¿Podemos realmente prescindir de los libros?

                 «Niña leyendo en interior». Obra de Carl Vilhelm Holsøe (1863-1935).

 

 

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? 

¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?

T. S. Eliot. Los Coros de la Roca (1934)

 

 

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que que cada vez conocemos más datos –tenemos más información–, pero pero a cada paso que damos comprendemos menos –atesoramos menos sabiduría–. Esta paradoja no es más que el resultado de las limitaciones de nuestra capacidad de conocer. Nuestro avance en la comprensión del mundo, y mucho más de su sentido, está paradójicamente en retroceso pues, como dijo Eliot, la sabiduría va diluyéndose en el conocimiento y ese conocimiento en pura información.

El descubrimiento progresivo de la complejidad del universo nos desborda con una inmensidad de datos y hechos que anula nuestra capacidad de comprensión y excede y rebosa nuestra inteligencia. Tanto hay que asimilar, tanto hay que ordenar y catalogar, tanto hay que explorar, que no es accesible a un solo hombre.

Pareja a esta explosión de conocimiento discurre una novedosa censura epistemológica. Hoy la única fuente de saber que se reconoce como válida es la ciencia experimental, habiéndose abandonado las demás formas de percepción de la realidad, entre ellas la forma poética y mítica. Con esta amputación gnóstica (en el sentido original del término griego de gnosis como conocimiento), el hombre ha perdido elementos imprescindibles para intentar responder a las preguntas más importantes. 

Y entre tanto, no dejamos de escuchar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, donde la mayor información jamás conocida se ofrece al mayor número de hombres que hayan visto los tiempos. Internet da acceso a una acumulación de datos de tal magnitud que ni una vida ni muchas da para conocerlos. Pero esto, en lugar de traer consigo el florecimiento de una cantidad de sabios como nunca se hayan visto, nos ha dado el mayor número de desinformados de la historia de la humanidad. Nunca tantos han poseído más información y se han revelado tan ignorantes. Jamás tantos han tenido acceso a tan gran cantidad de conocimiento y han utilizado menos su intelecto. El fenómeno característico de esta época es la deambulación intelectual, la búsqueda incesante de la nada, el tráfico obsesivo de datos y la inane persecución de lo intrascendente. Entrar en esa biblioteca de Alejandría que es la Red es perderse en la insustancialidad. A decir de Eliot, «todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia».

El reposo y la meditación, el tiempo que antaño se dedicaba a digerir lo aprendido, ha desaparecido bajo la avalancha de datos y más datos que Internet nos ofrece y a los que nos conduce con tiránica suavidad. Pero, sin reflexión, sin una cavilación sobre los hechos, datos o ideas percibidos, no hay saber, no hay comprensión, no hay sabiduría. En último término, lo que hay es la nada disfrazada del todo y el vacío del pensamiento. La multiplicidad y urgencia con que vamos sucesivamente depositando nuestra atención en los miles de llamativas atracciones con que nos seduce la Red, es inquietante cuando uno repara en ello.

Además, esta forma de usar nuestro intelecto, esta manera de proceder de picaflor a la que acostumbramos nuestra inteligencia, tiene sus consecuencias, como todo entrenamiento. Porque nuestra mente se fragmenta, y no solo perdemos capacidad de concentración, sino también competencia para elaborar un discurso coherente. Hay una segmentación invisible entre nuestras ideas y conocimientos, que vagan en compartimentos estancos alejadas unas de los otros, sin posibilidad de relación para construir un raciocinio congruente y lógico. En palabras del filósofo francés Jean Baudrillard, el pensamiento se vacía, queda en «una situación de suspensión indefinida».

Sin embargo, los libros son todavía un refugio que puede funcionar a modo de antídoto frente a este veneno moderno. Aunque, ciertamente, no creo que pueda decirse que la gente no lea hoy. De hecho, lee todo el tiempo, desde los titulares de las últimas noticias, hasta los anuncios luminosos plantados en plena calle, pasando por los correos electrónicos, tweets, whatssappes y mensajes de texto que dominan y acaparan nuestras horas de vigilia. Pero no me refiero a este tipo de lectura fugaz, superficial e irreflexiva.

En un reciente estudio realizado por el University College de Londres, se dice con la crudeza que destilan los datos:

«Está claro que los usuarios no están leyendo en línea en el sentido tradicional; de hecho, hay signos de que están surgiendo nuevas formas de “lectura” a medida que los usuarios “navegan horizontalmente” a través de títulos, páginas de contenido y resúmenes que buscan rápidas gratificaciones. Casi parece que se conectan a la Red para evitar la lectura en el sentido tradicional».

El mismo artículo que están ahora leyendo, al igual que la mayoría de los que circulan por Internet, es víctima de esta nueva forma de lectura. Atrapado en la necesidad de captar la escasa atención que nos queda, el escritor de hoy pule sus escritos bajo la égida de una economía exagerada, a fin de dejarlos reducidos a la mínima expresión, pues teme, no solo el arrinconamiento y la postergación de su lectura, sino también el abandono prematuro de la misma.

Ya en 1978, en un anticipatorio artículo titulado El futuro de la lectura de libros, el crítico Jacques Barzun, tomando del brazo a su admirado Charles Lamb, nos advertía de lo siguiente:

«Le doy importancia al hecho de que haya una mente detrás de un libro. Nos ayuda a marcar una diferencia entre varios actos físicos que se parecen superficialmente pero que son esencialmente distintos. Cuando uno coge la guía telefónica para buscar un número, en un sentido está leyendo y en otro no está haciendo nada parecido. En general, la lectura para obtener información, por muy indispensable que sea, no es una lectura en el sentido final. Puede tener importancia para el momento, como cuando necesitas ese número de teléfono. Pero hace poco por tu alma: no remodela tu mente ni reeduca tus emociones. No proporciona placeres sostenidos, ni simple entretenimiento, ni alegría trágica, ni alegría serena, ni sabiduría, todo lo cual puede hacer un buen libro.

Estas son algunas de las razones que Charles Lamb tenía en mente cuando escribía contra los libros que no eran libros, libros que eran como lobos con piel de cordero. Se refería a todos los libros de referencia, a todo lo que se escribe únicamente para informar: guías, compendios, informes factuales y estadísticos, tratados y polémicas de todo tipo, una clase muy grande de obras en cualquier momento. Tenía la convicción de que estos libros tienden a eclipsar a los verdaderos, a sacarlos de la circulación, a enterrarlos vivos, y cuando encontraba un libro verdadero, lo besaba».

Lo que prolifera en la Red son las listas (Los 10 mejores…), los sucesos y las instrucciones (Aprenda a… en pocos pasos), y lo que se vuelve rareza son los escritos con enjundia, esos que hacen pensar.

Este contenido todavía puede encontrarse en los libros, y a lo que quiero referirme hoy es al efecto que podría producir en nosotros, a modo de un bálsamo, de un elixir o de un remedio. Hablo de lo que se conoce por lectura profunda y atenta de un buen libro, desconectada del trajín diario y del tiovivo de lo digital; centrada, seria y meditabunda. Es este tipo de lectura –realmente, el único valioso– el que está en vías de extinción y, paradójicamente, es causa de la dolencia al tiempo que antídoto para la misma.

La lectura de los verdaderos libros puede ofrecernos muchas cosas. No solo la oportunidad de explorar la mente de otros hombres –como decía Lamb– o remodelar nuestro pensamiento y reeducar nuestras emociones, proporcionándonos «placeres sostenidos», «simple entretenimiento», «alegría trágica y serena» y «sabiduría», como señalaba Barzun. También puede brindarnos la ocasión de entrenar nuestra capacidad de concentración, de seguimiento de razonamientos más o menos complejos, de reflexión, análisis y crítica. De igual forma, puede recordarnos lo que es una historia, la coherencia de un relato, con su planteamiento, nudo y desenlace. Pero, sobre todo, los libros pueden regalarnos tiempo, el que se emplea en leerlos, el justo y necesario para poder realizar todas estas funciones de la inteligencia a las que me he referido, para asimilar lo transmitido, rescatando nuestro pensar de esa situación de «suspensión indefinida», de que hablaba Baudrillard.

Porque, el libro, debido a su naturaleza, proscribe todas esas urgencias, distracciones y fragmentaciones que la maravillosa Internet trae consigo, y puede conducirnos a una vida intelectual rica y profunda, y más humana. Aunque, quizá no haya que llegar a los extremos de Charles Lamb, que en el famoso ensayo mentado por Barzun (Pensamientos sueltos sobre los libros y la lectura, 1822) declaraba sin rubor:

«A riesgo de perder algo de crédito ante su inteligencia, debo confesar que dedico una parte no desdeñable de mi tiempo a los pensamientos de otras personas. Fantaseo sobre mi vida en especulaciones ajenas. Me gusta perderme en las mentes de otros hombres. Cuando no estoy caminando, estoy leyendo; no puedo sentarme y pensar. Los libros piensan por mí».

Así y todo, y aun cuando los libros no han de pensar por nosotros, tampoco podemos permitirnos el lujo de no pensar en absoluto. Porque aquello que leemos o no leemos nos define, a pesar de que finjamos ignorarlo. No solo somos lo que leemos, también somos cómo leemos. Y este estilo de lectura promovido por la Red, que busca la eficiencia y la inmediatez y proscribe la reflexión y la profundidad de pensamiento, nos debilita como personas. Por esta razón, los libros impresos y la lectura tradicional, profunda y concentrada que traen consigo, son hoy más necesarios que nunca. No, no podemos prescindir de los libros. Son «medicina para el alma», como rezaba el frontispicio de la biblioteca de Tebas.

Pero, no nos engañemos. Esta no es una tarea fácil. Cualquier rescate es un lance duro, arriesgado y difícil, en el que hay que poner empeño, voluntad y esperanza, y con la lectura de libros lo que procede es un rescate en toda regla. Alguien la ha secuestrado y hay que salvarla. ¿El culpable?, ya lo hemos señalado en los anteriores párrafos: somos nosotros mismos, y por ello es en nosotros mismos en donde habremos de buscar la solución, a pesar de tener a todas las fuerzas imperantes de la cultura en nuestra contra.

20 comentarios

  
África Marteache
Antes existía el Reader´s Diget, que era un compendio de extractos de diversas cosas, se ve que los americanos se adelantaron a la era informática suministrando síntesis de casi todo antes de que apareciera Internet. Nosotros hacíamos ejercicios en ambos sentidos: sintetizábamos al estilo Reader una novela o desarrollábamos un tema con un número de folios ya establecidos. A mi siempre me pareció que el primer ejercicio era más sencillo que el segundo, es decir que escribir "Los hermanos Karamazov" es más meritorio que escribir una receta de cocina o definir "El Quijote" en dos frases.
Los que son verdaderamente buenos sintetizando son los vascos, porque son lacónicos por naturaleza, y entonces está aquél que no fue a Misa, pero en previsión de que su mujer, que estaba al loro por las prolongadas estancias del marido en la taberna, le preguntara algo, pidió a un amigo que le contara el sermón.
-¿De qué ha tratado el sermón?
- Del pecado.
-¿Y qué ha dicho?
- No es partidario.
Mucho mejor que el Twitter.
16/06/21 11:38 PM
  
Haddock.
Por poder, poder, sí; en términos de supervivencia. Así como podemos prescindir de una pierna y seguir vivos, pero desmereceríamos un poco a la hora de bailar un vals en Viena. También se pierden muchas maravillas los sordos, los ciegos...etc.

Puede ser que mi vida no sea un exuberante vergel, pero sin los libros y la Escritura, hubiera sido un páramo estéril habitado por alimañas.



16/06/21 11:52 PM
  
África Marteache
A veces los vascos ni siquiera contestan con laconismos sino con una furrustada, que ya es el colmo. Mi abuelo se ponía como un basilisco cada vez que alguien mencionaba Machimbarrena y Moyúa S.A, intentado comprender si tenía algo contra las empresas, le decíamos "Lizarriturri y Rezola S. A", pero a aquello no reaccionaba y dejamos por imposible la comprensión del asunto. Hasta que un día leí yo "Paz en la Guerra" de Miguel de Unamuno y me di cuenta que Moyúa, que tiene una célebre plaza en Bilbao, era el jefe de los liberales cuando el sitio de Bilbao por los carlistas, que no pudieron tomar la plaza. Mi abuelo era carlista y el misterio dejó de serlo. ¡Moyúa! ¡fu, fu, fu! Ni insultos, ni explicaciones, ni nada, con eso ya lo decía todo.
16/06/21 11:53 PM
  
África Marteache
Lo del laconismo y la síntesis no va por ti, Haddock, tú y yo somos la vergüenza de nuestra estirpe, no solo hablamos mucho sino que leemos libros muy gordos. Siempre hay excepciones que confirman la regla, por eso estamos aquí y los lacónicos no, pero debemos ostentar su representación porque los twitteros son simples imitadores.
17/06/21 12:08 AM
  
África Marteache
Por cierto, Haddock, ni en términos de supervivencia ni en términos de nada, a nosotros nos quitan a Dios y a los libros (aunque no intento hacer comparaciones como se supondrá) y lo que sale del experimento ya no somos nosotros. Se pueden suprimir los libros con el mismo resultado que suprimir los garbanzos en el GULAG: la destrucción del todo aquel que conocía los libros y los garbanzos antes de entrar en aquel infierno. Los que llevaban la literatura consigo, como Shálamov o Solzhenitsyn, sobrevivieron mejor como todos los bendecidos por la creatividad, incluidos dibujantes o pintores como Nikolai Getman, pero los que dependían del suministro de los libros o de la belleza proporcionados por otros intentaron no perecer echando mano de la memoria, como Eugenia Ginzburg.
Hoy la memoria, destruida a conciencia, tampoco podría suplir a los libros repitiendo constantemente poesía o rumiando lo ya leído y la información suministrada por los medios de comunicación modernos se autodestruye sin dejar poso como todos sabemos. Los que niegan el espíritu no saben la importancia que tiene para la supervivencia.
17/06/21 8:20 AM
  
Centurión Cornelio
Esos versos de T. S. Eliot los escribí hace unos días (curiosa coincidencia) en la pizarra que hay a la entrada de mi oficina, aunque la traducción que yo he leído ( y reproducido en mi trabajo), difiere un poco:

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido CON el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido CON la información?

La interpretación, a mi modo de ver, cambia completamente:

- De la época de los sabios (desde Platón a Sto Tomás, por decir algo) se pasa a la del racionalismo humanista y el avance técnico, científico donde hay especialistas (Pascal, Descartes, Newton...en adelante) , hasta llegar a las sociedades actuales, caracterizadas por la pérdida de importancia del conocimiento (sólo importa lo que los sajones llaman el "know-how", o sea, "cómo hacerlo") y la tiranía del dinero a través de la manipulación de masas cada vez más ignorantes que se manipulan a través de la información, precisamente.

Muchos filósofos modernos (Heidegger, Gustavo Bueno en España, muchos otros, se dieron cuenta de que tenían que aprender física para poder "hacer" filosofía ( y no limitarse a "enseñar") y muchos buenos físicos (como Heisenberg y otros), estudiaron filosofía para poder expresar las consecuencias que sus descubrimientos podían tener para el hombre y para el espíritu. Todos ellos estarían en la línea de los "sabios".

La verdad, da pena y vergüenza ajena ver cómo muchos "científicos" (la palabra "ciencia" y lo que se proclama en nombre de "la ciencia" tiene un poder enorme sobre la masa boba) se lanzan a "demostrar" la inexistencia de Dios desde sus respectivas disciplinas (sobre todo la biología o la física teórica), poniéndose en realidad a hacer filosofía a un nivel de aficionado so capa de un barniz "científico".
17/06/21 10:48 AM
  
Centurión Cornelio
Leer libros (buenos libros, los que de verdad aportan algo, que tratan de los temas eternos de la buena literatura, buenos ensayos y libros de historia u otras disciplinas, no "best-sellers" del tres al cuarto), te da la siguiente ventaja a nivel práctico en las empresas: adquieres una comprensión de los textos mucho más rápida y profunda que tus compañeros, trabajas mucho más rápido con listados alfanuméricos, si hay promociones en las que has de pasar el típico "test de inteligencia" les das mil vueltas; en general te formas un elevado concepto de ti mismo y ganas en confianza.
Tiene desventajas: una visión pesimista del hombre en general, una reclusión interior (no tienes mucho que compartir o de que hablar con "los otros"), poca tolerancia hacia los fallos ajenos; y tal vez al final de la vida, la locura.
Por cierto, me ha gustado mucho el artículo.
17/06/21 11:32 AM
  
Rafa
Un artículo muy acertado. Estoy completamente de acuerdo con el último párrafo de Cornelio. Con el resto también pero dudo que las empresas lo entiendan así. Después de todo seguramente el responsable de personal no habrá leído buenos libros.
17/06/21 10:06 PM
  
Centurión Cornelio
Rafa, ni el responsable del personal, ni el gerente, ni el responsable de todas las plantas para Europa del grupo han leído un libro en su vida, pero no lo necesitan: han ido a la universidad, ja, ja ja.
18/06/21 7:38 AM
  
África Marteache
"Tiene desventajas: una visión pesimista del hombre en general, una reclusión interior (no tienes mucho que compartir o de que hablar con "los otros"), poca tolerancia hacia los fallos ajenos; y tal vez al final de la vida, la locura". Lo último no es seguro, puede ocurrir o no, y un cristiano tiene muchas menos posibilidades de eso a no ser, claro ésta, que haya tenido problemas psiquiátricos.
1) La visión pesimista del hombre puede darse, a no ser que se tenga una visión más amplia que la de mera inteligencia que sea capaz de ver ejemplos de comportamiento en personas de poca formación. Se puede ser muy listo y no ver las virtudes.
2) La reclusión interior es inevitable porque una persona muy libresca, es decir muy culta, no puede hablar con los demás más que de aquello que los demás quieren, pero nunca de lo que le interesa a él y, además, está obligado a disimular porque el antiintelectualismo está más extendido de lo que parece.
3) La poca tolerancia a los fallos ajenos también se da, pero se combate con humildad. Por ejemplo, acordándose de personas, que serían muy sencillas, pero fueron campeones en la defensa de sus principios. Los principios no se defienden leyendo libros o de lo contrario un chaval de 17 años, Helmuth Hübener, no le habría dado sopa con ondas a Martin Heidegger. Pocas personas pueden alcanzar el honor, como él alcanzó, del siguiente fallo del Tribunal del Pueblo, después de que el abogado presentara su súplica avalada por la familia y ¡pásmate! por la misma Gestapo que le detuvo y basada en que era un adolescente y por lo tanto podía ser "reformateado".
El tribunal dijo lo siguiente: "Habiendo hablado con el acusado éste no tiene dudas ni vacilaciones, su edad cronológica no se corresponde con su edad mental. No puedo ser, por lo tanto, reeducado. Debe morir como un hombre". Y estamos hablando de un chaval, que sí leía pero era un obrero manual, no un estudiante de Derecho de la Universidad de Munich. A eso también hay que darle vueltas, Centurión Cornelio, antes de sentirse superior a nadie por haber leído mucho.
18/06/21 8:55 AM
  
José Alberto Ferrari
Querido Miguel, ¡qué post notable y imprescindible!
En la Red la mayoría es malo o innecesario o indiferente. Y lo bueno que queda suele malograrse por un uso indebido. Esos espacios de recreación, periodismo inteligente, refresco de ideas para la mente cansada, se han convertido para muchos en sus únicas lecturas de deleite y formación. El resultado es nefasto, ya no se sabe leer... y no me refiero solo a los libros, tampoco se sabe leer el silencio, un paisaje, una melodía, los semblantes de nuestro prójimo.
Tienes razón, aunque todos los poderes oscuros estén en nuestra contra, la solución procede de nuestro corazón. La Belleza no pasará jamás.
Cordialmente,
José.-
18/06/21 11:07 PM
  
Scintilla
Los tres problemas, Cornelio, que tan claramente distingue doña África del problema de la lectura se curan o se evitan con la fe. Los sabios cristianos siempre han sido optimistas, amigos de hablar con todos y humildes. Son los modernos locos los que encuentran en los libros un mal (y de hecho pueden llegar a serlo, como tan bien y adelantadamente vio Cervantes).
19/06/21 2:15 PM
  
centurión Cornelio
Centurión Cornelio, si no le importa, señorita Scintilla, recuerde que ha quedado sobradamente establecida mi falta de humildad.

¡Oh, dulce desprecio, refugio de las almas superiores! (Chateaubriand, ni sabio ni católico).

19/06/21 4:40 PM
  
Scintilla
Si es por falta de humildad, "cónsul Cornelio" a partir de ahora. Y, desde luego, ya sé que no tiene nada que ver con aquel santo varón del Evangelio, a quien pensaba que se refería su pseudónimo.
Varón soy, y no miento.
Usted, desde su superioridad, sabrá qué amistades se escoge. Pero le recuerdo que Dios, sobre quien no hay nada, se abajó hasta hacerse un miserable gusano como nosotros y que por nosotros murió destrozado en la cruz.
20/06/21 8:38 AM
  
África Marteache
El concepto de hombre es más amplio que el de lector y eso los nazis lo tenían muy presente. La capacidad de ser su enemigo no venía dada por la ilustración que tuvieran sino por la firmeza de sus convicciones, para ellos eran "hombres" Helmuth Hübener, Sophie Scholl, Sor Restituta o Franz Jägestätter. Por muy leído que fueras podían no fijarse en ti, pero ¡ay! del que demostrara ser un hombre, levantara los ojos y les mirara a la cara, ese estaba perdido y si las mujeres hacían eso pasaban a ser consideradas también "hombres". En las condenas aleatorias ese concepto que manejaban está clarísimo. Karl Ranher estuvo de párroco en una remota aldea de Austria y nadie se fijó en él, Alfred Delp, de la misma congregación y también teólogo, cayó en sus garras, pero no precisamente por ser un teólogo jesuita que prometía mucho, porque tenía 33 años cuando lo mataron, sino por estar donde no debía. La ubicación, que no la erudición, fue el factor que condenaba a las personas y en el presente la cosa sigue igual.
20/06/21 9:16 AM
  
África Marteache
Colócate frente a un abortorio a repartir octavillas y serás considerado reo de cárcel sin necesidad de haber leído a Marco Aurelio ni a Hegel, retírate a Minglanilla y escribe libros de filosofía y no te va a pasar nada.
20/06/21 9:21 AM
  
África Marteache
Tanto Hans Urs von Balthasar como Karl Ranher se vieron afectados por estos hombres porque les cayeron muy de cerca, a von Balthasar porque le mataron a su tío-abuelo, es decir a un hermano de su abuela que era una baronesa húngara, Monseñor Vilmos Apor de Altorja que fue más tipo "Buen Pastor" que ilustrado y Ranher porque le mataron a su compañero, Alfred Delp que apuntaba maneras en la teología y solo tenía 3 años menos que él, así que eran de la misma promoción y le conocía muy bien. Y los dos tuvieron la misma reacción: admiración y silencio.
¿Y dónde estaban aquellos en el momento crucial de su muerte o detención?: el uno en el palacio arzobispal de Györ, abierto para acoger a la gente en el momento en que los soviéticos entraban en Budapest y el otro dando clase de Doctrina Social de la Iglesia a un grupo clandestino en Prusia.
20/06/21 2:17 PM
  
África Marteache
Esto no es un alegato contra los libros, es que por encima de ellos hay algo más. En ese sentido me alegra saber que Rémi Brague aboga por volver a las virtudes y los mandamientos desechando los valores. Ha sido la destrucción de estos lo que nos ha llevado a la situación actual, la gente sencilla entendía las virtudes y con esto es suficiente para ser un buen cristiano. Las artes se llevan mejor con las virtudes clásicas que con los valores y armonizan perfectamente. Se puede escribir un libro sobre la lealtad o pintar un cuadro sobre la piedad porque también las artes acusan su pérdida degradándose. Es la tecnología la que no se acopla, es una pena pero es lo que hay.
20/06/21 8:02 PM
  
Rafa
Un día tuve la fortuna de escuchar a una gran persona, Don Álvaro D'Ors, un sabio de la vieja escuela. Venía a decir algo así como que lo importante de una buena biblioteca es que tú sepas dónde están las cosas para poderlas encontrar y leerlas. Un libro es "un compañero de fatigas" que nunca falla; esto lo digo yo, no Don Álvaro
21/06/21 10:52 AM
  
Francisco
Muchísimas gracias por sus artículos. Me gustan muchísimo.
29/06/21 2:43 PM

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