Probablemente muchos de ustedes habrán experimentado la imposibilidad de entenderse con personas con las que, teóricamente, comparten creencias y principios, como la prevalencia del bien sobre el mal y la defensa de la vida, personas de buenas intenciones y sin aparente mala fe con las cuales, por razón de esas convicciones comunes, debería haber un cierto entendimiento. Sin embargo, sorprendentemente no suele haber acuerdo, elevándose ante nosotros un muro que parece inexpugnable a cualquier razonamiento basado en la naturaleza y propósito de las cosas. Todo aquello que choque con los deseos y las apetencias, por mucho que suene contradictorio o absurdo, suele ser apartado de la criba de la razón.

Este pensamiento corrompido trae como consecuencia un actuar en contra del orden natural de las cosas y un alejamiento de la realidad última de las mismas, lo que nos sitúa en un mundo donde, como predijo Chesterton, las virtudes se han vuelto locas y, aisladas unas de otras vagan solitarias causando daño.

Aunque no se trata de ninguna novedad, pues los diagnósticos de sus causas pueden rastrearse ya desde antiguo, mucho más allá de Chesterton. Unos análisis, por cierto, de una actualidad verdaderamente sorprendente.

Por ejemplo, vemos advertencias en Platón y su obra La República, con su premonitoria descripción del hombre democrático. Allí el filósofo griego nos dice que para este tipo de sujeto el menor vestigio de moderación es sentido como algo intolerable. «En su determinación de no tener amo» y de consagrarse al ejercicio de una libertad incondicional, termina ignorando «todas las leyes, escritas o no», y sosteniendo «que todos los placeres son de la misma naturaleza y merecen ser satisfechos por igual».

De esta forma, la mera idea de un orden natural de las cosas que determine que algunos deseos son desordenados y deben ser rechazados por la razón, se vuelve odiosa e intolerable para él. Como consecuencia de ello, la poesía, la arquitectura, la música y el arte en general, carentes de control, guía o propósito, terminan pervirtiéndose por «la falta de gracia, de ritmo y de armonía», y desembocan en una cultura que glorifica «la maldad, la intemperancia, la vileza o la fealdad». Tal estado de cosas causa en los ciudadanos (especialmente los niños y jóvenes) un grave daño, al acumular en sus almas, «poco a poco y sin que se den cuenta, una enorme masa de maldad y vicio», que corrompe las sensibilidades morales y la capacidad de argumentación racional.

Ese es, según el filósofo, el destino irónico de las sociedades que, como hoy la nuestra, valoran la libertad y la igualdad por encima de la virtud.

Más adelante, en la Edad Media, santo Tomás nos habla de cómo la lujuria (entendida como deseo sexual desordenado) abunda en este peligro. Según el de Aquino, el sexo se vuelve vicioso cuando se satisface de forma que frustra sus fines naturales o de manera inadecuada.

Para el Aquinate, la generalización de ese desorden no solo es peligrosa en sí misma, sino que también lo es por sus efectos colaterales, ya que tiende a traer consigo otras dolencias morales, las que él denomina «las ocho hijas de la lujuria», cuatro de las cuales se refieren al intelecto y cuatro a la voluntad. Aquí me centraré únicamente en lo que él llama «ceguera de la mente», mediante la cual el «simple [acto de] comprensión, que aprehende algún fin como bueno (…) es obstaculizado por la lujuria». Se trata, además, de un vicio es especialmente intenso, porque como dice el mismo Aquino es «el mayor de los placeres; que absorbe la mente más que cualquier otro», y por ello afecta de manera especial a la virtud cardinal de la prudencia.

Es decir, que según santo Tomás el vicio sexual arraigado le vuelve a uno estúpido en todos los órdenes, al traer consigo un tipo de corrupción cognitiva, la «ceguera de la mente», que «casi totalmente empece el conocimiento de los bienes espirituales», impidiendo al hombre apreciar qué es lo bueno y verdadero.

Y lo cierto es que en la actualidad ese deseo sexual viciado campa por sus respetos entre nosotros, con la generalización de la contracepción, del aborto, de la homosexualidad y de la pornografía. Una sexualidad desordenada que está en todas partes y que desde todas ellas acosa a nuestros hijos.

Pero las advertencias no nos llegan solo de un lado, aunque sea el correcto. En la modernidad, entre los grandes ateos, podemos encontrar una admonición similar en un filósofo como Friedrich Nietzsche.

El pensador alemán sostuvo que Dios había muerto, pero en absoluto pensaba que eso supondría el inmediato advenimiento de un paraíso. Por el contrario, previó que pronto las sombras envolverían Europa, y que sobre ella caería una «lógica monstruosa del terror… Un eclipse de sol como probablemente nunca ha acaecido todavía en la tierra».

Pero, si Nietzsche decía esto era porque estaba convencido de que una civilización no podía sobrevivir sin un fundamento moral, como en el caso proporcionaba el cristianismo, y aunque él lo despreciaba y abogaba por su destrucción, sabía que el camino hacia un nuevo orden estaba inexplorado y lleno de incógnitas, y que habría un precio que pagar. Parte de ese precio se tradujo en una merma en la racionalidad del pensamiento. Para Nietzsche la muerte de Dios privaría de todo fundamento a uno de los principios clave de la modernidad: la igualdad. Muerto Dios, ya no habría razón para creer en la igualdad moral básica de todos los seres humanos.

«Rompiendo un concepto principal del cristianismo, la fe en Dios, uno rompe el esquema: nada necesario se mantiene en las manos de uno».

Sin embargo, el filósofo advirtió que, sorprendentemente, esa falla no era percibida por la mayoría de los hombres modernos. Así, escribió:

«El utilitarismo (socialismo, democracia) critica el origen de las valoraciones morales, pero cree en ellas tanto como el cristianismo. (¡Qué ingenuidad, como si la moral pudiera sobrevivir cuando falta el Dios que la sanciona!)».

Todas estas advertencias parecen hoy más actuales que nunca. La destrucción de ese realismo en el pensamiento que, con metódica cadencia, se viene produciendo desde los nominalistas de finales del medievo, está en plena efervescencia. Con ello un nuevo tipo de hombre se abre paso, uno que se asemeja mucho a los endemoniados de Dostoyevski, a las tarántulas de Nietzsche, al ciego de mente de santo Tomás o al hombre democrático de Platón; un hombre que, como he dicho, no hace ya uso de la razón y se guía preferentemente por apetitos y pasiones.

Ello nos sitúa ante la necesidad de educar a nuestros hijos en un sistema de pensamiento que les ayude a separar el trigo de la paja, para anticiparse así al golpe epistemológico que está perpetrando la modernidad. Una educación que les permita evitar ese «daño acumulativo» para el alma del que advertía Platón y esa «ceguera de la mente» de la que hablaba santo Tomás.

Creo que una de esas posibles fórmulas educativas puede encontrarse en la literatura, en la buena y gran literatura. En las páginas de esos grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna que quizá pueda ayudarnos a transitar por entre el laberinto de la modernidad.

Además, estos buenos libros son hoy una de las pocas maneras de conectar a los chicos con la realidad, a fin de que crezcan en la conformidad con la naturaleza y no contra ella. Nuestros hijos viven inmersos en un mundo cotidiano pleno de irrealidad. La música, el cine, la televisión, los videojuegos, y lo que es más grave, la propia acción social y política y su traducción legal, están impregnados de una filosofía contra natura que trata de hacer pasar por cierto aquello que es ficticio, y que les impulsa, de forma suicida, a contravenir el curso natural de las cosas. Pero los buenos libros pueden ayudarlos a escapar de esa red de irrealidad, ya que en su interior todavía se guarda un mundo en el que prima lo real, y por ello son de un enorme valor.

Por supuesto, habrá que realizar una elección y una criba (de algo así trata modestamente este blog), pues no toda literatura responde a ese esquema tradicional del orden de las cosas al que me refiero.

Así que apliquémonos a la tarea, porque nuestra obligación es evitar que este nuevo y desordenado orden subvierta en nuestros hijos sus rasgos más propiamente humanos, a saber, su entendimiento y su voluntad.

16.06.21

¿Podemos realmente prescindir de los libros?

                 «Niña leyendo en interior». Obra de Carl Vilhelm Holsøe (1863-1935).

 

 

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? 

¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?

T. S. Eliot. Los Coros de la Roca (1934)

 

 

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que que cada vez conocemos más datos –tenemos más información–, pero pero a cada paso que damos comprendemos menos –atesoramos menos sabiduría–. Esta paradoja no es más que el resultado de las limitaciones de nuestra capacidad de conocer. Nuestro avance en la comprensión del mundo, y mucho más de su sentido, está paradójicamente en retroceso pues, como dijo Eliot, la sabiduría va diluyéndose en el conocimiento y ese conocimiento en pura información.

El descubrimiento progresivo de la complejidad del universo nos desborda con una inmensidad de datos y hechos que anula nuestra capacidad de comprensión y excede y rebosa nuestra inteligencia. Tanto hay que asimilar, tanto hay que ordenar y catalogar, tanto hay que explorar, que no es accesible a un solo hombre.

Pareja a esta explosión de conocimiento discurre una novedosa censura epistemológica. Hoy la única fuente de saber que se reconoce como válida es la ciencia experimental, habiéndose abandonado las demás formas de percepción de la realidad, entre ellas la forma poética y mítica. Con esta amputación gnóstica (en el sentido original del término griego de gnosis como conocimiento), el hombre ha perdido elementos imprescindibles para intentar responder a las preguntas más importantes. 

Y entre tanto, no dejamos de escuchar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, donde la mayor información jamás conocida se ofrece al mayor número de hombres que hayan visto los tiempos. Internet da acceso a una acumulación de datos de tal magnitud que ni una vida ni muchas da para conocerlos. Pero esto, en lugar de traer consigo el florecimiento de una cantidad de sabios como nunca se hayan visto, nos ha dado el mayor número de desinformados de la historia de la humanidad. Nunca tantos han poseído más información y se han revelado tan ignorantes. Jamás tantos han tenido acceso a tan gran cantidad de conocimiento y han utilizado menos su intelecto. El fenómeno característico de esta época es la deambulación intelectual, la búsqueda incesante de la nada, el tráfico obsesivo de datos y la inane persecución de lo intrascendente. Entrar en esa biblioteca de Alejandría que es la Red es perderse en la insustancialidad. A decir de Eliot, «todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia».

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5.06.21

La virtud de la misericordia y el sentimiento de la compasión (La muerte de Iván Illich)

  «Jacob, en su lecho de muerte, besa a los hijos de José». Obra de Rembrandt (1606-1669).

   

 

   

«La cualidad de la misericordia no es la obligación.

Se derrama simplemente, como la dulce lluvia sobre la tierra.

Es dos veces bendita: bendice al que la da y al que la recibe».

 

William Shakespeare. El mercader de Venecia.

 

   

   

Chesterton nos advirtió en su día de que el mundo moderno estaba invadido por viejas virtudes cristianas que se habían vuelto locas. Que una de esas locas virtudes es la de la misericordia, no parece presentar dudas. El problema con esta virtud es común a todas ellas. Me estoy refiriendo al sentimentalismo, entendido como la confusión de las virtudes con los buenos sentimientos, y el otorgamiento a estos últimos de la dirección de la conducta, dándoles una primacía indebida sobre la voluntad y la inteligencia.

Sí acudimos al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, veremos que define a la compasión como el «sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien». Se trata por tanto de un resorte emocional que, a modo de un motor de arranque, conduce a la acción y mantiene y apuntala el empuje de la misma.

Sin embargo, no podemos olvidar que la compasión es un sentimiento y, como todo sentimiento, es en sí mismo neutro moralmente. Por ello precisa de una guía que encauce su impulso y lo dirija a su fin; una orientación y pilotaje que venía siendo dada tradicionalmente por la virtud de la misericordia. Una virtud que podría definirse como un acompañar, consolar y atemperar en lo posible, el sufrimiento y la miseria ajena, y cuyo fundamento último descansaría en el amor.

Pero, de un tiempo a esta parte, el sentimiento y la virtud han sido separados, y en este vagar errante y solitario de ambos, el sentimiento compasivo ha dejado de ser encauzado a través de la práctica de la virtud misericorde, conduciendo con frecuencia a un error en el obrar.

La cultura contemporánea, alejada de todo lo trascendente, generalmente considera, en aras del sentimentalismo comentado, que los sentimientos altruistas son una sólida guía de conducta. Su regla de oro ya no es, como nos dice la sabiduría perenne, que se debe obrar el bien y no hacer el mal, sino que consiste en que hay que evitar el dolor y el sufrimiento y procurar el placer y el disfrute. La moralidad a menudo se reduce a hacer todo lo posible para minimizar los padecimientos y maximizar los goces. Siguiendo esta senda hedonista, con demasiada frecuencia podemos encontrarnos ante la tentación de tratar de lograr el bien haciendo el mal, que es precisamente lo que ocurre cuando este sentimiento compasivo mueve a las personas a suicidarse para aliviar o ayudar a otros, o a matar a otros ––a petición suya o no–– para poner fin a sus sufrimientos.

Y aquí es donde se fundamenta la falsa y perversa identificación de la eutanasia con un proceder compasivo y hasta con una expresión de amor.

Pero, la decisión de suicidarse o de matar a otro no es nunca un ejercicio de caridad, sino que es gravemente contraria a ella porque la destruye. La vida es la realidad concreta de una persona y la muerte es su dejar de ser. Consecuentemente, la decisión de matar a un ser humano conlleva siempre la voluntad de aniquilarlo. Frente a ello se alza, luminosa, la caridad, que crea, sostiene, nutre y valora, pero que nunca destruye.

Y en la literatura encontramos reflejos de todo ello. Hay una novela donde la armonía entre la virtud de la misericordia y el auténtico sentimiento de la compasión está bien mostrada. Me refiero a La muerte de Iván Illich (1886), de León Tolstói. No es una obra que trate específicamente el problema del que les hablo, sino que su temática es más amplia, abarcando cuestiones tan profundas como el sentido de la vida y de la muerte, o la de como la inminencia de esta última puede hacernos conscientes de una vida malograda, y a menudo, puede brindarnos la ocasión para una redención final. No obstante, el relato de Tolstói establece un escenario apropiado para el tema (los últimos días de un hombre con una agonía atroz) y ejemplifica en uno de sus personajes la armoniosa confluencia entre la virtud y el sentimiento tratados.

La novela relata la vida y, sobre todo, la muerte del hombre que da título a la obra, Iván Illich, y representa, entre otras cosas, un retrato detallado y fiel de una agonía, y de los sufrimientos físicos, espirituales y morales que la acompañan. El personaje que quiero destacar aquí es el modesto criado Gerasim, el único que reconoce la realidad de la muerte del protagonista con naturalidad, frente a la posición de indiferencia que muestran todos los demás (esposa, hija, médicos y otros sirvientes). Esta actitud le conduce a empatizar con su amo moribundo y a hacer todo lo posible para que se encuentre bien, permitiéndole incluso que apoye las piernas sobre sus hombros durante horas para aliviar un poco su dolor. Gerasim no es nadie para su patrón, es el lacayo más humilde de todos, pero es la única persona que le conforta. El protagonista va viendo como cada día que pasa la muerte está más cerca, y aunque el dolor y la angustia son agudos y constantes, encuentra consuelo en su criado:

«Gerasim era un joven campesino, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad.

(…)

Iván Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacia todo ello con tiento y sencillez, y de buena gana y con notable afabilidad, lo que conmovía a su amo».

El moribundo solo se siente bien en la compañía de su asistente, porque este es el único que le comprende y que se preocupa de verdad por él, y la sola persona que no le miente. La síntesis de esta conducta misericorde y compasiva se recoge en un breve pasaje de la novela, en el cual el solícito criado le dice a su patrón:

«—Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? —expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo, y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora».

Los actos del sirviente hablan a las claras de caridad. Su sentimiento de compasión es verdadero, porque es expresión de esa caridad. Su atención y sus cuidados, su compañía y su talante no dejan lugar a dudas, y le dicen al moribundo que vale la pena padecer con él, que le aprecia lo suficiente como para compartir sus penurias y sufrimientos, y que su continua presencia consoladora ––hasta el último instante–– es un signo del aprecio que siente por él. Por el contrario, una malentendida compasión que conduzca al suicidio o a la eutanasia, solo hará sentir al moribundo ––en el mejor de los casos–– la resignación ante su muerte, la creencia de que su vida ya no vale la pena, que su sufrimiento no tiene sentido alguno, que su existencia es indigna y que su presencia es una carga.

El contraejemplo literario a la obra de Tolstói podemos encontrarlo en el final de Cántico por Leibowitz (1960), de Walter M. Miller Jr., una novela olvidada y valiosa que va más allá de la temática de la ciencia-ficción en la que habitualmente se le encasilla. En esta historia el autor nos muestra hacia dónde puede conducir esa desorientación moral de la que les hablo, con su descripción de los campamentos de eutanasia mostrados en su novela, denominados, eufemística ––y perversamente––, «campos de la misericordia», en los cuales se practican asesinatos en serie «después del debido proceso de suicidio en masa, bajo el apoyo del Estado y con las bendiciones de la sociedad». Porque, no hay nada más despiadado que un sentimiento no atado a una brújula moral.

¿Alguien nos cuidará con la misericordia compasiva de Gerasim cuando llegue nuestra hora? Si nuestros hijos crecen en la virtud de la misericordia, y no se dejan confundir por un sentimentalismo disfrazado de falsa compasión, probablemente así será, y el caso de Iván Illich, descrito con tanta habilidad por Tolstói, tiene una resonancia universal que podría ayudarles a perseverar en ese buen camino.

26.04.21

Más fantasmas

                  «La casa encantada». Obra de John Atkinson Grimshaw  (1836-1893).

   

«Es maravilloso que hayan transcurrido cinco mil años desde la creación del mundo y que todavía no se haya decidido si el espíritu de una persona puede aparecerse o no después de la muerte. Todo argumento está en contra, pero toda fe está a favor».

Dr. Samuel Johnson

 

«Sería una incongruidad suma en la Divina Providencia permitir que aquellos espíritus, dejando sus propias estancias, viniesen acá sólo a enredar, y a inducir en los hombres terrores inútiles».

Padre Feijoo.

   

Como complemento a la última entrada hoy les traigo un menú variado en relatos y poemas: comenzaré con una historia de fantasmas demoníacos, a la que seguirá otra en la que se parodian, con un fino humor, este tipo de relatos; me trasladaré luego al lejano Japón para recomendarles un antólogo occidental de fantasmagóricos relatos orientales, seguiré de cerca las andanzas de ciertos cuentistas hispanos, especialmente algunos de mi Galicia natal, y terminaré con unas cuantas historias de espectros, allá hacia el Oeste, pero no por ello menos estremecedoras que las demás. Sé que será sin duda decepcionante ya que se han escrito tantas y tan emocionantes historias sobre fantasmas que cualquier selección puede ser acusada con fundamento de incompleta y parcial. Tómenlo pues como una pequeña muestra.

OTRA VUELTA DE TUERCA (1898), de Henry James

                                                    Distintas ediciones de la novela.

Presento a ustedes este magnifico relato como ejemplo de aquellos en los que se muestra a los fantasmas como seres malignos y diabólicos, teniendo muy presenta aquello que decía el de Aquino: «el contacto real [con los espíritus de los muertos] sólo puede venir de la Divina providencia», y lo que así no viene, «procede del Maligno».

Este relato de Henry James, magistral y asfixiante, de una perfección estremecedora, es, al mismo tiempo, de una ambigüedad desconcertante. Precisamente, esa ambigüedad con que el autor trata y desarrolla la historia ha hecho posible un maremágnum de lecturas. Todas ellas pueden reunirse en dos grandes grupos: el de los aparicionistas y el de los no aparicionistas, según defiendan o no la existencia de personajes fantasmales en el relato (durante muchos años el título fue traducido en España como Los fantasmas del castillo). Esta ambigüedad radica en el hecho de que la única voz narradora es la de la institutriz, siendo ella la única que parece ver a los espectros, lo que la convierte en un narrador poco fiable o sospechoso: ¿se trata de una perturbada o realmente ve fantasmas? 

Dentro de los del primer grupo me interesa resaltar aquellas lecturas que más se acercan a mis creencias. El mejor ejemplo es el sugerente ensayo que sobre el libro escribió en el año 1948 Robert N. Heilman, titulado La vuelta de tuerca como poema, y que constituye el argumento más famoso a favor de la posición aparicionista, en el que el crítico norteamericano acredita la existencia en la breve novela de ciertos elementos cristianos.

Heilman dice que «en el nivel de la acción, la historia significa exactamente lo que dice», alejándose de lecturas psicológicas y psicoanalíticas; es decir, que las suposiciones de la institutriz sobre la maldad de los sirvientes muertos (la anterior preceptora, la señorita Jessel, y Peter Quint, el criado y ayuda de cámara), la corrupción de los niños, y el regreso en espíritu de primeros, deben ser aceptados al pie de la letra. La trama transmite «el más antiguo de los temas: la lucha del mal por poseer el alma humana». Heilam califica de poema dramático el relato a causa de su lenguaje sugerente y simbólico. Un simbolismo que apunta a una realidad sobrenatural. Según el crítico, los fantasmas son el mal que sutilmente trata de apoderarse de los niños, la institutriz es la guardiana cuya función es detectar e intentar alejar ese mal, y los niños son las víctimas a corromper. Heilman detecta también en el lenguaje de la historia inconfundibles «ecos del Jardín del Edén» y de la tentación que allí tuvo lugar.

A la institutriz/narradora se le atribuye en la historia la cualidad de salvadora, no solo en un sentido general, sino a través de ciertas asociaciones cristianas. Ella usa palabras como «expiación»; habla de sí misma como una «víctima expiatoria», de su «puro sufrimiento» y de su «tormento». Y muy al comienzo planea «salvar» a los niños, para luego hablar de «proteger y defender a las pequeñas criaturas».

Estos últimos son presentados como muestra de la fragilidad del primer hombre, susceptible de ser herido por el pecado original, como criatura corruptible que puede convertirse en esclavo en el reino del mal. Así Heilman destaca la descripción que de los niños hace la preceptora: «el pecado original… encaja exactamente en la maquinaria de esta historia de dos hermosos niños que en una hermosa primavera de existencia ya sufren, no de mala gana, heridas ocultas que eventualmente los destruirán».

Por último, los espectros de los sirvientes son espíritus diabólicos, aparecidos para tentar a los vivos y llevarlos a la perdición total, a fin de terminar la labor de corrupción iniciada en vida.

Todo ello en un relato que no muestra expresamente ningún rasgo religioso, ni en el lenguaje, ni en los giros de la trama, ni en el escenario donde transcurre el drama. Pero Heilman defiende su caso muy competentemente, tanto que, tras su ensayo, resulta imposible ignorar los elementos religiosos que se encuentran, ya indiscutiblemente, en la historia. Y así, en Otra vuelta de tuerca, el sabor cristiano se deja degustar por entre cada página, entreveradas todas ellas de imágenes y símbolos de un poder evocador indudable, aunque solo accesible para aquel educado en la fe cristiana, como ocurría con la mayoría de los lectores contemporáneos de James.

No obstante, el propio James pareció librar lastre respecto al carácter trascendente y profundo de la obra cuando la describió como «pieza de ingenio puro y duro, de frío cálculo artístico, un divertimento para atrapar a los que no son fáciles de atrapar». Creo que tras leerla uno no tiene esa sensación de divertimento intrascendente, aunque es verdad que uno queda realmente atrapado. Y es que la ambigüedad que atraviesa la historia como un puñal de principio a fin no le deja a uno tranquilo.

Porque, no solo es ambigua la presencia o no de fantasmas en el relato, sino que todo, todo en la historia es ambiguo. Ambigua es la narradora/institutriz, pues no se sabe a ciencia cierta si es fiable o no, si está sujeta a algún trastorno mental de carácter obsesivo o si está perfectamente cuerda. Ambiguos son los niños, excesivamente adultos en sus maneras y decires y en su carácter moral o inmoral, y ambigua es la relación que les unía a los fallecidos, Jessel ––la primera institutriz–– y Quint ––el ayuda de cámara––, al igual que la que unía a estos entre sí. De igual manera es ambigua la proyectada influencia espiritual maligna de los espectros de estos últimos sobre los niños, que intuye y colige con sus visiones la narradora. Y como colofón, ambiguo es el final, pues si bien parece que los desvelos por la niña Flora parecen dar sus frutos liberándola finalmente de la nefasta influencia de la difunta institutriz (¿o quizá, no?), no parece pasar lo mismo con el niño, Miles, que muere y, sobre todo, que en el momento de la muerte parece renegar del bien y abrazar el mal del que pretendía librarlo la narradora, en una muerte que puede ser tomada literalmente o como una metáfora de la muerte prematura de la infancia y la inocencia (¿o quizá tampoco?).

Y así, el relato es de un pesimismo atroz y su final nada esperanzador. James no era católico, ni tan siquiera cristiano, aunque ciertamente tenía una profunda sensibilidad espiritual, nacida de una educación familiar imbuida por las pulsiones swedenborgianas de su padre mezcladas con lecturas de la Biblia y trazos de un anglicanismo residual. De esa mezcolanza espiritual y de su frecuentación de Swedenborg sacó James una cierta amargura existencial que impregna, como una atmosfera asfixiante, todo el relato, y que culmina en un aparente triunfo del mal. Quizá la lección de la novela ––aunque quizá no constituya un mensaje del propio James–– sea que en esa batalla, la que todo hombre libra cada día frente al Maligno y contra las pulsiones corruptas de sí mismo, no se puede vencer con el solo auxilio de las propias fuerzas. Es más, a veces confiar solo en la voluntad puede llevar a graves desvaríos contrarios a la recta intención inicial Quizá ocurra aquí, en esta novela, en la vuelta de tuerca que sobre la naturaleza de los niños pretende llevar a cabo la institutriz para salvarlos. Me recuerdan a los versos de T. S. Eliot:

«De cosas mal hechas y hechas para daño de otros
Que una vez consideraste ejercicio de virtud».

Hace falta un Salvador y Este, ciertamente, no está en el relato, por lo que su final no deja de ser el esperado.

EL FANTASMA DE CANTERVILLE (1889), de Oscar Wilde

                                      Dos de las numerosas ediciones del relato.

Cuando el señor Hiram B. Otis decide comprar Canterville Chase, todo el mundo trata de disuadirle advirtiéndole de que la casa está embrujada por un fantasma. Así comienza El fantasma de Canterville, el atípico cuento de fantasmas de Oscar Wilde. Entre sus dos volúmenes de cuentos de hadas (de los que he tratado aquí), Wilde publicó esta historia, un cuento de espectros frecuentemente antalogado que sitúa a una rica familia estadounidense en una finca inglesa embrujada. Con un tono desenfadado, el relato elude los terrores clásicos de la tradicional historia de fantasmas para satirizar el maltrato de los sirvientes, a las mujeres que gozan de una mala salud crónica, a las conversiones religiosas en el lecho de muerte y a las ideas erróneas que los ingleses mantienen sobre la vida y las actitudes estadounidenses. Wilde sigue las estrategias habituales de la narración gótica: el ama de llaves vestida de negro, las manchas de sangre en el suelo del salón, los paneles deslizantes de la escalera y la obligada noche de tormenta antes de la aparición del fantasma. Un espectro este bastante patético, que gime y que desprende un aura verdosa, lo cual no le impide despertar la compasión de la inocente Virginia, que finalmente se convierte en su amiga y poderosa causa de su redención final.

KWAIDAN Y OTRAS LEYENDAS Y CUENTOS FANTÁSTICOS DE JAPÓN, de Lafcadio Hearn

                                           Portadas de alguno de los libros comentados.

En el Japón, al igual que en cualquier otro lugar, se conocen desde siempre historias sobre fantasmas; de hecho este tipo de historias tiene un nombre propio: kwaidan. Un curioso personaje, Lafcadio Hearn, entre periodista, sociólogo y poeta, fue uno de los primeros que las trajo hasta nosotros. Hearn se instaló en la tierra del sol naciente a principios del siglo XX, cambió su nombre, se casó con la hija de un samurái, ejerció como profesor en una de sus universidades, y no volvió jamás a salir del archipiélago. A cambio nos dejó un buen numero de escritos en los que nos muestra un Japón tradicional, romántico y cuasi medieval; entre estos escritos encontramos un buen puñado de historias de fantasmas, de kwaidans, contadas en un estilo sencillo y directo. Según Lovecraft, en sus escritos «cristalizarán con incomparable habilidad y delicadeza las espeluznantes tradiciones y las leyendas que se susurran en aquella nación tan pintoresca».

Sus hijos de 15 años en adelante pueden disfrutar de su lectura en la edición que bajo el título, Kwaidan y otras leyendas y cuentos fantásticos de Japón, ha realizado la editorial Valdemar en su colección gótica, y en la que recoge un a selección de relatos de entre las principales obras de esta temática del autor, como son En el Japón fantasmal (1899), Sombras (1900), Miscelánea japonesa (1901), Kotto (1902) y Kwaidan (1903).

ALGUNOS FANTASMAS LOCALES

                                   Portadas de los libros de Bécquer y Valle-Inclán.

En nuestra patria chica encontramos algunas historias de fantasmas y espectros, pero, como ya he comentado, en menor medida que en otros lares. Me referiré aquí a alguno de aquellos cuentos que más huella me han causado y que a su vez más han gustado a mi hija mayor. Me refiero a El monte de las ánimas (1861), una de las leyendas narradas por Gustavo Adolfo Bécquer y a los relatos contenidos en un libro de Ramón María de Valle Inclán que me dejó huella, Jardín umbrío (1928), de los que destaco dos como propiamente de fantasmas, Del misterio y El miedo, al que pertenece este párrafo:

«Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas».

Otros dos autores interesantes y más próximos a nosotros son Ánxel Fole y Rafael Dieste, los dos también gallegos. Fole transitó por este mundo de aparecidos, ánimas y santas compañas durante toda su vida y dedicó al tema varios de sus libros de relatos entre los que destaca De cómo me encontré con el demonio en Vigo (1997, selección de cuentos extraídos de sus libros de relatos, A lus do candil 1953, Terra brava 1955, Contos da Néboa, 1973 e Historias que ninguén cre, 1981). Dieste, por su parte, tiene un magnífico libro de relatos titulado De los archivos del trasgo (Dos arquivos do trasno, 1926). 

 

                                             Portadas de los libros comentados.

Uno de estos relatos de este último libro, contiene esa atmósfera espectral cuya consecución hace que el relator no se vea obligado a mostrar nada más para aterrar, me refiero a La luz en silencio, del que extraigo el siguiente párrafo:

«Recogí las notas, tiré la cerilla y me dirigí hacia la sala por el pasillo.
¿Quién estaba allí ahora?
No vi a nadie. No vi más que el resplandor de la vela llenando el hueco de la puerta. Pero aquel resplandor “no podía estar solo". ¿Comprendéis? Aquella luz roja, inquieta, enmarcada en la puerta, me daba, no sé por qué, la extraña seguridad de que dentro había alguien, absorto en pensamientos de lógica inaccesible. Quizá al sentirme entrar levantase la cabeza para dirigirme esa mirada perpleja con la que son acogidos los intrusos. Porque aquel resplandor “ya no era mío". Era “suyo”».

 

POE Y OTROS

«Ligeia», Wilfried Sätty (1939-1982) y «Los oyentes», Donald MaCleod (1956-2018).

Hay muchas más cosas, por supuesto. Edgar Allan Poe es una apuesta segura, pero realmente no escribió tantos cuentos de fantasmas como pudiera pensarse. Quizá cuatro o cinco que, entre dudas, paso a enumerar: Morella (1835), Ligeia (1838), La máscara de la muerte roja (1842), y El retrato oval (1842). También un par de poemas, inmensos, eso si, como son el romántico Anabel Lee (1849) y el tenebroso El cuervo (1845). En este último puede leerse:

«A partir de una triste medianoche, mientras meditaba, débil y cansado,
sobre muchos volúmenes pintorescos y curiosos de tradiciones olvidadas.
Mientras asentía con la cabeza, casi durmiendo, de repente se escuchó un ruido,
como si alguien golpeara suavemente la puerta de mi habitación .
“Es un visitante", murmuré, “llamando a la puerta de mi cuarto.
Sólo esto y nada más".
Ah, recuerdo claramente que fue en el sombrío diciembre;
Y cada brasa moribunda por separado forjó su propio fantasma sobre el suelo».

Hay un compatriota suyo, hoy olvidado, que escribió un cuento de fantasmas memorable a decir del propio Poe. Me refiero a William Gilmore Simms y a su relato, titulado, Grayling, or Murder Will Out (1845). Poe escribió al respecto: «es realmente una historia admirable, noblemente concebida y hábilmente llevada a la ejecución: la mejor historia de fantasmas jamás escrita por un estadounidense». El relato cuenta la historia de un grupo de viajeros. Durante el viaje se produce el asesinato de uno de ellos, el mayor Spencer. Dicho crimen es perpetrado por un misterioso personaje que se une a la comitiva y que responde al nombre de Mr. Macnab. Tras la muerte de Spencer, el joven Grayling, de catorce años de edad, recibe la visita de su espectro para incitarle a ir en la búsqueda de su asesino. La historia es subyugante, aunque es cierto que los fragmentos narrativos más cruciales de la historia ocurren realmente después de que la trama fantasmal se desvanece. Que yo sepa no está traducido al español. A ver si alguien se anima, porque el cuento lo merece.  

Otro poema a recordar, inquietante y suave como un céfiro otoñal, es Los oyentes (1912), del también inquietante y enigmático Walter de la Mare, quien decía que él creía y no creía en fantasmas, y que la credulidad espectral estaba firmemente arraigada en la mente humana. Los oyentes del poema, podrían ser, según él mismo, «emanaciones de los que no están totalmente vivos», o quizá «nosotros mismos. La faceta más oscura y solitaria de nuestra alma. Para decirlo más directamente, la esencia de la atención. Los oídos entre las hojas, los oídos entre las peñas. Los oídos situados en lo profundo de nuestro ser, los que escuchan todo lo que decimos». Quién lo sabe, aunque al leerlo seguramente les ocurra lo que a T. S. Eliot: que terminen enfrentados a «un misterio inexplicable». Así que les dejo a solas con el poema:

«¿No hay nadie ahí?”, gritó el Viajero, golpeando
La puerta iluminada por el claro de luna;
Mordisqueaba el caballo, en el silencio, el pasto
De la tierra del bosque recubierta de helechos;
Y un pájaro de pronto voló desde la torre
Por sobre la cabeza del Viajero… De nuevo,
Una segunda vez, golpeó a la puerta. “¿Hay alguien
Ahí?”, dijo. Mas nadie descendió hasta el Viajero;
No se asomó ninguna cabeza, entre el follaje
Que enmarcaba el alféizar, a ver sus ojos grises.
Se quedó en el umbral, inmóvil y perplejo.
Sólo una hueste, entonces, de oyentes espectrales
Que moraba en la casa solitaria del bosque
Permaneció escuchando en la quietud lunar
A esa voz que llegaba del mundo de los hombres;
Y al oírla apretaban los pálidos destellos
De la luna en la oscura escalera que baja
Al desierto vestíbulo, absortos en el aire
Trémulo y conmovido por la voz del Viajero
Solitario. En su pecho él sintió su extrañeza,
La quietud de esos seres que a su ronco llamado
Respondía. El caballo se movía, paciendo
En la hierba sombría, debajo del gran cielo
Entretejido de hojas y de estrellas calladas.
Por eso repentinamente batió la puerta
Con más potencia aún, y alzando la cabeza
Entonces exclamó: “Decidles que he venido
Y nadie respondió; que cumplí mi palabra.”
Ni un leve movimiento hicieron los oyentes,
Aunque cada palabra que el hombre pronunciaba
Resonaba por ecos a través de las sombras
De la casa en silencio, largos ecos del solo
Hombre que en esa noche aún quedaba despierto:
Ellos oyeron, ¡ay!, su pie sobre el estribo
Y el restallar del hierro por la senda de piedra,
Y cómo renacía suavemente el silencio
Cuando el ruido de cascos se extinguía en la hierba».